sábado, septiembre 17, 2011

Dos levedades

'Un antes y un después nunca se sueldan'
Tu rostro mañana, Javier Marías


En la honda madrugada de Santa Teresa, ya pasado el Grito y apagados por el alcohol los cada vez más escasos murmullos de remotos jolgorios, el Indio se sirvió, tambaleando, otro caballito de tequila y me miró de frente con ojos vidriosos. Me puso una mano en el hombro como quien va a confesar algo y trata de acercar al confidente, pero en el último momento se echó para atrás, se recargó en su silla tomando el caballito de hidalgo y encendió un cigarrillo.
–Como sabes, dos veces tuve oportunidad de quedarme en el extranjero.
–Sí.
–Y no me quedé.
–Ya veo- dije sonriendo y esperando que completara la frase, chiste o lo que fuera a soltar como solía hacer tras solemnes pausas. No fue así.
–Sé que ha sido una decisión imbécil desde el punto de vista práctico, pero ya sabes que mis razones eran sentimentales.
–Lo sé, lo sé... l'amour...
–Claro, l'amour, pero aun si no hubiese tenido pareja ni familia, habría vuelto. Se necesita conocer el hambre o el horror para irse definitivamente y yo, con todo y haber padecido necesidades, no conocía ninguno de ellos. Los iraníes y rusos en Praga sí los conocían. Los magrebíes, los congoleses y hasta los vietnamitas en Francia, los conocían. Sus recuerdos, con ser entrañables, también estaban teñidos de miedo: a la sharía, al racismo, a la guerra tribal, a la persecución política y religiosa, a la hambruna y al caos. Hasta los mexicanos del otro lado tienen que ser lo suficientemente pobres e ignorantes para preferir cortar jardines o lavar baños en vez de volver a padecer hambre en esta mierda de país...
–No vivimos mal, Indio, no exageres...
–No vivimos mal porque vivimos en otro país, no en el de ellos. Es a ese país inexistente al que volví dos veces del extranjero. Está hecho de bancos, escuelas, casas con rejas y alambrados cada vez más altos, cocheras con alarma donde se guardan carros asegurados, plazas comerciales donde una criba racial ha dejado sólo gente blanca o decentemente vestida, un barniz de ley y de gobierno, una ficción colectiva que pretende seguir festivamente encima de una multitud depredada y depredadora. Cuando nos encontramos –casi siempre trágicamente- con ese subpaís, lo maldecimos y ponemos cara de circunstancias, pero luego nos reponemos y volvemos a creer que el nuestro es el suyo, que es uno solo. Mentira: pronto no habrá sitio donde esconderse de ellos...
–Estás borracho.
–Sí, lo estoy... Pero en realidad no quería hablar de lo que, evidente o no, terminará por ser claro para todos llegado el momento, obviedades que el tiempo se encargará de manifestar despiadada y puntualmente. Sólo quería hablarte de las sensaciones, de las atmósferas que rodearon esos dos regresos al país. No pretendía embarcarme en una discusión política, sino sentimental.
–A ver, Indio, suéltalo.
–Dejar un país al que te has acostumbrado, aunque no sea el tuyo, tiene lo suyo de nostalgia y evocación, especialmente si es un país de verdad con una historia amplia y un mínimo de consistencia. Esos últimos meses, tanto en Praga como en Valenciennes, sabiendo que transcurría mi última temporada en cada caso, veía las cosas y personas, los paisajes y recuerdos, como un todo que se me iba alejando y cuya difuminación había empezado ya, cubriéndolo todo de cierta neblina y haciéndome vivir en medio de una ensoñación.
–Lo normal en estos casos, claro.
–Era más que lo normal. Porque justo en ese estado suspendido, en esa transición movediza, sentía una paz extraordinaria que me hacía ver todo con una perspectiva amplia, comprender –o creer comprender- tanto lo que dejaba como lo que venía. Bisagra del tiempo cargada de comprensión benevolente, serena e iluminada... Por ejemplo, el cine. Las películas mexicanas justo antes de volver me sabían cargadas de dolorosa precisión, pero ahí donde se colaba la corrupción, ahí donde permeaba el desorden y la decadencia, me deleitaba en la anticipación de juveniles placeres: el sexo y los viajes de equipaje ligero, los pies hundidos en una playa de cálidas arenas, las carreteras y los pueblos donde la comida era sabrosa y casi regalada. Aquí estaba mi juventud y podía volver a ella sin importar los años transcurridos, pensaba.
–Te entiendo.
–No, no lo entiendes. Nunca has vivido fuera más que de vacaciones o en viaje de trabajo. Vas, te tomas la foto en la seguridad de que al regreso estarán tu oficina, tu esposa y tus hijos donde mismo. Apenas deshaces la maleta, jamás te ves obligado a aprender otro idioma ni a cambiar ninguno de tus hábitos. Nunca haces amigos, sino colegas, nunca te comunicas, sólo rodeas... Por ejemplo, el cine. Vi muchas películas checas y francesas, desde luego, pero al final de mis dos estancias, enmedio de mi levedad, de mi flotar entre dos mundos, siempre aparecía una con carácter revelador y sintético que parecía subrayar mi calidad de outsider: Kolja en el caso checo, Il y a longtemps que je t'aime en el caso francés. Las películas son muy diferentes en su historia y hechura, pero comparten algunas características: muestran –no sé si intencionadamente- el país en el que están hechas, no sólo a través de obviedades como el fin del comunismo en la primera o los museos de Nancy en la segunda, sino también a través del señalamiento de hábitos y atmósferas (la civilización decimonónica y musical checa, la cosmopolita y filosófica francesa); tienen por protagonistas a personajes fracturados o en retirada que circunstancialmente se ven obligados a interactuar y cuya liberación es ambigua, quizá imposible; están cargadas de soledad mal admitida e incomprensión casi orgánica, como si los personajes centrales también estuvieran viviendo levedades impenetrables, flotando en el mundo, un tanto conscientes de que están de más...
–Y cuando volviste se te acabó todo eso, Indio, ¿no es así?
–No inmediatamente. Las películas parecían anticipar mi propio e inacabado proceso de reanudación, sus dificultades y su fracaso último. O quizá me equivoco y la adaptación tuvo lugar en ambos casos a las pocas semanas, cuando conseguí trabajo y el contacto continuado con imbéciles y fanfarrones, hijos de puta y malnacidos, me trajo de vuelta a la realidad. Y la realidad es que lo entrañable duraba el plazo de vivir en el país como de vacaciones, los pocos días de acostumbrarse de nuevo al noticiero y a las calles idealizadas, el tiempo de intimidad con la pareja y de saludar de nuevo a la familia, sintiéndose extranjero en el propio país como prolongación del verdadero tiempo fuera. Unos cuantos días, unas semanas, luego la levedad fue reemplazada por el peso...
–Es tarde, Indio, vámonos a dormir...
–Sí. Siempre queda el sueño.

viernes, septiembre 02, 2011

Fata Morgana

Harto de acumular noticias sobre secuestros y crímenes de la mafia, sobre la ineptitud gubernamental y el absoluto descaro con que la raza del país se dedicaba a saquearlo todo poco antes del Gran Colapso, al Director de Noticias Pompa le brillaron los ojos frente al monitor cuando leyó aquel correo. Se trataba de Dibú, su gran amigo de toda la vida, quien daba cuenta de su viaje de placer por Tierra Santa naturalmente a cargo del erario- en compañía de su esposa Vivá: Muro de los Lamentos, Monte de los Olivos, Mezquita de Al-Aqsa, taxis de precios astronómicos, inexplicable excitación al pasar por los puntos de seguridad... y la gran noticia, motivo de su entusiasmo: Ericka Vexler vivía a media cuadra de su hotel, en una casita de dos plantas y terraza con balcón mudéjar: ¿querría entrevistarla?
Claro que quería. Llevaba casi dos décadas sin saber de ella, su jefa en tiempos de la Guerra del Golfo, cuando él era un divorciado camarógrafo de veintiocho años, regordete y medio calvo, de largas patillas y bigote espeso, renuente a llevar una de las máscaras de gas que el gobierno israelí repartió entre la población como parte de sus desplantes paranoicos. A ella le debía, si bien de manera involuntaria y lamentable, su vertiginoso ascenso a corresponsal titular, el primero y más importante paso de los varios que lo condujeron a su oficina en México, hasta hace poco lejos de las balas y el caos. Una deuda que no le agradaba ni podía agradecerse, aunque lo hubiera beneficiado, pues ella hubo de perder su empleo y desaparecer para siempre en el más profundo ostracismo, negándose por años a recibir visitas y siendo luego abandonada incluso por los más nostálgicos curiosos. Siempre había querido preguntarle qué pasó aquella noche en su piso de Tel Aviv, cuando los misiles Patriot y Scud ululaban en el cielo, cuando encerrada en el baño de su casa en compañía de él y su perrita Milka, enlazó con el satélite para la transmisión regular en vivo y se hizo escuchar y reproducir entre la estática de millones de televisores al otro lado del océano: "Nuclear... repito: ¡ataque nuclear!".
"No está de más intentar", se dijo Pompa mientras escribía a Dibú proporcionándole detalles sobre Vexler y los puntos que una eventual pero casi imposible entrevista debía incluir: lo relativo a la noche nuclear debía quedar al final en la esperanza de que otros datos fuesen revelados, convenía explorar aspectos poco conocidos de su trabajo previo como entrevistadora de líderes del Medio Oriente, su decisión de emigrar a México y la posterior aunque más comprensible- de permanecer en Israel, tal vez datos sobre su vida en el retiro ¿o era reclusión?- de los últimos veinte años. Debía ser indulgente y no insistir, por ningún motivo debía irritarla porque en ese caso ella daría por terminada la entrevista con su aire amable y misterioso. Inapelable.
Decidió hacerse acompañar de Vivá por si debía dirigirse en hebreo a alguien y porque una mujer siempre suaviza la tosquedad de un hombre. Abrió la puerta de madera obscura una mujer morena, rolliza, que hablaba ese español suave de los indígenas centroamericanos. Los hizo pasar a una salita de alfombra roja y muebles de patas muy delgadas, pidió que la esperaran. Durante largos minutos ni él ni Vivá pronunciaron palabra. Luego volvió la doméstica para pedirles que la acompañaran a la terraza de arriba, para lo cual, extrañamente, había que cruzar un patio lleno de olivares y luego volver ya en la segunda planta- por un costado del mismo. Mientras avanzaban, Dibú sintió inundarse de irrealidad, como si a lo largo de los pasillos y víctima de la incredulidad de que esta entrevista tuviese lugar, fuese perdiendo paso a paso el por qué de su visita alienado por el llamado a la oración desde remotos alminares de infinidad de mezquitas.
La terraza miraba al oriente, de modo que esa tarde ya le hacía sombra el resto de la casa. Justo en medio, descansando sobre un gran diván y rodeada de tres mesas con ámpulas abiertas de morfina, jeringas y un tanque de oxígeno, estaba Ericka Vexler muriendo de cáncer. Una vez que nos pusimos delante de ella en un par de sillas que acercó la doméstica, por fortuna de espaldas al deslumbrar de techos dorados de Jerusalén, pude verle la tenue y enigmática sonrisa que la caracterizaba. Llevaba gafas negras y hablaba con la hipnotizante monotonía de sus tiempos de periodista, un ritmo calcado del hebreo y parecido a un rezo, una letanía.
Pompa los ha mandado a aquí, ¿eh?- dijo al abrir un diálogo para el que no estaba preparado, enmudecido como un principiante. Me alegro, me alegro. No me queda mucho tiempo, como habrán comprobado. Hablaré poco, ya Rosita me está clavando su mirada, ¿ven? Me cuida como una generala y si no hubiese insistido, les habría echado como lo ha hecho con tantos otros...
Podemos volver otro día, Señora Vexler, no quisiéramos...- dije extraviado. Vivá salió en mi rescate mirándome con la firme suavidad de quien pide silencio y no suelta la presa. Me callé.
De ninguna manera. No hay tiempo. La entrevista está preparada... ¡Rosita! Tráeme por favor los documentos del expediente negro y dáselos a estos señores, por favor... Habrán de disculparme, no pensaba entregarlos a la prensa, pero ya que un buen amigo se ha acordado de mí seguramente podrá armar con ese material el reportaje que mejor le convenga. Confío en él. Ahórrenme las preguntas triviales (todas están en el expediente) y mejor charlemos de otras cosas, ¿quieren?
Vivá intervino y yo quise comérmela con los ojos apenas abrió la boca echando por tierra todos nuestros planes.
Señora Vexler, ¿qué pasó esa noche?- Se hizo un breve silencio que acentuó el cese de los llamados de las mezquitas y el resplandor final del sol sobre los tejados. Se hizo la penumbra.
Claro, claro... de eso podemos hablar. Por supuesto no está en el expediente y lo que les digo pueden compartirlo con Pompa, pero nadie más. Eran tiempos de una gran polarización y, aunque ahora les parezca que el mundo estaba de acuerdo en contra de Hussein, ello estaba lejos de ser así. El dictador tuvo el gran acierto de atacar Israel y ganar así el favor de millones de musulmanes y cristianos radicales. Israel no era inocente y vio en aquella coyuntura la oportunidad de ampliar todavía más el favor de los otros extremistas, los que veían en él a un país víctima y a un pueblo victimizado... por definición. Y a perpetuidad. Recordarán el temor que existía en todo el mundo por el inminente desmembramiento de la Unión Soviética y el destino de miles de armas nucleares. Israel aprovechó ese temor y exaltó la paranoia al acusar a Hussein de planear ataques bacteriológicos, químicos y, desde luego, nucleares.
Pero los ataques no se produjeron...- intervine tímidamente.
No, no se produjeron efectivamente. No sea ingenuo, Dibú. No hacía falta. A mí me pagaba el Servicio Secreto Israelí. El mayor sacrificio que me exigieron fue el de esa noche: sería retirada de los medios de comunicación y no volvería a trabajar en ellos luego de reforzar la especie de que un ataque nuclear se iba a producir, de cualquiera de las partes. El estruendo de los bombardeos esos estúpidos Patriot que nunca consiguieron derribar ningún Scud y sí causaron más muertes civiles que los segundos- y la estática que arruinaba las transmisiones satélitales hicieron el resto. Quedó bien, ¿eh? "Nuclear, nuclear" en una época como esa en que todavía helaba la Guerra Fría...
La experiodista pareció caer en un extraño sopor. Dejó de hablar, emitió algunos gemidos, Vivá llamó a Rosita creyendo que tal vez Ericka necesitaba una nueva dosis de morfina, pero la doméstica se limitó a tomarle el pulso a su patrona y a pasarle una gasa húmeda por la frente. Luego nos pidió, perentoria, que abandonáramos la casa. Nos entregó el expediente. Al llegar al hotel, todavía aturdido, dejé a Vivá en la habitación y bajé al bar con el expediente en mano. Entre cientos de hojas en blanco había un certificado médico: Ericka padecía Alzheimer desde hacía siete años. Lo emitía el Hospital Militar Israelí, con sede en Haifa.