miércoles, agosto 31, 2016

Zarzal

Me acosté abrazado a él y me despertó el rechinar de sus dientes en la madrugada. Soñaba con un pueblo bávaro tradicional de cuyas casas sin puertas salía la luz amarilla de velas y quinqués, las calles de tierra iluminadas de tanto en tanto por cuadros o redondeles ámbar mientras yo, buscando inquieto a alguien que debía estar en alguna de esas casas, para decirle que me marchaba, que debía llegar a la estación de tren a tiempo, que lo bendecía y le estaba agradecido, me movía no desesperado, sino ávido de encontrarlo para despedirme, como si en ello radicara el buen comienzo de una vida nueva, si no lejos de ahí, lejos de esa persona amada con la que todo se habría torcido más allá de cualquier remedio —y no faltó ocasión de buscarlos y fracasar, pensaba en el propio sueño mientras recorría las calles y aún sin saber exactamente a quién buscaba o a quién encontraría: 'cuánto he querido arreglar las cosas, amor, pero ya esta palabra se me enreda en la lengua y tropieza con la realidad, cuánto he querido dotar de significado lo que carecía de ello y de causalidad las migajas que iban tirando las circunstancias; debo hallarte para decirte que voy a ser valiente y a vivir en soledad, que voy a trabajar y a escribir mucho, que echaré carbón sin parar, paletada tras paletada, al fogón de la máquina hasta que el tren llegue a los confines helados y pueda apearme sobre un metro de nieve'— si bien no estaba seguro de que la persona que hallaría tras uno de esos quicios sin puerta sería aquella por la que me veía precisado a tomar el control de mi vida, tal vez sólo un mensajero o un intermediario, un personaje secundario pero iluminado, de esos que nos encontramos a lo largo de la vida y pueblan, de manera intermitente pero con largo aliento, como punteando, nuestro tiempo sobre la tierra; ya pronto lo vería, una vuelta más —el foco tambaleante de un interior que huele a caldo de gallina y especias— otra vuelta más —el aro de ajos colgado de un clavo y una serie de camas que asemeja a un hospital— ¿es aquí? ¿será posible? Apenas desvío los ojos a la izquierda y él sonríe, con la sábana blanca hasta el pecho y las grandes ojeras de perro triste, me siento en el borde de la cama —¿o es camastro?— y olvido al instante mis discursos mientras todo alrededor parece obscurecerse para que él destaque con aquellas manos que sujetan tímidamente las costuras de la sábana y el olor embriagador e incongruente de un perfume dulzón de adolescente, apenas tengo tiempo de impostar —¡en un sueño!— un '¿cómo estás?' que quiere acariciarlo y un '¿qué haces aquí?' que intenta hacer pasar por coincidencia notable lo que ha sido desde el principio un sistemático buscarlo casa por casa a través de las calles desordenadas de esta aldea bávara a la que debe rodear la Selva Negra o las montañas de Silesia; el tiempo no lo sé, debe ser incierto porque parece como si todo hubiese ocurrido ya, un tiempo fuera del tiempo y, paradójicamente, no desprovisto de prisa ni futuro, aunque no sea con él que convalece —¿de la guerra? ¿qué guerra?— y al que amé, pero no amo, no son para él estas palabras con las que le explico brevemente y con camaradería el estado de mi alma, las variaciones recientes de mis costumbres, los saludos que con él mando a su familia de la cuatrocientos y a su mujer que no ha podido venir a acompañarlo ahora que bien lo necesita ('Las monjas me atienden bien, descuida, no toman en cuenta mi ateísmo ni los defectos de mi carácter, esta soberbia dolorosa para la que ellas parecen particularmente preparadas, ellas y yo enfermos complementarios, patologías compatibles que se dan la mano. Descuida, ya te digo, amigo, ya te digo, amante, ya te digo, padre, ya te digo, maestro') y si no son para él estas palabras, me pregunto, para quién son entonces, me cuesta cada vez más seguir el hilo de esta conversación que se alarga innecesariamente, ¿perderé el tren? ¿no debería irme ya? Si no son para él estas palabras, ¿dónde está aquel de quien debo despedirme para iniciar una nueva vida lejos de aquí y escribir mucho y bien en algún escritorio desde cuyo asiento pueda verse el paisaje a través de una ventana, nieve hasta donde alcance la vista, un árbol aislado, el perfil grisáceo de una montaña que parece un espejismo o una premonición; no son para él estas palabras, debo despedirme, me decido salvando la turbación que me causa no recordar lo último que me ha dicho y me abrazo inclinándome desde esta frágil orilla de camastro —¿o era cama?— a su pecho y le digo cuánto lo quiero o quise o querré cuando me haya ido y cuánto escribiré sobre lo mucho que vivimos juntos y que hace tiempo no vivimos 'debo irme, ¿sabes? estas palabras no son para ti, tendrás que comunicarlas a aquel a quien van dirigidas, todos terminamos por enterarnos tarde o temprano de aquello que está dirigido a nosotros, seguro que lo sabrá pronto aún si tú crees que no has podido cumplir tu misión, no te preocupes, lo sabrá por ti aunque no lo veas nunca, él sabrá, sabe, siempre supo, Santa Teresa no debe estar lejos, ve a Santa Teresa y ahí lo vas a encontrar, dile cuánto lo siento, que le agradezco sus esplendores y miserias, que me merezco la soledad a la que voy, que...'
Me despertó el rechinar de sus dientes en la madrugada. Me despego y lo contemplo. Por la ventana, Querétaro.

—¿Puedo pasarme a tu cama?
—Por supuesto —contesta K.
No sueño nada.

jueves, agosto 25, 2016

En el Reino

Azul escribe, hacia noviembre: 'He comprado una enredadera que plantaré en el jardín para que cuando crezca cubra toda la barda posterior y él pueda mirar desde la ventana el muro vegetal. Necesita este espacio para relajarse y leer y escribir, especialmente ahora que parece que vuelve de Europa para no irse más. Se acaban nuestros años de intermitencia, espero que definitivamente, aunque no deje de preocuparme que le vuelva el hartazgo hacia este país. Lo comprendo. Habemos muchas personas más capaces que él para sobrellevarlo. No tiene paciencia para con la incuria de sus colegas y superiores, algo más para la de los estudiantes. Quizá en estos últimos esté la clave para retenerlo. Está muy solo allá. Y aquí, luego de tanto tiempo, ya no conoce a nadie. No sé si yo y la perra, si este espacio donde ha ido acumulando sus libros, si la vista de la pared verde —calculo que para junio estará cubierta— o la buena comida, seremos suficientes para que se quede de verdad. No lo he visto feliz en muchos años, apenas unos meses durante las transiciones y las renuncias. Su estado natural: la huida. Pero no puede seguir corriendo: envejece. La itinerancia patológica debe terminar.'
—Busquen bien, debe estar por aquí, entre estos papeles.
—¿Qué es esto? —pregunta C.
—Esa es la credencial que me dieron en la universidad cuando volví de Europa. Estamos buscando la licencia de conducir, señores, por favor concéntrense.
—¿Ya viste? La cara de delincuente común recién arrestado —comenta K dirigiéndose a C luego de examinar la credencial. 
—Los ojos saltones, el pelo desaliñado. ¿Estabas borracho?
Risas.
—Debo haberla dejado dentro del cajón. No puedo creer que encima no haya traído esas llaves.
—A lo mejor puedo abrirlo —sugiere K para desdecirse enseguida: 'No, no puedo'.
—Destruyamos el escritorio —dice C con la sonrisa ancha y los ojos entornados. Él levanta la cabeza y lo mira. Sonríe desarmado: el chico le puede. 'No estaría mal', piensa, 'no estaría mal dejar atrás el pasado si hubiese futuro'. Cerrar el Reino como quien despide un largo sueño evaporado. No hacer memoria de las macetas adquiridas a lo largo de los años y ahora alineadas como cuencos vacíos al pie del jardín; las repisas para el detergente y la lejía, ahora empolvadas; la pared despostillada por las raíces de la enredadera que hace años no existe y que apenas tuvo oportunidad de disfrutar apuradamente en breves visitas desde el Norte. ¿Bastaría no volver a aquí para ignorar la intención de cubrir todas las paredes de libreros, ahora raquíticamente habitados por figuritas aisladas? ¿Echar a la basura el retrato de Alan Finch, los dibujos a lápiz de viejos conocidos, las artesanías que regalaron algunos embriagados por una euforia que siempre probó ser efímera? 'Se deja atrás cuando hay un porvenir', reformula. Pero lo que tiene delante, con todo lo que le anega el corazón, con todo lo que en este oasis de tiempo y espacio representa —está convencido— tiene el tiempo contado.
Azul escribe hacia enero: 'No se ha quedado para su cumpleaños. Reconozco que al menos esta vez es diferente. Habría sido el colmo que de nuevo tuviéramos que soportar Londres o Berlín, Estocolmo o Copenhague. Pero no: permanece en el país. ¿Cómo se le ha ocurrido lo de Santa Teresa? ¿Es un buen síntoma que se haya quedado o es, por el contrario, una prueba de que empieza a agotarse? Ahora que la enredadera cubre efectivamente los dos muros de la esquina del jardín, se va. No ha escrito nada que valga la pena en poco más de un año. En los últimos meses apenas podía leer un minuto sin levantar la vista y distraerse. Quiero creer que todo esto justifica el que se haya marchado; que lo haya hecho, además, con un equipaje mínimo y un hijo adoptado al que piensa dedicarse en cuerpo y alma. No le importa empezar de cero. Le he prometido alcanzarlo en cuanto él se establezca, pero la verdad es que soy escéptico al respecto: ¿qué puede significar para él establecerse? ¿cuándo podremos estar seguros de que ya lo está? ¿Será la ilusión de permanecer a su lado —de que él permanezca al lado mío— producto del desencanto, de la rendición? Si es así, es una ilusión muerta desde ahora. Si es así, lo que podemos compartir no es un hogar, sino una tumba.'
—¿Y este examen?
—Es de la primera materia que di en Santa Teresa. Entonces existía la carrera de ingeniero electricista y la ocupaban personajes silvestres como el que hizo ese examen convirtiendo el criterio de Routh-Hurwitz en el de Rudgurbid. Un tipo insufrible.
—¿Pasó el curso?
—Por supuesto que no. Pero hicimos buenas migas, si es que tal nombre merece lo que sólo era producto de un defecto de carácter mío al que la soledad y la euforia reforzaban para hacerme convivir con personajes que apenas toleraba. ¿Te suena?
—No, no me suena. A nosotros nos adoras de verdad —terció K frunciendo el ceño y sacando la lengua para luego estallar en carcajadas.
—¡A huevo! —dijo C al tiempo en que volvía a meter todos los papeles en la bolsa, luego de haberlos dispersado sobre el escritorio para mejor examinarlos. La licencia de conducir, inencontrable.
—Es seguro que está en el cajón del escritorio. Habrá que hacer el trámite como si fuera con licencia perdida. Hope you don't mind waiting tomorrow for the paperwork; otherwise forget the Caribbean sea.
Of course not —replica C, los ojos repentinamente abiertos como abismos.
—¿Qué...? —interroga K apoyando la cara en sus manos. C le traduce. 'Ah sí, vamos'. Y sonríe.
Azul escribe hacia septiembre: 'Ha llovido más de la cuenta en Santa Teresa. Agua caliente casi evaporada, un ahogamiento sobre el sofoco generalizado del verano. La casa es un túnel de bochornos de colores variados —ladrillo, hueso, verde olivo— en donde sudan los muros y se retuercen los cuadros. El árbol plantado en el jardín ya rebasa la azotea. Luego de años han vuelto a robar la casa al otro lado de la calle. Pita se acostumbra lentamente a la desaparición de la Enana a la que el tejado del patio matara al venirse abajo durante una tormenta. Una perra menos. Y uno menos, también, porque él se ha ido de casa esta mañana. No he tenido tiempo de asimilar lo que sucede, pero sí demasiados años para preverlo: me aferré al conjunto de engaños con que uno desafía las conclusiones que el cerebro ha sacado ya con independencia de nuestros deseos y conciencia. A la esperanza, dícese brevemente. No he intentado retenerlo porque ya no podíamos seguir siendo desleales a los hechos. No he preguntado a dónde iba: estoy seguro de que él mismo no lo sabía. Se ha ido y ya no hubo éxito profesional ni estudiante capaz de retenerlo; no las perras cuya nariz tanto le gustaba manosear; no el salmón con alcaparras y aceitunas; no yo mismo con mi paciencia y reposo; no los libros ni las películas de fin de semana. Nada.'
—¿Qué les parece si vamos a cenar? Conozco un sitio, cerca de donde vivían mis abuelos, con unas flautas que me gustan mucho.
—Sí, vamos.
—¿Qué son las flautas?
—Son como tacos dorados de carne a los que...
Se ha dejado su licencia —vencida hace meses— sobre el buró.

domingo, agosto 14, 2016

Palenque

Por aquí los vi pasar a fines de julio, un día particularmente caluroso. El mayor dijo que les habían impedido la entrada a la zona arqueológica por haber llegado un minuto tarde. No me extraña: la gente de por aquí no estamos acostumbrados a trabajar más allá del mínimo necesario; su admisión habría supuesto una demora, tiempo arrebatado a la hamaca o el dominó, el lapso de un cigarrillo. La vista de las montañas cubiertas de selva, el ulular de monos, aves e insectos, pero sobre todo la piscina más o menos rústica sobre la que caían gruesas hojas velludas, debieron pesar en la decisión de quedarse. Deseaban meterse cuanto antes en el agua, incluso antes de comer, ofuscados como venían más del calor que del hambre. El mayor, aun fatigado, bromeaba como podía; los dos jóvenes que lo acompañaban paseaban los ojos por la palapa y las oficinas, valorando incluso mi persona, como si trataran de adivinarme intenciones ocultas y mezquinas. Por instrucciones del mayor, llenó la ficha de registro el más pequeño. Mientras lo hacía, me di cuenta de que el otro un tipo de cintura femenina que hablaba solo o tarareaba una canción no era su hermano y era más joven que el pequeño. Miré al mayor: no era padre de ninguno. 'Un hombre mayor y dos jóvenes', recuerdo que me dije para mis adentros mientras les entregaba el recibo y las llaves (que olvidaron sobre el aparador), 'un maduro y dos muchachos'. Y una mezcla de fascinación morbosa y repelús me atravesó el cuerpo.
Mientras Altagracia calentaba unos tamales en hojas de plátano y preparaba agua de melón, los observé llevar sus cosas a la habitación, cambiarse de ropa, ir a la piscina. Un ejército de hormigas bravas llamó su atención, aunque no notaran las iguanas de los árboles ni las parvadas de pericos de vivos colores que a cada rato cruzaban el cielo con escándalo. ¿Eran estos huéspedes como los de aquel canadiense sexagenario que llegó con dos oaxaqueños al hotel? Dos chicos que apenas hablaban español y sobre cuya mayoría de edad la administradora nos pidió no hacer comentarios. Dos chicos a los que después vimos en televisión, todavía sin decir nada, pero rodeados de abogados y cámaras y periodistas que afirmaban que el canadiense había abusado de ellos. Yo discrepaba. A mí no me pareció percibir ningún abuso en el caso del gringo franchute: atendía a los oaxaqueños como a reyes, éstos se le sentaban en las piernas, le daban comida en la boca, le reían no sé bien si chistes o gestos, pues no creo que hubieran podido sostener ninguna conversación, se daban la gran vida. Que en la noche follaban también lo sé: padezco de insomnio y mientras llega el sueño me paseo por todo el hotel husmeando en la vida de los demás. ¿Y eso era abuso? No lo creo. Pero el hombre y los dos chicos que ahora nadaban mientras esperaban la comida, que no eran padre y hermanos, que por razones de edad difícilmente podían ser amigos, que no eran amantes ni oaxaqueños, éstos que se deslizaban suavemente de espaldas por la alberca, ni sumergidos ni fuera, ambiguos, sin atender a más criterio que al momento presente, ¿qué eran?
Los llamé a comer. Escurriendo todavía, sin camisa, se acercaron al comedor y despacharon los alimentos con fruición. Su humor, ya mejorado por el agua, mejoró todavía más con la comida. El chico de la cintura parecía abstraído y feliz, comiendo a dos manos, el pelo caído en mechones lacios a su lado derecho, la barba incipiente, los ojos grandes como cuencos inocentes. El hombre le miraba complacido, comiendo él mismo, pero sin perder detalle de lo que ocurría ante él, como quien asiste a dos milagros. ¿Qué veía? ¿Una juventud revivida? ¿Una paternidad extraviada? ¿La rapidez fanfarrona del pequeño que de vez en cuando levantaba la vista para encontrarse con la mirada del mayor y hacer gestos con los ojos o la cara para hacerlo reír? Una lengua de fuera, unos ojos entrecruzados, unas mejillas hundidas con los labios hechos cucurucho. ¿No había algo falso en el mayor, quizá un esfuerzo aunque fuera mínimo e inútil por instalarse en el instante y retenerlo con gestos como los de entrecerrar lentamente los ojos o encender un cigarrillo que se consumiera muy, muy lento? ¿No había algo de inconsciencia en el chico de la cintura que sólo de vez en cuando reparaba en que se hallaba acompañado y estiraba una mano generosa para abrazar o apretar un hombro? ¿No era esa la clave de lo bien que la pasaba? El pequeño, en cambio, no se descuidaba: sabía dónde estaba, quiénes le rodeaban, la dirección del viento y las veleidades del barómetro; era la clase de persona a la que no se le escapa el menor cambio de humor de las personas que lo rodean, especialmente las que quiere, aunque luego esa consciencia no se vea acompañada de ninguna acción y tienda, como buen hombre prudente, a esperar y posponer.
Volvieron a la piscina por la tarde, luego de tumbarse en las hamacas. No me parece que hayan dormido la siesta, pero les habrá parecido prudente esperar una media hora para volver a meterse al agua, especialmente después de aquella comida opípara. Cuando volvieron a zambullirse, la alberca estaba ocupada por dos familias: unos holandeses y unos puertorriqueños. Los primeros eran expansivos y alegres, levantaban la voz y reían a carcajadas; los segundos eran taciturnos, introvertidos, de vez en cuando les dirigían a los holandeses miradas de desaprobación o resentimiento que se hicieron extensivas al trío incongruente cuando el mayor de ellos se dirigió a los holandeses en inglés. Los dos chicos, aunque atentos y posiblemente entendiendo, no participaban. Se daban codazos entre ellos para mirar a las hijas holandesas y se burlaban del mayor atribuyéndole interés sexual por otro huésped, maricón, que se asomaba al balcón. Me atrevería a decir que no eran homosexuales sólo porque no eran afeminados, pero esta metonimia ha sido tan ampliamente desacreditada que me produce vergüenza hasta ponerla por escrito. Y, sin embargo, siendo yo mismo maricón con alguna experiencia, quizá me encuentre autorizado a decir que el más chico no lo era, que el de la cintura sí y que al más grande lo mismo le daba una ella que un él. Y digo esto último no porque me constara que hubiese ocurrido algo entre ellos (nada qué ver con el canadiense y los oaxaqueños), sino porque a mí mismo me daba un trato que, si bien no era una invitación a follar, sí dejaba claro que no me descartaba.
Y como no me descartaba me preparé para la noche. Estaba seguro de que me lo encontraría por ahí, dando vueltas entre los jardines, fumando quizá, pero solo, ya sin los chicos. Nuestra conversación podría empezar por rememorar el incidente fantástico de la tarde, cuando los holandeses apuntaron que una pequeña serpiente estaba devorando una rana sobre una roca cercana a la piscina. El más chico se salió de la alberca, presuntamente horrorizado, pero no podía dejar de mirar las mandíbulas dislocadas de la víbora ni las desesperadas patadas de la rana; el chico de la cintura se acercaba más imprudentemente a la escena, sonriendo tranquilamente bajo la mirada más o menos aprehensiva del hombre, que se quedó con las palabras de advertencia dentro, sin que salieran nunca de su boca. Los holandeses hacían fotografías. Los puertorriqueños nunca se enteraron. Podríamos hablar de eso cuando nos halláramos en mitad de las fragancias de la noche y del concierto de los animales que es mayor a medianoche que a mediodía. Pero lo cierto es que, aunque me lo encontré (y fumaba), la conversación no fue así. Lo hallé preocupado en un equipal, bajo un foco de luz tenue invadido de insectos. Concentrado. 
Qué pensativo.
Hola, buenas noches.
¿Pasa algo?
Uno de los chicos se ha enfermado.
No me atreví a preguntarle si eran sus hijos, no sólo porque sabía que no lo eran, sino porque pensé que una pregunta así lo incomodaría. Proseguí:
¿Del estómago? En el pueblo hay farmacia, seguro que algo le habrá sentado mal en el viaje.
Sí, ya hemos ido al pueblo y comprado algunas cosas, pero me angustia que estemos aquí, en mitad de la nada, que esté sudando frío y vomitando.
Mucha gente se enferma por acá, algunos dicen que son los insectos, ¿no le habrá picado algo?
No lo creo, siempre ha sido delicado para el estómago. 
Se hizo una pausa extraña. Para evitar que se prolongara le pedí un cigarrillo. Con él en la mano, mi ya para entonces desorientado libido dio paso a un atrevimiento mayor:
¿Por qué está haciendo este viaje?
Volteó a verme y frente a mí sus ojos se fueron haciendo profundos, abismales, un color negro que lo mismo se hacía dulce que hermético o peligroso. Pensé que había metido la pata.
Por enamoramiento contestó al fin dando una profunda calada al cigarrillo. No conseguía entender a qué se refería. Lo que pasaba por mi mente me parecía descabellado. Y continuó: Existe una falta de resignación en mi persona, ¿sabe? Contra el estatus, la edad, las circunstancias. Contra la soledad. Una falta de resignación paradójica porque cuando fui niño y adolescente sabía estar solo y aprovechar muy bien todos esos minutos, esos días interminables de estudio y juego, de lectura y fantasía. Hoy todavía puedo hacerlo, desde luego, porque soy un profesional y no me ando con remilgos ni mariconadas. Aprovecho el tiempo cabalmente. Pero de ahí a que abrace con optimismo una vida sin sorpresas, eso no. Yo creo que por eso mi cerebro me tiende trampas, ¿sabe? O me tiende puentes. Me lanza salvavidas. Un buen día inadvertido, no señalado por nada particular, me levanto y ya está: una persona me resulta repentinamente relevante y quiero tenerla cerca, conocer su vida, quererla. Alguna vez fueron amantes; alguna otra amigos. Ahora que envejezco quizá son hijos. No lo sé. Quizá tampoco importa saberlo. ¿Nos ha visto? ¿La inexplicable entrega con que todos participamos de este delirio? Qué felicidad. 
Los vi jugar luchitas dije al tiempo en que él se reía tranquilamente.
Sí, mire los moretes que tengo en los brazos. En fin, de momento el chico enfermo ya duerme y estará bien; el otro ronca como quien anuncia el fin del mundo. No sé qué traiga el futuro, pero uno debiera recordar siempre las palabras de Felipe Benítez Reyes, ¿lo conoce?
No sé quién es, pero... respondí deseando preguntarle por fin qué relación había entre los chicos y él. No me dio tiempo.
Un poeta andaluz. También ha escrito alguna novela. Ni los chicos ni este viaje ni el producto más concreto de mi trabajo (¿ve ese Peregrino blanco estacionado? también costó dinero) son para quedarse. Son prestados. Todo es prestado. Retener lo desaconsejan hasta los budistas, aunque yo no llego a esos extremos... Pero me estoy desviando. Las palabras de Felipe que conviene recordar es que hay que agradecer a quien nos quiso el regalo fugaz de su hermosura. ¿Comprende? El regalo fugaz. Fu-gaz.
Se puso de pie. Me abrazó. Caminó lentamente hasta su habitación donde más tarde lo espié sentado sobre la cabecera y acariciando la cabeza del chico enfermo. El otro exhibía el perfil de su cintura a contraluz, una cintura mangífica. Roncaba, efectivamente, de manera atroz.
Por la mañana los vi subir las maletas al carro en medio de bromas, rematarse las cabezas con unas coronas de flores y abrazarse profusamente antes de subir al carro. Se marcharon por el camino de Palenque. Yo también, espero, tendré que irme algún día.