jueves, agosto 25, 2016

En el Reino

Azul escribe, hacia noviembre: 'He comprado una enredadera que plantaré en el jardín para que cuando crezca cubra toda la barda posterior y él pueda mirar desde la ventana el muro vegetal. Necesita este espacio para relajarse y leer y escribir, especialmente ahora que parece que vuelve de Europa para no irse más. Se acaban nuestros años de intermitencia, espero que definitivamente, aunque no deje de preocuparme que le vuelva el hartazgo hacia este país. Lo comprendo. Habemos muchas personas más capaces que él para sobrellevarlo. No tiene paciencia para con la incuria de sus colegas y superiores, algo más para la de los estudiantes. Quizá en estos últimos esté la clave para retenerlo. Está muy solo allá. Y aquí, luego de tanto tiempo, ya no conoce a nadie. No sé si yo y la perra, si este espacio donde ha ido acumulando sus libros, si la vista de la pared verde —calculo que para junio estará cubierta— o la buena comida, seremos suficientes para que se quede de verdad. No lo he visto feliz en muchos años, apenas unos meses durante las transiciones y las renuncias. Su estado natural: la huida. Pero no puede seguir corriendo: envejece. La itinerancia patológica debe terminar.'
—Busquen bien, debe estar por aquí, entre estos papeles.
—¿Qué es esto? —pregunta C.
—Esa es la credencial que me dieron en la universidad cuando volví de Europa. Estamos buscando la licencia de conducir, señores, por favor concéntrense.
—¿Ya viste? La cara de delincuente común recién arrestado —comenta K dirigiéndose a C luego de examinar la credencial. 
—Los ojos saltones, el pelo desaliñado. ¿Estabas borracho?
Risas.
—Debo haberla dejado dentro del cajón. No puedo creer que encima no haya traído esas llaves.
—A lo mejor puedo abrirlo —sugiere K para desdecirse enseguida: 'No, no puedo'.
—Destruyamos el escritorio —dice C con la sonrisa ancha y los ojos entornados. Él levanta la cabeza y lo mira. Sonríe desarmado: el chico le puede. 'No estaría mal', piensa, 'no estaría mal dejar atrás el pasado si hubiese futuro'. Cerrar el Reino como quien despide un largo sueño evaporado. No hacer memoria de las macetas adquiridas a lo largo de los años y ahora alineadas como cuencos vacíos al pie del jardín; las repisas para el detergente y la lejía, ahora empolvadas; la pared despostillada por las raíces de la enredadera que hace años no existe y que apenas tuvo oportunidad de disfrutar apuradamente en breves visitas desde el Norte. ¿Bastaría no volver a aquí para ignorar la intención de cubrir todas las paredes de libreros, ahora raquíticamente habitados por figuritas aisladas? ¿Echar a la basura el retrato de Alan Finch, los dibujos a lápiz de viejos conocidos, las artesanías que regalaron algunos embriagados por una euforia que siempre probó ser efímera? 'Se deja atrás cuando hay un porvenir', reformula. Pero lo que tiene delante, con todo lo que le anega el corazón, con todo lo que en este oasis de tiempo y espacio representa —está convencido— tiene el tiempo contado.
Azul escribe hacia enero: 'No se ha quedado para su cumpleaños. Reconozco que al menos esta vez es diferente. Habría sido el colmo que de nuevo tuviéramos que soportar Londres o Berlín, Estocolmo o Copenhague. Pero no: permanece en el país. ¿Cómo se le ha ocurrido lo de Santa Teresa? ¿Es un buen síntoma que se haya quedado o es, por el contrario, una prueba de que empieza a agotarse? Ahora que la enredadera cubre efectivamente los dos muros de la esquina del jardín, se va. No ha escrito nada que valga la pena en poco más de un año. En los últimos meses apenas podía leer un minuto sin levantar la vista y distraerse. Quiero creer que todo esto justifica el que se haya marchado; que lo haya hecho, además, con un equipaje mínimo y un hijo adoptado al que piensa dedicarse en cuerpo y alma. No le importa empezar de cero. Le he prometido alcanzarlo en cuanto él se establezca, pero la verdad es que soy escéptico al respecto: ¿qué puede significar para él establecerse? ¿cuándo podremos estar seguros de que ya lo está? ¿Será la ilusión de permanecer a su lado —de que él permanezca al lado mío— producto del desencanto, de la rendición? Si es así, es una ilusión muerta desde ahora. Si es así, lo que podemos compartir no es un hogar, sino una tumba.'
—¿Y este examen?
—Es de la primera materia que di en Santa Teresa. Entonces existía la carrera de ingeniero electricista y la ocupaban personajes silvestres como el que hizo ese examen convirtiendo el criterio de Routh-Hurwitz en el de Rudgurbid. Un tipo insufrible.
—¿Pasó el curso?
—Por supuesto que no. Pero hicimos buenas migas, si es que tal nombre merece lo que sólo era producto de un defecto de carácter mío al que la soledad y la euforia reforzaban para hacerme convivir con personajes que apenas toleraba. ¿Te suena?
—No, no me suena. A nosotros nos adoras de verdad —terció K frunciendo el ceño y sacando la lengua para luego estallar en carcajadas.
—¡A huevo! —dijo C al tiempo en que volvía a meter todos los papeles en la bolsa, luego de haberlos dispersado sobre el escritorio para mejor examinarlos. La licencia de conducir, inencontrable.
—Es seguro que está en el cajón del escritorio. Habrá que hacer el trámite como si fuera con licencia perdida. Hope you don't mind waiting tomorrow for the paperwork; otherwise forget the Caribbean sea.
Of course not —replica C, los ojos repentinamente abiertos como abismos.
—¿Qué...? —interroga K apoyando la cara en sus manos. C le traduce. 'Ah sí, vamos'. Y sonríe.
Azul escribe hacia septiembre: 'Ha llovido más de la cuenta en Santa Teresa. Agua caliente casi evaporada, un ahogamiento sobre el sofoco generalizado del verano. La casa es un túnel de bochornos de colores variados —ladrillo, hueso, verde olivo— en donde sudan los muros y se retuercen los cuadros. El árbol plantado en el jardín ya rebasa la azotea. Luego de años han vuelto a robar la casa al otro lado de la calle. Pita se acostumbra lentamente a la desaparición de la Enana a la que el tejado del patio matara al venirse abajo durante una tormenta. Una perra menos. Y uno menos, también, porque él se ha ido de casa esta mañana. No he tenido tiempo de asimilar lo que sucede, pero sí demasiados años para preverlo: me aferré al conjunto de engaños con que uno desafía las conclusiones que el cerebro ha sacado ya con independencia de nuestros deseos y conciencia. A la esperanza, dícese brevemente. No he intentado retenerlo porque ya no podíamos seguir siendo desleales a los hechos. No he preguntado a dónde iba: estoy seguro de que él mismo no lo sabía. Se ha ido y ya no hubo éxito profesional ni estudiante capaz de retenerlo; no las perras cuya nariz tanto le gustaba manosear; no el salmón con alcaparras y aceitunas; no yo mismo con mi paciencia y reposo; no los libros ni las películas de fin de semana. Nada.'
—¿Qué les parece si vamos a cenar? Conozco un sitio, cerca de donde vivían mis abuelos, con unas flautas que me gustan mucho.
—Sí, vamos.
—¿Qué son las flautas?
—Son como tacos dorados de carne a los que...
Se ha dejado su licencia —vencida hace meses— sobre el buró.

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