domingo, agosto 14, 2016

Palenque

Por aquí los vi pasar a fines de julio, un día particularmente caluroso. El mayor dijo que les habían impedido la entrada a la zona arqueológica por haber llegado un minuto tarde. No me extraña: la gente de por aquí no estamos acostumbrados a trabajar más allá del mínimo necesario; su admisión habría supuesto una demora, tiempo arrebatado a la hamaca o el dominó, el lapso de un cigarrillo. La vista de las montañas cubiertas de selva, el ulular de monos, aves e insectos, pero sobre todo la piscina más o menos rústica sobre la que caían gruesas hojas velludas, debieron pesar en la decisión de quedarse. Deseaban meterse cuanto antes en el agua, incluso antes de comer, ofuscados como venían más del calor que del hambre. El mayor, aun fatigado, bromeaba como podía; los dos jóvenes que lo acompañaban paseaban los ojos por la palapa y las oficinas, valorando incluso mi persona, como si trataran de adivinarme intenciones ocultas y mezquinas. Por instrucciones del mayor, llenó la ficha de registro el más pequeño. Mientras lo hacía, me di cuenta de que el otro un tipo de cintura femenina que hablaba solo o tarareaba una canción no era su hermano y era más joven que el pequeño. Miré al mayor: no era padre de ninguno. 'Un hombre mayor y dos jóvenes', recuerdo que me dije para mis adentros mientras les entregaba el recibo y las llaves (que olvidaron sobre el aparador), 'un maduro y dos muchachos'. Y una mezcla de fascinación morbosa y repelús me atravesó el cuerpo.
Mientras Altagracia calentaba unos tamales en hojas de plátano y preparaba agua de melón, los observé llevar sus cosas a la habitación, cambiarse de ropa, ir a la piscina. Un ejército de hormigas bravas llamó su atención, aunque no notaran las iguanas de los árboles ni las parvadas de pericos de vivos colores que a cada rato cruzaban el cielo con escándalo. ¿Eran estos huéspedes como los de aquel canadiense sexagenario que llegó con dos oaxaqueños al hotel? Dos chicos que apenas hablaban español y sobre cuya mayoría de edad la administradora nos pidió no hacer comentarios. Dos chicos a los que después vimos en televisión, todavía sin decir nada, pero rodeados de abogados y cámaras y periodistas que afirmaban que el canadiense había abusado de ellos. Yo discrepaba. A mí no me pareció percibir ningún abuso en el caso del gringo franchute: atendía a los oaxaqueños como a reyes, éstos se le sentaban en las piernas, le daban comida en la boca, le reían no sé bien si chistes o gestos, pues no creo que hubieran podido sostener ninguna conversación, se daban la gran vida. Que en la noche follaban también lo sé: padezco de insomnio y mientras llega el sueño me paseo por todo el hotel husmeando en la vida de los demás. ¿Y eso era abuso? No lo creo. Pero el hombre y los dos chicos que ahora nadaban mientras esperaban la comida, que no eran padre y hermanos, que por razones de edad difícilmente podían ser amigos, que no eran amantes ni oaxaqueños, éstos que se deslizaban suavemente de espaldas por la alberca, ni sumergidos ni fuera, ambiguos, sin atender a más criterio que al momento presente, ¿qué eran?
Los llamé a comer. Escurriendo todavía, sin camisa, se acercaron al comedor y despacharon los alimentos con fruición. Su humor, ya mejorado por el agua, mejoró todavía más con la comida. El chico de la cintura parecía abstraído y feliz, comiendo a dos manos, el pelo caído en mechones lacios a su lado derecho, la barba incipiente, los ojos grandes como cuencos inocentes. El hombre le miraba complacido, comiendo él mismo, pero sin perder detalle de lo que ocurría ante él, como quien asiste a dos milagros. ¿Qué veía? ¿Una juventud revivida? ¿Una paternidad extraviada? ¿La rapidez fanfarrona del pequeño que de vez en cuando levantaba la vista para encontrarse con la mirada del mayor y hacer gestos con los ojos o la cara para hacerlo reír? Una lengua de fuera, unos ojos entrecruzados, unas mejillas hundidas con los labios hechos cucurucho. ¿No había algo falso en el mayor, quizá un esfuerzo aunque fuera mínimo e inútil por instalarse en el instante y retenerlo con gestos como los de entrecerrar lentamente los ojos o encender un cigarrillo que se consumiera muy, muy lento? ¿No había algo de inconsciencia en el chico de la cintura que sólo de vez en cuando reparaba en que se hallaba acompañado y estiraba una mano generosa para abrazar o apretar un hombro? ¿No era esa la clave de lo bien que la pasaba? El pequeño, en cambio, no se descuidaba: sabía dónde estaba, quiénes le rodeaban, la dirección del viento y las veleidades del barómetro; era la clase de persona a la que no se le escapa el menor cambio de humor de las personas que lo rodean, especialmente las que quiere, aunque luego esa consciencia no se vea acompañada de ninguna acción y tienda, como buen hombre prudente, a esperar y posponer.
Volvieron a la piscina por la tarde, luego de tumbarse en las hamacas. No me parece que hayan dormido la siesta, pero les habrá parecido prudente esperar una media hora para volver a meterse al agua, especialmente después de aquella comida opípara. Cuando volvieron a zambullirse, la alberca estaba ocupada por dos familias: unos holandeses y unos puertorriqueños. Los primeros eran expansivos y alegres, levantaban la voz y reían a carcajadas; los segundos eran taciturnos, introvertidos, de vez en cuando les dirigían a los holandeses miradas de desaprobación o resentimiento que se hicieron extensivas al trío incongruente cuando el mayor de ellos se dirigió a los holandeses en inglés. Los dos chicos, aunque atentos y posiblemente entendiendo, no participaban. Se daban codazos entre ellos para mirar a las hijas holandesas y se burlaban del mayor atribuyéndole interés sexual por otro huésped, maricón, que se asomaba al balcón. Me atrevería a decir que no eran homosexuales sólo porque no eran afeminados, pero esta metonimia ha sido tan ampliamente desacreditada que me produce vergüenza hasta ponerla por escrito. Y, sin embargo, siendo yo mismo maricón con alguna experiencia, quizá me encuentre autorizado a decir que el más chico no lo era, que el de la cintura sí y que al más grande lo mismo le daba una ella que un él. Y digo esto último no porque me constara que hubiese ocurrido algo entre ellos (nada qué ver con el canadiense y los oaxaqueños), sino porque a mí mismo me daba un trato que, si bien no era una invitación a follar, sí dejaba claro que no me descartaba.
Y como no me descartaba me preparé para la noche. Estaba seguro de que me lo encontraría por ahí, dando vueltas entre los jardines, fumando quizá, pero solo, ya sin los chicos. Nuestra conversación podría empezar por rememorar el incidente fantástico de la tarde, cuando los holandeses apuntaron que una pequeña serpiente estaba devorando una rana sobre una roca cercana a la piscina. El más chico se salió de la alberca, presuntamente horrorizado, pero no podía dejar de mirar las mandíbulas dislocadas de la víbora ni las desesperadas patadas de la rana; el chico de la cintura se acercaba más imprudentemente a la escena, sonriendo tranquilamente bajo la mirada más o menos aprehensiva del hombre, que se quedó con las palabras de advertencia dentro, sin que salieran nunca de su boca. Los holandeses hacían fotografías. Los puertorriqueños nunca se enteraron. Podríamos hablar de eso cuando nos halláramos en mitad de las fragancias de la noche y del concierto de los animales que es mayor a medianoche que a mediodía. Pero lo cierto es que, aunque me lo encontré (y fumaba), la conversación no fue así. Lo hallé preocupado en un equipal, bajo un foco de luz tenue invadido de insectos. Concentrado. 
Qué pensativo.
Hola, buenas noches.
¿Pasa algo?
Uno de los chicos se ha enfermado.
No me atreví a preguntarle si eran sus hijos, no sólo porque sabía que no lo eran, sino porque pensé que una pregunta así lo incomodaría. Proseguí:
¿Del estómago? En el pueblo hay farmacia, seguro que algo le habrá sentado mal en el viaje.
Sí, ya hemos ido al pueblo y comprado algunas cosas, pero me angustia que estemos aquí, en mitad de la nada, que esté sudando frío y vomitando.
Mucha gente se enferma por acá, algunos dicen que son los insectos, ¿no le habrá picado algo?
No lo creo, siempre ha sido delicado para el estómago. 
Se hizo una pausa extraña. Para evitar que se prolongara le pedí un cigarrillo. Con él en la mano, mi ya para entonces desorientado libido dio paso a un atrevimiento mayor:
¿Por qué está haciendo este viaje?
Volteó a verme y frente a mí sus ojos se fueron haciendo profundos, abismales, un color negro que lo mismo se hacía dulce que hermético o peligroso. Pensé que había metido la pata.
Por enamoramiento contestó al fin dando una profunda calada al cigarrillo. No conseguía entender a qué se refería. Lo que pasaba por mi mente me parecía descabellado. Y continuó: Existe una falta de resignación en mi persona, ¿sabe? Contra el estatus, la edad, las circunstancias. Contra la soledad. Una falta de resignación paradójica porque cuando fui niño y adolescente sabía estar solo y aprovechar muy bien todos esos minutos, esos días interminables de estudio y juego, de lectura y fantasía. Hoy todavía puedo hacerlo, desde luego, porque soy un profesional y no me ando con remilgos ni mariconadas. Aprovecho el tiempo cabalmente. Pero de ahí a que abrace con optimismo una vida sin sorpresas, eso no. Yo creo que por eso mi cerebro me tiende trampas, ¿sabe? O me tiende puentes. Me lanza salvavidas. Un buen día inadvertido, no señalado por nada particular, me levanto y ya está: una persona me resulta repentinamente relevante y quiero tenerla cerca, conocer su vida, quererla. Alguna vez fueron amantes; alguna otra amigos. Ahora que envejezco quizá son hijos. No lo sé. Quizá tampoco importa saberlo. ¿Nos ha visto? ¿La inexplicable entrega con que todos participamos de este delirio? Qué felicidad. 
Los vi jugar luchitas dije al tiempo en que él se reía tranquilamente.
Sí, mire los moretes que tengo en los brazos. En fin, de momento el chico enfermo ya duerme y estará bien; el otro ronca como quien anuncia el fin del mundo. No sé qué traiga el futuro, pero uno debiera recordar siempre las palabras de Felipe Benítez Reyes, ¿lo conoce?
No sé quién es, pero... respondí deseando preguntarle por fin qué relación había entre los chicos y él. No me dio tiempo.
Un poeta andaluz. También ha escrito alguna novela. Ni los chicos ni este viaje ni el producto más concreto de mi trabajo (¿ve ese Peregrino blanco estacionado? también costó dinero) son para quedarse. Son prestados. Todo es prestado. Retener lo desaconsejan hasta los budistas, aunque yo no llego a esos extremos... Pero me estoy desviando. Las palabras de Felipe que conviene recordar es que hay que agradecer a quien nos quiso el regalo fugaz de su hermosura. ¿Comprende? El regalo fugaz. Fu-gaz.
Se puso de pie. Me abrazó. Caminó lentamente hasta su habitación donde más tarde lo espié sentado sobre la cabecera y acariciando la cabeza del chico enfermo. El otro exhibía el perfil de su cintura a contraluz, una cintura mangífica. Roncaba, efectivamente, de manera atroz.
Por la mañana los vi subir las maletas al carro en medio de bromas, rematarse las cabezas con unas coronas de flores y abrazarse profusamente antes de subir al carro. Se marcharon por el camino de Palenque. Yo también, espero, tendré que irme algún día.