domingo, mayo 23, 2021

Instrucciones para morir

Como en otras ocasiones —aunque no demasiadas porque casi siempre su madre se ocupaba de ello— acepté hacerme cargo de la casa del doctor durante el par de semanas en que se ausentaría. Él viajaría junto con su madre hasta esa lejana ciudad del sur de donde vinieron y hacia la que expresaban opiniones contradictorias: favorables cuando alguien se expresaba mejor de la propia, negativas si oían quejas sobre cualquier otra. Yo, como empleado que era del doctor, estaba acostumbrado a lidiar con ese irritante hábito de llevar la razón a fuerza de contradecirme, una costumbre claramente heredada de su madre a la que él apenas soportaba de tanto que se le parecía, de modo que lo interrumpía más bien poco cuando daba instrucciones o explicaba asuntos. 'A primera hora por la mañana hay que dar a las perras el pienso; dentro del saco donde lo guardo hay una escudilla: esa es la medida. Debe llenarla y distribuir sus contenidos en los platos de cada una: el grande es para la perra pequeña, el pequeño para la grande. Cubra el plato grande hasta que no queden huecos, pero no acumule más pienso encima; el resto es para la grande y va en el plato pequeño. El jardín interior tiene cuatro macetas, un árbol y dos arbustos (uno por tierra de flores amarillas, otro al que llaman lengua de suegra). Antes de que anochezca hay que salir al patio, tomar la cubeta de donde beben las perras y verter el agua: un día en las cuatro macetas, otro sobre los arbustos (que están juntos); enseguida hay que llenar de nuevo la cubeta y volver a colocarla donde estaba para que las perras beban agua fresca. Los fines de semana hay que abrir durante media hora el grifo rojo inferior que está detrás de la lavadora: éste alimenta el extremo poniente del jardín exterior; el oriental hay que regarlo sacando la manguera verde que está dentro del registro del agua y abriendo el grifo correspondiente. Cuando la media hora haya transcurrido se cierran el grifo del registro y el rojo inferior del patio. Hay que asegurarse de que no corra más agua y guardar la manguera verde en su sitio. También una vez por semana, pero sólo por seis o siete minutos, hay que abrir el grifo rojo superior que está detrás de la lavadora: éste alimenta el jardín interior normalmente regado con el agua sobrante de las perras, pero necesitado de un refuerzo dirigido al árbol. En todos estos vaivenes debe asegurarse de llevar consigo la llave del patio, pues de lo contrario podría quedarse encerrado y verse obligado a llamar a mi ex-mujer: ella tiene llave del frente, pero puede estar ocupada en el trabajo y no poder atenderte hasta transcurridas varias horas. Además, como es lógico, preferiría no molestarla en absoluto. Las cortinas y persianas deben permanecer cerradas de noche para que no pueda verse al interior: no me gusta que los vecinos se enteren de mi vida y menos de que usted está aquí en sustitución mía. La casa es caliente y, en esta época del año, insoportable: puede usar todos los aires acondicionados excepto el de la biblioteca, pues el cambio de temperatura deforma la madera de las baldas y el papel de los libros. El aire acondicionado de la sala sólo funciona bien si la temperatura exterior es muy cálida, si la velocidad del aire se fija en moderada y si el ángulo de las laminillas se escoge lo más abierto posible; de lo contrario, el agua que expulsa se congela, deja de enfriar y se le oye crujir como si fuera a partirse en dos. Por supuesto hace semanas que ya apagué el calentador del agua, pero si ésta le parece fría para bañarse puede encender aquél. El refrigerador y las alacenas están surtidos: puede comer lo que guste. No reciba a nadie'. 
Me atreví a preguntar por la casa de su madre. ¿Querría que le echara un ojo también? ¿Alguien más la cuidaría? Luego de tantos años de vivir en Santa Teresa ni ella ni él tenían amistades ya no digo sentimentalmente significativas, sino siquiera conocidos que pudieran echarles una mano en pequeñas tareas como esta. Él se apoyaba en empleados que alguna vez dejaríamos de serlo. Cuando así fuera no nos tendría más confianza que a su ex-mujer a la que ya no sabía ni siquiera tratar sin sentir embarazo o nerviosismo. En mi opinión era cuestión de tiempo para que él y su madre quedaran completamente solos e inmóviles, atrincherados en sus respectivas casas de las que ya no podrían salir sin sentir la zozobra de que les hicieran una visita los abundantes ladrones y asesinos de Santa Teresa. Una muerte en vida. 'A eso iba, por supuesto, ¿de verdad cree que podía olvidarme de ese detalle? Haremos como de costumbre: la perra de mi madre se quedará dentro de casa (la mía, no la de ella, para que no tenga usted que desplazarse), ya sabe que ese animal vive en el interior, no en el patio como los míos. Ahí dentro habrá que darle de comer y beber, permitiéndole salir al patio varias veces al día para que haga sus necesidades. Es importante pasar un tiempo con las perras porque la presencia humana las ayuda a comer y a animarse. La perra de mi madre puede pasar una hora afuera, especialmente durante la mañana, para tomar el sol. No se lleva mal con mis perras, pero hay que estar al pendiente en caso de que se desconozcan, no vaya a ser que eso acabe en tragedia, ya alguna vez hace muchos años la introducción de un tercer perro en medio de un par que llevaba años conviviendo produjo una inesperada y horrorosa muerte, no quiero que eso se repita, ¿entendido?'. Asentí, pero enseguida levanté una mano como pidiendo permiso para hablar. 'Al final no me ha dicho nada de la casa de su madre', dije arrepintiéndome de inmediato por lo que seguramente sería un pretexto para sermonearme. El doctor no me defraudó: 'No sea impertinente. Le estoy diciendo que a eso voy. Tenga paciencia. Todo lo que estoy comentándole es indispensable y lleva un orden preciso. Son instrucciones que debe interiorizar perfectamente, haga de cuenta que va a suplantarme en algunos aspectos de mi rutina, los más exteriores y visibles, desde luego no en los profesionales y menos en los espirituales donde soy por supuesto insustituible. Como en otras ocasiones le animo a imitarme en la alimentación y el ejercicio, por ejemplo, a lo mejor para eso no necesita cualidades intelectuales, sino sólo morales, ¿tiene esas cualidades? Lo dudo: las pocas veces que ha venido he encontrado a mi vuelta el cesto de basura lleno de envolturas de comida rápida y los aparatos de ejercicio cubiertos de polvo. En fin, allá usted, quizá no le siente mal empezar a hacerse cargo de su persona. Pero vuelvo al punto: dejaré también un juego de llaves de la casa de mi madre para que vaya al menos una vez al día a comprobar que todo esté en orden. No hay mucho qué robar, ni allá ni aquí, pero lamentaría que se perdieran las cosas que para mí tienen un gran valor sentimental. ¿Sabe lo que es un valor sentimental?'
El día en que se fueron me instalé en la biblioteca del doctor con mi computadora, encendí el aire acondicionado y pasé largas horas absorto en videojuegos. La perra de su madre me vigilaba de forma inquietante haciendo extraños gemidos cada cierto tiempo, pero la ignoré largamente hasta que la saqué al patio. No parecía que sus gemidos tuvieran por causa necesidades fisiológicas. Seguí jugando por la tarde. Al anochecer recibí confirmación de que el doctor y su madre habían llegado a su destino, pero ya entonces creí percibir algo perturbador en sus palabras, acaso su brevedad poco común, casi enigmática, tal vez el empleo de una expresión desusada y, si se me apura, ilógica: 'En casa, fuera del tiempo. ¡Salud!'. Dormí mal esa primera noche, 'algo completamente normal', me dije, 'cuando uno se ve obligado a salir de lo acostumbrado'. Fui por la mañana a casa de la madre y encontré todo demasiado en orden. Me asustó el silencio dentro y fuera de sus paredes, como si los vecinos hubieran huido también. En la planta alta una vela aromática hacía que todo oliera vagamente a vainilla. El doctor había olvidado darme instrucciones para que regara las plantas de su madre, pero así lo hice de todos modos. El resto del día lo pasé en la casa del doctor pidiendo comida a domicilio y jugando videojuegos. No me interesaban los cientos de películas que guardaba en incomprensibles baúles ni las decenas de discos que podía escuchar en su reproductor, menos aún los libros de la biblioteca, muchos de los cuales ni siquiera habían sido sacados de su envoltura plástica. 'Menudo payaso', me permití pensar cuando reparé en ello. Me extrañó que el día transcurriera sin más mensajes porque tanto él como ella eran lo suficientemente obsesivos como para permanecer tranquilamente a mil kilómetros de distancia de sus respectivas casas sin informarse, aunque sólo fuera sucintamente, del estado de cosas o posibles novedades que hubieran ocurrido. Me alcé de hombros. 'Ya se comunicarán', pensé. 
Pero no lo hicieron al día siguiente ni al otro ni al otro. Yo empezaba a hartarme de la rutina cuando al quinto día alguien llamó a la puerta. Era la ex-mujer, con cara de asustada y cierto desaliño indumentario. Cuando le pregunté en qué podía ayudarla, limpiándome la grasa que me habían dejado las rebanadas de pizza en los bigotes, ella respondió con otra pregunta: '¿está todo bien?'. Me desconcertó que me preguntara eso y así tardé unos segundos en responder, asintiendo con la cabeza pero sin poder pronunciar las palabras que finalmente solté: 'sí, sí, todo bien, todo normal'. Pero en cuanto respondí esto pensé para mis adentros que las cosas no estaban bien y que en realidad distaban mucho de ser normales. Me poseyó una necesidad inmensa de decírselo y corregir así mis tranquilizadoras palabras anteriores, una compulsión contra la que al mismo tiempo luchaba advirtiéndome que decir cualquier cosa podría inquietar a la ex-esposa y causarle indirectamente un gran disgusto al doctor, que probablemente se vería obligado a lidiar con ella por haber sido contactado con este pretexto, todo por mi causa, por mi paranoia injustificable y precipitada. Ella me interrumpió antes de que me decidiera a cambiar mi respuesta: 'La manutención de las niñas debió depositarse hace cinco días y no puedo contactarlo. Hazme el favor de decirle que no estoy para bromas. Él conoce sus obligaciones y no quiero volver a verlo en los tribunales. Adviértele por favor, que no estoy nada contenta de que se esconda. A ti te escuchará, por lo menos sentirá vergüenza frente a ti, él que siempre se las da de recto y moral frente a todo mundo. Díselo. Yo tengo que irme ahora, pero volveré mañana y entraré a cobrarme por la mala si él no dice nada, ¿de acuerdo?'. No esperó a que le contestara. Subió a su camioneta tan furiosa como si hubiera hablado directamente con su ex-marido y todavía desde las ventanillas traseras vi a las niñas decirme adiós con la mano. Era urgente contactar al doctor.
Esa tarde llamé un par de veces a su número y otro par al de la madre. En ambos daba tono como si estuvieran sonando, pero nadie los cogía. Por la noche lo mismo. En la madrugada me sobresaltó el timbrazo del teléfono fijo y me golpeé con algún mueble antes de ubicarlo y cogerlo. '¿Diga?', pregunté sin entender bien a bien qué estaba pasando. Hacía un calor horrendo y comprobé palpándome el pecho que estaba empapado en sudor: el aire acondicionado estaba apagado. '¿Diga?', repetí mecánicamente para recordar entonces que ni el doctor ni su madre se habían comunicado desde hace casi seis días. Entonces desperté del todo y agucé el oído: '¿Doctor? ¿señora? ¿sí? ¡diga!'. Pero nadie respondía, sólo se oía la estática como un monótono crepitar interminable. Percibí entonces una respiración del otro lado de la línea, forzada, casi muda. Claro que me escuchaban, pero quienquiera que fuera había decidido no hablar. 'Hable por favor', insistí ya sin mucho ánimo, tratando de calmarme. Aunque habituado a la obscuridad, quise encender la luz, pero no había energía. Comprendí entonces por qué el aire acondicionado estaba apagado. Me parecía que todo lo deducía demasiado lento e imaginé al doctor llamándome obnubilado por ello, una de sus palabras favoritas. Colgué. Tardé casi una hora en conciliar el sueño, temiendo que volvieran a llamar, pero no lo hicieron. Por la mañana comprendí que era urgente ponerme en contacto con el doctor o con su madre, pero no tenía más a la mano que sus números de móvil. A diferencia de ayer, los teléfonos ya no sonaban: mandaban directamente a buzón, como si estuvieran apagados. ¿Qué estaría pasando? ¿Y qué le diría a la ex-mujer por la tarde cuando volviera?
La ex-esposa no volvió. Empecé a revisar noticias en el Internet para ver si me enteraba de algo, pero no tuve suerte. Volví a dormir mal, a pesar de que los aires acondicionados funcionaron correctamente y de que nadie interrumpió mi sueño con llamadas telefónicas. Soñé que me hallaba en casa de mi madre, donde vivía con mis hermanos. Celebrábamos la fiesta de cumpleaños de una hermana que no tengo. Cuando cortaban el pastel se escuchaba un chillido, como si el pan se quejara de ello. Volvían a insertar el filo y vuelta a escuchar el horrible lamento. Mis hermanos y mi madre nos mirábamos sin entender. La hermana que no tengo no dejaba de sonreír como si nada ocurriera. Cuando separaron la primera rebanada el chillido del pastel fue escandaloso y me desperté. La perra de la madre aullaba en un rincón como si la torturaran y encendí la luz de la mesita de noche, horrorizado: el animal estaba soñando moviendo las patas traseras como si convulsionara. Lo desperté y aproveché para sacarlo al patio, pensando que el susto no tardaría en reflejarse en sus esfínteres. Cuando abrí el patio y encendí la luz las otras dos perras se hallaban pegadas a la pared del fondo, despiertas, como esfinges que miraban hacia la puerta. Un escalofrío me recorrió el cuerpo a pesar de que el calor de la noche, afuera, era tan insoportable como el de cualquier otro verano en Santa Teresa. No entendía nada, pero ya estaba seguro de que algo estaba ocurriendo, de que estaba recibiendo señales aunque no supiera leerlas. No soy supersticioso, pero acaso por creer en dios el doctor habría juzgado mi actitud como igualmente injustificable y primitiva. No tendría que esperar demasiado para saber de qué se trataba.
Al día siguiente, luego de desayunar y de intentar en vano que cogieran los teléfonos a los que volví a llamar, revisé de nuevo las noticias en internet en la esperanza de enterarme de algo. Y en el portal de un diario local amarillista, pésimamente redactado (incluso para mis criterios), acompañada de tres fotografías bastante gráficas y desagradables (incluso para mi morbo), apareció la nota en que se daba cuenta de un accidente mortal ocurrido dos días antes, de madrugada, en una carretera bastante alejada lo mismo de Santa Teresa que de la ciudad del sur a la que el doctor y su madre habían viajado, entre el carro ocupado por éstos y un lento camión sin luces en cuya parte trasera se incrustaron perdiendo la vida al instante y reduciéndose a cenizas en el poderoso incendio que siguió al impacto. Aturdido, sin saber qué hacer, sentí la pata de la perra de la madre en un costado, la forma que ella tenía de pedirme que le abriera la puerta del patio para hacer sus necesidades. 'La vida continúa', creo que pensé entonces gracias a la intervención del animal, aunque no le hiciera demasiado caso. 'Habrá que esperar a que llegue la ex-mujer para ponerla al tanto de todo. El doctor debió darme su número, debió prever las cosas. ¿Qué estaba pensando? ¿Y qué diablos estaban haciendo tan lejos de donde se supone que debían estar? ¿Y por qué tan tarde? O tan temprano. Me temo que tendré que pasar más tiempo del que yo hubiera querido cuidando esta casa. Y la de la madre. Las plantas, las perras, los aires acondicionados, el pienso que se acabará pronto y la comida del refrigerador que no he tocado y se echará a perder. Qué fastidio. ¿Qué se hace en estos casos?'. Como no me moviera a pesar de la insistencia de la perra, la noción del tiempo momentáneamente perdida, la vi de pronto orinando en un rincón del comedor, algo apenada de tener que aliviarse en ese lugar tan inadecuado. Reaccioné por fin. Me fui a la biblioteca, prendí el aire acondicionado y la computadora, me puse a jugar en espera de nuevas instrucciones. El termómetro llegaría ese día a los cuarenta y dos grados.

domingo, mayo 16, 2021

Contra la escuela

Luis Gala no soportaba las fechas convenidas para la celebración de gremios o condiciones civiles, pero la que más le irritaba era sin duda el Día del Maestro. Como su amigo más cercano en aquellos pocos años posteriores a mi divorcio, tenía que sobrellevar sus invectivas sin dejarme envenenar demasiado por su pesimismo; ya tenía yo, después de todo, mis propios abismos para torturarme, manantiales de aguas negras sobre los que a veces escribía pero casi nunca hablaba, siempre más fácil ocuparse de lo que no nos concierne e incluso de lo que, afectándonos, es impersonal y se disfraza de objetivo: el rumbo de la política, los extremos meteorológicos, desde luego el trabajo como la expresión más expuesta y visible de nosotros mismos.
—¿Has visto lo que han puesto? Es que ni siquiera se toman la molestia de pensarlo: toman el mismo texto del año pasado y lo reenvían mecánicamente a toda la universidad. Menudos imbéciles. Las mismas ñoñerías. Las mismas idioteces sentimentaloides. Falsas, encima. ¿No es suficiente con humillarnos todos los días en el trabajo para que encima tengan que obligarnos a recibir sus felicitaciones?
—No te entiendo, Luis. Si te felicitan está mal, pero si no lo hicieran ¿también? ¿O es el contenido de las felicitaciones el que no está a tu altura? ¿Y cómo vas a medir su sinceridad? Es ridículo. A nadie le hacen daño estas tonterías más que a ti. ¿No ves que es una convención como la de dar los buenos días o despedirse civilizadamente? Las empresas felicitan a las secretarias en su día; los hospitales a sus enfermeras o médicos. Ay de ellos si no lo hicieran, te lo aseguro, aunque todos se quejen de los felicitadores. Y si de todas maneras queda el propio trabajo como humillación ¿a qué esperas para largarte?
—Esa última pregunta se parece al ultimátum que capitalistas voraces y gobiernos autoritarios han dado siempre a sus víctimas (ellos dirían beneficiarios) más reluctantes: si no te gusta, lárgate. Sí, claro, ¡porque tú lo digas! No, hombre, ellos no son dueños de nada: nosotros hacemos el trabajo. Somos nosotros los que deberíamos fijar sus términos, los que deberíamos exigir que las convenciones, aún siendo tales, eleven su calidad y sentido...
—¿Pero de qué estás hablando? ¿Quién espera que los mensajes de Día del Maestro tengan sentido? Se necesita ser muy imbécil o ingenuo para esperar eso de una convención social, ¿no acabo de decirlo? 
Luis fingió sentirse ofendido pero se le quería salir la risa. Estábamos en la cafetería oriente que a esas horas de la mañana tenía pocos estudiantes en las mesas. Yo tenía ganas de salir a fumar, pero como nunca he sido un buen fumador y en días pasados había excedido mi cuota de tres cigarrillos diarios, quería abstenerme. Pensé en lo bueno que sería ser un fumador de verdad, el vicio ideal para escribir mejor y reflexionar con más lucidez en mis largas soledades, sin mi mujer ni las niñas, reintroducido involuntariamente en la vida de soltero que alguna vez creí abandonada para siempre. 'Pero en esta época ya no hay fumadores así, sólo me esperarían los dedos y dientes amarillos, el enfisema o el cáncer'. Me sonreí lastimosamente.
—Estás domesticado, colega. Eso es lo que pasa contigo.
Levanté la vista, casi había olvidado que Luis estaba ahí. Un grupo de estudiantes entró a la cafetería haciendo escándalo. Decidí llamarles la atención. Bajaron la voz.
—¿Ves? —continuó Luis —Te has acostumbrado a participar de toda esta mierda. Eres un buen maestro, sin duda, pero no porque enseñes nada sino porque te alquilas como cuidador de niñatos, como funcionario del Estado y el Capital para mejor conseguir sus objetivos: adocenar y uniformizar, domesticar y conducir, llevar a los productos que vomitan las muchas familias de este país desde sus núcleos de gazmoñería y estupidez hasta los patios industriales y las oficinas. Llevarlos a la explotación, ¿ves? Hace ya mucho tiempo que las universidades dejaron de ser los lugares donde se privilegia el conocimiento: ahora son sólo una empresa más gobernada por funcionarios y gerentes. Qué digo 'sólo', son quizá la empresa más importante para mantener el sistema.
—¿El sistema? ¿capital y explotación? Querido Luis, ya no es el siglo diecinueve. El comunismo pasó de los libros a los gobiernos y de ahí a la historia. No hagas que tire el café de la risa.
—A veces me sorprende tu ingenuidad disfrazada de malicia. ¿Cómo puedes siquiera dudar de la existencia de un sistema? Vamos a ver, al menos estarás de acuerdo en que el mundo se ha organizado de cierta manera desde la Revolución Industrial, ¿no? Asfixia del oficio independiente a manos del trabajo en serie, privilegio de la especialización en contra de la autosuficiencia, productividad y utilidad como valores supremos... en fin, la instalación de un tiempo cada vez más acelerado contra el tiempo del hombre, ya sabes... Para mí ese es el origen del sistema: los casi doscientos años transcurridos desde entonces no han hecho sino perfeccionar la maquinaria, a pesar del comunismo del que no soy partidario, que quede claro, aunque el de los libros y el de los gobiernos sean dos cosas completamente distintas. ¿Y qué papel jugó la escuela en convertir el mundo de antes en el mundo de hoy? ¡Uno bien gordo!
Me costaba trabajo mantener la atención, ocupado como estaba en mirarles las piernas a los estudiantes, pensando en las de mi mujer que ahora disfrutaría algún otro. Me revolví en mi asiento, me dirigí a Luis más por disipar mi excitación que por continuar una conversación que me parecía ridícula:
—Ya veo por dónde vas, pero tus argumentos no se sostienen. ¿De verdad crees que el tiempo anterior a la Revolución Industrial era mejor? ¿No era ese un tiempo habitado por una minoría de aristócratas ilustrados y una mayoría de siervos analfabetas semi-esclavizados? ¿Ese es el que llamas el tiempo del hombre sólo porque no había automóviles, se dependía del propio trabajo para comer y se moría a edades mucho más tempranas? Pues bueno... No voy a mentirte: prefiero la acelerada mediocridad del tiempo moderno. Ni siquiera somos obreros, Luis, no veo de qué te quejas.
—Y debo suponer que los tiempos que corren no tienen aristócratas ilustrados ni esclavos, ¿verdad? ¡Pero qué ingenuidad! Que los privilegios de sangre hayan sido reemplazados por los del capital y que los que antes araban las tierras del señorito ahora pasen embrutecedoras jornadas de trabajo frente a la línea de producción de una maquiladora, no cambia nada. La ciencia y la tecnología habrán traído más tiempo a la vida de las personas, pero en ninguna forma una mayor calidad de vida. Qué tontería. En todo caso ese no es el punto principal de lo que estoy hablando...
—¿Hay un punto principal? ¿Es mejor que esos tobillos?
Luis Gala era salaz. Inmediatamente cambió su indignación por una sonrisa turbia que mostraba todos sus dientes y miró en la dirección que le señalaba.
—Hostia —dijo en voz baja —no me distraigas que sabes que tengo mis vicios.
—Qué suerte tienes, Luis. Yo hace tiempo que no me acuesto con nadie.
—Puedes hacerlo conmigo.
—No digas idioteces, cabrón. Me recuerdas los versos de Novo: 'qué puta entre sus podres chorrearía...' Mejor continúa con 'tu punto', vaya risa.
—Tú sabes que originalmente quien quería aprender un oficio acudía al taller de un maestro. Por donde se vea, ese era el modo legítimo de aprender algo: si te interesa, vas con quien sepa. Cero escuelas. Sólo trabajos y talleres. De todo tipo ¿eh? No sólo de cosas prácticas como la herrería o la confección de ropa, sino también artísticas como la pintura o científicas como la astronomía. Ir con quien sabe ¿no es eso lo correcto? Está incluso en la esencia del capitalismo que al parecer tanto defiendes: dejar que sea la ley de la oferta y la demanda la que gobierne las relaciones.
—Yo no defiendo el capitalismo, Luis, no seas idiota. Es que ya no hay otra opción. Todavía más: las otras son siempre peores.
—Esa es otra discusión. Digamos de momento, que no hay un capitalismo, sino muchos. Y date cuenta de que aquel del que hablo, el incipiente, era mucho más justo, armónico y respetuoso del mundo que su monstruosa versión contemporánea. La universidad es una creación del Medievo, pero durante siglos mantuvo la esencia de un taller en el que se aprendían oficios. Esto terminó con la Revolución Industrial y se pulverizó tras las guerras mundiales. ¿Qué cambió? Las escuelas se volvieron burocracias, fábricas de productos en serie, máquinas expendedoras de títulos. Las burocracias son impersonales: ya ningún estudiante va a aprender nada con nadie, sino a escoger al proveedor de su certificado. El reino del qué, no del quién. No importan los maestros (son indistinguibles), no importan los estudios (cada vez más diluidos), no importan las competencias (sólo el permiso que otorga un título). La cereza del pastel fue el desplazamiento de los catedráticos por una gerencia de profesionales de la educación que no dan clases, pero dirigen, no enseñan nada, pero dictan, no tienen ninguna curiosidad científica ni docente, pero cobran por administrar a las escuelas como empresas a la búsqueda de más clientes. Y en esas estamos...
—El acceso a la educación por las mayorías es una conquista de este tiempo que criticas. Es natural que dar a muchos lo que sólo era para pocos trae aparejado un precio: en calidad, en administración, en uniformidad. No puedes esperar que en medio de esta densidad demográfica la atención siga siendo personal. Es imposible e indeseable: gracias a los planes de estudio y las certificaciones, gracias incluso a las burocracias, podemos mantener un mínimo estándar. Si lo haces depender del arbitrio de los maestros a quienes acuden los estudiantes atraídos por su fama y la excelencia de sus obras, como si esto fuera el siglo diecisiete, pues todo se cae: los aspectos más sobresalientes de nuestra civilización requieren especializaciones y trabajos en serie que no pueden llevarse a cabo en un taller de artesanía. ¿O subirás al avión salido del atelier de un gran maestro y sus alumnos? ¡Qué bobadas dices!
—Eh, cuidado, que me haces reír descontroladamente. No enredes las cosas: los aviones no se hacen en las universidades, sino en las industrias. Las escuelas enseñan principios. Cosas difíciles. No se ocupan (no deberían ocuparse) de fabricar objetos en serie, aunque los burros que las dirigen hoy en día crean que deben ser centros de capacitación para la productividad, una especie de ensayo de la vida de satisfecha explotación que llevarán los estudiantes al cabo de unos años más entre sus aulas...
Una repentina bruma de melancolía me cubrió entonces, luego de que nos interrumpiera un grupo de estudiantes que nos saludó para luego formarse en la creciente fila de la cafetería. Cuando me contrataron en la universidad pensé que aquí me jubilaría, que junto con mi mujer tendría una larga vida de amor y conocimiento, que veríamos a nuestras niñas crecer hasta que fueran a estudiar una carrera, probablemente aquí mismo donde me hallaba. Pero hace años que estaba solo y seguro de estar posponiendo el momento de irme. En el fondo coincidía con Luis. O incluso iba más lejos que él, hasta por razones personales convenientemente disfrazadas de opiniones objetivas.
—Comprendo lo que me dices, Luis, no creas que no. Quizá sólo me faltan fuerzas para expresarlo por no encontrar sentido en hacerlo si no puedo tampoco tomar ninguna acción. ¿Irme de aquí?  ¿Para qué? ¿Para ir a parar a otra escuela? ¿Abandonar del todo este negocio de educar? Un negocio que no es mío, por cierto, del que soy apenas un empleado de la línea de producción, como dices... ¿te importa que salgamos a fumar?
—Vamos.
Salimos de la cafetería y luego de la universidad. Diez años atrás, cuando me contrataron, aún se podía fumar en las jardineras del campus. Hoy no. Detrás de la verja, frente a la calle poblada de autos, pensé en lo raro que era en mis tiempos que un estudiante se presentara a la universidad en automóvil; hoy, en cambio, faltaban espacios dentro y fuera para acomodarlos a todos. Saqué mi cajetilla, le di uno a Luis y continué.
—Sí, ya lo creo que te entiendo, aunque no coincida del todo. Odio ser maestro, ¿sabes? No porque no me guste enseñar y no sólo porque comparta tu opinión de que nos dirigen burócratas infames y hombres de negocios, no sólo porque la mayoría de los maestros son gente sin oficio ni beneficio, idiotas que no consiguieron un trabajo decente en la vida por incompetencia o lenidad y que también, cómo no, son pésimos dando clases (cuando las dan), no sólo por todo esto que ya sería bastante (imagínate lo que es levantarte cada día pensando que estás en el mismo grupo que toda esa fauna, dios santo; felicitado o denostado por padres de familia que creen a sus perversas criaturas talentosas; animado por deprimentes funcionarios laicos a mantener los valores más ranciamente católicos; increpados por estudiantes bovinos que exigen nuestra más completa aquiescencia para con sus falsos propósitos e inexistentes virtudes), no sólo por este horror y esta barbarie a la que cada quince de mayo adornan con beaterías asquerosas ('sembradores de futuro', 'ardua y noble labor', 'predicadores con el ejemplo'), sino sobre todo porque el acto didáctico en sí mismo constituye la forma de relación más contraria a la adultez que pueda existir, una de las más intolerablemente infantiles y cretinizantes, que suspende por el tiempo que dura la payasada de una clase el trato igualitario que demanda toda relación entre hombres para sustituirla por una vertical entre guiñapos. La puesta en escena de esta ridiculez incluye tolerar a quien se empeña en contestar preguntas que no hemos formulado con respuestas que no sabe y finge saber; incluye también la aquiescencia y reconocimiento del público sujeto de la así llamada enseñanza, acostumbrado a simular con escasa credibilidad un interés que no tiene a cambio de recibir, luego de años de repugnantes bajezas, el certificado que como dices le autorice a ser explotado por industrias o empresas. Con justa razón la mayoría de las personas huye de la escuela tan pronto como se hace adulta, pues nadie es amigo de quien todo el tiempo adopta un tono pedagógico. Es muy tarde para nosotros, Luis, pero si pudiera volver a vivir mi vida quizá aprendería cuanto antes un oficio y me dejaría de tonterías. Sé que no podría ganar lo mismo, por supuesto, pero lo que me faltara en el bolsillo lo ganaría en libertad. Una libertad adulta...
—Vaya —dijo Luis Gala con los ojos muy abiertos —qué guardado te lo tenías ¿eh? Me dejas de una pieza...
—Este cigarro me ha sabido a tierra. Cinco minutos para la quema... debo pasar por el cubículo. ¿Tú no tienes clase?
—Hasta la tarde.
—¿Qué harás?
—Matar el tiempo, ya sabes.
Apuré el paso. Se hacía tarde.

domingo, mayo 02, 2021

Réquiem

'[...] me sentía en una hibernación intelectual desde hace mucho tiempo [...] años de dar apenas lo justo, lo necesario, pero no de dejar sentado un triunfo, una superación, un logro exitoso [...] detestaba mi escuela: su apatía, su ideología estúpida me asfixiaba e inhibía'
Sobre el dos de mayo de mil novecientos noventa y seis.

Durante los primeros años de juventud, cada uno o dos meses, me sentaba a escribir sobre lo que consideraba eran los acontecimientos más destacados del período, previamente anotados en una libreta de manera breve para luego explayarme con el único apoyo de la memoria reciente. Al final de cada repaso de fechas notables hacía el así llamado análisis de áreas, donde resumía lo que en mi opinión podía decirse sobre el estado de cada una de las ocho partes en las que —según un libro de orientación secundaria impreso en papel revolución— se dividía mi vida. Propósitos opuestos para el mismo ejercicio: por un lado, sistematización y análisis, el cerebro; por el otro, fantasía y ensoñación, el espíritu. A imitación de la historia de la humanidad, mi propia historia arrancaba de un tiempo primitivo en que se privilegiaba el segundo propósito para convertirse poco a poco, pero inexorablemente, al primero: la edad de oro se vuelve la de hierro a fuerza, precisamente, del experimento escrito que por su propia naturaleza es ya el aprisionamiento del espíritu en la jaula de la sintaxis y la semántica. Con una salvedad: desde el comienzo, aquí y allá, se intercalan poesías como formas inconscientes de combatir el advenimiento del mundo de leyes y números. La cronología no podía ser más precisa: el ejercicio inicia a los trece años en un mundo al que la propia mirada presta una rica variedad de colores y texturas, de aromas y gustos, un mundo poblado de personajes a los que huesos y carne no obstan para desdoblarse en misterios y fascinaciones; año con año, sin embargo, se gana en el conocimiento científico del mundo y el trato civilizado de las personas lo que se pierde en agudeza para percibir la otredad. Todo alrededor se va desprendiendo de su multiplicidad primigenia para volverse uno, aunque la tarea de escribir se esfuerce por asombrarse a cada vuelta de tuerca asegurando que el paisaje se ensancha. La historia de esos años da cuenta de una sustitución: la del mundo soñado por el mundo de verdad, la de la visión por la vista, como si el mundo objetivo a cuya rueda había de incorporarme fuese la realización del interior que habitaba al principio sólo con el pensamiento. Pero el niño que sólo podía desplazarse a poca distancia de casa no va ahora más lejos sólo por ser un hombre que vive al otro lado de la ciudad o del país, ni siquiera cuando llega al otro lado del mundo. Precisamente ahí, cuando más lejos me hallaba, se agotó la resistencia que hasta entonces había opuesto, cada vez con menos vigor, al proyecto industrial del mundo contemporáneo, ese que postula profesión contra diletantismo, productividad contra contemplación, predominio de lo útil sobre el placer o el deseo. Aunque a los veintidós desaparece el análisis de áreas y se prescinde de las fechas precisas con intenciones narrativas, ya es demasiado tarde: no es el molde sino el espíritu el que ha caducado. Como los neoclásicos con los barrocos o el positivismo con los románticos, esos últimos años de escritura miran con creciente extrañeza tanto lo expresado como el vehículo en que se expresa: lo primero se ve como delirio, lo segundo como ignorancia. A los veintiséis se acaba la biografía, a los veintisiete, la poesía. Sigue un prolongado hiato de correspondencia que paulatinamente se resuelve en una irregular narrativa de trasunto biográfico, demasiado consciente de sus carencias como para permitirse el consuelo de los primeros años, menos aún su visión alucinada o fantástica, tan libre como ignorante, hacia la que miro a veces con una mezcla de vergüenza y piedad. Sucede como con las vanguardias que se empeñan en ser cínicas y abjurar del pasado sólo para ser ellas mismas víctimas, al cabo del poco tiempo, de una nueva moda que las barre por completo. Sucede también, quizá, como con los posmodernos —toco madera— que creen estar de vuelta de todo y sólo producen aceleradas incoherencias desechables: la velocidad hija de la ingeniería y ésta del fatal matrimonio entre ciencia y capital. Los que dejamos evidencia escrita de nuestros años más despejados e irresponsables nos sentimos obligados a condenar públicamente nuestra tontuna, nuestros gustos inaceptables, nuestras admiraciones ridículas, la cortedad de miras que hacía de lo muy poco algo demasiado grande. No así en lo privado. En la larga soledad de mi vida adulta me asomo ocasionalmente a las primeras páginas y entre sus numerosos defectos —si no es que a través de ellos, justamente— recupero el espíritu que las animaba: la libertad de quien aún gozaba del favor de los dioses para imaginar el mundo. Pero hace tiempo —mucho tiempo— que los dioses no hablan. O es que, queriendo oír, ya no oigo.