domingo, mayo 02, 2021

Réquiem

'[...] me sentía en una hibernación intelectual desde hace mucho tiempo [...] años de dar apenas lo justo, lo necesario, pero no de dejar sentado un triunfo, una superación, un logro exitoso [...] detestaba mi escuela: su apatía, su ideología estúpida me asfixiaba e inhibía'
Sobre el dos de mayo de mil novecientos noventa y seis.

Durante los primeros años de juventud, cada uno o dos meses, me sentaba a escribir sobre lo que consideraba eran los acontecimientos más destacados del período, previamente anotados en una libreta de manera breve para luego explayarme con el único apoyo de la memoria reciente. Al final de cada repaso de fechas notables hacía el así llamado análisis de áreas, donde resumía lo que en mi opinión podía decirse sobre el estado de cada una de las ocho partes en las que —según un libro de orientación secundaria impreso en papel revolución— se dividía mi vida. Propósitos opuestos para el mismo ejercicio: por un lado, sistematización y análisis, el cerebro; por el otro, fantasía y ensoñación, el espíritu. A imitación de la historia de la humanidad, mi propia historia arrancaba de un tiempo primitivo en que se privilegiaba el segundo propósito para convertirse poco a poco, pero inexorablemente, al primero: la edad de oro se vuelve la de hierro a fuerza, precisamente, del experimento escrito que por su propia naturaleza es ya el aprisionamiento del espíritu en la jaula de la sintaxis y la semántica. Con una salvedad: desde el comienzo, aquí y allá, se intercalan poesías como formas inconscientes de combatir el advenimiento del mundo de leyes y números. La cronología no podía ser más precisa: el ejercicio inicia a los trece años en un mundo al que la propia mirada presta una rica variedad de colores y texturas, de aromas y gustos, un mundo poblado de personajes a los que huesos y carne no obstan para desdoblarse en misterios y fascinaciones; año con año, sin embargo, se gana en el conocimiento científico del mundo y el trato civilizado de las personas lo que se pierde en agudeza para percibir la otredad. Todo alrededor se va desprendiendo de su multiplicidad primigenia para volverse uno, aunque la tarea de escribir se esfuerce por asombrarse a cada vuelta de tuerca asegurando que el paisaje se ensancha. La historia de esos años da cuenta de una sustitución: la del mundo soñado por el mundo de verdad, la de la visión por la vista, como si el mundo objetivo a cuya rueda había de incorporarme fuese la realización del interior que habitaba al principio sólo con el pensamiento. Pero el niño que sólo podía desplazarse a poca distancia de casa no va ahora más lejos sólo por ser un hombre que vive al otro lado de la ciudad o del país, ni siquiera cuando llega al otro lado del mundo. Precisamente ahí, cuando más lejos me hallaba, se agotó la resistencia que hasta entonces había opuesto, cada vez con menos vigor, al proyecto industrial del mundo contemporáneo, ese que postula profesión contra diletantismo, productividad contra contemplación, predominio de lo útil sobre el placer o el deseo. Aunque a los veintidós desaparece el análisis de áreas y se prescinde de las fechas precisas con intenciones narrativas, ya es demasiado tarde: no es el molde sino el espíritu el que ha caducado. Como los neoclásicos con los barrocos o el positivismo con los románticos, esos últimos años de escritura miran con creciente extrañeza tanto lo expresado como el vehículo en que se expresa: lo primero se ve como delirio, lo segundo como ignorancia. A los veintiséis se acaba la biografía, a los veintisiete, la poesía. Sigue un prolongado hiato de correspondencia que paulatinamente se resuelve en una irregular narrativa de trasunto biográfico, demasiado consciente de sus carencias como para permitirse el consuelo de los primeros años, menos aún su visión alucinada o fantástica, tan libre como ignorante, hacia la que miro a veces con una mezcla de vergüenza y piedad. Sucede como con las vanguardias que se empeñan en ser cínicas y abjurar del pasado sólo para ser ellas mismas víctimas, al cabo del poco tiempo, de una nueva moda que las barre por completo. Sucede también, quizá, como con los posmodernos —toco madera— que creen estar de vuelta de todo y sólo producen aceleradas incoherencias desechables: la velocidad hija de la ingeniería y ésta del fatal matrimonio entre ciencia y capital. Los que dejamos evidencia escrita de nuestros años más despejados e irresponsables nos sentimos obligados a condenar públicamente nuestra tontuna, nuestros gustos inaceptables, nuestras admiraciones ridículas, la cortedad de miras que hacía de lo muy poco algo demasiado grande. No así en lo privado. En la larga soledad de mi vida adulta me asomo ocasionalmente a las primeras páginas y entre sus numerosos defectos —si no es que a través de ellos, justamente— recupero el espíritu que las animaba: la libertad de quien aún gozaba del favor de los dioses para imaginar el mundo. Pero hace tiempo —mucho tiempo— que los dioses no hablan. O es que, queriendo oír, ya no oigo.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Pues claro, como nunca rezaste no hay Dios que te aguante. Ja, ja.

Unknown dijo...

¿Pero qué es esto? ¿Efectos de la vacunación? ¿Del lopezobradorismo (sic)? Jajajaja

Anónimo dijo...

De la vacunación en efecto. A todos nos vacunaron pero no todos se enteraron.