jueves, junio 22, 2017

Perplejidad

Suele llegar exhausto por las noches. Algunas veces ya estoy dormido, otras finjo estarlo: mi puerta siempre cerrada, la luz apagada, el aire acondicionado —sin el cual la canícula de Santa Teresa sería todavía más intolerable— haciendo zumbidos (tengo entendido que hace décadas los indios de por aquí colgaban hamacas o sábanas en los patios de sus casas para dormir ahí, a la intemperie, durante el verano; pero el dengue y otras enfermedades mortales han vuelto esa alternativa intolerable, a pesar de los esfuerzos de las siniestras patrullas que recorren las calles rociando insecticida, quién sabe si matando sólo zancudos o también envenenando los depósitos de agua y las raíces de las escasas plantas). Lo oigo lavarse los dientes haciendo pausas durante las cuales sé que tiene el teléfono en la mano sin enviar un solo mensaje, apenas recorriendo la lista de sus contactos y asomándose de vez en vez, sin comprender bien por qué, a los perfiles de algunos amigos que se quedaron por el camino o al de su esposa, que a pocas cuadras de aquí duerme con el cabello revuelto en la que fue su alcoba, mientras sus hijas, asfixiadas por la humedad bochornosa de su cuarto lila mal refrigerado, hacen caso omiso de su ausencia con la misma facilidad con que le ignoraban cuando ahí vivía. Escupe la mezcla de saliva y pasta, orina tirando de la cadenilla un poco antes de que caiga la última gota, bebe agua en la cocina donde a pesar de sus esfuerzos se escucha el tintineo del cristal de algunos vasos (detesta beber en los que tengo de plástico) y se dirige luego a su cuarto donde intenta reanudar la lectura de lo que sea que esté leyendo antes de decidirse a apagar la luz por llevar ya cinco o seis intentos de terminar la misma página, perdiendo el hilo de la narración; el sueño debe llegarle por el calor de la habitación que mantiene, como un penitente cristiano, con un mínimo de comodidades entre las que no se cuenta ningún tipo de ventilador.
En mitad de la noche suelo despertarme con mucha sed, los ojos vidriosos por el aire acondicionado, agitado por sueños recurrentes en que uno o varios hombres, a veces armados, entran a la casa a robar levantándome de mi lecho siempre demasiado tarde: una sombra en mitad del pasillo que conduce a la sala, el brillo de un cuchillo o navaja detrás de una puerta, el perfil de un encapuchado recortándose contra la ventana por la que se cuela la difícil luz de una luna en el vapor de la noche. Los gatos que bajan del tejado removiendo los cachivaches del patio o el sordo ladrido de los perros que en manadas insomnes asolan las calles de Santa Teresa, suelen acompañar los extraños minutos que siguen a estos despertares nocturnos. Aprovecho entonces para ir al baño y me asomo sigilosamente a su habitación: ahí está boca abajo con una mano cayendo por la orilla de la cama, las sienes grises perladas de sudor, la respiración como un gemido. Si yo he soñado otra vez con ladrones, ¿qué estará soñando él? ¿las amenazas de muerte de su esposa a la que no detuvo la presencia de las niñas? ¿la sentencia del juez que a pesar de todo le dio a ella la custodia? ¿el oneroso divorcio que parece no reparar en gastos para él mientras ella sale a cenar todas las noches con un desconocido?
Esta tarde, cuando volvimos del trabajo, se dobló las mangas de la camisa liberándose los brazos, se desabotonó el arranque del cuello y se echó en un sillón cabizbajo, pero circunspecto. Se pasó ambas manos por la cabeza y luego las dejó caer sobre sus piernas. Llevaba la barba bien afeitada y mantenía el tipo; aunque hubiese perdido el carro y la casa en el envite, no le preocupaba la logística, eso hubiera sido fácil de entender y lo habría mantenido alerta e instalado en el mundo, objetivo y pragmático, intentando maniobrar para no perder tanto (ganar era imposible), pero todo eso le daba igual: era perplejidad lo que se leía en su rostro. No entendía que su mujer hubiese cambiado tanto y se le hubiese hecho extraña en cuestión de meses, luego de tantos años de presunta lealtad y amor y conocimiento. Quería una explicación, una manera de conectar los puntos que unían el antes con el ahora y el después, esa línea imposible... ¿De verdad había sido ella, el ejemplo de la circunspección y elegancia, la sensatez en la que él siempre había podido apoyarse, la misma que se llenó la boca de vulgares improperios el día de su cumpleaños? ¿la que lo amenazó con un cuchillo delante de sus hijas como en una historia pasional de verduleras? ¿la que, luego de la irracionalidad y la violencia, le premió con una tranquila cuanto arrogante indiferencia? 'No entiendo', me decía. Yo le ofrecí una cerveza.
Como un animal en cautiverio en cuya jaula colocan un columpio o una rueda, yo tengo una bicicleta estática al lado de la cama y a ella suelo subirme, por instrucciones médicas, hacia las seis de la mañana. Igual que él no entiendo nada, ya no de la degeneración de una mujer que no tengo luego de un par de décadas de conocerla, sino de cómo he llegado hasta aquí: los desayunos con claras de huevo y panela, los cafés descafeinados, las pastillas para la tensión y la diabetes, los libros y series y páginas de internet que nunca sacian y las mujeres ocasionales demasiado ocupadas de no ser sorprendidas deseando sexo, no vayan a ser tenidas por putas, desperdiciando su vida para llegar desesperadas a los cuarenta cuando ya nadie las desee y sólo los tipos más vulgares y prepotentes y despóticos y abusivos —quizá el que ahora mismo seduce a la mujer de quien ya se levanta con pesadez en el cuarto de al lado— se dediquen a explotarlas sin piedad. ¿Cómo lo soporta luego de haber vivido en ciudades verdaderas y haber convivido con personas extraordinarias? Sus jefes aquí son acomodaticios asnos que le machacan todos los días con lecciones sobre cómo pensar y qué no decir y cómo comportarse y qué no ser, censores criminales que están destruyendo su vida aunque ahora mismo no les preste demasiada atención, ocupado como está en salir del marasmo en que lo ha sumido ya no la destrucción de su vida como la desaparición de la mujer que conoció. 'No sé quién es', me dijo, 'te lo juro que no sé quién es'. Como los años de nuestra infancia a los que quisiéramos volver, ella ya no está y uno no puede pretender irse de vacaciones a aquel tiempo, a aquella persona. Qué desconsuelo.
'¿Para qué te casaste?', le he preguntado en algún momento. Si al final ha sido capaz de enamorarse de una mujer mucho más joven de cuya casa regresa exhausto hacia la medianoche, muchas veces cuando ya estoy dormido, otras mientras finjo estarlo, ¿para qué se casó? ¿por qué hizo compromisos y procreó hijos si era un espíritu libre al que sólo la renovación diaria del amor podía retenerlo al lado de una persona? ¿por qué asimiló su vida a la de sus mediocres colegas con ese acto tan aplaudido por la burguesía ranchera de Santa Teresa? 'Te imagino en una ciudad europea, con relaciones de meses en algunos casos, años en otros, intensas, claras, originales, con mujeres de reglas simples y poco ánimo de protagonizar telenovelas sudamericanas, con colegas inteligentes que hablan de política y literatura, de episodios históricos o anécdotas sabrosamente condimentadas, respetuosos y admirados de tu manera de ser, amigos sobrios de contenida cuanto verdadera emoción, ejerciendo tu profesión, tu industria, disfrutando tus paseos a pie y el sabor de la comida o el espesor del viento. A salvo.' Se ha reído.
Los días del verano pasan rápido. Deseo que esté follando mucho, aunque vuelva cada noche a esta que no es su casa exhausto, con una sonrisa tímida bajo la sombra de su perplejidad. Que no resolverá ya nunca. Pero que dejará de interesarle.