martes, diciembre 25, 2012

Cuento de Navidad

En el camino hacia aquí los oí conversar en el autobús, bebiendo con torpe discreción sus tibias latas de cerveza a mis espaldas, un par de desaliñados albañiles con acento sudamericano que parecían leer con perfecta claridad la voluntad de Dios en cada accidente de sus vidas y esperar —aun de las más peregrinas e inocuas circunstancias- la redención para los buenos en cuyo bando tan irreflexivamente se contaban.
En unas horas sería Navidad y ni siquiera tenía ánimo para enfadarme con tanta sandez: hace tiempo que conseguí que me resbalaran las palabras de la mayoría de la gente porque es de humanos decir no sólo estupideces sino desdecirse, lo que en tiempos más feminoides que estos me resultaba intolerable y aun decepcionante cuando venía de aquellos a quienes consideraba mis amigos, peor todavía si venía de mis amantes (de mi familia no esperé demasiado más allá de la adolescencia y por eso me puse a buen resguardo de ellos: fueron mi primera indiferencia, mi primera resignación). Supongo que la práctica me hizo confiar más en las acciones que en el discurso de los hombres, sobre todo si ya habían cuajado en forma de hechos. Hechos que podían ser tergiversados, es cierto, pero nunca suprimidos del todo, como si por el sólo hecho de haberse instalado en la realidad tuviesen ya un hueso imposible de roer con palabras. Hasta la retórica tiene un límite.
La conversación a mis espaldas no me apenaba realmente, acaso me aburría, pero su mal efecto fue recordarme —en medio del fervor de compras navideñas, planeación de cenas y espíritu gregario por consigna- la inevitabilidad de la hipocresía sin importar condición social, geográfica o cultural. 'Qué cansancio' —pensé- 'aprender a construir un personaje y no una persona, todo el tiempo condicionado, todo el tiempo de bruces frente a la vida y esperando que nos sean aplaudidos nuestros pronunciamientos y fanfarronadas, nuestra voluntaria emasculación e incapacidad para el silencio o la desnudez. Qué debilidad recurrir a los cómodos atajos que ya nos tendió la época en vez de trazar nuestros caminos. Qué mediocridad'. Mi recrudecido pesimismo no era producto de las palabras de un par de albañiles retrógrados y borrachos, sino del desfile de discursos semejantes a ese —variando la calidad de la sintaxis, pero no el vacío de la semántica- a los que había asistido a lo largo de los años y muy en especial de los que tuvieron la capacidad emocional de arrastrarme a su agujero. Que el amor hubiese mediado es una justificación pobre para haberse prestado a la alienación y la mentira. Que se buscase prolongar aun por medios retóricos el dulce efecto de la droga de una persona a la que se consideraba especial y se diese por bueno lo que no era sino galimatías y espuma, no sirve para atraer la simpatía sino para corroborar la inferioridad espiritual de mi persona. Debilidad y consecuencia. Transigir y pagar a plazos o de contado en el futuro la fe empeñada.
Y aquí estaba el porvenir. Bajé del autobús a unas cuadras del sitio donde suelo trabajar; la noche había caído. La Navidad me sorprendería en la cama de algún solitario que habría pagado no sólo por un favor sexual, sino también por el derecho a que le fuera sostenido un hilo argumental con empatía mínima. Una transacción justa a la que las buenas conciencias, tanto conservadoras como liberales, informadas e ignorantes, considerarán de calidad inferior a las que sostienen en sus disfraces diurnos donde las cosas nunca se llaman por su nombre y todo está envuelto en un halo de impostura que, sin embargo, deja a todos convencidos de su enorme humanidad. Puede ser que la tengan. Puede ser que los clientes de estos días de guardar —a los que ya por las fechas señaladas, ya por su taciturnidad, les sobra un semblante trágico que sospecho es también producto del cine y la televisión- sean también grandes seres humanos. Pero yo siempre preferiré a los clientes más que a los amigos inconstantes o a los amantes: quien anuncia sus intenciones con claridad —y algunos billetes por delante- no puede ser más específico ni más sincero.
Las palabras son debilidad.

miércoles, diciembre 19, 2012

Gula

El funcionamiento del mundo soy yo, yo soy el mundo. Contenidas están las contradicciones —certidumbres y dudas, todas- en los entrecijos de mi pensamiento. Nada escapa a mis conclusiones porque cabe cualquiera y sólo los ingenuos se empeñan en acusarme de inconsistencia cuando con sólo existir —las palabras que enuncio, los actos que ejecuto, la sangre que alimenta mis tejidos saturados de finas grasas (y me alimento bien y abundantemente, siempre en previsión de cualquier colapso y a costa de presupuestos propios y ajenos)- son prueba bastante de que soy posible y de que el mundo me tolera y abriga como a sí mismo.
Yo soy el mundo. El error verdadero es colocarse contra mí porque es intentar vivir fuera de lo que es y entrar en el vacío, disolverse, arruinarse, no ser nada y casi siempre por las razones más deleznables: la ignorancia de los que han nacido ciegos para ser devorados por la estructura, el idealismo de los convencidos de su verdad y condenados por sus morales estrechas a una versión amputada de la realidad que es una y no es negociable, la mala fortuna de aquellos a los que las circunstancias no proporcionaron el tiempo suficiente para incorporarse al mundo y fueron desechados. A todos ellos los entiendo porque abarco sus razones, pero la inflexible ley que me gobierna —la del mundo- no consiente la piedad y no puede detenerse a valorar excepciones porque es inexorable y no sacia su apetito: debe tenerlo todo.
Los tiempos que corren están a mi favor porque debajo de la creencia boba en una diversidad que es sólo aparente corre la uniformidad más aplastante que haya conocido la historia humana. Son míos los cuerpos desechables, las mentes alineadas, las aspiraciones de folleto y los sueños televisivos, los sentimientos elevados —qué gracia tienen- y los bajunos que escandalizan sólo lo justo, las hipocresías fabricadas en serie y, en fin, todos los canales por los que corren desesperados los hombres en busca de una escapatoria sin advertir que todos conducen al negro agujero de mi boca. Y recorren sus caminos convencidos de su libertad. Y algunos, ya lo creo, pretenden desafiarme.
He escuchado a algunos decir que todo es cuestión de tiempo. Que yo como el mundo reventaré al encontrar mi límite y pretender rebasarlo. Que no puedo tenerlo todo y que las cosas no se plegarán a mis caprichos. Pero no me comprenden. No tengo voluntad, sino ley. No tengo opción, sino fatalidad. Y el destino los incluye a ellos, que son quienes más debiesen prestar atención a mis advertencias para mejor pasar por el ojo de la aguja. ¿Es indebido pretender que la víctima esté preparada para ser el plato principal del banquete? ¿Acaso estoy desafiando la deontología del mundo que soy yo mismo y no debiese dar explicaciones? No soy dios, sólo el mundo, ¿es esto lo que sorprende cuando por fin me veo obligado a devorar a mis hijos?
Que cada quien crea lo suyo, no tengo prisa. Duermo entre comidas. Quizá en medio de una siesta aparezca el valiente que acabe conmigo. Con el mundo. Con él.

domingo, diciembre 02, 2012

El fin del mundo

Entonces todo el mundo se puso a correr
ni niños ni viejos ni enfermos ni sordos ni muertos,
y en la puerta del cielo se formó un tapón
y sólo pudo entrar el ruido del viento...
—Ángel, Mecano

La hora del alba me sorprende entre semana frente al espejo gris de la laguna, e igual que en ciertos domingos solitarios, creo entrever la intención universal de las cosas por recordarme mi condición mortal y la posibilidad, aun fantástica, de que el mundo siga sin mi participación ni conocimiento, máquina ciega de amaneceres y puestas de sol e historias donde todos los desenlaces han sido ya ensayados bajo todas las geografías y variantes.
Luego olvido. Funciono según las convenciones y doy pocas sorpresas. Puedo repetir sin titubeos las razones que me retienen y convencer aun a media docena de obnubilados del sentido y la finalidad, del objeto y la consecuencia. Pero la verdad es que sólo espero una señal para desaparecer. Y esa señal, si cabe el presentimiento, ha de presentarse pronto según demuestran el ruido del viento y la desnudez de este año y este mes —el último- que avanzan casi sin aspavientos ni adornos como una suave corriente de agua hacia el precipicio.
'Es el fin del mundo', me he dicho una de estas mañanas poco antes de que saliera el sol, justo a la hora en que pasaba la pareja —hombre y mujer, casi cincuenta años- que todos los días se pasea con un gran danés gigantesco que escandaliza a los perros del vecindario. Sencillamente y con resignación lo he comprendido: estaba anunciado en la honda y triste mirada del perro que levantó la cabeza para verme y decírmelo: 'estás lejos de todo como preparación para el fin del mundo; todo terminará.' La amarga verdad de la súbita desaparición de mis apegos —cada vez más dolorosos y poco disfrutables, es verdad, cada vez más distantes, pero a pesar de todo míos- me ha sido comunicada desde entonces por los ladridos feroces en la madrugada y las llamadas anónimas que sobresaltan el pronunciado silencio del salón.
No quiero salir. Por fortuna las vacaciones están cerca y habrá manera de encerrarse en el automóvil por semanas enteras para que sea detrás de sus cristales como contemple yo las llamaradas que bajan del cielo y el hundimiento de las ciudades, el arrepentimiento escandaloso de los que sólo desean que se les permita una borrachera más y la reducción a cenizas de los sitios sagrados donde conversé con los que amé. Y amé demasiado, aunque aquellos ya no lo recuerden. He preparado cigarrillos, un termo con café —muy cargado- y una bufanda tunecina por si diciembre trajera sólo frío (pero todavía no ocurre nada de esto y heme aquí siguiendo las rutinas como si nada pasara y nada supiera), pero yo sé que al final tomaré el móvil desesperado por enviarte un mensaje hasta donde estés y como no responderás sabré que el momento ha llegado y que aquel túnel en el cielo en forma de ojo felino o sexo de mujer me tragará para no devolverme jamás.
Qué triste irse sin haber llegado.