domingo, enero 19, 2014

Mi jefe

Entre sus papeles de dos mil nueve, su biógrafo encontró la siguiente descripción conmovedoramente transparente de lo que, a juicio del experto, constituye el mayor fracaso y aprendizaje de su experiencia cultural europea:
"Mi jefe es un hombre muy inteligente y técnicamente notable, con ánimo gregario y abundante energía, un nerd y al mismo tiempo un bully, si cabe semejante combinación en el amplio abanico de personalidades que ofrece el mundo. Yo sabía que estaba delante de todo un personaje desde que lo conocí en el punto de menor latitud que he visitado, en Finlandia, si bien en aquella ocasión hablamos poco coincidiendo brevemente en la conferencia a la que asistíamos y también en algún bar. Fue su exposición la que inspiró buena parte de mi futura y muy mediocre tesis de doctorado; fue su moderada aprobación de mi trabajo, junto con la del Checo Holandés y la del Español Valenciano, la que me incluyó repentinamente entre los contados miembros de la ciencia invisible. Coincidí con él nuevamente en Praga, durante la conferencia mundial de la Federación que se desarrolló en la misma semana en que volví a México, aunque esta vez hablé todavía menos con él. Lo acompañaba el Francés Polaco, el estudiante de doctorado más brillante que ha tenido y de quien me quedó una desagradable —y finalmente injustificada— impresión de torva mezquindad. No volví a verlo hasta la noche en que me recogió en Lille junto con su esposa y su hijo para iniciar mi trabajo en Valenciennes como investigador posdoctoral.
"Un hombre inteligente, he dicho, que combina mañosamente camaradería, autoridad y rigor, que avanza paulatina, pero decididamente en el sometimiento de las personas que quedan bajo se égida, un sometimiento no precisamente moral, laboral o psicológico —aunque no se excluyen como efectos secundarios— sino más bien de imposición por la vía de la competencia en cualquier terreno, sea técnico, intelectual, cultural o deportivo. Si bien no son pocas las veces en que dicho espíritu deportivo tiene las mismas motivaciones inocentes de un niño que quiere jugar apuestas y medirse con sus amigos, también es verdad que en el proceso el jefe legitima su autoridad porque, sencillamente, es el mejor. Y parte del juego (del pose si se quiere) es coronar su supremacía con un beau geste de afectado desdén por la victoria, como si tuviera perfectamente claro que sus prioridades están siempre en otra parte, no en aquello que lo expone o vulnera, así invierta cantidades ingentes de tiempo y esfuerzo en conseguirlo.
"Lo mismo si se trata de algún problema matemático o algorítmico, de las razones del colapso de la economía, del inacabable y muy aburrido tema del racismo o la religión, de alguna duda en materia de lingüística o de nadar la mayor distancia en el menor tiempo posible, mi jefe tiene el impulso natural de ser el mejor, ya sea proporcionando una solución incontrovertible, soltando interpretaciones rotundas donde apenas caben palabras como quizá o tal vez, elevando la voz y apurando el discurso para mejor aplastar los argumentos ajenos, o bien simplemente nadando sin parar hasta dejarse el cuerpo en la piscina. No perdamos perspectiva: todo es juego, sí, pero la puesta en escena, la mayoría de los diálogos y los aplausos del público son todos suyos. Y nos incluye a la mayoría como comparsas.
"En pocos casos resulta esto último tan patente como en su trato hacia los extranjeros del equipo: sin consideración por las dificultades lingüísticas que experimentamos (¿y por qué habría de tenerla?), sin apenas interés en escuchar lo que queremos decirle (que acaso siempre es irrelevante), dándonos por descontados y muy conocidos (y quizá así sea), el jefe hace escarnio de nosotros amparándose no sólo en su posición, sino en una ambigüedad perfectamente bien armada: si alguien se ofende o lo toma en serio entonces esa persona carece de sentido del humor o no tiene la inteligencia para distinguir la verdad de la broma; si por el contrario se aceptan sus excesos como guasa y se intenta contestar en el mismo tono, rápidamente se comprobarán los límites naturales que impone su superioridad lingüística, laboral y aun fonética (su voz tiene el registro de un tenor); si se prueba la vía media de seguir el juego dejando que la conversación adopte la gravedad o risa que le corresponda, entonces se experimentará la frustración de un juego retórico en donde sólo se participa como apuntador de teatro, pues él hablará la mayor parte del tiempo invirtiendo la actitud que uno adopte, es decir, ridiculizando con risas y manotazos —no argumentos— las razones que se le ofrezcan y argumentando seriamente como si se le fuese la vida en ello ante las ironías o parodias que se le enfrenten.
"Ignoro si él se da cuenta de la situación arriba descrita, casi estoy seguro de que es inconsciente de ella o la interpreta en forma radicalmente distinta, pero al mismo tiempo vale la pena observar que ese estado de cosas no se produce espontáneamente, sino que es el resultado de una adaptación que comienza en el momento en que conoce a una persona en el ámbito laboral: la posición de esta última en relación con él determina buena parte de la evolución futura. Si se trata de un colega del mismo nivel (como los otros dos profesores dentro del equipo) o de alguien que no trabaja con él (profesores y estudiantes de otras universidades, por ejemplo), su trato es respetuoso y sus bromas moderadas en función de la respuesta que reciba. Si se trata de alguien que trabaja bajo sus órdenes siendo francés (los maître de conférence, por ejemplo, o los ex estudiantes como el Francés Polaco o el Francés Suizo) sus bromas son siempre mínimas y jamás (claro) sobre su nacionalidad, religión o acento. Si finalmente se trabaja bajo su jefatura siendo extranjero, entonces es cuestión de tiempo para que todo termine siendo el carnaval arriba detallado, salvo si se es excesivamente frío o talentoso (lo primero causaría su indiferencia y probable desprecio, lo segundo su interés y cooperación siempre que no se le rebase).
"Hay que reconocer que a todos —extranjeros incluidos— da amplia oportunidad para que le sorprendan y demuestren que vale la pena prestarles atención. Pero ello sucede una sola vez y no parece admitir revista. A mí me tocó el turno en esos primeros arduos meses en Valenciennes, cuando me explicó sus problemas técnicos a fin de que empezáramos a resolverlos juntos, al tiempo en que descubría en mí a un hombre cultivado (relación horizontal); cuando nos invitó al maître de tres hijos y a mí a exponerle posibles soluciones y él comprobó cuán lejos estábamos de dar algo técnicamente valioso, sobre todo cuando a dichos encuentros se sumaba el verdaderamente talentoso Francés Polaco (relación diagonal); cuando pasaron los primeros meses de infructuosos esfuerzos comprobando cotidianamente mis errores de programación, control y matemáticas, que le dieron finalmente licencia para llamarme quiche como sinónimo de incompetencia blanda y confusa, inaugurando así el abanico de florituras con que me ha premiado hasta ahora (relación vertical). Esos meses fueron mi turno para, por así decirlo, ganarme su respeto. Y el resultado fue heterogéneo, toda vez que en sentido técnico perdí su confianza para luego reconquistarla muy lentamente, al tiempo en que culturalmente nos encontramos bastante afines y respetables. Pero en su trato cotidiano quedé incluido en el mismo saco que el resto de los extranjeros: ni talentoso ni inútil, apenas otro miembro extranjero del equipo.
"Para terminar este ya largo y tedioso recuento no puedo dejar fuera la lamentable historia de la reacción de mi jefe ante mi mentira y posterior verdad sobre mi orientación sexual. Admitamos de entrada que fue estúpido mentir y probablemente también lo fue decir la verdad: lo primero porque siempre dará lugar a juicios morales sobre la necesidad o justificación de engañar a los otros; lo segundo porque los otros siempre podrán decir —y mi jefe sería el primero— que mi vida privada no les importa. No obstante, suele suceder que detrás de las dos razones citadas se ocultan otras motivaciones: que condenamos al que miente porque nos coloca por debajo de él y que condenamos al que nos comparte su mundo si éste nos produce asco, o sea, si nos sentimos por encima de él. Dicho lo anterior, necesitamos pruebas para descartar las razones aparentes y descubrir las reales: si mi vida privada no era asunto que le interesara a mi jefe, ¿por qué me preguntó por mi estado civil apenas subir a su auto aquella noche de diciembre? (porque es normal), ¿por qué insistió en saber si mi mujer vendría algún día o en conocerla cuando supo que iba a venir? (¡porque también es normal!); pero… ¿por qué dejó de preguntar si vendría y perdió todo interés en conocerla o simplemente mencionarla desde que supo que era hombre y no mujer? (¿porque es normal?). “Saludos a la señora” suele decirles a quienes viven con una mujer aunque no estén casados con ella. Yo, naturalmente, no puedo permitirme expectativas."

domingo, enero 12, 2014

El lugar del muerto

Con profundo desánimo acompañé al secretario hasta la que sería mi oficina —sexta parte de un absurdo conjunto hexagonal en las afueras de Tesistán, compartida con un maestro bisoño de educados ademanes idiotas— y ahí los vi, apilados en tres torres inestables.
—¿De quién son esos libros?
—Eran del profesor que ocupaba la oficina. Tenía poco de haberse instalado y tuvo que irse por motivos de salud. Cáncer, creo. Puede tomarlos si gusta, él dijo que cualquiera podía llevárselos.
El maestro bisoño resultó ser el mejor de los compañeros porque nunca estaba en esa rebanada de pay que era la oficina. Cuando estaba, encima, pasaba el tiempo en silencio mirando la pantalla de su ordenador, luego se despedía ceremoniosa y estúpidamente. Ese primer día, apenas se fue el secretario, le inquirí:
—De modo que puedo llevarme estos libros, ¿eh? ¿ha tomado alguno?
—No, no, ¿cómo cree? Lamentablemente no hay temas que me interesen. Además, no sé, es un poco peligroso, ¿no le parece? —me dijo entreabriendo la boca y mostrando los dientes en lo que parecía ser una sonrisa torcida. El brillo de sus lentes no me permitía captar su mirada.
—¿A qué se refiere?
—El hombre va a morir. Sus libros serán pronto los objetos de un fallecido. No sé qué mala influencia podría él tener desde el más allá dado el apego que les tenía.
—Ya veo —dije mirándolo con severidad y dándole la espalda para quedar frente a mi escritorio. 'Qué tipo tan estúpido', dictaminé para mis adentros, indignado.
En aquel momento no examiné ninguno de los libros, aunque al cargarlos en grupos hasta mi auto descubrí que eran textos de ingeniería y educación, algunos de filosofía, todos adquiridos o impresos en los años ochenta y con claras huellas de haber sido usados. Ya en casa pude hojearlos y advertir que la gran mayoría presentaba subrayados, notas manuscritas al margen, a veces separadores con indicaciones acerca del texto. De pronto, un escalofrío me recorrió el cuerpo al reconocer el nombre rotulado en tinta china sobre una de las primeras páginas de un tratado de electrotecnia. Era el nombre de un profesor mexicano en Valencia con el que nunca coincidí, pero del que me hablaron muchos otros colegas y estudiantes del departamento. 'Los nombres coinciden', me dije, '¿qué tiene de extraño eso? Probablemente ni siquiera se trate de la misma persona'.
Seguí hojeando los libros y comprobé que el mismo nombre estaba escrito —a veces en forma de sello— en todos los volúmenes. Luego, en la penúltima página de un libro sobre filosofía ignaciana en la enseñanza de la ingeniería (hay que ver cómo se las gastan los pedagogos, sobre todo si además son religiosos), encontré el sello de una célebre librería valenciana del barrio del Pilar: 'Carrer Guillem de Castro 28, Valencia'. Entonces me poseyó una aprensión irracional por lo que creía confirmaba mis sospechas: el dueño de esos libros debía ser el profesor mexicano de Valencia.
¿Cómo habíamos hecho para no coincidir a lo largo de tantos años? ¿cómo es posible que yo tuviera noticias suyas indirectas por tanto tiempo y jamás accediera a la persona en cuestión? El mismo departamento, la misma universidad, incluso la misma librería al cabo de la calle donde tenía mi piso en aquellos años, fingiendo que podía vivir en el extranjero (si España es el extranjero, si acaso el ocasional valenciano o catalán podían serlo), departiendo con yonquis, putas y camellos que me abordaban cuando salía por las noches a caminar hacia el antiguo Turia atravesando el centro de la ciudad. Y nada. Ningún encuentro, ninguna nota intercambiada aunque nuestras firmas consten —ahora compruebo en documentos de la época— en no pocas actas y minutas del departamento, incluso en un reporte final de calificaciones en donde él era el instructor de laboratorio de la materia que yo impartía en aulas.
Era inexplicable. No hay fotos suyas, ni en la universidad valenciana ni en este estúpido rincón del noroeste tapatío a cuyo edificio hexagonal he venido a parar justo después de que él se fuera. He tenido la mala idea de abordar al colega bisoño del cubículo en busca de más detalles del misterioso maestro:
—Pero dígame, compañero, ¿cómo era él?
—Es algo impresionante lo del cáncer, ¿verdad? Nadie lo ve venir. Comprendo su interés, yo mismo me sentiría incómodo de usurpar el lugar de un muerto próximo.
—¿Qué usurpar? Yo no sabía que él trabajaba aquí y, en todo caso, ya se ha ido. Hábleme de él, ¿cómo era?
—Bueno, esa silla en que está Usted sentado es la misma en la que él lo estuvo. Esa fue su computadora. Ese su escritorio...
—Claro, claro, pero él ¿cómo era?
—Perdóneme compañero, soy muy respetuoso de la privacidad de los demás, no soy tan morboso como Usted, aunque entiendo, claro que entiendo que quiera saber más detalles del muerto... bueno, casi muerto porque aun no tenemos noticias de que se haya ido, ¿verdad? Es un fantasma por así decirlo, pero hay que respetarlo, compañero, no hay que ceder al morbo...
—Usted no me ha entendido— respondí indignado. —No me mueve el morbo. Es sólo que he descubierto recientemente que él estuvo en Valencia, en la misma universidad donde yo trabajé. Pero nunca lo conocí en persona y me ha dado curiosidad. Después de todo ahora soy el dueño involuntario de sus libros.
—Usted quiso llevárselos. Pero dígame ¿por qué lo ha seguido desde Valencia hasta aquí, eh? ¿le debe algo?
—No señor, no me debe nada ni he venido siguiéndolo. Ha sido una coincidencia, ¿me entiende? No lo conozco, no he venido hasta aquí por él, ¡qué tonterías se le ocurren!
Duramos días sin hablarnos. Quise luego averiguar la dirección del profesor en recursos humanos y una trabajadora social gorda y muy maquillada me escribió en una tarjetita la dirección: carrer Guillem de Castro 2, 3o. izquierdo.
—Perdone, ha habido un error. Esta dirección no es de México, sino de Valencia, España.
—Pues es la que tengo, maestro. A lo mejor se fue para allá.
—Eso no tiene sentido, mire, quisiera que... en fin, olvídelo.
Recordé aquel adagio que recomendaba no hablar con idiotas para evitar confundirse con ellos y preferí no prolongar más la conversación. 'Este lugar está lleno de imbéciles', me dije, 'no creo que pueda aguantar mucho tiempo y en todo caso... ', me interrumpí mirando la tarjeta. La dirección coincidía punto por punto con la dirección de mi piso en Valencia.
—¡Tercero izquierdo! —exclamé asustando a unas muchachas gordas y renegridas que tragaban papitas con chile y limón. Estudiantes.
—Tercero izquierdo —dije ya más calmado, con el corazón tamborileando bajo mi pecho.
De vuelta a casa revisé con mayor detenimiento los libros, pensando ilusamente que habría alguna fotografía o algún dato adicional en ellos que me permitiera identificar a este hombre que empezaba a parecerme más usurpador de mi lugar que yo del suyo: otros tres libros tenían el sello de la librería al cabo de la calle valenciana (ahí donde nunca faltaban putas desde las seis de la tarde y aun en la sofocante canícula mediterránea); sus anotaciones iban siempre en relación con el texto; sus subrayados eran lógicos y predecibles. En suma, nada podía sacarse de ahí que permitiera identificarlo, pero sí conocerlo, pues sus comentarios reflejaban el pensamiento de quien se tomó demasiado en serio su papel de enseñante, al punto de haber investigado lo que otros decían sobre el presunto arte de transmitir conocimientos. 'Pobre hombre', me dije, 'haberle dado crédito a estos cretinos que se ganaron la vida diciendo cómo hacer el trabajo que él ya hacía, qué desgracia, qué ingenuidad la suya'. Yo era todo lo opuesto a él, sin duda, pues sabía que los estudiantes eran todos una banda de imbéciles y desalmados, quizá por culpa de su edad, tanto da, lo cierto es que todo intento de aplicarles metodologías de aprendizaje y categorías de análisis estaba destinado a fracasar, por necio, por irreal, por absurdo.
Me puse de pie y al darme la vuelta tiré una de las columnas de libros al suelo. Saltó entonces una tarjeta amarillenta que, al parecer, nunca fue enviada. Estaba fechada en el remoto septiembre del ochenta y ocho, dirigida a una tal Eduarda Michel, firmada por el profesor en cuestión. "No dudes en venir. Te espero", decía escuetamente para luego proporcionar la dirección: "Juan Manuel 202, frente al cine Cuauhtémoc". ¿Seguiría viviendo ahí tantos años después? No perdía nada con tomar el auto e ir hasta Guadalajara, una hora como mucho, tal vez menos porque ya es tarde y el tráfico ha disminuido. Tengo que ir. Tengo que averiguar quién es este hombre que dijo haber vivido en mi propio piso de Valencia mientras yo vivía ahí, bien es verdad que pasando casi todo el día en la universidad y saliendo por las noches hasta el Turia, sorteando putas, toxicómanos y tiradores; usando la bañera para tomar duchas y la cocina para preparar pastas con salsas prefabricadas; abjurando de los muebles antiguos que el dueño había dejado ahí desde fines del franquismo y de su colección de libros de autores tan castizos como desconocidos; revolviéndome en la habitación en las largas noches densas de la canícula mediterránea.
Tuve que estacionarme a dos cuadras. El centro de la ciudad, aparte de intransitable, es un gigantesco almacén de carros. Me acerco al domicilio y un grupo de gente está de pie en la puerta. Apenas veo sus rostros compungidos y comprendo que he llegado demasiado tarde. Me abro paso entre los dolientes, subo escaleras, me encuentro de pronto con un salón abarrotado, sobre todo de mujeres, en duelo. Ahí están las coronas ("la universidad se une a la pena...", "los estudiantes del tercer año de ingeniería lamentamos..."), cuatro cirios descomunales (uno de ellos apagado), una cafetera en un rincón de la que no dejan de ocuparse afanosamente un par de ancianas. Y el féretro abierto por la mitad, con un cristal transparente, casi brillante. Puedo asomarme y mi primer impulso es hacerlo, pero luego me viene a la memoria mi bisoño compañero de cubículo, mismo que fue del que ahora está amortajado y en un ataúd, perorando con estulticia sobre el morbo. Entonces alguien me toma por el brazo y me aparta.
Es una mujer. Es su viuda. Me dice:
—Es muy gentil de su parte haber venido. Qué bueno que lo ha hecho. Le estaba esperando para entregarle esto.
Es tanta mi estupefacción que no puedo articular palabra. Con los ojos muy abiertos, extiendo las manos.
—Dejó esta carta para Usted. Sé que no tuvimos el gusto de conocernos, pero él me habló mucho de Usted, de los años de Valencia, me mostró sus fotos juntos...
—Le agradezco— digo con la voz entrecortada.
Salgo de ahí confundido. Me subo al auto y tardo unos momentos en decidirme a encender la marcha y avanzar. Ya en casa miro la carta sin abrirla, sobrecogido, espantado. ¿Dónde dejé los cerillos?