domingo, enero 12, 2014

El lugar del muerto

Con profundo desánimo acompañé al secretario hasta la que sería mi oficina —sexta parte de un absurdo conjunto hexagonal en las afueras de Tesistán, compartida con un maestro bisoño de educados ademanes idiotas— y ahí los vi, apilados en tres torres inestables.
—¿De quién son esos libros?
—Eran del profesor que ocupaba la oficina. Tenía poco de haberse instalado y tuvo que irse por motivos de salud. Cáncer, creo. Puede tomarlos si gusta, él dijo que cualquiera podía llevárselos.
El maestro bisoño resultó ser el mejor de los compañeros porque nunca estaba en esa rebanada de pay que era la oficina. Cuando estaba, encima, pasaba el tiempo en silencio mirando la pantalla de su ordenador, luego se despedía ceremoniosa y estúpidamente. Ese primer día, apenas se fue el secretario, le inquirí:
—De modo que puedo llevarme estos libros, ¿eh? ¿ha tomado alguno?
—No, no, ¿cómo cree? Lamentablemente no hay temas que me interesen. Además, no sé, es un poco peligroso, ¿no le parece? —me dijo entreabriendo la boca y mostrando los dientes en lo que parecía ser una sonrisa torcida. El brillo de sus lentes no me permitía captar su mirada.
—¿A qué se refiere?
—El hombre va a morir. Sus libros serán pronto los objetos de un fallecido. No sé qué mala influencia podría él tener desde el más allá dado el apego que les tenía.
—Ya veo —dije mirándolo con severidad y dándole la espalda para quedar frente a mi escritorio. 'Qué tipo tan estúpido', dictaminé para mis adentros, indignado.
En aquel momento no examiné ninguno de los libros, aunque al cargarlos en grupos hasta mi auto descubrí que eran textos de ingeniería y educación, algunos de filosofía, todos adquiridos o impresos en los años ochenta y con claras huellas de haber sido usados. Ya en casa pude hojearlos y advertir que la gran mayoría presentaba subrayados, notas manuscritas al margen, a veces separadores con indicaciones acerca del texto. De pronto, un escalofrío me recorrió el cuerpo al reconocer el nombre rotulado en tinta china sobre una de las primeras páginas de un tratado de electrotecnia. Era el nombre de un profesor mexicano en Valencia con el que nunca coincidí, pero del que me hablaron muchos otros colegas y estudiantes del departamento. 'Los nombres coinciden', me dije, '¿qué tiene de extraño eso? Probablemente ni siquiera se trate de la misma persona'.
Seguí hojeando los libros y comprobé que el mismo nombre estaba escrito —a veces en forma de sello— en todos los volúmenes. Luego, en la penúltima página de un libro sobre filosofía ignaciana en la enseñanza de la ingeniería (hay que ver cómo se las gastan los pedagogos, sobre todo si además son religiosos), encontré el sello de una célebre librería valenciana del barrio del Pilar: 'Carrer Guillem de Castro 28, Valencia'. Entonces me poseyó una aprensión irracional por lo que creía confirmaba mis sospechas: el dueño de esos libros debía ser el profesor mexicano de Valencia.
¿Cómo habíamos hecho para no coincidir a lo largo de tantos años? ¿cómo es posible que yo tuviera noticias suyas indirectas por tanto tiempo y jamás accediera a la persona en cuestión? El mismo departamento, la misma universidad, incluso la misma librería al cabo de la calle donde tenía mi piso en aquellos años, fingiendo que podía vivir en el extranjero (si España es el extranjero, si acaso el ocasional valenciano o catalán podían serlo), departiendo con yonquis, putas y camellos que me abordaban cuando salía por las noches a caminar hacia el antiguo Turia atravesando el centro de la ciudad. Y nada. Ningún encuentro, ninguna nota intercambiada aunque nuestras firmas consten —ahora compruebo en documentos de la época— en no pocas actas y minutas del departamento, incluso en un reporte final de calificaciones en donde él era el instructor de laboratorio de la materia que yo impartía en aulas.
Era inexplicable. No hay fotos suyas, ni en la universidad valenciana ni en este estúpido rincón del noroeste tapatío a cuyo edificio hexagonal he venido a parar justo después de que él se fuera. He tenido la mala idea de abordar al colega bisoño del cubículo en busca de más detalles del misterioso maestro:
—Pero dígame, compañero, ¿cómo era él?
—Es algo impresionante lo del cáncer, ¿verdad? Nadie lo ve venir. Comprendo su interés, yo mismo me sentiría incómodo de usurpar el lugar de un muerto próximo.
—¿Qué usurpar? Yo no sabía que él trabajaba aquí y, en todo caso, ya se ha ido. Hábleme de él, ¿cómo era?
—Bueno, esa silla en que está Usted sentado es la misma en la que él lo estuvo. Esa fue su computadora. Ese su escritorio...
—Claro, claro, pero él ¿cómo era?
—Perdóneme compañero, soy muy respetuoso de la privacidad de los demás, no soy tan morboso como Usted, aunque entiendo, claro que entiendo que quiera saber más detalles del muerto... bueno, casi muerto porque aun no tenemos noticias de que se haya ido, ¿verdad? Es un fantasma por así decirlo, pero hay que respetarlo, compañero, no hay que ceder al morbo...
—Usted no me ha entendido— respondí indignado. —No me mueve el morbo. Es sólo que he descubierto recientemente que él estuvo en Valencia, en la misma universidad donde yo trabajé. Pero nunca lo conocí en persona y me ha dado curiosidad. Después de todo ahora soy el dueño involuntario de sus libros.
—Usted quiso llevárselos. Pero dígame ¿por qué lo ha seguido desde Valencia hasta aquí, eh? ¿le debe algo?
—No señor, no me debe nada ni he venido siguiéndolo. Ha sido una coincidencia, ¿me entiende? No lo conozco, no he venido hasta aquí por él, ¡qué tonterías se le ocurren!
Duramos días sin hablarnos. Quise luego averiguar la dirección del profesor en recursos humanos y una trabajadora social gorda y muy maquillada me escribió en una tarjetita la dirección: carrer Guillem de Castro 2, 3o. izquierdo.
—Perdone, ha habido un error. Esta dirección no es de México, sino de Valencia, España.
—Pues es la que tengo, maestro. A lo mejor se fue para allá.
—Eso no tiene sentido, mire, quisiera que... en fin, olvídelo.
Recordé aquel adagio que recomendaba no hablar con idiotas para evitar confundirse con ellos y preferí no prolongar más la conversación. 'Este lugar está lleno de imbéciles', me dije, 'no creo que pueda aguantar mucho tiempo y en todo caso... ', me interrumpí mirando la tarjeta. La dirección coincidía punto por punto con la dirección de mi piso en Valencia.
—¡Tercero izquierdo! —exclamé asustando a unas muchachas gordas y renegridas que tragaban papitas con chile y limón. Estudiantes.
—Tercero izquierdo —dije ya más calmado, con el corazón tamborileando bajo mi pecho.
De vuelta a casa revisé con mayor detenimiento los libros, pensando ilusamente que habría alguna fotografía o algún dato adicional en ellos que me permitiera identificar a este hombre que empezaba a parecerme más usurpador de mi lugar que yo del suyo: otros tres libros tenían el sello de la librería al cabo de la calle valenciana (ahí donde nunca faltaban putas desde las seis de la tarde y aun en la sofocante canícula mediterránea); sus anotaciones iban siempre en relación con el texto; sus subrayados eran lógicos y predecibles. En suma, nada podía sacarse de ahí que permitiera identificarlo, pero sí conocerlo, pues sus comentarios reflejaban el pensamiento de quien se tomó demasiado en serio su papel de enseñante, al punto de haber investigado lo que otros decían sobre el presunto arte de transmitir conocimientos. 'Pobre hombre', me dije, 'haberle dado crédito a estos cretinos que se ganaron la vida diciendo cómo hacer el trabajo que él ya hacía, qué desgracia, qué ingenuidad la suya'. Yo era todo lo opuesto a él, sin duda, pues sabía que los estudiantes eran todos una banda de imbéciles y desalmados, quizá por culpa de su edad, tanto da, lo cierto es que todo intento de aplicarles metodologías de aprendizaje y categorías de análisis estaba destinado a fracasar, por necio, por irreal, por absurdo.
Me puse de pie y al darme la vuelta tiré una de las columnas de libros al suelo. Saltó entonces una tarjeta amarillenta que, al parecer, nunca fue enviada. Estaba fechada en el remoto septiembre del ochenta y ocho, dirigida a una tal Eduarda Michel, firmada por el profesor en cuestión. "No dudes en venir. Te espero", decía escuetamente para luego proporcionar la dirección: "Juan Manuel 202, frente al cine Cuauhtémoc". ¿Seguiría viviendo ahí tantos años después? No perdía nada con tomar el auto e ir hasta Guadalajara, una hora como mucho, tal vez menos porque ya es tarde y el tráfico ha disminuido. Tengo que ir. Tengo que averiguar quién es este hombre que dijo haber vivido en mi propio piso de Valencia mientras yo vivía ahí, bien es verdad que pasando casi todo el día en la universidad y saliendo por las noches hasta el Turia, sorteando putas, toxicómanos y tiradores; usando la bañera para tomar duchas y la cocina para preparar pastas con salsas prefabricadas; abjurando de los muebles antiguos que el dueño había dejado ahí desde fines del franquismo y de su colección de libros de autores tan castizos como desconocidos; revolviéndome en la habitación en las largas noches densas de la canícula mediterránea.
Tuve que estacionarme a dos cuadras. El centro de la ciudad, aparte de intransitable, es un gigantesco almacén de carros. Me acerco al domicilio y un grupo de gente está de pie en la puerta. Apenas veo sus rostros compungidos y comprendo que he llegado demasiado tarde. Me abro paso entre los dolientes, subo escaleras, me encuentro de pronto con un salón abarrotado, sobre todo de mujeres, en duelo. Ahí están las coronas ("la universidad se une a la pena...", "los estudiantes del tercer año de ingeniería lamentamos..."), cuatro cirios descomunales (uno de ellos apagado), una cafetera en un rincón de la que no dejan de ocuparse afanosamente un par de ancianas. Y el féretro abierto por la mitad, con un cristal transparente, casi brillante. Puedo asomarme y mi primer impulso es hacerlo, pero luego me viene a la memoria mi bisoño compañero de cubículo, mismo que fue del que ahora está amortajado y en un ataúd, perorando con estulticia sobre el morbo. Entonces alguien me toma por el brazo y me aparta.
Es una mujer. Es su viuda. Me dice:
—Es muy gentil de su parte haber venido. Qué bueno que lo ha hecho. Le estaba esperando para entregarle esto.
Es tanta mi estupefacción que no puedo articular palabra. Con los ojos muy abiertos, extiendo las manos.
—Dejó esta carta para Usted. Sé que no tuvimos el gusto de conocernos, pero él me habló mucho de Usted, de los años de Valencia, me mostró sus fotos juntos...
—Le agradezco— digo con la voz entrecortada.
Salgo de ahí confundido. Me subo al auto y tardo unos momentos en decidirme a encender la marcha y avanzar. Ya en casa miro la carta sin abrirla, sobrecogido, espantado. ¿Dónde dejé los cerillos?

5 comentarios:

Anónimo dijo...

No te burles de los libros de un muerto que yo también me he beneficiado de la rapiña. Y además lo mismo podrían alegar quienes se han quedado con nuestros libros.

Miguel Ángel Bernal Reza dijo...

¿Pero quiénes se han quedado con nuestros libros? ¿Más muertos? Esto empieza a parecerse sospechosamente a 'Negra espalda de mugre', jajajajajaja...

Anónimo dijo...

Con los míos el recolector de la basura. Y por cierto se veía más limpio que yo, seguramente lo estaba.

Anónimo dijo...

Creo que en el ITESO están donando tus libros:

**************************
Estimados Todos.



Esperando se encuentren bien, aprovecho para saludarlos y comentarles que tenemos varios libros en donación, los tendremos en la sala de juntas del edificio J.

Pueden pasar, estará abierto todo el día de hoy.



Esperando sean de su agrado.

Miguel Ángel Bernal Reza dijo...

JAJAJAJAJAJAJAJA... ¡Esto es aterrador! ¿Ya fuiste? Deberías apartarme algún título ignaciano...