Con profundo
desánimo acompañé al secretario hasta la que sería mi oficina —sexta parte de
un absurdo conjunto hexagonal en las afueras de Tesistán, compartida con un
maestro bisoño de educados ademanes idiotas— y ahí los vi, apilados en tres
torres inestables.
—¿De quién son
esos libros?
—Eran del
profesor que ocupaba la oficina. Tenía poco de haberse instalado y tuvo que
irse por motivos de salud. Cáncer, creo. Puede tomarlos si gusta, él dijo que
cualquiera podía llevárselos.
El maestro
bisoño resultó ser el mejor de los compañeros porque nunca estaba en esa
rebanada de pay que era la oficina. Cuando estaba, encima, pasaba el tiempo en
silencio mirando la pantalla de su ordenador, luego se despedía ceremoniosa y
estúpidamente. Ese primer día, apenas se fue el secretario, le inquirí:
—De modo que
puedo llevarme estos libros, ¿eh? ¿ha tomado alguno?
—No, no, ¿cómo
cree? Lamentablemente no hay temas que me interesen. Además, no sé, es un poco
peligroso, ¿no le parece? —me dijo entreabriendo la boca y mostrando los
dientes en lo que parecía ser una sonrisa torcida. El brillo de sus lentes no
me permitía captar su mirada.
—¿A qué se
refiere?
—El hombre va
a morir. Sus libros serán pronto los objetos de un fallecido. No sé qué mala
influencia podría él tener desde el más allá dado el apego que les tenía.
—Ya veo —dije
mirándolo con severidad y dándole la espalda para quedar frente a mi
escritorio. 'Qué tipo tan estúpido', dictaminé para mis adentros, indignado.
En aquel
momento no examiné ninguno de los libros, aunque al cargarlos en grupos hasta
mi auto descubrí que eran textos de ingeniería y educación, algunos de
filosofía, todos adquiridos o impresos en los años ochenta y con claras huellas
de haber sido usados. Ya en casa pude hojearlos y advertir que la gran mayoría
presentaba subrayados, notas manuscritas al margen, a veces separadores con
indicaciones acerca del texto. De pronto, un escalofrío me recorrió el cuerpo
al reconocer el nombre rotulado en tinta china sobre una de las primeras
páginas de un tratado de electrotecnia. Era el nombre de un profesor mexicano en
Valencia con el que nunca coincidí, pero del que me hablaron muchos otros colegas
y estudiantes del departamento. 'Los nombres coinciden', me dije, '¿qué tiene
de extraño eso? Probablemente ni siquiera se trate de la misma persona'.
Seguí hojeando
los libros y comprobé que el mismo nombre estaba escrito —a veces en forma de
sello— en todos los volúmenes. Luego, en la penúltima página de un libro sobre
filosofía ignaciana en la enseñanza de la ingeniería (hay que ver cómo se las
gastan los pedagogos, sobre todo si además son religiosos), encontré el sello
de una célebre librería valenciana del barrio del Pilar: 'Carrer Guillem de
Castro 28, Valencia'. Entonces me poseyó una aprensión irracional por lo que
creía confirmaba mis sospechas: el dueño de esos libros debía ser el profesor mexicano
de Valencia.
¿Cómo habíamos
hecho para no coincidir a lo largo de tantos años? ¿cómo es posible que yo
tuviera noticias suyas indirectas por tanto tiempo y jamás accediera a la
persona en cuestión? El mismo departamento, la misma universidad, incluso la
misma librería al cabo de la calle donde tenía mi piso en aquellos años,
fingiendo que podía vivir en el extranjero (si España es el extranjero, si
acaso el ocasional valenciano o catalán podían serlo), departiendo con yonquis,
putas y camellos que me abordaban cuando salía por las noches a caminar hacia
el antiguo Turia atravesando el centro de la ciudad. Y nada. Ningún encuentro,
ninguna nota intercambiada aunque nuestras firmas consten —ahora compruebo en
documentos de la época— en no pocas actas y minutas del departamento, incluso
en un reporte final de calificaciones en donde él era el instructor de
laboratorio de la materia que yo impartía en aulas.
Era
inexplicable. No hay fotos suyas, ni en la universidad valenciana ni en este
estúpido rincón del noroeste tapatío a cuyo edificio hexagonal he venido a
parar justo después de que él se fuera. He tenido la mala idea de abordar al
colega bisoño del cubículo en busca de más detalles del misterioso maestro:
—Pero dígame,
compañero, ¿cómo era él?
—Es algo
impresionante lo del cáncer, ¿verdad? Nadie lo ve venir. Comprendo su interés,
yo mismo me sentiría incómodo de usurpar el lugar de un muerto próximo.
—¿Qué usurpar?
Yo no sabía que él trabajaba aquí y, en todo caso, ya se ha ido. Hábleme de él,
¿cómo era?
—Bueno, esa
silla en que está Usted sentado es la misma en la que él lo estuvo. Esa fue su
computadora. Ese su escritorio...
—Claro, claro,
pero él ¿cómo era?
—Perdóneme
compañero, soy muy respetuoso de la privacidad de los demás, no soy tan morboso
como Usted, aunque entiendo, claro que entiendo que quiera saber más detalles
del muerto... bueno, casi muerto porque aun no tenemos noticias de que se haya
ido, ¿verdad? Es un fantasma por así decirlo, pero hay que respetarlo,
compañero, no hay que ceder al morbo...
—Usted no me
ha entendido— respondí indignado. —No me mueve el morbo. Es sólo que he
descubierto recientemente que él estuvo en Valencia, en la misma universidad
donde yo trabajé. Pero nunca lo conocí en persona y me ha dado curiosidad.
Después de todo ahora soy el dueño involuntario de sus libros.
—Usted quiso
llevárselos. Pero dígame ¿por qué lo ha seguido desde Valencia hasta aquí, eh?
¿le debe algo?
—No señor, no
me debe nada ni he venido siguiéndolo. Ha sido una coincidencia, ¿me entiende?
No lo conozco, no he venido hasta aquí por él, ¡qué tonterías se le ocurren!
Duramos días
sin hablarnos. Quise luego averiguar la dirección del profesor en recursos
humanos y una trabajadora social gorda y muy maquillada me escribió en una
tarjetita la dirección: carrer Guillem de Castro 2, 3o. izquierdo.
—Perdone, ha
habido un error. Esta dirección no es de México, sino de Valencia, España.
—Pues es la
que tengo, maestro. A lo mejor se fue para allá.
—Eso no tiene
sentido, mire, quisiera que... en fin, olvídelo.
Recordé aquel
adagio que recomendaba no hablar con idiotas para evitar confundirse con ellos
y preferí no prolongar más la conversación. 'Este lugar está lleno de
imbéciles', me dije, 'no creo que pueda aguantar mucho tiempo y en todo caso...
', me interrumpí mirando la tarjeta. La dirección coincidía punto por punto con
la dirección de mi piso en Valencia.
—¡Tercero
izquierdo! —exclamé asustando a unas muchachas gordas y renegridas que tragaban
papitas con chile y limón. Estudiantes.
—Tercero
izquierdo —dije ya más calmado, con el corazón tamborileando bajo mi pecho.
De vuelta a
casa revisé con mayor detenimiento los libros, pensando ilusamente que habría
alguna fotografía o algún dato adicional en ellos que me permitiera identificar
a este hombre que empezaba a parecerme más usurpador de mi lugar que yo del
suyo: otros tres libros tenían el sello de la librería al cabo de la calle
valenciana (ahí donde nunca faltaban putas desde las seis de la tarde y aun en
la sofocante canícula mediterránea); sus anotaciones iban siempre en relación
con el texto; sus subrayados eran lógicos y predecibles. En suma, nada podía
sacarse de ahí que permitiera identificarlo, pero sí conocerlo, pues sus
comentarios reflejaban el pensamiento de quien se tomó demasiado en serio su
papel de enseñante, al punto de haber investigado lo que otros decían sobre el
presunto arte de transmitir conocimientos. 'Pobre hombre', me dije, 'haberle
dado crédito a estos cretinos que se ganaron la vida diciendo cómo hacer el
trabajo que él ya hacía, qué desgracia, qué ingenuidad la suya'. Yo era todo lo
opuesto a él, sin duda, pues sabía que los estudiantes eran todos una banda de
imbéciles y desalmados, quizá por culpa de su edad, tanto da, lo cierto es que
todo intento de aplicarles metodologías de aprendizaje y categorías de análisis
estaba destinado a fracasar, por necio, por irreal, por absurdo.
Me puse de pie
y al darme la vuelta tiré una de las columnas de libros al suelo. Saltó
entonces una tarjeta amarillenta que, al parecer, nunca fue enviada. Estaba
fechada en el remoto septiembre del ochenta y ocho, dirigida a una tal Eduarda
Michel, firmada por el profesor en cuestión. "No dudes en venir. Te
espero", decía escuetamente para luego proporcionar la dirección:
"Juan Manuel 202, frente al cine Cuauhtémoc". ¿Seguiría viviendo ahí
tantos años después? No perdía nada con tomar el auto e ir hasta Guadalajara,
una hora como mucho, tal vez menos porque ya es tarde y el tráfico ha
disminuido. Tengo que ir. Tengo que averiguar quién es este hombre que dijo
haber vivido en mi propio piso de Valencia mientras yo vivía ahí, bien es
verdad que pasando casi todo el día en la universidad y saliendo por las noches
hasta el Turia, sorteando putas, toxicómanos y tiradores; usando la bañera para
tomar duchas y la cocina para preparar pastas con salsas prefabricadas;
abjurando de los muebles antiguos que el dueño había dejado ahí desde fines del
franquismo y de su colección de libros de autores tan castizos como
desconocidos; revolviéndome en la habitación en las largas noches densas de la
canícula mediterránea.
Tuve que
estacionarme a dos cuadras. El centro de la ciudad, aparte de intransitable, es
un gigantesco almacén de carros. Me acerco al domicilio y un grupo de gente
está de pie en la puerta. Apenas veo sus rostros compungidos y comprendo que he
llegado demasiado tarde. Me abro paso entre los dolientes, subo escaleras, me
encuentro de pronto con un salón abarrotado, sobre todo de mujeres, en duelo.
Ahí están las coronas ("la universidad se une a la pena...",
"los estudiantes del tercer año de ingeniería lamentamos..."), cuatro
cirios descomunales (uno de ellos apagado), una cafetera en un rincón de la que
no dejan de ocuparse afanosamente un par de ancianas. Y el féretro abierto por
la mitad, con un cristal transparente, casi brillante. Puedo asomarme y mi
primer impulso es hacerlo, pero luego me viene a la memoria mi bisoño compañero
de cubículo, mismo que fue del que ahora está amortajado y en un ataúd,
perorando con estulticia sobre el morbo. Entonces alguien me toma por el brazo
y me aparta.
Es una mujer.
Es su viuda. Me dice:
—Es muy gentil
de su parte haber venido. Qué bueno que lo ha hecho. Le estaba esperando para
entregarle esto.
Es tanta mi
estupefacción que no puedo articular palabra. Con los ojos muy abiertos, extiendo
las manos.
—Dejó esta
carta para Usted. Sé que no tuvimos el gusto de conocernos, pero él me habló
mucho de Usted, de los años de Valencia, me mostró sus fotos juntos...
—Le agradezco—
digo con la voz entrecortada.
Salgo de ahí
confundido. Me subo al auto y tardo unos momentos en
decidirme a encender la marcha y avanzar. Ya en casa miro la carta sin abrirla,
sobrecogido, espantado. ¿Dónde dejé los cerillos?
5 comentarios:
No te burles de los libros de un muerto que yo también me he beneficiado de la rapiña. Y además lo mismo podrían alegar quienes se han quedado con nuestros libros.
¿Pero quiénes se han quedado con nuestros libros? ¿Más muertos? Esto empieza a parecerse sospechosamente a 'Negra espalda de mugre', jajajajajaja...
Con los míos el recolector de la basura. Y por cierto se veía más limpio que yo, seguramente lo estaba.
Creo que en el ITESO están donando tus libros:
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Estimados Todos.
Esperando se encuentren bien, aprovecho para saludarlos y comentarles que tenemos varios libros en donación, los tendremos en la sala de juntas del edificio J.
Pueden pasar, estará abierto todo el día de hoy.
Esperando sean de su agrado.
JAJAJAJAJAJAJAJA... ¡Esto es aterrador! ¿Ya fuiste? Deberías apartarme algún título ignaciano...
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