Él no supo
decirme cómo era y a los pocos días se fue. Para siempre. Alegó la enfermedad
de una tía o el accidente de un amigo cercano, ya no lo recuerdo con claridad.
Lo cierto es que se marchó y fue inútil insistirle en que hiciera memoria y se
esforzara en explicarme quién pudo buscarme en horas tan tempranas de la mañana.
Nunca fue pródigo en palabras y tiempo hubo en que aprecié su discreción como
la cualidad más importante de un asistente cercano. Pero no esta vez: quería
que hablara, que abundara, que no se cortara ni un ápice e incluyera en su discurso
sus propias dudas, sus atrevimientos, sus exageraciones, cualquier cosa que me
ayudara a identificar al desconocido.
Éste llegó un
jueves, justo cuando yo había salido al parque a caminar —entre siete y ocho,
calculé— y no se refirió a mí por mi nombre, sino como "el señor alto del
carro". El asistente dijo antes de marcharse (poniendo fin a tres años de
vivir bajo el mismo techo y comer los mismos alimentos) que aquel vestía camisa
a cuadros, pantalón de mezclilla azul pálido, que no vio sus zapatos, que era
muy joven, tal vez unos veinte años, que parecía tener prisa por llegar a algún
lado, que llevaba un copete descomunal. Le obligué a repasar todo: el brevísimo
diálogo, las circunstancias en que le sorprendió el timbre —estaba en el baño— y
las fotografías de algunos de los que yo sospechaba. Sin resultado. No se
parecía a nadie. No lo asociaba con nada. Y el asistente, parco de palabras,
claro, no pidió su nombre ni dio el mío, aunque cometió el gravísimo error de
decirle que no estaba ahí, dando por sentado que ahí vivía "el señor alto
del carro". Menudo imbécil.
Me pregunto si
no ha sido la tremenda zurra que le propiné con motivo de su indiscreción, la causa
verdadera de su partida. Merecida la tenía, sobra decirlo, estas cosas son
delicadas. Hay inseguridad. Hay miedo. Nadie sabe lo que debe hasta que se le
acusa de lo que sea, cierto o falso, eso es irrelevante, porque entonces inicia
un proceso de contaminación que alcanza a quien se ponga en la mira. Y yo no
deseo malos encuentros ni malos contactos ni que el pasado vuelva ni el
presente materialice espantos. Estoy viejo, tengo derecho a que se me deje en
paz. Derecho, por supuesto, en un país sin ley. Menudo imbécil.
Por si acaso,
he espiado desde la ventana los movimientos de la calle, especialmente desde
que el palurdo aquel decidió dar por terminado nuestro trato, vaya muchachillo
ingrato, se arrepentirá pronto porque ya nadie mete a su casa ni a parientes
cercanos, por mucha confianza que se tenga, me daba lástima, pobre, sus padres
indios de raza pura, su futuro incierto, aquí al menos fregaba pisos, se hacía
de algo de dinero, accedía a alguna educación porque jamás le impedí que tomara
mis libros. Pero se ha ido y ahora estoy solo espiando la calle, como un
pendejo cualquiera, admito que es ridículo, pero no logro quitarme de la cabeza
la sombra de ese desconocido en el zaguán golpeando a la puerta (¿o había usado
el timbre?) y haciendo preguntas extrañas en hora tan impropia. Nadie busca a
alguien a esas horas de la mañana si no es urgente. ¿Lo era? ¿Por qué no ha
vuelto entonces? Ahora que recuerdo —y si hemos de creer al asistente— esas
fueron sus últimas palabras: "Yo lo busco más tarde". Qué horrible amenaza.
Pero no volvió
ese día. Ni al siguiente. Ni el día en que se fue el asistente. Ni en la semana
de espantosa angustia que le siguió y en el que me sobresaltaron el vendedor de
agua y el cartero con el cheque de la pensión, unos niños que querían agua del
jardín y los predicadores de la Atalaya, a quienes dejé pasar y aun prolongué
en su trato sólo por la necesidad de hablar con alguien luego de tantos días
sin abrir la boca, encerrado, habiendo suspendido mis caminatas matutinas en la
esperanza de que el desconocido apareciera. Pero no lo hizo. No ha ocurrido. Y
empiezo a temer que aparezcan anónimos o alguien decida jugarme la espantosa
broma de llamar por las noches (he apagado pues el celular, también las luces desde
temprano) y me he refugiado en el cuarto de atrás, mejor no mirar la calle, me
he dicho. 'Mejor no mirar', resumo.
Alguna vez,
hace años, me despertó una pelea en la madrugada. Creí entrever a un vecino que
corría con un bat y luego escuché un alarido, el sonido de una voz apagada y
urgente, al final ese golpe seco de la madera cuando cae saltando por el suelo.
Esta madrugada he soñado con ese episodio lejano y he despertado bañado en
sudor. He andado desde el cuarto de atrás hasta la ventana del salón para
asomarme por entre las cortinas. Hay un silencio sólido y difícil. Las sombras
de los árboles están quietas. No hay viento. Las obscuridades están en su
sitio. Me sobresalta el motor de la nevera que arranca a mis espaldas.
He hecho
algunas llamadas, por supuesto, creyendo saber quién era el desconocido (no
había muchas opciones): todas han fallado. He querido llamar entonces a mi ex-asistente
(muchas, muchísimas veces), pero su número aparecía apagado y luego una
grabación me informaba que no existía. Y es probable que ya no exista, ni el
número ni el asistente, es probable que él esté coludido con esto que se
desarrolla tras bambalinas, esto que siento escurrirse como un río obscuro por
detrás de mi vida para perderme y cuya motivación, cuyo rostro mismo se me
niega. Pero yo lo siento: me rodean, no sé quién, no sé cuántos, pero el cerco
se estrecha. Si tan sólo pudiera ubicar a mi ex-asistente, le doblaría el
sueldo para que hiciera labores de detective y ubicara al desconocido, bien visto
es persona leal que no vacilaría en disparar un arma contra quien quiera
agredirme, ya lo creo, qué importa si el sueldo lo merece o no, lleva la
fidelidad en la raza, sólo necesitaría orientación, yo sería el cerebro, él mis
ojos y mis pies, quizá el dedo en el gatillo.
Estoy enfermo.
Respiro mal, me duele el cuerpo, la comida me da asco. El pan magro es lo único
que tolero en estos momentos y al ir a la tienda a por él algo ha ocurrido.
Nunca he intimado con los vecinos. Nunca con el tendero. Mi asistente —leal o
no— era lo único que tenía. Parco de palabras, ya lo digo. Era él quien hacía
las compras. Ahora soy yo. Y por eso tengo frente a mí a este hombre a quien me
ha dado la gana preguntar si ha observado algo raro en mi casa, si no ha visto
a alguien llegar a buscarme que le parezca sospechoso. El hombre hace ademán de
hacer memoria, titubea y luego exclama que sí, que efectivamente ha visto a
algún muchacho por ahí, mirar la casa pausadamente, sin objeto, continuar luego
su camino, pero habiendo mirado la casa. ¿Era mi casa? Sin duda, era mi casa.
Regreso con el pan, pálido. Al entrar comprendo que debo cambiar las chapas
cuanto antes.
Ya con las
chapas nuevas, echo doble llave. He puesto otra en la habitación de atrás y también
me encierro. Apenas voy a sentarme en el sillón, me falla el cálculo y doy con
las nalgas en el suelo. Menudo imbécil. Trato de levantarme y un dolor
espantoso me lo impide. Debo tener la cadera rota, porque no logro ponerme de
pie. Estoy jodido. Intento arrastrarme hacia la puerta y luego de conseguirlo
no encuentro las llaves. Se habrán caído cuando me fui al suelo. Vuelvo al
sitio —a rastras— y no veo nada, meto las manos bajo el sillón y nada. Quizá
están más al fondo, me digo, hay que moverlo. Trato de empujarlo y el dolor me
hace gritar. ¿Qué va a pasar, rediós? Recuerdo que debo calmarme, que no pasa
nada (aunque pase). Me quedo dormido.
Despierto. Vuelvo
a intentarlo. Ahí están las llaves. Cuando recupero la respiración, me arrastro
hasta la puerta y pruebo. Son demasiado duras, no parecen querer girar. Quizá
no es la correcta, quizá es la de la puerta de afuera. Vuelvo a intentar y
aunque entra perfectamente en la cerradura, la llave no gira. Intento sacarla,
pero está atascada. Intento girar nuevamente, pero mi peso troza la llave y me
quedo con un pedazo de metal (dos, más exactamente) entre las manos.
Alguien
timbra. Son las siete y cuarenta y cinco de la mañana.
Empiezo a
gritar.
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