domingo, diciembre 08, 2013

Down

A la vuelta del Manes, una noche helada de principios de diciembre —viernes que se hizo sábado a orillas del Vltava en compañía de Lenka, Dana y Aníčka— recién abría mi departamento con inseguridad alcohólica y el cuello de la camisa lleno de labial, cuando vi la luz roja del contestador parpadeando en el fondo de salón. Me sonreí pensando en que tal vez era Aníčka, que se había dejado la bufanda en el carro y ahora estaría camino del Futurum sin nada que le cubriera la garganta, lo que en una checa nativa no sería intolerable —apenas un grado bajo cero, una ridiculez— pero que en una cantante profesional de veintidós años no podía consentirse sin riesgo de perder dinero por desafinada o, todavía peor, por afónica.
Pulsé el botón, y mientras cerraba las pesadas cortinas cafés del ventanal, desgastadas como los pantalones de lana que tenía de niño y que picaban las piernas de forma insoportable, escuché la temblorosa voz de un hombre. Al principio no lo reconocí: quizá por eso me resultó muy inquietante que utilizara mi nombre, que titubeara como quien se prepara a dar una mala noticia. 'Ha llegado', pensé dramáticamente como quien lleva años esperando la llamada que ha de despertarlo a una realidad espantosa. Ya era mucho tiempo lejos de casa, del país, lejos de mis separados padres y de mi hermana repleta de hijos, de los amigos que fueron y dejaron de serlo, del amor incluso, que nunca fue. Era natural que algún día levantara la bocina o apretara el botón del contestador y saltara la noticia: se ha muerto, se ha ido, con este ya no cuentes porque ya no es más y hay que darlo de baja enseguida, de la agenda y la memoria, ponerlo en la otra lista, actualizar. Pero el hombre había reanudado su inseguro discurso y no anunciaba muerte alguna: era mi padre.
No había hablado con él en muchos años, muchos más que los transcurridos desde mi última y —quiero creer— definitiva vuelta a Europa. De vez en cuando hacía llamadas como esta, dejaba un mensaje inocuo donde hablaba de su salud, del clima en California, se abstenía de hablar de la familia con la que vivía, de su mujer quince años menor que él (quién sabe si se heredarán las proclividades, pero esa era la misma diferencia de edades entre mis amigas del Manes y yo), luego colgaba pidiendo que me cuidara y le llamara, que le gustaría escucharme. O simplemente diciéndome que me quería, una afirmación que encontraba vergonzosa e incongruente con el manifiesto desinterés con que me trató mientras crecía, cuando aun de vez en cuando pasaba por la casa y hasta llegaba a aguantar temporadas enteras con mi madre y mi hermana.
Me explicaba su actitud como un asunto de culpa simple y vulgar. No le llamaría. Ni hoy ni nunca. Ni en su funeral. Ni siquiera por odio o por alguna omisión de su parte (que las hubo, por supuesto), sino porque sería tan imbécil como llamar ahora a la empleada del buffet chino de la calle Spalená para preguntarle cómo se encuentra y decirle que se cuide. Y aun esta desconocida no lo es tanto, vistos nuestro regular trato, la coincidencia de nuestra condición de extranjeros (ella es ucraniana) y la cortesía con que me ha atendido siempre. No, no es un buen ejemplo. Quizá como si le llamara a mi casero. Eso es: mi casero, qué estupidez.
La luz roja dejó de parpadear, las copas se me subieron a la cabeza de repente y me sentí poseído de un ánimo obscuro, cenizo, como si no hubiera estado toda la noche riendo y bailando salsa con las checas, como si no hubiese alcanzado a Lenka en el baño de mujeres para que me diera una estupenda mamada y luego hiciera lo mismo con Aníčka, a la que le asiste el derecho de antigüedad por haber sido la primera. Dana no me gusta; creo que lo sabe. Me eché en el sillón bajo el viejo retrato de Václav Havel, miré el celular y pasé los dedos por la pantalla yendo de un nombre a otro entre perfiles de Facebook. Cuando menos lo pensé ya estaba mirando las fotos de la señora de mi padre.
Parece que corta el cabello, que aprende rápido, que vive instalada en el estrato más vulgar asignado a los inmigrantes sudamericanos que viven el american way of life. Es trabajadora, como no se puede ser de otro modo en aquel país robusto y de sonrisas Colgate. Las fotos más recientes son las de una casa amplia en las colinas que separan el valle de San José de la costa. La casa ha sido decorada con ánimo sincrético: una inmensa virgen de Guadalupe en cantera, sillones blancos de piel, retratos enormes de ella con mi padre enmarcados en hierro y rematados por un moño rojo, recámaras de color pastel. ¿Es envidia lo que siento? ¿Es el alcohol lo que me hace experimentar repugnancia? ¿No se supone que esta gente me es completamente indiferente?
Me puse de pie y abrí la nevera. Contra el asco beodo que sentía, me receté una cerveza. Contrario a mis hábitos europeos, la bebí directamente de la botella. Recordé entonces —ahí, de pie en la estrecha cocina y escuchando el motor del refrigerador ponerse en marcha— que una vez, antes de que cerrara su cuenta, mi medio hermano, el hijo de esta mujer, intercambió algunos mensajes conmigo. Por supuesto no tardé en compartir un comentario mordaz sobre mi padre. Él no me censuró, pero aclaró que no compartía mis juicios y que ese hombre le había enseñado mucho en la vida. 'Es paradójico', pensé, 'porque yo no recuerdo que ese hombre me haya enseñado nada'.
O quizá sí, dije casi en voz alta luego de beberme media cerveza, quizá sí me enseñó algo o quiso enseñarme. 'Sujétala bien', me dijo al ponerme su revólver treinta y ocho en mis enclenques manos cuando tenía trece, 'porque golpea en cuanto dispares, ¿eh?'. Disparé. Tiré la pistola y caí de nalgas en el suelo. Mi padre recogió el arma, me lanzó una mirada de reprobación y se fue, dejándome ahí en el patio con la sensación de haber sido un imbécil. Entonces sonó el celular.
Era Dana. Me preguntaba si podía pasarse por mi departamento, que había decidido salirse del Futurum y caminaba como loca hacia Střahov cuando se acordó de mí. Que no quería pasar la noche sola —eran las cuatro y media de la mañana— y que ella me enseñaría los prodigios que sabía hacer con la garganta. Creí entenderle mal: 'Querrás decir con la boca'. 'No, ya verás', me replicó: 'con la garganta'. Me excité y casi de inmediato pensé en que no volvería a casarme nunca. Me pregunté si mi fracaso con Adriana no habría sido también una herencia paterna, algo así como la reescritura de su fracaso con mi madre. Al principio me sonreí descartándola como a una idea de borracho: ¿cómo iba a ser así si ellos eran una pareja vulgar y Adriana y yo fuimos tan profundos y brillantes, tan superiores aun en nuestra separación? Pero luego pensé en que había paralelismos inquietantes, en el hecho de que nuestras relaciones de casi veinte años fueron una suma de temporadas juntos y largos períodos separados, que mi padre trashumaba bajo el pretexto de buscar trabajo en los Estados Unidos y yo bajo el pretexto de estudiar en Europa.
Y aquí estaba yo conforme a mis deseos, con aquella primera relación de tantos años rota, en un departamento mal iluminado de Barrandov, sin mucha comida en la nevera, libre, sí, escuchando de nuevo el mensaje de mi padre que en cambio había sustituido a su primera mujer por otra, que dormía acompañado en esa nueva casa decorada con gusto de prostíbulo en las colinas de California. 'Debo llamarle', pensé.
Al otro lado del océano descolgaron el auricular como si hubiesen estado pegados al teléfono. 'Diga', dijo mi padre con una firmeza inexistente en la voz del contestador. 'No te perdono', le espeté sin introducciones, 'porque el mal de tu ausencia quizá haya sido lo único que hiciste bien: aprende a vivir con eso'. Y cuando él balbucía algo —creo que mi nombre— le interrumpí: 'No me uses para comprar tu tranquilidad. Cuando yo tenga preguntas que hacerte, te llamaré. De momento no las tengo'. Y colgué.
Me quedé pensando en lo jodido que estaba todo: si intentaba ponerlo en su sitio me sentía ridículo; si intentaba reanudar el trato, impostado; si suspenderlo definitivamente, teatral; si aceptar sus llamadas con naturalidad, fatuo, vacío. Quizá —usando mis propias palabras— yo también tendría que 'aprender a vivir con eso'.
Sonó el timbre.
Dana puede ayudar. Aunque no me guste.