Llega el día
en que ensayamos la muerte. Algunos dirán que es mejor como preparación, para
ponderar y estar advertidos, otros preferirán el golpe directo. Ya dentro he
tenido demasiado tiempo para pensar —sólo un ensayo, decía, la cabeza aun
entera y el dolor a raya— y aunque algunas cosas me parecen claras, no daría
demasiado crédito a los pensamientos (si no ocurrencias, si no meros desvaríos)
que se producen en este cautiverio. Porque las sociedades se organizan y nos
apartan, para sanarnos desde luego, pero también para no fastidiar la fiesta
contemporánea, la mayor de cuantas ha tenido la humanidad, quizá la última.
[Pausa]
Ambos me miran
con atención no exenta de azoro. Hay confianza: después de todo esto es un ensayo.
Me atraviesan las agujas, ponen y quitan líquidos de mi cuerpo, se espera el
momento. Ellos siguen mirando, pero no de la misma manera. Ella palia, él
forcejea, quizá ambos lidian así con los mismos pendientes, quizá pudieran
sentarse a conversar —hay demasiado tiempo— y entenderse, salir transfigurados
de su pasado común y su presente que los ha distanciado. Pero la ocasión no es
propicia porque, contrario a lo que se dice, el dolor, la enfermedad o la
muerte no borran diferencias ni agravios: los entierran o posponen; los
relativizan, pero no los resuelven. Y en todo caso no seré yo —no quiero serlo—
el pretexto de un adormecimiento general que traiga una paz estúpida a mi
familia. Es hora de la cirugía.
[Pausa]
Desorientación,
por supuesto. Escucho que pasará pronto. Ella me acomoda la almohada, él me
pasa una mano fría por la frente. Duermo.
[Pausa]
El pabellón
tiene cincuenta y ocho camas. Una luz blanquecina y un permanente ruido de
máquinas y personas obligan a una alienación mayor de la que ya produjo mi
separación (¿hace cuánto?) del mundo de los vivos. La mujer de enfrente está
conectada a un respirador. La custodian rostros preocupados. Ella no ensaya. Duermo.
[Pausa]
Nos fatigamos
todos, aunque no de la misma manera. Yo estoy aturdida, yendo del dolor al
sopor y viceversa: he de mejorar. Ella está agotada físicamente, pero las
circunstancias le dan tal certidumbre de metas, tal asequibilidad de logro, que
todo lo demás —el mundo de los vivos del que me trae noticias— queda
suspendido. Él no encuentra su sitio, no tanto en lo intelectual donde siempre hace
opiniones, sino en su corazón incapaz de acomodarse a un sentimiento puro,
invariante y simple. Son mis hijos. Comprendo con pesar que hemos fallado. Han
acercado un biombo blanco a la cama de enfrente y el pabellón se llena de pisadas
nerviosas y sollozos.
[Pausa]
Si la genética
es de alguna utilidad, somos una familia de seres decepcionados: del trabajo y la
amistad, de la pareja o la familia, también de dios. A diferencia de él que dice
ser ateo o de ella que se dice creyente, yo no sé en qué creo. Esta tarde se
han pasado por el pabellón los voluntarios a tocar música religiosa por la
cercanía de la Navidad. En el rostro de los muchos jóvenes y ancianas del grupo
leía un júbilo al que se oponía un escepticismo inaceptable y contra el cuál luchaba
aplaudiendo. ¿Quién soy yo? 'La que quiere creer', me digo. ¿Y qué lo impide?
Lo mismo que nos hace una familia decepcionada: la soberbia.
[Pausa]
Ya puedo comer
de nuevo. Ellos siguen turnando sus visitas y procuran no coincidir demasiado:
no allá afuera, no aquí dentro. Funcionan, aunque no sean felices, ni de la
forma que ampara la ignorancia ni de la que supuestamente da una consciencia
superior. El mundo es mezcla, me digo, ya están advertidos: un día no habrá más
ensayos. ¿Cómo esperar que entonces hayan encontrado firmeza las verdades y
afectos provisionales? ¿Cómo esperar la felicidad si no es a fuerza de
violentar la mezcla del mundo? ¿Y la soberbia?
Me han
retirado ya las agujas y esperamos el alta. Entretanto, una monja me explica que
el dolor echa por tierra el engreimiento y la vanidad. Hago una pausa,
mirándola a los ojos con gravedad. Luego, sin contenerme, me río a carcajadas,
doliéndome de la herida.
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