miércoles, abril 29, 2015

Does it hurt to die?

'Does it hurt to die?'
'Animals don't find it hard to die. Perhaps we should take our lesson from them. Perhaps that is why they are with us here on earth - to show us that living and dying are not as hard as we think'
The Master of Petersburg, J.M. Coetzee

El Chimpancé Amaestrado, por indicaciones suyas, se detuvo casi bajo el puente del periférico sobre la carretera a Chapala —un tráfico apretado a media tarde del sábado, casi tantos vehículos pesados como automóviles— y el Crío, que esperaba ahí desde hacía pocos minutos, subió al asiento trasero donde, contra su costumbre, estiró las piernas con despreocupación. Algunos meses de no ver ni a uno ni al otro ni de respirar este aire ligero y contaminado del Valle de Atemajac, le hacían celebrar la coincidencia con una conversación atropellada y burlona mientras valoraba las calles y los cuerpos jóvenes que fantaseaba llevarse a la cama alguna de estas noches. Como el vuelo había llegado poco después de las tres, dando apenas tiempo para que el Chimpancé Amaestrado pasara a recogerlo al aeropuerto desde la tienda del Agua Azul y luego juntos pasaran por el Crío que apenas salía de la fábrica del Salto, todos tenían hambre, pero cedían a su voluntad de esperar hasta llegar a las carnes en su jugo de Plan de San Luis. "Las mejores de la ciudad", insistía.
—Bueno ¿y ya se divorció?
—No Miguelito, todo sigue igual, la niña, mi mujer, todo. Ellas van a su aire y yo al mío, como a la zaga. Nada avanza ni retrocede. Ya es ganancia que haya podido apartar los pensamientos suicidas, ¿no te parece?
—¿Lo ve Crío? ¿a este tipo de vida es al que aspira? Salga ya de esa maldita fábrica y huyamos para siempre.
—¿Cree que es lo indicado?
—Por supuesto. Después de todo no vamos a ser felices.
Y el Crío se descojonaba de risa mientras el Chimpancé Amaestrado lo imitaba: éste de cuarenta, aquel de veinticuatro; "mi tiempo no ha llegado aún" al lado de "mi tiempo ha pasado ya"; parecidos pese a todo en su bondad y paciencia, en la extraordinaria calidad de sus oídos y su a veces irritante conformidad para con las circunstancias que los envolvían; hombres justos a los que violentaba la destemplanza de los más precipitados que ahora son la regla y el estilo del mundo, hombres buenos en medio de depredadores ciegos e insaciables; y pese a todo también capaces de vuelcos inesperados cuando algo les excitaba o divertía. '¿Por qué si no me habría acompañado el Crío hasta Sonora apenas cumplir los veinte? ¿Por qué el Chimpancé no me siguió en ese camino cuando su tiempo no había pasado aún? Si nadie es profeta en su tierra, tampoco lo es entre sus contemporáneos'. Con el semáforo en rojo y los ambulantes vendiendo papas fritas sobre la avenida R. Michel, continúa el Chimpancé Amaestrado:
—Pero tú qué pedo, pues, Miguelito Bernal, ¿eres feliz o qué chingados?
—¿Usted qué dice Crío? ¿Soy feliz?
—No.
Y apenas decirlo le brillan los ojos detrás de las gafas y vuelve con su carga de risas a inundar la cabina del carro. '¿Cuándo nos hicimos cómplices a tal punto? ¿cómo puede contagiarme de optimismo esta risa joven que se burla de la fatalidad?' 
—Efectivamente, no soy feliz —dice con una sonrisa —¿Cómo podría serlo? No te digo que esté como la canción de la zarzamora, llora que llora por los rincones, por supuesto que no. Disfruto de cosas y de momentos, pero el contexto general es de batallas perdidas, de cotas insuperables... No me ha ido mal, ya lo sabe, ni en lo personal ni en lo profesional, pero hay lo que los ingleses llaman shortcomings... Y ¿sabe qué? No importa. 
—¿Cree que Harry Puto importa?
—¿Dónde andará ese pendejo ahorita?
—Según me dijeron demandó a la escuela y no sé qué tanta madre, ¿cree que por abusos deshonestos?
—¿Quién es Harry Puto? —pregunta el Chimpancé Amaestrado mientras se sobrecalienta el motor sobre Circunvalación. Las carnes no quedan lejos, pero todos sienten ya una especie de agujero en el estómago que, sin embargo, no les impide seguir soltando carcajadas.
—Un pendejo al que le di clases, maricón no asumido, ya sabe, es lo malo de vivir en rancherías que se hacen pasar por ciudades: la gente se siente muy moderna por una calle pavimentada o una tienda con ropa de colores chillones, mientras todo sigue sumido en la bigotería más rancia y hedionda a la hora de ejercer las libertades...
—¿Bigotería?
Bigotry pues, obscurantismo, intolerancia, me gusta más la palabra angloparlada.
—Pues yo a veces quisiera regresarme a Santa Teresa —interviene el Crío mientras se estacionan frente al restaurante y salen con dificultad (el Chimpancé Amaestrado ha aparcado muy cerca de otros carros y deben escurrirse para salir).
—Un paso hacia atrás. Bien. Usted no quiere regresar a Santa Teresa, Crío, ni hacer estudios de posgrado como me dijo hace poco. Lo que quiere es huir de esta mierda, de las mañanas cabeceando en la ruta tres ochenta, de los perros atropellados que se inflan hasta reventar en las orillas del periférico, del ruido y la mierda del Salto, de la vulgaridad hecha producción y estándares ISO nueve mil... 
—Ya no hay tres ochenta. Llevo un mes viviendo prácticamente al lado de la planta. 
—Eso fue muy valiente de su parte. Ni modo de seguir viviendo con su hermana y su cuñado, por dios, qué locura. Pero aun así, quiere huir.
—¿Y cuál es la alternativa?
—Vamos a comer.

[...]

Sus suegros tienen la tarjeta de circulación del carro y hay que ir por ella; el Crío le acompaña, pero el Chimpancé Amaestrado se despide en el suyo rumbo a Huentitán.
—¿Vio a la puta de treinta y tantos? ¿o eran cuarenta?
—Tiene treinta y ocho, uno menos que Usted. Sí, la vi una vez más. Fue muy satisfactorio.
—Pero qué Crío tan putañero, no puedes gastar tanto en sexo.
Se ríen mientras esquivan los múltiples hoyos y desviaciones en que tienen convertida la ciudad las empresas constructoras coludidas con los gobiernos. 
—Y pasó algo asqueroso. 
—¿Aparte de lo de la tipa que lo dejó planteado?
—Sí, aparte. Con la loca esa de producción que me estaba chingue y chingue por teléfono.
—¿Volvió a caer?
—Pero con trampas: primero una amiga suya me mandó mensajes de que quería verme y que quería conmigo y demás, luego me mandó un mensaje diciendo "¿y qué dirías si la persona con la que salías estuviera leyendo todo lo que me estás mandando?"
—No mames, ¿qué es esto? ¿una puta primaria? Eso le pasa por meterse con gente de la chaparra. ¡No se junte con la chusma!
Se ríen de nuevo, con fuerza.
—Eso no es todo. Accedí a verme con ellas en casa de la amiga. Ésta nos dejó solos en su cuarto y la tipa esta se me lanzó de pronto. Tuve que cogérmela.
La risa no lo deja ver un tope por el que pasan dando un gran salto; ambos se encogen para no pegar en el techo, pero aun así se llevan un buen coscorrón.
—¡Puta madre, cabrón! ¿Pudo por lo menos decirle que estaba harto del acoso? Digo, aparte de cogérsela.
—Sí. Y me prometió que no volvería a mandarme montones de mensajes.
—¿Hace cuánto fue?
—Una semana y media.
—¿Cumplió?
—Sí, me sorprendió que ya no me mandara nada, pero ha cumplido. Y pese a todo me inquieta.
—Le comprendo. Hay gente a la que uno conoce y sabe que puede cogerse, pero también percibe (el cerebro no es nada estúpido) que hay peligro. Se huele. Parecen tener un letrero colgado de la frente o de esa mirada desencajada y delirante que dice "problemas".
—Sí, sí, exactamente eso.
—¿Tiene una foto de ella?
—No. Pero es horrible. ¿Me va a presentar a la víctima de hoy?
—No: también es horrible. Volverá a casa en taxi.
Llegan a su destino donde los reciben los papás del Pollo. Mirándolos darse la mano (nunca antes se habían conocido) no puede evitar comparar el cuerpo robusto y joven del Crío con los encorvados de Doña Chuy y Don Federico. "Mi tiempo no ha llegado aún", se repite para sus adentros.

[...]  

Tocan a la puerta en el Reino de Miraflores. El Crío lleva todavía su pantalón oscuro, sus botas negras con casquillo y suela antiestática, su camiseta blanca y el pelo tieso como de quien ha decidido no bañarse el fin de semana.
—¿Ya tiene hambre?
—No. ¿Qué comeremos?
—Están los empanizados que preparó mi madre. Es comida sana, hay que joderse.
—Bueno...
—Da tiempo a acomodar los libros, venga.
Sobre el escritorio de la pequeña biblioteca están los libros que leyó últimamente: el Museo de la Inocencia de Pamuk, Tristes tropiques de Levy-Strauss, Underground de Murakami. 
—Qué dulce este libro de Pamuk, Crío. Como no lee Usted y los libros que intentó leer se los comieron las termitas...
—Nomás lo mordisquearon, sí lo leí.
—Bueno, como sea, como lee poco, digamos, tendré que contarle de libros en vez de dárselos para ser pasto de animales.
Se ríen y él continúa.
—Este libro es el que estaba terminando de leer cuando tuve que dormir a Peggy, vaya eufemismo para la eutanasia, para matar. Mis vacaciones de invierno estuvieron bien, ¿se acuerda? Nos vimos y todo y empecé el año optimista, pero apenas volví al trabajo y en una semana ya vivía instalado en la inquietud y la paranoia, puta madre.
—¿Como los fines de semana en Santa Teresa?
—Ándale, así: hombros tiesos y temores por ningún motivo. Entonces Peggy tuvo primero diarrea, luego dejó de comer y el cáncer en su boca, que al principio parecía sólo una infección, volvió para ya no remitir. No estaba sufriendo dolores, por fortuna, pero no íbamos a esperarnos a que eso ocurriera. Que un animal así, que siempre fue tan vivo y con tan buen apetito, dejara de comer al punto de rechazar hasta papillas, era ya señal suficiente para decir "basta"...
—Pobre Ferrnández, pisó fuerte como era de preverse.
—Lo lamenté mucho y todavía hoy me acuerdo con dolor de haberla sacado a pasear a la laguna ese domingo, haberla llevado luego al veterinario y tener mi mano apoyada en su pecho cuando su corazón dejó de latir poco antes del mediodía. Luego comprar la maceta en que habíamos de enterrarla, la tierra, la bugambilia, todo en medio del llanto mío y de Arturo... me acuerdo de cómo un montoncito de tierra le cayó sobre la nariz, sobre esa nariz que tanto me gustaba hacer estornudar.
—Pito. Pero como Usted dice era algo que tenían que hacer. Si esperaban hubiera sido peor para ella. ¿Y cómo es la perra nueva?
—No logro encajar con ella: muerde por todo, está cachorra todavía, pero no parece que vaya a ser de mejores luces que Peggy. Quizá por raza es más idiota.
Se ríen a sus anchas para disipar la densidad del tema y cambian a asuntos sexuales, pues la visita a Guadalajara es para él un desahogo de cama y no sólo una visita a los contados amigos y a la familia. El Crío lo sabe y le da la cuerda mínima para tirarlo de la lengua y hacerlo entrar en detalles, no sólo por sano morbo, sino también porque hace tiempo que sabe que una vida no da para vivir todas las experiencias y hay que echar mano de otras para completarla. Y de literatura. Y de conversaciones. Y aderezarlas de risa y restarles de ser posible cuanto tengan de solemnidad.
—¿Cree que hoy follará de nuevo?
—Eso es difícil de saber, Crío —apenas cinco libros por acomodar, seis a lo mucho, pero nunca pierde la oportunidad de reconsiderar el orden total de la biblioteca y ahora tiene decenas de volúmenes por entre la mesa y el suelo —porque depende de demasiados factores. Puede hablarse de probabilidades, sí, y ahora que lo mencionas me percato de que tengo conocimientos que quizá resulten útiles en una guía o algo así.
—¿Ah sí? ¿como cuáles? ¿cree que podrá escribir el Manual Bernal para cancaneo? ¿cree que será de utilidad a Harry Puto e incluirá casos especiales como el de Jim Kerry?
—Sí, sí, ríete, pero algo hay de eso: la teoría general es demasiado compleja como para dar una fórmula completa porque intervienen factores como: lugar geográfico, época histórica, época del año, día de la semana, horario, población objetivo, etcétera...
—¿Qué perspectivas ve hoy?
—Hoy es domingo. Una apuesta casi segura serían las plazas comerciales en horario de cuatro a ocho, digamos, nueve exagerando. La población objetivo serían estudiantes o trabajadores con vidas normales, que disponen de algunas horas para que les den por culo y salen de caza sin querer esperar a la noche para ello. La noche buena de la semana, encima, es el sábado: es ahí donde ocurre el pico más notable de actividad (no necesariamente sexual, por cierto) y donde las locas salen en masa a invadir las calles: así, la noche de domingo es más de recogimiento o de gente que se quedó con ganas. Que estén ahí puede hacernos suponer, equivocadamente, que podemos pescar en río revuelto con extraordinaria facilidad, pero nada más alejado de la realidad porque hay horarios y la población es heterogénea. Me explico: la gente "normal" de hoy por la tarde es ya gente con objetivos lúdicos entre las nueve y la medianoche: salieron "de antro" y, quizá antes que follar, desean bailar o alcoholizarse. Siguen siendo gente de vida normal la mayoría, pero ya comparten espacio con prostitutos profesionales y drogadictos con falso interés sexual (el verdadero suyo sólo está en las sustancias, desde luego). Eso hace ese horario complicado: pocos quieren renunciar a la fiesta para que un desconocido vaya y los penetre; otros sólo buscan sacarte el dinero. Luego, si uno insiste y pasa al horario tenebroso que va de la medianoche a las cuatro de la mañana o poco antes, sólo queda fauna peligrosa porque los "normales" siguen dentro de las discotecas, machacándose con bailes y bebidas adulteradas. Luego de las cuatro es la salida y entonces hay poco buen juicio y altas posibilidades de anotar, sobre todo si uno fuera, digamos, poco escrupuloso en cuanto a eso de meterse con gente a la que ya se le ha ido media cabeza por culpa del alcohol, el desvelo o las drogas (o todo junto): ese horario me era favorable hace algunos años, pero ahora estoy más viejo y aguanto menos las desveladas; ya no podría ponerme de pie para ir de caza a semejantes horas y sin garantías de éxito, no mames. ¡Y con tanto peligro, encima!
—¿Cree que hay manuales similares para heterosexuales?
—Me gustaría ayudarlo Crío, ya lo creo, pero parece ser que en este terreno (que no es el mío) importa mucho la hipocresía de las formas y, cuando éstas no tienen importancia, es porque estamos con profesionales del talón o con tipas de muy baja ralea: como su madura en el primer caso, como su acosadora en el segundo...
Se retuerce de risa el Crío, acepta que ya tiene hambre cuando él anuncia que ya está todo acomodado en los libreros, y luego de calentar la comida se sientan a la mesa donde él lo ve comer con su habitual lentitud: decidido con los empanizados, tolerante con las zanahorias cocidas, pero debe ayudarlo con las calabazas que desde luego no le resultan simpáticas. Como a un hijo pequeño. Su hijo.
—¿Quiere ir a la Barranca?
—Nunca he ido.
—¿Quiere?
—Sí.
—¿Aunque tenga esas botas y el pantalón?
—Sí, vamos.

[...]

El descenso le machaca las rodillas; las piedras —unas boludas, otras en pico, otras más como rotas a la mitad— le hacen ampollas en los pies. "Está chido", dice el Crío.
—¿O cree que deba decir shilo?
—Fuck shilo.
Sus risas se confunden con los jadeos. Están sudando y llegan con las mejillas coloradas al mirador de enmedio. Se hacen unas fotos con el celular del Crío que él olvida de inmediato.
—¿Qué hay abajo?
—El río de aguas negras y el río verde que se juntan por ahí. Varias veces acampé de aquel lado, tanto abajo como hasta el otro lado, hasta arriba. Hay un caserío que se llama Mazcuala.
—¿Cree que esto es como ir a Talpa?
—Claro. Incluyendo el peregrinaje aunque aquí no haya vírgenes ni santuarios, apenas la capillita de arriba. Pero el camino está lleno de cruces, ya lo ve. Usted mismo, Cruz.
Se ríen. Emprenden el regreso.

[...]

—¿Seguro que no se quiere bañar?
—No, mejor me baño mañana en la mañana.
—Pinche Crío recocido en sus jugos, no mames.
—¿Cree que el Chino aguantaría que le diera a oler crotch en estos momentos?
Ya se ríen como locos recordando aquella vez en que al Chino se le pusieron los ojos rojos dando arcadas de asco por oler lo que no debía.
Ya cambiado, sugiere ir donde las flautas de Chapalita a cenar. El Crío sonríe, encantado con la idea.

[...]

El tráfico sigue siendo intenso. Nada parece detener a esta ciudad desbordada, imposible, tan conocida y amada como insufrible. Las miles de historias que en ella vivió le marean. En medio de las flautas de pollo y res con salsas verdes y rojas, bañadas en crema y con una montaña de queso encima, bebiendo agua de jamaica y horchata, le dice:
—Cómo has crecido, Crío, me sorprende.
—¿Soy más alto? —bromea poniendo otra vez su sonrisa burlona.
—Esa parte falló. Pero ha dado muchos pasos desde aquel bicentenario en el que lo conocí, ¿se acuerda? Ahora puede pagar la cena.
Se ríen ambos de nuevo, pero paga él. Para el postre van a una cafetería cercana donde le deja pagar el pingüino más caro del mundo, según el Crío, porque es apenas más grande que uno de ellos y cuesta ¡cincuenta pesos! Toman café americano y él bromea con las muchachas de la cafetería, al lado de la glorieta de Chapalita. Siempre fue bueno luciéndose con terceros si estaba acompañado de alguien que lo hiciera fuerte: su marido el Pollo, el Chino, su hijo el Crío. Hace un clima delicioso y fresco porque el aire repasa los árboles y viene hasta el establecimiento sobado de ramas y hojas, de pastos y fuentes, de la risa de los niños que aun dan vueltas a la glorieta dando voces y las páginas de libros que ya casi no se pueden leer bajo las farolas. 
Suben de nuevo al auto y llegados al cruce de Niño Obrero y Vallarta, ahí frente al Hotel Camino Real donde tantas veces pasara de niño en auto o en camión, a pie, solo o acompañado, para visitar a sus abuelos, se despide del Crío. Lo abraza con fuerza y lo ve cruzar la avenida para agarrar un taxi del sitio. Él va al centro de cacería.
—A lo mejor me dan el viernes santo y nos vemos. 
—Claro Crío.

[...]

De madrugada vuelve a casa y encuentra un mensaje en el celular.
—¿Triunfó?
'No', responde para sí mismo, sonriendo.