sábado, marzo 26, 2011

Monotemático

Pido disculpas: tengo una gran tentación de escamotear el verdadero tema. Por vergüenza y pudor. Por prudencia. Porque quizá aun no se trate de una historia terminada y todavía sea prematuro sacar conclusiones. Porque me faltará la objetividad y me sobrará la pasión. Porque puedo resultar monótono y cansino como todos los fanáticos. Porque es sábado. Porque obscurece o hay ruidos en la azotea.
Claro que, pese a mis dudas, algo quiero decir. No permaneceré callado. O no enteramente. Sé que, excepción hecha de los adolescentes irredentos, a nadie importan las cuitas de amor ni los pormenores sexuales. No es por ahí entonces. Por su parte, los sentimientos son asunto delicado y conducen a enredos singularísimos en cuyo manglar no cuela la razón. Y dirán justamente que para eso está la poesía y que no importan las rimas cuanto la exploración del lenguaje y sus condensaciones y torceduras. Muy bien, sí, pero tengo ya muchos años alejado de esa orilla y me resulta imposible volver a alcanzarla. Que se quede pues, allá a lo lejos, la poesía: después de todo ella también hubiese sido una forma de prestidigitación tramposa.
Encendamos un cigarrillo para mejorar la concentración, dar gravedad y aspecto cinematográfico al tema. Para que se diga poco -no dura mucho el tabaco encendido- y ese poco sea sustancioso. Para que nos arrebate la palabra inspirada en vez del torrente desorientado y bobo. Calemos un objeto concreto que no comprometa el tema, pero lo ubique: la tierra seca de marzo. Tiempo y lugar simultáneos. O casi. En los caminos polvorientos que preceden a la Semana Santa vuelvo a sentirme ungido y poderoso. Así está mejor, pero el tema, así presentado, tal vez gasta demasiado optimismo y no hace justicia a las sombras abundantes con que está poblado: la desigualdad espiritual, el miedo de raíz psicoanalítica, la enajenación de la que es presa el ciervo cuando su soledad se ve súbitamente interrumpida...
Estoy en vigilia, asombrado de que la primavera vuelva a producirse después de tantos años de asépticos inviernos. Aterrado también -¿quién no lo nota?- de su fragilidad. Son tantos los hielos y tan escaso el fuego que, bueno, no debería desperdiciarlo en esta descripción ociosa. No debería manosear el tema, sino guardar silencio para que se consolide y haga fuerte, para que deje de temer su propia extinción, para que no cause dolor ni se apague su preciosa fosforescencia.
El cigarro se hace humo y termino: la juventud tiembla en el espejo, borrosa.

miércoles, marzo 09, 2011

La resurrección


Había bebido la noche anterior. Hice a un lado el edredón, me levanté buscando las sandalias con los pies, anduve hasta la puerta. La luz de la mañana arrugó mi frente una vez que jalé la perilla apurando la amabilidad de invitarlas a pasar y tomar asiento en el pequeño comedor, mientras me servía un tazón -tal vez inmoderado- de cereal. Les invité algo de beber; lo rechazaron.
Atenta y parsimoniosamente las escuché hablar del reino de Dios, de las promesas de vida eterna, de los riesgos que para el alma suponen el pecado y la incredulidad. Con los minutos, mientras las hojuelas dejaban de ser crujientes para convertirse en un amasijo de pastura remojada, me sentí protegido por aquellas damas bien vestidas que intentaban vencer su nerviosismo instándome a que les planteara cualquier duda espiritual que tuviera que ver -o no- con su intención de salvarme de un grave peligro que entonces se me antojaba relativamente vago. Un peligro inmaterial, colegí. Un peligro de otro mundo cuyo carácter incorpóreo no lo hace menos concreto o temible, parece. No obstante había un remedio y tomarlo nos colocaba de nuevo en el jardín del Edén, resucitados, en compañía de todos los seres queridos. Bueno, sólo con los que eligieron correctamente, se entiende.
-Señoras mías, creo que tengo una pregunta- interrumpí.
-Díganos con entera confianza, ¿de qué se trata?
-¿Qué edad tendremos cuando volvamos a la vida?
La mayor de ellas sonrió amablemente, pero no contestó. Hojeó su pequeña Biblia de lomos rojos como buscando ahí la solución pasando las páginas con el índice humedecido de saliva. La otra me miró comprensivamente, asintiendo, como si la cuestión fuera algo no sólo natural sino muy importante. Habló de nuevo:
-Estaremos en la plenitud de la edad, hermosos y jóvenes, sin hambre ni sed y con la eternidad por delante para adquirir sabiduría. Mire, mire, lea aquí... El cuerpo que tomaremos será el de nuestros veintiún años de edad. Será maravilloso.
Me entregaba gustoso a la tarea de escucharlas sin poner reparos a las innumerables inconsistencias de su discurso. Era temprano, el mundo estaba nuevo y era posible suponer casi cualquier cosa que nos proporcionara un punto de partida. Les di las gracias. Cuando se despidieron tenía ya dos revistas profusamente ilustradas y con redacciones sencillas y mínimas sobre temas diversos y machaconamente conocidos: el fin del mundo, la pornografía, la seducción de las drogas, el amor verdadero, las ingles y Dios. Le di las revistas a mi hijo para que completara alguna tarea recortando figuras. Volví a acostarme. Soñé.
Como era de esperarse, ahí estábamos todos, felices y familiares, cotidianos y redimidos, disfrutando de una carne asada dominical en un lugar remoto donde siempre atardecía. Apartándome de la parrilla, por detrás de unos árboles robustos, vi desfilar maravillado los amores de mi vida, ya sin mácula, ya sin dolor ni incomprensión, con la edad suspendida en una risa aliviada y ligera.
Quería hacer el amor, pero desperté. Al pie de la cama estaba mi hijo pidiendo de comer.