viernes, diciembre 28, 2018

Pastillas, desierto y pensamiento

¿Puede darnos tres buenas razones para vivir? 
Sí. La primera es haber nacido. La segunda es seguir vivo. 
Y la tercera lo molesto que es o debe ser suprimirse.
[De una entrevista a Juan Benet]

Había soñado con Práctico al amanecer: se burlaba de mí delante de sus estudiantes mientras ellos, esposados a mesabancos, sonreían celebrando las bromas de su asesor con el pecho descubierto. Como en muchas otras ocasiones, la esfera onírica no era pretexto para que yo me liberara de mí mismo y así padecí, aún en sueños, un deseo que debía reprimir a toda costa por impresentable y deontológicamente réprobo, pero también el desagrado interno, con sus consecuencias endocrinológicas y de subida de la tensión arterial, de tratar con Práctico, aunque no pudiera retener ni una sola de sus palabras y el padecimiento fuese enteramente causado por su mera visión, una imagen que a su vez me recordaba la urgencia de renunciar a mi puesto en la estúpida universidad y dejar atrás para siempre a sus estúpidos personajes, cada uno más repugnante que el otro, aunque quien dice renunciar al trabajo dice también renunciar a Santa Teresa. 'Es lo correcto', pensaba para mis adentros (los adentros del yo que soñaba aquella escena ridícula delante de Práctico y cuyas reflexiones no desmerecían de las que me acompañaban en mi tiempo diurno de aquellos meses, mi tiempo activo sobre el mundo), '¿qué sentido tiene quedarse ahora que mi mujer y las niñas no están ya aquí?', pero también: '¿cómo haré para conseguir otro trabajo?'; y además: '¿dónde?'. Y la mente se desquiciaba repitiendo como un rosario las distintas opciones que había, dentro y fuera del país (pero qué pereza volver al extranjero), saltando a otra actividad (pero era un hombre de carrera y no convenía ni era sincero decir que deseaba echarla por la borda, no ahora), tomando en cuenta las distintas restricciones a las que estaba sujeto: la que representaban mi mujer y las niñas de no moverme de donde estaba para así permanecer disponible, aunque ni siquiera supiera su paradero; pero también la que representaba mi madre, a quien arrastré a Santa Teresa hace años y ahora no podía dejar abandonada a su suerte, aunque no viviera conmigo. No perdonó la angustia el tiempo lento de la modorra en que mi mente decidió rebuscar amigos en la memoria, un conjunto que se había llenado de personajes leales, pero lelos, interesantes, pero alejados, zafios, pero prácticos, cultivados, pero egoístas, habidos, pero no vigentes, casi todos únicamente recuerdo, con Luis Gala asistiéndome como Virgilio a Dante a través del infierno del presente...     
Me pregunto si los que se suicidan viven mañanas como esta en las que intentan ordenar sus pensamientos, sin conseguirlo, recuperar una sensación plácida, un recuerdo agradable que puede estar a una distancia ridícula, apenas un par de horas antes o la noche anterior, un esfuerzo en el que no sirven de nada el brillo del sol o el azul del cielo porque, igual que el resto, se perciben como perturbadoramente inabarcables, imposibles de acomodar a una finitud pacífica que uno pueda mecer en su regazo hasta quedarse dormido, la locura es vigilia reconcentrada y circular, sin puertas ni ventanas, ojo abierto al que le basta un individuo cualquiera que nos haga reparar en las fisuras de la realidad para no volver a parpadear noches enteras, ya en la esperanza de entrever la amenaza que puede surgir de entre los huecos, ya enfrascado en el cálculo de las inagotables combinaciones de lo posible, nuestra anticipación siempre insuficiente y las soluciones sólo temporales, así la convicción de los amaneceres desordenados en que un cambio sutil en la atmósfera o una cena insuficiente nos provoca náuseas y una cabeza inflamada de pensamientos urgentes e inaprehensibles, nada firme según la razón que intenta hacerse con el mando mediante argumentos de orden metabólico o neuroquímico, para luego caer, víctima de ella misma, en la comprobación reiterada de que a ningún pensamiento paranoico falta el rigor lógico, el horror más pavoroso producto de deducciones impecables cuya verdad no depende del malestar con que fueron hechas, ya sobre la cama deshecha y con las sienes dolorosas, ya acompañando cada pensamiento con un amargo trago de saliva, la espalda fría y el pecho sudando en el despertar inestable que continúa en el día las angustias de la noche, un inacabable tren que intenta descarrilar a toda costa aquel que se encuentra atravesado por él, pero que se revela invulnerable porque, contrario a lo que cree la mayoría de la gente y no escasos especialistas, está hecho de razones y no de delirios, de necesidad y no de contingencia, derribarlo requiere suspender el buen juicio y participar de una alienación colectiva, entregarse a la verdadera demencia que exige, por encima de todo, la convivencia con los demás en todas sus formas, familia y pareja, pero también amistad y trabajo, allí donde deban intercambiarse palabras quedamos invariablemente expuestos a la incomprensión y la incompletitud, la incertidumbre que no podemos disipar jamás, se equivocan así quienes atribuyen a la soledad la responsabilidad de la locura y la tentación del suicidio, son los otros los responsables absolutos del desorden y el ruido que invaden nuestras cabezas, son ellos quienes nos impiden organizar correctamente la biblioteca y construir sin contratiempos un edificio sólido, no somos animales para sacrificar nuestra obra al gregarismo y así son los demás, los más animales, quienes nos orillan a la locura y al suicidio en mañanas como esta, de cielos despejados y zumbidos en los tímpanos, al obligarnos a su consideración y trato, a sus convenciones y juegos, arrogándose la representación de la humanidad que no tolera disidencias ni sobresalientes ni desafíos...
Vuelca el frasco de las pastillas sobre el buró y me pongo de pie, tambaleante. Hace muchos días que no hablo con nadie. Nadie me ha buscado. Nadie sabe de mí. He perdido a mi mujer y a las niñas, es verdad. He perdido a mis amigos. Mi madre sólo viene cuando no me hallo en casa. 'Soy libre', me digo sonriendo tímidamente mientras me apoyo en las paredes del pasillo camino a la cocina. 'Soy libre', me repito entrecerrando los ojos que se inundan de la luz del patio. 'Soy libre' y la sonrisa se hace ancha aunque la mano izquierda intente calmar las arcadas de mi estómago, aunque la derecha me apriete las sienes con sus dedos, feliz.

domingo, diciembre 23, 2018

El túnel

Una vez hubieron desaparecido mi mujer y las niñas detrás del cambio de año, alimentada crecientemente pero sin datos la sospecha de que ellas se hallaban en ciudad natal, volví mi vista hacia ésta como sucede a todos los que emergen de una larga relación como de un túnel, esperando hallar al final del mismo la reanudación de lo que desapareció al entrar, los amigos y paisajes, la juventud suspendida, pero también la agitación no desahogada cuyo registro obra en agendas y notas, números telefónicos intercambiados a los que nunca se dio seguimiento y que ahora examinaba esforzándome por recordar a quien pertenecían, los nombres que los acompañaban incapaces de acomodarse a ningún rostro fijo que, en cualquier caso, también habría cambiado junto con los cuerpos, no transcurren sin consecuencias veinte años en la vida de las personas, y de este modo no podrían ya despertar excitación las entrepiernas que otrora acariciara con codicia debiendo interrumpir lo comenzado por algún escrúpulo o ineludible compromiso, la imagen todavía perturbadora de un cuerpo que desciende del auto y se aleja para doblar una calle a la que luego, quizá poco antes de mudarme a Santa Teresa o durante unas vacaciones, vuelvo para transitar con lentitud mirando de reojo ambas aceras en la esperanza absurda de ver a quien ya estaba envuelto en brumas desde el primer y único encuentro, la calle empedrada en donde estábamos seguros de reconocer el domicilio en donde aliviamos el deseo mientras un caballo invadía la sala contigua en medio de una poblada y excesiva fiesta ahora se presenta desierta, la casa en cuestión imposible de distinguir entre otras cien tanto si vamos a pie como si la buscamos con los ojos cerrados en la memoria, no sólo el tiempo, sino la saña con que a ciudad natal se le ha desfigurado mientras sus habitantes eran expulsados o desaparecidos, ha obrado el milagro de que no pueda ya orientarme en sus calles ni entender la lengua de sus nuevos inquilinos, gente hostil a la conservación y venida de tierras yermas como Santa Teresa a cuyo abrazo mortal accedí en mala hora sólo para terminar de perder a mi mujer, ha hecho muy bien ella en sacar a las niñas de este páramo inútil donde nacieron y empezaban a crecer, quizá lo ha hecho a tiempo antes de envenenarse por completo, aunque es casi seguro que entonces ella como yo ahora haya querido reanudar lo que interrumpieron nuestros años juntos, es decir, su vida anterior en ciudad natal a cuyas múltiples deformaciones calificará sin duda de puestas al día y a cuya sustitución demográfica juzgará de cosmopolitismo y a cuyas amistades desaparecidas reemplazará inmediatamente por otras, mujer de adaptación implacable y memoria selectiva a la que nunca pude convencer definitivamente de la otra realidad, esa que hizo inevitable nuestro encuentro inicial y llenó con palabras de amor nuestras bocas, la que acompañó nuestra cotidianeidad desde su morada subterránea emergiendo una y otra vez a través de sueños y presentimientos, señales y significados, la que me convenció de la deriva fatal de nuestras almas que se perdían de vista y ahora me acompaña de manera preponderante desde el día en que ella y las niñas se marcharon, así una mujer sale del túnel y decreta el día disipando los fantasmas mientras el hombre marca un número telefónico tras otro sin que nadie se ponga al otro lado de la línea donde quizá sólo haya una casa derrumbada debajo de cuyas losas cría malvas el cuerpo acariciado en tinieblas hace ya muchos años, 'no importa', me digo, deben quedar algunos amigos aunque sólo sea acorralados en los nuevos barrios de ciudad natal, así que aprovecho el invierno para buscarlos a tientas por calles que terminan en desfiladeros, desplazándome en autobuses y trenes en los que ya soy incapaz de seducir a nadie, por encima del pasamanos reparo en un espejo redondo que me devuelve una imagen que no es más la del joven que se masturbaba en el asiento trasero con desconocidos camino a la universidad privada, ahora soy un viejo de cabeza gris al que ven con desconfianza y recelo todos los que en la calle abordo, mis recorridos infructuosos resultado de sus indicaciones contradictorias, así es muy grande mi sorpresa cuando se abre la puerta de la casa amarilla a la que he llamado sin esperar ya nada y en el marco se recorta la imagen de Jorge que me dice: 'te he estado esperando mucho tiempo', y luego de abrazarme y hacerme pasar, pregunta: '¿ya sabes que se acabó la muerte?...¿no?...es un hecho'.
Y la puerta se cierra detrás de nosotros.

jueves, diciembre 20, 2018

Los padres que no fueron (una hija)

Mi madre era una puta tímida, pero ambiciosa. No era particularmente inteligente, pero tenía un gran sentido práctico que aplicaba sobre todo en los terrenos económico y logístico; gracias a ello pudo escapar tempranamente por medio de un matrimonio de conveniencia de la promiscuidad y pobreza que le esperaban como mujer de clase baja en Santa Teresa, aunque entiendo que la vida de mis padres en los primeros años de su matrimonio no fue muy desahogada. He dicho conveniencia, pero al principio faltaba dinero y mi padre apenas se distinguía de los alcohólicos de la región, salvo por un detalle que a mi madre no pudo habérsele escapado cuando decidió embarazarse de mí para engancharlo a él: tenía una plaza definitiva en el gobierno.
Mi padre era inculto, pero inteligente, una de esas personas aptas para la ingeniería por su facilidad de cálculo, pero no por su criterio. Gozaba de un extraordinario olfato político que le permitía manipular a los demás como si de piezas de un ajedrez se tratara, hasta que terminaba poniéndose por encima de ellos, imperceptible, pero inexorablemente. Sus métodos rudimentarios habrían resultado inefectivos en casi cualquier lugar del mundo, pero en Santa Teresa eran los más adecuados y él tenido por líder natural de individuos incapaces de matiz o iniciativa; las personas que intentaban oponérsele sólo disponían de la moral o la razón, pero estas herramientas que a la mayoría de los locales resultaban foráneas a él sólo le merecían un profundo desprecio. 
Como parte de sus planes, mi padre habrá comprendido desde muy joven la conveniencia de hacerse de una mujer, no sólo para satisfacer su deseo sexual o sembrar su simiente, sino para ejercer el poder al que aspiraba desde una posición respetable. Esta mujer, que desde luego tenía que ser fértil y buena sirvienta, tenía que ser también ventajosa para sus fines, alguien cuya voluntad pudiera comprar con dinero. Fue así que, desprovisto de todo estorbo romántico o afectivo, mi padre reconoció en la secretaria de la oficina, mi madre, las características de compra-venta a las que años de pagar putas lo habían acostumbrado. Bien es verdad que esta vez la operación no tendría lugar en una cantina llena de humo ni se limitaría a un patético acto de eyaculación precoz, pero nada esencial cambiaba si las partes sacrificaban cualquier consideración a la mayor ganancia, al mejor postor.
Como es natural, tardé algunos años en entender todo esto y reflexionar sobre aquello que ocurría cuando era demasiado pequeña. Mi padre era un hombre espantoso y su fealdad debió condicionar poderosamente su actitud: ¿cómo iba a despreciar la oportunidad que le daba mi madre de comprar una mujer que, además, presentaba ventajas prácticas indudables? ¿cómo iba a vengarse mejor del asco que producía sino sometiendo a los demás a sus órdenes? No podía echar de menos un amor desinteresado que nunca conoció ni una amistad que no estuviese revestida de conveniencias mutuas, así me explico su indiferencia glacial hacia nosotros, sus hijos, a quienes siempre nos apartó como quien resulta un engorro sólo presumible frente a los demás en tanto cosas que se poseen. En mi madre descargaba la tarea de nuestra limpieza y alimentación, el mantenimiento de la casa y nuestra asistencia al colegio, pero ésta nos trataba también como a una inesperada carga de trabajo cuya realización se escamotea por todos los medios: cocinaba poco y mal o compraba comida hecha, la casa era siempre un desorden en el que dominaba el olor a sudor ácido y pis, manifestaba continuamente su molestia por tener que llevarnos hasta el colegio o pasar a recogernos, ¿quién podía echárselo en cara si había escogido a mi padre esperando vivir en la abundancia, rodeada de sirvientas y nanas que se harían cargo de nosotros? ¿cómo podía vernos siquiera con simpatía si éramos el producto de su prostitución mal retribuida?
No tengo memoria de las dificultades económicas de mis padres en sus primeros años juntos, pues su mutua ambición económica las vio pronto superadas, pero sí de la hostilidad creciente y variada con que se trataban, a veces por el alcoholismo de mi padre que por fortuna nunca se tradujo en efusiones afectivas hacia nosotros y que fue disminuyendo conforme su salud empeoró, a veces por la frustración de origen sexual, económico o afectivo de mi madre que ni siquiera ella estaba en condiciones de expresar honestamente por falta de luces. Ella le gritaba a él por cualquier motivo y él solía ignorarla con una tranquilidad que sólo le causaba a ella más irritación. Mi padre no era violento en el sentido en que lo era la mayoría de los hombres de Santa Teresa, jamás le cruzó la cara a mi madre ni le levantó la voz casi nunca, su violencia era más sutil y desesperante, pues consistía en la aplicación del mismo método melifluo y torvo con que sometía la voluntad de sus colegas, pacientemente, de forma inflexible y descarada, sin ceder un ápice del terreno ganado mientras su oponente, ella en este caso, se desgañitaba y consumía hasta agotarse. Era evidente, así, la inteligencia superior de mi padre, pero también el drama de suplir todas sus carencias afectivas y sexuales por medio de la satisfacción de ganar: a veces dinero que acumulaba en cuentas a nombre de sus hijos, a veces poder sobre la voluntad de los demás, incluida mi madre. Ésta, a su vez, vivía obsesionada con cobrar cada vez más caro las afrentas de mi padre, aunque la única real fuese aquella a la que ella había accedido: casarse con un hombre al que no quería ni deseaba a cambio de vehículos más grandes y lujosos, ropa y joyas más caras y de peor gusto, pero luego también, cuando conoció a otras esposas de Santa Teresa con ínfulas de sofisticación, viajes a lugares exóticos que por supuesto no le interesaban para nada y de los que regresaba ignorándolo todo.
Así nosotros, sus hijos, fuimos los pretextos ideales para calmar el vacío y despropósito de la vida de nuestros padres, aunque siempre podrían decir que su tarea cada vez más eficaz de acumulación de bienes e influencias tenía por objeto que no nos faltara nada. Parece noble. Algunos pensarán que nos faltaron precisamente ellos, nuestros padres, pero con los años he entendido que ni él ni ella podían dar nada de provecho que no fuera precisamente lo que nos dieron. Nos faltaron padres, es verdad, pero debían ser otros porque los que lo fueron no podían serlo
Hace años que me fui de Santa Teresa y mi madre vegeta en una casa de ancianos donde mi hermano y yo acordamos internarla. Mi padre murió repentinamente cuando una auditoría reveló que no había sido tan inteligente como pensamos para cubrirse las espaldas ante su desmedida ambición. Dicen que existe el llamado de la sangre y puede ser que eso explique que siga pagando el asilo de mi madre desde el extranjero. Pero no siento nada por ella. Y no siento nada por él.

domingo, diciembre 09, 2018

La visita a casa de María Estela

No fue inmediata mi amistad con Gustavo y sus amigos, a quienes apenas tomaba yo en cuenta cuando ingresé a la universidad privada, antes pasaron pocos meses en que el azar me reunió con algunas mujeres hijas de adinerados y poderosos de los pueblos vecinos a las que se permitía, quizá por primera vez, realizar una carrera universitaria, aunque sólo fuese bajo la férula de una institución de filosofía ultramontana que sólo entonces, luego de décadas de rigidez y al compás de los cambios nacionales e internacionales, disimulaba los aspectos menos presentables de su mentalidad retrógrada para dar paso a jugosos negocios inmobiliarios, se guardaba de consideraciones religiosas para participar de novedosas franquicias producto del libre comercio que entonces empezaba a estar en boga y que, andando el tiempo, sería el responsable de la destrucción material y espiritual de ciudad natal, las mujeres que me acogieron eran pues pioneras en sus respectivos pueblos y se distinguían de nuestras compañeras citadinas no tanto por el dinero, que no faltaba en las familias de unas y otras, sino por la conciencia de clase que nunca faltaba a las segundas y se hallaba inhibida en las primeras, hubo de transcurrir algún tiempo para que las foráneas se asimilaran a las locales hasta donde ello era posible, es decir, en todo lo superficial, desde la indumentaria hasta el maquillaje, desde las tiendas hasta los restaurantes, sus esfuerzos por reproducir el lenguaje de la burguesía local siempre inacabados, como si el dinero distinguiera su origen y no fuera igual si venía del ganado o de las finanzas, si del latifundio o la medicina, siempre aquel tufo acompañando a las mujeres que me acogieron al ingreso a la universidad privada y meses antes de que optara por Gustavo, y del que sólo se harían conscientes a fuerza de miradas sutiles y comentarios indirectos, no de mi parte, desde luego, que aunque distinguía bien sus orígenes y diferencias era incapaz de interesarme por ellos, sino de las compañeras citadinas que encontraron en ellas una manera más de divertirse a la altura de su extremo aburrimiento y degeneración moral, una conducta decadente con la que yo ya me hallaba familiarizado desde el bachillerato privado donde los hijos de empresarios y dueños tenían a bien subrayar continuamente nuestras diferencias de la forma más hiriente posible, aunque yo hubiese estado entonces ontológicamente incapacitado para recoger una sola de sus ofensas por disponer, felizmente, de una cabeza llena de pájaros y el espíritu libre, una inmunidad que se extendía ahora al período universitario, aunque ya fuese un hombre más consciente y quedasen, por decirlo así, menos pájaros en la cabeza, así vivía los primeros meses en la universidad privada acogido por mujeres que me trataban con condescendencia y curiosidad, gusto y consideración del los que luego abjurarían cuando comprendieron que yo también, pese a ser local, era completamente inaceptable para la burguesía de la ciudad, una a una se me fueron apartando conforme transcurrió el tiempo y comprendieron que yo no concedía importancia alguna a las reuniones convocadas por las hijas de adinerados y poderosos citadinos, compañeras nuestras, en restaurantes para mí impagables y centros comerciales de mortecina artificialidad, que no aspiraba como ellas a la inclusión sino justamente a lo contrario, al aborrecimiento de quienes me resultaban aborrecibles, ellas lamentaban en su fuero interno que no fuese más tolerante o aquiescente, pero estaban obligadas por su educación a atender siempre a criterios prácticos por encima de los afectivos, no era de otra forma como habían conseguido sus padres ser caciques en sus respectivos pueblos y darles la condición privilegiada, aunque silvestre, de que gozaban, se explica así que no estuvieran dispuestas a acompañarme en la marginación que me condujo a Gustavo ni a dar la espalda a sus nuevos amigos, pues debían ser admitidas aunque fuesen despreciadas y despreciar a su vez cuando fueran admitidas, fue en estas circunstancias en que accedí a acompañarlas a una reunión convocada en su casa de Colinas de San Javier por María Estela, una de las más conspicuas burguesas locales, hija de un banquero, que estudiaba en la universidad privada por ser su padre uno de los principales accionistas, 'una casa privada al fin y al cabo y no un restaurante impagable o un centro comercial', pensaba, 'quizá no resulte del todo inaceptable', hasta ese sitio acudimos en el coche de un compañero serpenteando entre los altos muros de las casas de la zona que aprovechaban las pendientes para instalar terrazas escalonadas, jardines con estatuas verdes o marmóreas y azules piscinas, a veces se entreveían perros de razas exóticas detrás de elevadas rejas, a veces sirvientas en uniforme caminando deprisa sobre las banquetas, la casa de María Estela tenía un jardín pequeño en comparación con los de la zona, pero gozaba de enormes ventanales que inundaban de luz los distintos niveles de una cómoda estancia escalonada, la sala donde nos instalamos hasta la parte más baja y una biblioteca allá en lo alto que, según nos dijo, utilizaba más su tío que su papá, un personaje, aquel, por el que yo tenía mucho interés al tratarse de un escritor disidente muy conocido y del que María Estela se permitió hablar con desenfado y familiaridad, 'es un comunista', decía saboreando la palabra como quien se atrevió a revelar un gran secreto, 'de modo que se dedica a escribir todo el tiempo cuando no está de fiesta con sus amigos', rio de repente con torpeza y los demás la imitaron mientras la mujer del servicio traía galletas y café, yo intervine preguntando de qué vivía su tío cuando un perro invisible ladró desde algún lugar de la casa, '¿trabajar? él escribe libros, pero la verdad es que no vende ninguno', respondió, 'se los compran sus amigos, pero no los leen, ahora mismo está de viaje con uno de ellos, en Creta, ¿que de qué vive? pues del dinero mismo, supongo, ¿no?' y volvió a reír con la misma torpeza de antes, ahora eran las mujeres que me acogieron en aquellos primeros meses en la universidad privada y a las que había acompañado hasta esa casa, las que ingenuamente aprovechaban la oportunidad para hablar del trabajo de sus respectivos padres, María Estela fingía ponerles atención entre bostezos, asintiendo con la cabeza, dando sorbos nerviosos a su café, hasta que aprovechó que yo me había acercado a la biblioteca para interrumpirlas y hablarme a gritos: '¡a mi papá y a mi tío les gusta mucho la historia, a mí todos esos libros me aburren, por eso estudio ingeniería!', se rio nuevamente mientras todos miraban en mi dirección, '¿están aquí los libros de tu tío?', pregunté, 'no lo creo, es un comunista, ¿no te he dicho ya?, él no cree en la acumulación de bienes... tú tampoco ¿verdad?', respondió María Estela utilizando un tono que pretendía ser irónico, contesté 'yo debo comer', di una mordida a la galleta que tenía en las manos, las migajas cayeron al suelo, 'de modo que sí creo en la acumulación de bienes, pero me parece que tu tío cree en ella más que todos nosotros, ¿no? porque sólo vive del dinero, del dinero de los demás, como tu padre, otro comunista de verdad...', las mujeres que me habían llevado daban muestras de estarse arrepintiendo de haberlo hecho, aunque no comprendían bien el motivo de su incomodidad pues esta conversación no se parecía en nada a lo que ellas estaban acostumbradas a escuchar en sus respectivos pueblos, en la joyería de una, en el establo de otra, en las tierras de aquella, jamás palabras abstractas que no se refirieran a la vida privada de la gente del pueblo, jamás teorías generales o abstracciones que no tuvieran que ver con funciones elementales, casi fisiológicas, con sus correspondientes bromas cerriles, así que cuando María Estela depositó su taza de café en la mesita del centro, una de las foráneas consideró necesario intervenir: 'en mi casa tenemos la Biblia y la vida de los santos... y bueno, a mí también me gustan los libros, pero me gustan más las revistas, la verdad...', se hizo un breve silencio, María Estela y yo nos miramos uno al otro con absoluta seriedad, entonces prorrumpimos en carcajadas ante la mirada atónita de los demás que no tuvieron más remedio que seguirnos... 
Por detrás de la biblioteca, sin ser visto, su padre asistía a todo tomando notas.