domingo, diciembre 09, 2018

La visita a casa de María Estela

No fue inmediata mi amistad con Gustavo y sus amigos, a quienes apenas tomaba yo en cuenta cuando ingresé a la universidad privada, antes pasaron pocos meses en que el azar me reunió con algunas mujeres hijas de adinerados y poderosos de los pueblos vecinos a las que se permitía, quizá por primera vez, realizar una carrera universitaria, aunque sólo fuese bajo la férula de una institución de filosofía ultramontana que sólo entonces, luego de décadas de rigidez y al compás de los cambios nacionales e internacionales, disimulaba los aspectos menos presentables de su mentalidad retrógrada para dar paso a jugosos negocios inmobiliarios, se guardaba de consideraciones religiosas para participar de novedosas franquicias producto del libre comercio que entonces empezaba a estar en boga y que, andando el tiempo, sería el responsable de la destrucción material y espiritual de ciudad natal, las mujeres que me acogieron eran pues pioneras en sus respectivos pueblos y se distinguían de nuestras compañeras citadinas no tanto por el dinero, que no faltaba en las familias de unas y otras, sino por la conciencia de clase que nunca faltaba a las segundas y se hallaba inhibida en las primeras, hubo de transcurrir algún tiempo para que las foráneas se asimilaran a las locales hasta donde ello era posible, es decir, en todo lo superficial, desde la indumentaria hasta el maquillaje, desde las tiendas hasta los restaurantes, sus esfuerzos por reproducir el lenguaje de la burguesía local siempre inacabados, como si el dinero distinguiera su origen y no fuera igual si venía del ganado o de las finanzas, si del latifundio o la medicina, siempre aquel tufo acompañando a las mujeres que me acogieron al ingreso a la universidad privada y meses antes de que optara por Gustavo, y del que sólo se harían conscientes a fuerza de miradas sutiles y comentarios indirectos, no de mi parte, desde luego, que aunque distinguía bien sus orígenes y diferencias era incapaz de interesarme por ellos, sino de las compañeras citadinas que encontraron en ellas una manera más de divertirse a la altura de su extremo aburrimiento y degeneración moral, una conducta decadente con la que yo ya me hallaba familiarizado desde el bachillerato privado donde los hijos de empresarios y dueños tenían a bien subrayar continuamente nuestras diferencias de la forma más hiriente posible, aunque yo hubiese estado entonces ontológicamente incapacitado para recoger una sola de sus ofensas por disponer, felizmente, de una cabeza llena de pájaros y el espíritu libre, una inmunidad que se extendía ahora al período universitario, aunque ya fuese un hombre más consciente y quedasen, por decirlo así, menos pájaros en la cabeza, así vivía los primeros meses en la universidad privada acogido por mujeres que me trataban con condescendencia y curiosidad, gusto y consideración del los que luego abjurarían cuando comprendieron que yo también, pese a ser local, era completamente inaceptable para la burguesía de la ciudad, una a una se me fueron apartando conforme transcurrió el tiempo y comprendieron que yo no concedía importancia alguna a las reuniones convocadas por las hijas de adinerados y poderosos citadinos, compañeras nuestras, en restaurantes para mí impagables y centros comerciales de mortecina artificialidad, que no aspiraba como ellas a la inclusión sino justamente a lo contrario, al aborrecimiento de quienes me resultaban aborrecibles, ellas lamentaban en su fuero interno que no fuese más tolerante o aquiescente, pero estaban obligadas por su educación a atender siempre a criterios prácticos por encima de los afectivos, no era de otra forma como habían conseguido sus padres ser caciques en sus respectivos pueblos y darles la condición privilegiada, aunque silvestre, de que gozaban, se explica así que no estuvieran dispuestas a acompañarme en la marginación que me condujo a Gustavo ni a dar la espalda a sus nuevos amigos, pues debían ser admitidas aunque fuesen despreciadas y despreciar a su vez cuando fueran admitidas, fue en estas circunstancias en que accedí a acompañarlas a una reunión convocada en su casa de Colinas de San Javier por María Estela, una de las más conspicuas burguesas locales, hija de un banquero, que estudiaba en la universidad privada por ser su padre uno de los principales accionistas, 'una casa privada al fin y al cabo y no un restaurante impagable o un centro comercial', pensaba, 'quizá no resulte del todo inaceptable', hasta ese sitio acudimos en el coche de un compañero serpenteando entre los altos muros de las casas de la zona que aprovechaban las pendientes para instalar terrazas escalonadas, jardines con estatuas verdes o marmóreas y azules piscinas, a veces se entreveían perros de razas exóticas detrás de elevadas rejas, a veces sirvientas en uniforme caminando deprisa sobre las banquetas, la casa de María Estela tenía un jardín pequeño en comparación con los de la zona, pero gozaba de enormes ventanales que inundaban de luz los distintos niveles de una cómoda estancia escalonada, la sala donde nos instalamos hasta la parte más baja y una biblioteca allá en lo alto que, según nos dijo, utilizaba más su tío que su papá, un personaje, aquel, por el que yo tenía mucho interés al tratarse de un escritor disidente muy conocido y del que María Estela se permitió hablar con desenfado y familiaridad, 'es un comunista', decía saboreando la palabra como quien se atrevió a revelar un gran secreto, 'de modo que se dedica a escribir todo el tiempo cuando no está de fiesta con sus amigos', rio de repente con torpeza y los demás la imitaron mientras la mujer del servicio traía galletas y café, yo intervine preguntando de qué vivía su tío cuando un perro invisible ladró desde algún lugar de la casa, '¿trabajar? él escribe libros, pero la verdad es que no vende ninguno', respondió, 'se los compran sus amigos, pero no los leen, ahora mismo está de viaje con uno de ellos, en Creta, ¿que de qué vive? pues del dinero mismo, supongo, ¿no?' y volvió a reír con la misma torpeza de antes, ahora eran las mujeres que me acogieron en aquellos primeros meses en la universidad privada y a las que había acompañado hasta esa casa, las que ingenuamente aprovechaban la oportunidad para hablar del trabajo de sus respectivos padres, María Estela fingía ponerles atención entre bostezos, asintiendo con la cabeza, dando sorbos nerviosos a su café, hasta que aprovechó que yo me había acercado a la biblioteca para interrumpirlas y hablarme a gritos: '¡a mi papá y a mi tío les gusta mucho la historia, a mí todos esos libros me aburren, por eso estudio ingeniería!', se rio nuevamente mientras todos miraban en mi dirección, '¿están aquí los libros de tu tío?', pregunté, 'no lo creo, es un comunista, ¿no te he dicho ya?, él no cree en la acumulación de bienes... tú tampoco ¿verdad?', respondió María Estela utilizando un tono que pretendía ser irónico, contesté 'yo debo comer', di una mordida a la galleta que tenía en las manos, las migajas cayeron al suelo, 'de modo que sí creo en la acumulación de bienes, pero me parece que tu tío cree en ella más que todos nosotros, ¿no? porque sólo vive del dinero, del dinero de los demás, como tu padre, otro comunista de verdad...', las mujeres que me habían llevado daban muestras de estarse arrepintiendo de haberlo hecho, aunque no comprendían bien el motivo de su incomodidad pues esta conversación no se parecía en nada a lo que ellas estaban acostumbradas a escuchar en sus respectivos pueblos, en la joyería de una, en el establo de otra, en las tierras de aquella, jamás palabras abstractas que no se refirieran a la vida privada de la gente del pueblo, jamás teorías generales o abstracciones que no tuvieran que ver con funciones elementales, casi fisiológicas, con sus correspondientes bromas cerriles, así que cuando María Estela depositó su taza de café en la mesita del centro, una de las foráneas consideró necesario intervenir: 'en mi casa tenemos la Biblia y la vida de los santos... y bueno, a mí también me gustan los libros, pero me gustan más las revistas, la verdad...', se hizo un breve silencio, María Estela y yo nos miramos uno al otro con absoluta seriedad, entonces prorrumpimos en carcajadas ante la mirada atónita de los demás que no tuvieron más remedio que seguirnos... 
Por detrás de la biblioteca, sin ser visto, su padre asistía a todo tomando notas.

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