domingo, noviembre 25, 2018

Libros perdidos

Están los que existen, pero no tengo. Uno puede así mantener la esperanza de hallarlos en los establecimientos de libros usados; también en los tianguis de antigüedades que se pusieron de moda en ciudad natal para satisfacer las necesidades, ya no de lectura, como de objetos coleccionables que dieran cuenta de la presunta sofisticación de quienes los poseen. En ciudad natal, como en Santa Teresa, importa el dinero, pero al ser tanta la población y tan escaso aquel, algunos listillos han querido sustituirlo por la pretensión de una vida intelectual hecha de poses. Uno de los cuales es fingir desprecio por el dinero. Otro de los cuales es adquirir libros en los tianguis de antigüedades. Esnobismo tercermundista, me digo. En balde, sin embargo, he recorrido tianguis y establecimientos en busca de ellos. Pasa el tiempo y se hace cada vez más improbable encontrarlos: el tercer tomo de las obras completas de un historiador michoacano cuyo faltante me acusa desde la estantería, la incongruencia de empezar en el tomo dos las obras del presidente espiritista asesinado hace más de cien años. Dolorosos faltantes que, en mi genuino interés por la lectura sin menoscabo de la completitud, me han llevado a planear repetidas veces, con sus desistimientos correspondientes, visitas a bibliotecas públicas para sustraer del patrimonio nacional los volúmenes que faltan en mi haber. Pero siempre me arrepiento. A veces lo hago camino al lugar del proyectado hurto. A veces a un lado de la estantería donde el volumen correspondiente aparece casi nuevo y con la tarjeta de préstamos vacía. Con el libro en las manos maldigo a la sociedad autocomplaciente y burra donde vivo diciéndome que la obra no podría estar en mejor sitio que conmigo, tanto desde el punto de vista de su lectura (que haría, téngase por seguro) como de su conservación, pues jamás permitiría que se acumularan el polvo y la humedad que campean en las bibliotecas públicas, nunca las termitas ni cucarachas, tampoco las ratas que son motivo de orgullo entre los libreros más viejos del centro de ciudad natal. Pero enseguida abandono el proyecto de enajenación del bien público por la cuenta que me trae a la conciencia que, no siendo ya católica, ve reemplazado su sentido de lo sagrado por la devoción hacia las leyes de la república. Aunque bananera. Aunque sólo teórica. Maldigo a los habitantes envilecidos de este pueblo bárbaro y me escondo en mi biblioteca donde, tarde o temprano, la contemplación de los faltantes volverá a agitar el ánimo de cubrirlos.
Están también los que no existen, pero debieron existir. Colecciones proyectadas por editoriales que, sobre la marcha, por razones casi seguramente económicas o todavía más contingentes que el dinero, deciden suspender la edición cuando ya han visto la luz algunos volúmenes. A veces secuenciales, en cuyo caso uno puede dar por terminada la colección sin padecer los huecos en la numeración de los lomos. Pero otras veces, más frecuentemente de lo que se supone, todo queda truncado cuando, por razones misteriosas, se han editado los volúmenes uno y tres y cinco y siete, dejando en el limbo a los pares que a partir de entonces se insinúan sin que exista posibilidad alguna de tenerlos porque sencillamente jamás fueron impresos. No existen. Hay parte uno de las obras completas del historiador gruñón que, como buen intelectual, quedó excluido del poder y se fue a la tumba con todas sus soluciones para el país. Hay incluso discos uno y dos de los tres que anunciaba hace más de veinticinco años una comediante a la que le dio por cantar zarzuelas y chotis. Pero ni la parte dos de las obras del historiador gruñón ni el tercer disco aparecieron nunca. Frente a la mesa de mi despacho, con la biblioteca detrás a modo de abrigo, he estado a punto de escribir a editoriales y disqueras en busca de explicaciones. He redactado borradores que luego desecho por no encontrar un tono adecuado entre lo perentorio y lo romántico. He creído en la posibilidad, lo confieso, de que los destinatarios de mis misivas no enviadas, avergonzados de sus faltantes o habiendo producido los libros o discos a los que me refiero sin haberlos comercializado, me enviaran por fin el volumen o el disco que yo creía inexistentes, ya sea produciéndolos o bajando al sótano donde tendrían guardados los ejemplares nunca distribuidos. He lamentado asimismo descubrir, con la misiva por fin redactada en términos que a mí me resultaban satisfactorios, que la editorial o la disquera en cuestión ya no existía, y aún en ese caso hube de disciplinarme para no enviar la carta a un domicilio en el que imaginaba a un editor loco sobreviviendo entre pilas de libros, deseando ser contactado por quienquiera que hubiera notado lo que le faltó por hacer. Delirios.
Están, por último, los que tuve y salieron de viaje en prestamos eternos, situaciones que la mayoría de los dueños aceptan resignadamente después del segundo o tercer recordatorio a quien invariablemente dice que lo está leyendo. No así yo. Es verdad que en algunos casos la geografía ha puesto fuera mi alcance la posibilidad de recuperar lo que es mío, pero no me avergüenza admitir que he robado mis propios libros sin que en esas situaciones me asalte duda moral de ningún tipo. Así lo hice para recuperar, luego de casi diez años, un ejemplar un tanto amarillista sobre movimientos sociales de los años setenta que las maestras revolucionarias (ahora descaradamente burguesas) me pidieron en préstamo a principios de los años noventa abusando de mi ingenuidad. Vivían en una casa enorme donde discos, libros y otros objetos se amontonaban al azar por cualquier parte. Ya me habían quitado mi disco de Daniela Romo, ya se habían hecho con los apuntes sobre gnosis de mi tía la mística, ya me había resignado a no tomar ningún otro como compensación, a pesar de que los tenían antiguos y muy valiosos, de modo que no vacilé cuando distinguí en una pila de libros el lomo del que les había prestado y, aprovechando el momento en que una cocinaba y la otra había ido al baño, recuperé el mío ante la mirada acusatoria de la niña pequeña de la sirvienta que, sucia y con la boca ocupada por un gigantesco biberón, no dejó de mirarme durante todo el proceso. Lo eché rápidamente en mi mochila y luego me pasee por el patio con las manos en los bolsillos, silbando. Salí de ahí triunfante sin el menor asomo de culpabilidad.
Pero esta política encontró por fin un obstáculo ético cuando murió JC sin haberme devuelto el único libro de cuentos del mejor escritor mexicano de todos los tiempos, ese que nació y creció en Chile y pasó casi toda su vida en España. Transcurrió mucho tiempo sin que yo reparara en lo que le había prestado. Pero el día de darse cuenta llegó: una noche en que buscaba una referencia sobre Santa Teresa me encontré con el hueco en la estantería y, aunque recordé instantáneamente a quién le había prestado el libro, deseché de inmediato la idea de recuperarlo. 'Lo compraré de nuevo', me dije, pero entonces me di cuenta de que la editorial que manejaba las obras del escritor había cedido los derechos a otra: la colección ya no tendría uniformidad. 'Lo compraré en un establecimiento de libros usados', me dije. Pero luego de visitar a una decena de libreros que me miraron, primero con suspicacia y luego con mal disimulada burla, comprendí que esa edición era ya inencontrable. Entonces volví a considerar la idea de recuperar mi ejemplar, pero ¿cómo podía ir a casa de sus padres y pedir el libro de vuelta? ¿cómo podía, todavía menos, recuperarlo subrepticiamente y sentirme tan tranquilo? El libro era mío, desde luego, y escaso provecho le haría a JC ahora que ya llevaba años enterrado. Nadie en esa casa leía nada, así que el libro, como todos los demás que tenía (algunos regalos míos), acumularía polvo y sería pasto de polillas. Tenía que resolverme en un sentido u otro por mi propia tranquilidad.
Así lo hice una noche de noviembre en que se acercaba su cumpleaños. En la sala presidida por un retrato suyo me recibieron sus padres con comedimiento. Hablamos del clima y la vida en Santa Teresa. Hablamos de ciudad natal y del cultivo de la caña. Hablamos de la comida favorita de JC y guardamos incómodos silencios que, de vez en cuando, hacían más notorios los ladridos de los perros. A la vista no había ningún libro, pero luego pedí permiso para ir al baño y, al atravesar el pasillo, divisé los libros de JC sobre una estantería improvisada. Con el corazón saliéndome por la boca, descubrí entre ellos el libro de cuentos que deseaba recuperar, miré de vuelta al arco que daba a la sala donde mis anfitriones se habían quedado esperándome y, volviéndome hacia la repisa, tomé rápidamente el libro y continué mi camino hacia el baño. Ya aquí, una vez aliviado, me acomodé el volumen detrás, a medio camino entre la espalda y las nalgas, bien sujeto por el cinturón. Deseaba despedirme cuanto antes, pero me fue imposible rechazar su invitación a tomar un café con galletas. 'Estas eran las favoritas de JC', me dijo su madre. Entonces sentí las primeras cosquillas. 'Hemos pensado en que sería bueno que Usted nos ayudara a buscarle destino a los libros de JC', agregó su padre. Un sudor frío me recorrió la frente mientras las cosquillas que sentía entre las nalgas se dispersaban hacia la espalda baja y el periné. 'Ah sí', completó su madre, 'ahí los tenemos reunidos en la repisa del pasillo, pero fíjese que se infestaron de termitas y bichos, a pesar de todos los venenos con que los rociamos, quizá no debimos hacerlo'. Me puse de pie repentinamente porque algo me había picado justo en mitad de las nalgas. Estaba rojo. '¿Le pasa algo?', me preguntó su padre, alarmado al ver que yo sudaba copiosamente pidiendo ir al baño cuando apenas había vuelto de él. Entonces sentí un pinchazo más, parecido a una pequeña mordida, y me sacudí delante de ellos hasta que el ejemplar saltó al suelo con sus hojas desparramadas. Pasmados, la madre de JC tomó la iniciativa: '¿Pero qué es esto? ¡Lárguese de aquí!'. El padre de JC trataba de calmarla, pero ella sólo aumentaba el volumen de sus chillidos, mientras yo, sujetando el pantalón con una mano y sacudiéndome con la otra, salía de la casa a saltos, desesperado por el horrible picor de la entrepierna.
Supe que los padres de JC prendieron fuego a todos sus libros. Están pues, ahora, los que se hicieron humo. Y los amigos.

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