sábado, agosto 17, 2019

Taller

Naturalmente, una vez concluido el jaloneo que en lo profesional padeció desde su juventud entre lo que creía merecer y la aceptación a regañadientes de lo que iba obteniendo, miró a su alrededor a fin de poner remedio, aún desde su escepticismo y convicción de que no tenía caso, al hecho de que prácticamente no tenía a nadie con quien ir a gastar su dinero o su tiempo. Ya no estaba en condiciones de ir a discotecas por su repulsa a las multitudes y su cada vez mayor incapacidad para aguantar desveladas y alcoholemias. Ya no era la persona encantadora que provocaba con sus conversaciones a extranjeros ociosos en aeropuertos, capitales europeas o teatros de barrio judío. Porque no encontraba ningún placer en conversar sobre asuntos domésticos con sus contemporáneos, hombres de familia y negocios, desprovistos de cualquier pasión que no fuera la acumulación interesada de bienes. Porque le avergonzaban las historias ridículas que había vivido con chicos jóvenes a los que atribuyó toda clase de virtudes sólo por haberse enamorado de ellos: individuos bobos y pasivos, aprovechados o egoístas. Y, sin embargo, una vez se halló suficientemente solo rodeado de sus libros y películas, de sus discos y colecciones, comprendió que no tenía lo que había que tener para vivir de encuentros sexuales anónimos y conversaciones estrictamente profesionales. 
De modo que miró en redes sociales y foros los relatos e imágenes de quienes parecían vivir permanentemente acompañados en medio de fiestas, viajes y paseos. Risas fotografiadas. Bromas congeladas. El acto de beber una cerveza en medio de la calle. Azoteas. Recordó un pasado remoto en el que él también se instalaba cada cierto tiempo con sus amigos en la esquina de un automóvil o una habitación a recitar poesía y lanzar insultos soeces, a entrever mujeres desnudas a través del mucho humo de cigarros y el perpendicular ruido de botellas, a abrazarse a quienes juraban lealtad o prometían juventudes eternas. Algo se encendió en él. Se dijo: 'el pasado, eco de lo que tenemos frente a nosotros'. También: 'el tiempo, magma donde se ahogaron quienes ahora me ven desde el infierno'. No usaría más las horas muertas de la oficina o la casa para fantasear con los muchos perfiles de la red. No se limitaría a masturbarse sin contactarlos ni a descargar en su celular este o aquel vídeo pornográfico. Bajaría a la calle para localizar y abordar aquellos que le resultaran más llamativos. Reuniría datos y haría de detective hasta abandonar su postura voyeur frente a la vida. Iría de nuevo al mundo una vez reconocida su incapacidad para representárselo sólo con los libros de su biblioteca y el reproductor de películas. 'Pero seguiré sin viajar', agregó, 'por pereza'.
Así pues, cada día en punto de las seis de la tarde, salía del trabajo a recorrer las calles en su auto compacto, poco vistoso pero funcional, casi como su vida, no para seguir invitando transeúntes al azar como había hecho durante años con magníficos resultados que mantenían intacta su soledad y satisfechos sus genitales, sino para localizar a aquellos que le interesaban basado sólo en un puñado de datos fragmentarios, a veces la fachada de una escuela o un edificio de oficinas, otras el color del uniforme utilizado por los que sonrientes aparecían en alguna imagen tomada con despreocupación y colgada de la red sin mayor reparo. Bien es verdad que al principio su tarea concluía en el momento mismo en que la persona buscada aparecía en su campo visual, casi siempre andando en la calle para entrar a algún sitio por él vigilado (y entonces se quedaba satisfecho sin siquiera conocer su voz), o detrás del mostrador de un establecimiento al que él se decidía a entrar (y entonces le bastaba el intercambio de palabras rutinarias para cambiar de sujeto), pero esto llegó a su fin cuando fue el Negro y no él quien lo abordó inesperadamente a la salida del taller donde aquel trabajaba.
El Negro era muy joven, no debía tener todavía los veinte años, y aunque ceceaba ligeramente lo abordó sin titubeos para pedirle que lo llevara a su casa. 'Llevas ahí media hora con el sol dándote en una mejilla, esperando a que alguien salga del taller. Bueno, sólo quedamos mi jefe y yo, pero a él ya lo viste hace un momento cuando salió a fumar y no lo llamaste, de modo que debo ser yo a quien estás esperando. ¿Me llevas?'. Sonriendo aceptó llevarlo, aunque en realidad se hallaba un tanto mosqueado por haberse dejado sorprender, 'quizá no soy tan inteligente como creía', pensó con una punzada en el estómago, y esa idea le recordó los muchos años en que vivió jalonado por la convicción de que estaba desperdiciando su talento en un trabajo y una ciudad por debajo de su nivel, 'ahora ya es tarde', pensó todavía con gran rapidez, 'porque me va bien, sí, pero también porque ya no puedo irme... la música del juego de las sillas ha terminado y no hay más opciones que el asiento en que estoy sentado... bueno, al menos no he dado con el culo en el suelo porque hay dos tipos de...' Lo interrumpió el Negro diciéndole 'yo sé quién eres'. 
Sintió que los colores le subían al rostro, pero se rió como si fuera el dueño de la situación, sin quitar la vista de la carretera. El Negro encendió lentamente un porro de mariguana luego de ajustar los bordes del papel de liar con unos dedos que brillaban de grasa, las uñas cortas pero negras de mugre; al encenderse el porro crepitó más de lo habitual por culpa de la grasa accidentalmente untada. 'Bueno, pues aquí me tienes', dijo el Negro, 'ya sabrás mucho de mí y querrás tocarme. Es justo: me estás llevando a mi casa, ¿pero podemos ir por unas cervezas primero? Podemos hacer lo que quieras', dijo. A la sorpresa y el disgusto de haber sido sorprendido, le siguió la turbación del cuerpo que se le ofrecía. Se volvió fugazmente para apreciarlo, una visión distinta de las muchas que tuvo en la red sin profundidad ni olor a taller o mariguana. Recordó de golpe a los drogadictos de su vida. A Gustavo y Carlitos. A Dany y el Nayarita. Al del crucero del Periférico y la Calzada cuando no existía el paso a desnivel. ¡Tanta gente de pensamiento impenetrable y cuyo carácter enigmático alimentó el deseo! ¡tanta conducta inexplicable y generosa! Grandes. Grandísimos. Apariciones. Se detuvo frente al depósito de cerveza y le extendió al Negro un billete. Lo miró entrar y salir de la tienda, acariciarse la melena con los dedos, mover la cadera y la u ve de su torso. No tenía ninguna curiosidad por saber cómo es que el Negro lo había identificado; tampoco por saber si era un ardid.
Continuaron el camino alternando silencio con sorbos de cerveza; él rechazó un porro que le ofreció el Negro y éste a su vez rechazó un cigarro que él le ofreció, advirtiendo que 'el tabaco mata'. Cuando decidió dar vuelta para internarse en los cultivos, el Negro no se inmutó ni preguntó a dónde iban. En la parte más profunda de aquella brecha por la que conducía ya muy lentamente, con el sol del ocaso haciéndose fuego rojo detrás de los maizales, pensó en las muchas amistades que habían terminado absorbidas por sus familias o trabajos o distantes geografías, pensó en el hecho de que nunca le habían interesado realmente y que sólo pudo reconocérselo hasta que se divorció. Se detuvo y apagó el motor. Los graznidos de pájaros fueron entonces audibles, el ulular del viento por entre las hojas, el chirrido de los grillos. 'Yo tampoco soy libre', dijo de pronto el Negro llamándole por su nombre y quitándose los pantalones sin soltar el porro de entre sus labios. Entrecerraba los ojos por el esfuerzo, marcando su musculatura con cada movimiento hasta que el tatuaje en su pecho quedó al descubierto. Luego, desnudo de la cintura hacia abajo y arremangándose las mangas de la camisa, le puso una mano en la entrepierna llamándole otra vez por su nombre. 'No te creas que eres el único, pero no puedo ofrecerte más que mi cuerpo. Sé que esperarías que todo fuera diferente, que alguno de los que has estado cazando estuviera a la altura, pero para la gente como tú no hay palabras correctas, apenas actos, gestos, circunstancias... yo también soy cazador, ¿ves?', dijo ceceando graciosamente. 
Y diciendo esto el Negro le desabotonó el pantalón y la camisa, excitado por la posibilidad de que al otro se le pasara la mano... 'Pero eso sólo pasa en las películas', pensó el Negro con el cuello cada vez más dulcemente apretado. 'Sólo en las películas', gimió por última vez con ojos de hipnotizado. La luna y las estrellas allá arriba.

jueves, agosto 08, 2019

Tregua

Convocados por él, que sólo estaba de visita en la isla, nos habíamos reunido en uno de los comedores de la residencia a compartir quesos y vinos. Era uno de esos largos anocheceres de verano inundados de aire tibio, de luz suspendida que tardaba horas en retirarse convirtiendo paulatinamente los follajes verdes de los árboles en sombras siniestras. También él había vivido, hacía muchos años, entre las rugosas paredes de la residencia que, forradas de material sintético, semejaban el interior agobiante de abetunados pasteles, salpicados aquí y allá por hinchazones o manchas de humedad que todos habíamos examinado durante nuestras largas horas de exilio, a veces meditando sobre preocupaciones concretas que rápidamente derivaban en desproporcionadas amenazas, a veces sin objeto como quien se halla fuera de sí, al margen del lejano sonido del tranvía o de los estridentes chillidos de las ratas. Se hallaba cordial y calmo, contrario a su costumbre, matizando sus opiniones y conciliando extremos con argumentos demasiado simples para un hombre de su complejidad, no me resultaba precisamente agradable a pesar de que los demás se mostraron muy complacidos con su obsecuencia y aprovecharon para hablar más de lo que solían en su presencia. Me sorprendí echando de menos al hombre enérgico y contundente que discutía siempre en los términos más absolutos, ya sobre la doble moral de los hombres de la isla que nos habían reclutado, ya sobre la sin moral de la que huimos cada uno de nosotros para venir a la isla, seguro de sí mismo aun frente a la autoridad de quienes se hallaban por encima de él en la jerarquía y cuyos dobleces era capaz de detectar con sólo escucharlos durante unos minutos, tan respetado como aborrecido. Ahora parecía otro, uno más cercano a la mayoría de los hombres que o bien carecen de inteligencia o bien han debido ocultarla para hacerse perdonar, aunque sólo sea por sí mismos, inconsistencias o puntos ciegos: el enamoramiento que les ha humillado, el exceso que les avergüenza, la justificación que desapareció para actos otrora calificados de brillantes o divertidos; su parsimonia era el cómodo manto bajo el cual cobijaba sus contradicciones en vez de enfrentarlas, su circunspección una forma alevosa e intelectualmente mortal de hermanarse con los demás, aquello que los cristianos llaman un acto de contrición y que no es otra cosa que la puesta en marcha de una humildad artificial que reniega de la razón para expiar culpas morales que poco o nada tienen que ver con lo que se discute. '¿Qué pudo haber ocurrido?', me pregunté mientras oía las campanadas del último tranvía y me mojaba los labios con el vino, 'si antes denunciaba las siempre novedosas y sutiles formas de la corrupción de instituciones y hombres sin arredrarse, si se detenía en el examen de sus experiencias más íntimas o escandalosas extrayendo aquí y allá afirmaciones de orden filosófico o simples bromas, si denostaba la ceremonia y la oficialidad con tanto rigor lógico y originalidad como hubieran deseado sus enemigos, ¿qué culpas reales o inventadas ha adquirido para bajar la guardia ahora y no sentirse más en condición de criticar la realidad con sus habituales severidad y exactitud?, ¿qué aspecto esencial de su vida ha salido tan mal como para robarle la energía de una certeza básica que hasta entonces no le había faltado, ese punto de partida al que siempre se puede volver tras las escaramuzas y batallas?'. Los demás se hallaban complacidos con el tono atildado de la reunión, comprendidos y reivindicados, así lo demostraba la moderación de sus risas y la equilibrada repartición de la palabra, pero también la corrección, casi elegancia, con que administraban la ingesta de vinos y quesos, casi como actores que se reúnen tras la última representación de una temporada exitosa, cansados pero felices, disfrutando de una tregua en sus conflictos y diferencias, suavemente mecidos por el alcohol mientras afuera el aire tibio sopla entre las hojas de los árboles que finalmente se han fundido con la obscuridad de la noche. Ellos no podían percibir mi insatisfacción porque siempre había sido el más callado de todos, pero yo me hallaba muy ocupado tratando de comprender cómo un hombre de esas características, que tanto en la isla como en nuestra inmoral tierra natal era temido por su atinada causticidad, que era tan incómodo como imprescindible para el avance de las sociedades donde aparecía, había podido renunciar a su cualidad más notable para mayor satisfacción de todos los presentes a los que no parecía importar el sacrificio de la inteligencia y el sentido, de la afirmación y el ingenio, con tal de sentirse superficialmente aceptados y aún precariamente queridos, sujetos de una vacua condescendencia obsequiosa y ruin. 'Los seres humanos', me dije con repugnancia, 'prefieren pasar la vida consolándose unos a otros de la forma más insustancial, abjurando de cualquier penetración, alejados de toda profundidad; disfrazan de humildad la más asquerosa de las ambiciones que consiste en el rebajamiento sistemático de todo lo que sobresale para sacudirse la envidia, ya tratando de ofuscar a los hombres de talento bajo el pretexto de una amistad, ya trivializando sus obras mediante argumentos igualitarios, cuando éstos se resisten los condenan al ostracismo o al exilio, se garantizan así chapotear hasta la muerte en el tranquilizante miasma de su mediocridad, apenas preocupados por los ocasionales aguijonazos retóricos de talentos que no debieron aparecer en medio de ellos'. Así pues al despedirnos, una vez se acabó el vino y quedaron vaciados de queso los platos, mientras nuestras voces hacían todavía más eco en los pasillos de la residencia por efecto de la madrugada, le extendí la mano y me apartó un momento del resto que se alejaba con destino a sus distintas habitaciones. 'Se trata de mi mujer y mis hijas', me dijo sin preámbulos, 'que se han marchado hace ya mucho tiempo y no sé nada de ellas'. ¿Había venido a la isla por ellas? ¿estaban aquí? 'Pero me recuperaré. Tranquilícese', me dijo sonriendo y pasando una de sus grandes manos por mi cabeza como si aún fuera un niño. Me limité a asentir. Se perdió camino a su habitación y partió al día siguiente de vuelta a Santa Teresa.