lunes, agosto 26, 2013

Fiebre

La mayor preocupación de mi padre durante uno de sus peores episodios de fiebre fue recordar el código de sus tarjetas bancarias. Cada diez o quince minutos gritaba un número distinto al anterior, variaba alguna cifra, volvía a un código previo asegurando que ese era el bueno.
—Esta vez estoy seguro, ¿me oyen? Si llego a morirme de veras este es el código que deberán usar. No recuerdo quiénes son los beneficiarios registrados, pero ahora quiero que sean Ustedes. Les voy a ahorrar un montón de papeleo y malos tratos: es mejor que ordeñen las cuentas paulatinamente por medio de la tarjeta, sin llamar la atención, sin siquiera aportar más datos a los bancos que ya de por sí nos tienen cogidos de los huevos.
—No seas ridículo, por favor, nadie se muere en tu estado— respondió mi mamá.
—Y yo no quiero su dinero— le dije yo interrumpiéndola —Es capaz de venir del otro mundo a echarme en cara lo que ha hecho por mí.
—¡Dejen de perder el tiempo y anoten! Ochenta y ocho treinta, sin duda. ¿O treinta y seis? Lo mejor en estos casos es no presionar la mente. Debo pensar en otra cosa urgentemente. ¿Recuerdas cuándo fue la última vez que estuve en el hospital, querida?
—Hoy no irás al hospital. Tienes treinta y nueve de fiebre, estuviste como quinceañero jugando con la perra en el patio, descalzo y en medio de la lluvia, ¿qué creías que iba a ocurrir?
—Hacía calor. Y eso no fue lo que pregunté. Fue hace casi veinte años, cuando estudiaba el doctorado en Francia y hacía frío, ¿recuerdas? Acababa de pasar mi cumpleaños, había adelgazado mucho en los meses previos, me fui a la cama tranquilamente luego de zumbarme una cacerola de macarrones con pesto y luego un café con pain au chocolat...
—O sea que nunca supo comer como la gente...
—No le hagas caso a tu padre, por Dios, ¿no ves cómo le gusta inventar cosas?
—Comía grandes cantidades de todo y no engordaba, ¿ves? En cambio tú no has llegado a mi edad y ya te cuelgan las carnes, crío cabrón. Pero es mejor así, porque yo estaba adelgazando sin parar a pesar de que llegué al extremo de levantarme en la madrugada para comer algo y pensar en tu madre. Creí que era nostalgia, pero estaba enfermo..
—¿Qué fue entonces? Dígalo ya, no ande con rodeos que me aburre.
—Cuando llegó la mañana quise levantarme y sentí ese hormigueo que sucede al sueño tras ciertas noches densas y muy húmedas en que simple y sencillamente el alma se nos va a otra parte y encuentra mucho trabajo en volver a ocupar el cuerpo que habita.
—¿Estaba borracho?
—Que no, hombre, fue mi cumpleaños el día anterior, pero no tenía amigos, ¿con quién iba a beber vino, por dios?
—¿De verdad no has escuchado a tu padre contar esta historia? Yo se la he oído mil veces y siempre es diferente. Obviamente es falsa...
—¿Entonces qué pues? Continúe, le digo.
—Quise levantarme y no pude. Sí, sí, tal como lo oyes, no pude. Sentía pesadas las piernas y los brazos, pensé que mi modorra extrema se quitaría con la ducha, pero apenas bajé las piernas y quise ponerme de pie, me derrumbé por el suelo golpeándome en una costilla con la mesita de noche.
—Golpe del que por supuesto nunca tuve noticias, querido. Además, la última vez era una costilla rota.
—No me rompí nada, sólo me lastimé y mi primera reacción fue reírme, ¿pueden creerlo? ¡Qué risa! Pensé en la gracia que nos haría a mí y a mi compadre saber de semejante absurdo y reírnos como desquiciados, con esos ataques de risa conjuntos que nos daban a veces, qué bueno era el compadre...
—Se está desviando otra vez— le reconvine— ¿Quiere hablar de su compadre o de la última vez que estuvo en el hospital?
—Qué mareo tengo, por dios, ¿me das otro paracetamol? Gracias. Bueno, pues me fui arrastrando hasta la ducha. Ahí comprobé que podía pararme siempre que no flexionara mis piernas, pues apenas se produjera el mínimo ángulo me iría al suelo sin piedad. Me duché como pude, me vestí, no negaré que me caí todavía un par de veces más antes de salir de la habitación.
—¿Y el teléfono? ¿No pensó en llamar a nadie?
—No tenía amigos, ¿cuántas veces te lo voy a repetir? Además, ¿te das cuenta tú de lo ridículo que suena eso? ¿quién en urgencias se va a tomar en serio la llamada de un tipo que apenas contiene la risa y te suelta 'oiga, sucede que no me puedo parar, no sé qué pasa, pero no me puedo parar'? ¡No jodas!
—¿Y de qué se reía pues?
—Yo qué sé, primero del absurdo, luego quizá de miedo. Pero yo iba dispuesto a trabajar, ¿eh? No creas que me duché y me vestí para salir a la recepción de la residencia pidiendo auxilio. Yo iba a trabajar convencido de que ese increíble adormecimiento de piernas se me pasaría conforme avanzara el día sentado en mi oficina programando unas líneas más de código y escribiendo otros párrafos del último artículo y provocando a mis colegas musulmanes del laboratorio con esas conversaciones encendidas sobre religión y costumbres en medio de cafés cargadísimos y tabaco de mascar. Iría a trabajar, sí, pero había un obstáculo.
—Aquí está el paracetamol. A ver si con esto nos dejas ver la película, caramba, ni me dejan oír. Mmm... treinta y nueve y medio, querido, quizá de verdad vayas de nuevo al hospital.
—Déjelo terminar, Ma. ¿Qué fue lo que no lo dejó trabajar? ¿Le diagnosticaron un caso extremo de hueva?
—Ninguna holgazanería, idiota. Vivía en el cuarto piso, el último de estas residencias de mierda. Había dos elevadores en nuestra ala y ambos estaban descompuestos: había que bajar por las escaleras de caracol, que eran de piedra, estrechas, mal iluminadas. Ah, recuerdo que esa fue una de las primeras palabras que aprendí del francés: colimaçon, escalera de caracol, la aprendí del primer libro que leí en esa lengua y que me prestara el Dr. Del...
—Al grano pues, ¿qué le pasó en la escalera?
—Me caí dos veces. La gracia que la parálisis me había dado al principio empezó a desaparecer: llevaba la mochila con la portátil y temí que le hubiera pasado algo, pero aguantó, aguantaría mucho más (me duró diez años). Así llegué hasta la planta baja y empujé la puerta que separaba estas horribles escaleras del largo y ancho pasillo que comunicaba todas las alas con la recepción. Lo recorrí como Frankenstein tratando de no flexionar las piernas, controlando la distribución de mi peso, sujetándome de los extintores anclados a la pared, de los mangos de las puertas, de los quicios de las escasas ventanas, y cuando ya estaba frente a la recepción con una mano sobre la hilera de buzones del edificio D, la femme de ménage (fíjate tú qué elegante es el francés hasta para nombrar micifuzas) me saludó como hacía cada mañana y apenas intenté levantar la mano para responderle, me fui al suelo.
—¿Ahora resulta que querías saludarla? No me digas, querido. Esto sí es novedad. En las otras veinte versiones ella sólo te ve caer y acude para ver qué te ha pasado.
—¿Qué hizo entonces? ¿lloriquear como hace ahora? ¿o también se puso a decirle a todo mundo sus códigos bancarios?— le piqué.
—Ya no me dejaron levantarme y me vi obligado a admitir que no podía caminar, luego vino la ambulancia y de ahí al hospital. Ellos se hicieron cargo, ¿ven? En cambio Ustedes me dejarían ir ahora mismo al Ártico si se me diera la gana.
—Pero no se te da, querido. Lástima. Y mira, parece que la fiebre está cediendo— le dijo mi madre con aire triunfal mostrándole un termómetro en el que mi padre sin gafas no alcanzaría a leer absolutamente nada.
—Cómo inventa historias Usted, mejor me voy a mi cuarto.
En internet probé todos los códigos que mi padre gritaba (no me hacía falta anotar, siempre he tenido buena memoria): todos eran falsos. Pero al salir frustrado de mi habitación me encontré al lado de la mesita del teléfono una revista francesa de medicina en uno de cuyos artículos se reportaba el caso de un individuo de origen hispano al que diagnosticaron una enfermedad extraña luego de levantarse sin poder caminar un jour après son anniversaire.
'Ese viejo', dije sonriendo para mis adentros, 'ni siquiera hace sus propias historias'.