domingo, enero 25, 2015

Solemnes cabrones

Una característica habitual de los hijos de puta es su propensión a la solemnidad. Ya se trate de grandes corruptos financieros o administrativos, curas pederastas o ayatollahs genocidas, incluso del oscuro académico que engorda sus bolsillos dirigiendo tesis fraudulentas en las que es incapaz de poner las competencias técnicas de que carece, todos ponen caras largas y jetas endurecidas, ceños fruncidos y reconcentrados, cuando se trata ya no sólo de ceremonias o actos oficiales, sino de meros diálogos con subordinados y conocidos, conversaciones de pasillo, diálogos de fin de semana y hasta pláticas familiares con sus esposas e hijos.
Imagino que la disciplina impuesta por la educación que exige no reírse ni soltarse un pedo durante la misa, termina por filtrarse hasta las capas más profundas de la persona, convertida así en un consumado autómata cuyo núcleo está protegido por su hipocresía. Bien es verdad que esta última es civilización, lubricante social, base de una cordialidad que, como los vasos de agua, no se le niega a nadie en principio; pero de ahí a convertirla en la herramienta por la que nos convencemos de nuestras intrínsecas bondad y pureza mientras nos manchamos las manos de sangre, no hay sino un paso.
Pensaba en todo esto a propósito de los recientes atentados contra el semanario Carlitos, en aquel país donde la Doctora Vergobitch obtuvo su doctorado. ¿Cómo, habiendo pasado años en aquella nación tan antigua, jacobina, reina de la sátira y el sarcasmo, revolucionaria de la ilustración e inspiradora de ateos y artistas y escritores, pudo la Doctora Vergobitch terminar convertida en una perra histérica y mojigata que no podía resistir la menor crítica u observación? ¿Cómo pudo convivir el complejo de inferioridad mexicano en toda su holgura xenófoba y obscurantista con la sociedad incluyente y burlona de los Voltaire, los Sartre, los Coluches? Quizá de la misma manera en la que muchos musulmanes se instalan ahí, se mantienen aislados y resentidos, se reproducen como conejos y un buen día revientan, si bien la Doctora Vergobitch no pertenece a una cultura como la japonesa o la árabe donde se admire el honor hasta el punto de llegar a harakiris y yihads. No. La Doctora Vergobitch pertenece a una sociedad anodina y pía, célebre por su ignorante indiferencia disfrazada de pacifismo, sede de millones de crímenes diarios de pequeña escala que sumados producen un gran total de corrupción al que luego se denomina folclóricamente "usos y costumbres"; la Doctora ha reunido títulos académicos para los que su patria tortillera le ha becado y obtenido a temprana edad una plaza en una unidad de investigación cuyo prestigio ya no necesita de hechos para sustentarse: se alimenta de su propio prestigio; la Doctora ha demostrado su independencia como científica por casi veinte años incluyendo en sus publicaciones los nombres de otros científicos de menor escala que se acogen a su generosidad, aunque paradójicamente éstos sí cuenten con trabajos sin más coautoría que la de sus estudiantes.
¿Entonces qué pueden tener en común la Doctora Vergobitch y los asesinos del semanario Carlitos? Allá por 1998 la Doctora Vergobitch creyó verse en una caricatura de la misma manera en la que los asesinos creyeron ver en otra el rostro del Profeta Mohammed. No es que conozcamos el rostro de este último ni que la abstracción de unos monos mal hechos sean claramente el rostro consumido por el acné de la Doctora Vergobitch. No. Es que tanto asesinos como doctora han realizado en sus tiernos cerebros esa paranoica operación de metonimia que confunde la representación con el objeto. Es que da igual que se explique a necios lo que por definición tienen voluntad de ignorar: ella ya decidió que lo que el papel le devuelve es su imagen y ellos ya establecieron que se les ha tocado lo más sagrado al dibujar a un hombre barbado con una bomba en la cabeza. Poner en duda la ofensa significaría lo mismo que descreer de una patada en los huevos. La caricatura, sombrero caído que recogen los afectados para tocarse con él, pellizca la solemnidad y resquebraja la hipocresía con que se juzgan a sí mismos. Y ya lo dice el viejo adagio: la risa es la que chinga.
Pero los así difamados por su psicología retorcida no se conforman con que desaparezca aquello que cuestiona su seriedad: exigen además el reconocimiento de sus buenas intenciones y el sometimiento de curiosos y transeúntes. En el auditorio gris donde nos habían reunido a los profesores para informarnos de las nuevas disposiciones para el registro de asistencia a clases, que implicaban encender el equipo, entrar a un sistema, registrar entrada y salida del profesor en intervalos específicos de tiempo, así como el pase de la lista de estudiantes a través del mismo, el presentador aclara que "para agilizar las cosas" puede pasarse asistencia en papel y luego, cada semana, pasar el registro al sistema informático. Un profesor levanta la mano. Tiene tres grupos y un total de dieciocho clases a la semana. Pregunta: ¿debe pasar lista en aula y además pasar el registro al sistema para todos ellos? Otro profesor le contesta que sí, que la ventaja está en poder hacerlo dos veces. Irritado, el presentador pregunta si alguien más desea contar otro chiste. En suma: el propio presentador que sugirió agilizar las cosas registrando asistencia en papel para luego hacerlo en sistema, se enfurece porque ello es traducido como lo que es: "trabajar doble". En otras palabras, no le asiste a uno ni el derecho a reírse de uno mismo, aunque sea uno el que haga ese trabajo, porque puede pensarse que nos reímos de la estupidez de quienes orquestaron las medidas. Como buenos hijos de puta en cuyo comportamiento estarían de acuerdo los Castro, los Hitler, los Pol Pot, los Kim Jong-Un de todos los tiempos, no sólo quieren dar por culo, sino que esto sea agradecido por los afectados con una salva de aplausos.
Acaso debamos quejarnos menos. Acaso debamos estar agradecidos con la cultura de corrupción del país que favorece la holgazanería y el comfort, incompatibles de momento con las armas que un buen día podrían tomar la Doctora Vergobitch o el simpático presentador para hacerse obedecer y respetar. Que siga la fiesta, como se dice por aquí, en paz...

sábado, enero 17, 2015

Ternuritas de academia

Hace años, en alguna conversación, el Doctor Kurva dijo que había emigrado de Rusia a México porque aquí sí había dinero para la ciencia. La corrupción, que en su país de origen había resultado un obstáculo porque no le favorecía, le resultó muy conveniente en el altiplano. Acaso ignoraba que la tradición nacional, firmemente contraria a la ciencia por considerarla extranjera y acaso sospechosa de satanismo, había accedido en las últimas décadas a hacerla su prioridad siempre y cuando estuviera bendecida... por un apellido extranjero: Ross, Halphen, Dreyfus, Tschang, Kamp, Schaeffer, Nakagwasi, Karova, eran los nuevos mexicanos que inundaban las listas de resultados de convocatorias científicas, en cuya ayuda acudió rápidamente el modernísimo expediente de que la nacionalidad es al fin y al cabo un pasaporte, y que pensar lo contrario supone racismo y no sé cuántos otros crímenes contemporáneos. La televisión de los setentas fue pionera del status quo que alguna vez acogería a Kurva y a otros altruístas que desinteresadamente vinieron de todas partes del mundo a cobrar del presupuesto nacional: el mejor científico mexicano se llamaba A.G. Memelovský y su equipo de trabajo eran un sapo, una lagartija, un abejorro y un ratón. Cola más o alas menos, años después el propio Kurva tendría equipos de trabajo similares, aunque morenos.
Amplios han sido los beneficios que esta captación de talentos a nivel mundial ha traído a México, talentos que ya no escogen los aburridos destinos habituales del MIT, Oxford, Cambridge o la Sorbona, inferiores en calidez humana y apoyos gubernamentales, siervos de necesidades de mercado que aquí, mal que bien, se encuentran contrarrestadas por estados re-revolucionarios. Entre estos beneficios se encuentra la cada vez más sofisticada estructura científica del país cuyo principal objetivo debe mucho al viejo propósito del artículo tercero constitucional en alguna de sus versiones: educación gratuita para todos que, so pena de parecer reaccionario o contrario a los intereses de la nación, se traduce en títulos para quien levante la mano y becas para transeúntes más o menos desocupados. Esta democratización de obvios beneficios que ha roto para siempre el elitismo tan perjudicial que suponía que para tener un grado había que demostrar competencia técnica por medio de resultados, ha sido encabezada por los nuevos mexicanos y apoyada frenéticamente por viejos connacionales en puestos directivos y rectorías, creándose una espiral virtuosa de esquizofrenia por la productividad vacua bajo nombres y logotipos muy variados.
Todo ha sido tan rápido que debemos ser comprensivos con quienes han navegado estas turbulentas aguas haciendo cuanto han podido por seguir la corriente aceptablemente. Tal es el caso, por ejemplo, del Doctor Herrumbre, a quien alguna de las siglas bajo las cuáles se agrupa la ciencia mexicana becó durante tres años para que realizara un doctorado aparentemente indispensable para su pobre universidad de provincia. El hombre fue e hizo cuanto pudo, sufriendo indeciblemente en las calles del Reino Unido, por cuanto aquella sociedad prescindía de las tortillas de harina, obligaba al aprendizaje de un idioma que no era de dios y encima exigía algo más que su sola presencia para otorgarle el título de doctor que presuntamente buscaba. No le compensaba, desde luego, la percepción simultánea de su sueldo y su beca, el pago de sus billetes de avión para ir y venir de vacaciones a su patria, el aumento de sueldo al que por su nuevo grado podría aspirar al volver al país. Volvió a su tierra, señoreó cursos con autoridad de doctor sin título en su universidad, le fueron otorgadas responsabilidades, su trasero engordó. Tímidamente, el organismo que lo becó utilizando recursos públicos, le ha pedido que consiga por favor, si fuese tan amable, el título para el que se le concedió la morralla de su beca. A regañadientes, fastidiado como es lógico, el Doctor Herrumbre se ha hecho asesorar por el Doctor Tribilín en cuya contratación participó, como estudiante de doctorado de la propia institución en que ambos trabajan. No es fácil, desde luego, porque encima de estudiar y seguir las instrucciones de su nuevo asesor, debe dar clases y atender otras muchas responsabilidades. Pero sus jefes son comprensivos y pacientes, como lo prueba el hecho de que hayan esperado durante años y tras varios cambios de asesor, la titulación, ya no de doctor, sino de maestro, del Ingeniero Bizarro. Son jefes generosos, de sonrisa meliflua, ropa planchada y vida familiar intachable. Saben que están educando, orientando, moldeando a estos muchachos de cuarenta años que, caramba, han tenido una vida difícil.
Difícil ha sido, también, la historia de la Doctora Perica, que en una conversación reciente se mostró sorprendida de la existencia de un concepto denominado conflicto de interés y al que se aludió con motivo de que fungiera como asesora de doctorado de su marido. Sí, el marido de la Doctora Perica, a quien como al Doctor Herrumbre también se le dieron dineros y ahora se le pide, de favor, muy amablemente, que tenga la bondad de mostrar el título que fue a adquirir cobrando beca y sueldo y que ya no podrá tener por parte de la institución a la que fue, es ahora el estudiante de su esposa. Es muy tierno, si se piensa en ello con la generosidad de quien comprende que todos somos seres humanos, con la valentía de quien no le tiene miedo a ser despedido y con la sencillez de quien comparte sus cuitas familiares con el gran público. Y es la ternura, sin duda, el sentimiento que ha ganado sobre la mezquindad de los que se extrañan de este incesto académico que sólo está motivado en engrandecer a este país y beneficiar a la universidad provinciana. Que la Doctora Perica saque beneficios económicos de esta asesoría a través de programas de estímulos, es secundario, ¿por qué no habría de hacerlo si es su trabajo?
Pero el Estado es celoso de sus impuestos y no lleva bien la competencia. La suerte del Ingeniero Bizarro, del Doctor Herrumbre o del esposo de la Doctora Perica, no pudo ser compartida por el Loco Agustín, quien una buena mañana e inspirado por el ambiente empresarial de los tiempos que corren, se puso a cobrar un billete de los del rojo sapo-pintor a cada estudiante que quisiera aprobar la materia que impartía por este método alternativo. Se hicieron consultas. Se preguntó a estudiantes. Se hicieron pesquisas. Se preguntó a colegas. Cuando por fin se tomó la decisión, se preservó la elegancia y no se le insinuó siquiera que la razón por la que se le asignaba a una oscura comisión fuera de aulas era su competencia desleal en materia de cobros. ¿Despedirlo? Ni pensarlo. Ya lo dijo Kurva en otra de sus célebres citas: chiste es vivir bien.