sábado, enero 17, 2015

Ternuritas de academia

Hace años, en alguna conversación, el Doctor Kurva dijo que había emigrado de Rusia a México porque aquí sí había dinero para la ciencia. La corrupción, que en su país de origen había resultado un obstáculo porque no le favorecía, le resultó muy conveniente en el altiplano. Acaso ignoraba que la tradición nacional, firmemente contraria a la ciencia por considerarla extranjera y acaso sospechosa de satanismo, había accedido en las últimas décadas a hacerla su prioridad siempre y cuando estuviera bendecida... por un apellido extranjero: Ross, Halphen, Dreyfus, Tschang, Kamp, Schaeffer, Nakagwasi, Karova, eran los nuevos mexicanos que inundaban las listas de resultados de convocatorias científicas, en cuya ayuda acudió rápidamente el modernísimo expediente de que la nacionalidad es al fin y al cabo un pasaporte, y que pensar lo contrario supone racismo y no sé cuántos otros crímenes contemporáneos. La televisión de los setentas fue pionera del status quo que alguna vez acogería a Kurva y a otros altruístas que desinteresadamente vinieron de todas partes del mundo a cobrar del presupuesto nacional: el mejor científico mexicano se llamaba A.G. Memelovský y su equipo de trabajo eran un sapo, una lagartija, un abejorro y un ratón. Cola más o alas menos, años después el propio Kurva tendría equipos de trabajo similares, aunque morenos.
Amplios han sido los beneficios que esta captación de talentos a nivel mundial ha traído a México, talentos que ya no escogen los aburridos destinos habituales del MIT, Oxford, Cambridge o la Sorbona, inferiores en calidez humana y apoyos gubernamentales, siervos de necesidades de mercado que aquí, mal que bien, se encuentran contrarrestadas por estados re-revolucionarios. Entre estos beneficios se encuentra la cada vez más sofisticada estructura científica del país cuyo principal objetivo debe mucho al viejo propósito del artículo tercero constitucional en alguna de sus versiones: educación gratuita para todos que, so pena de parecer reaccionario o contrario a los intereses de la nación, se traduce en títulos para quien levante la mano y becas para transeúntes más o menos desocupados. Esta democratización de obvios beneficios que ha roto para siempre el elitismo tan perjudicial que suponía que para tener un grado había que demostrar competencia técnica por medio de resultados, ha sido encabezada por los nuevos mexicanos y apoyada frenéticamente por viejos connacionales en puestos directivos y rectorías, creándose una espiral virtuosa de esquizofrenia por la productividad vacua bajo nombres y logotipos muy variados.
Todo ha sido tan rápido que debemos ser comprensivos con quienes han navegado estas turbulentas aguas haciendo cuanto han podido por seguir la corriente aceptablemente. Tal es el caso, por ejemplo, del Doctor Herrumbre, a quien alguna de las siglas bajo las cuáles se agrupa la ciencia mexicana becó durante tres años para que realizara un doctorado aparentemente indispensable para su pobre universidad de provincia. El hombre fue e hizo cuanto pudo, sufriendo indeciblemente en las calles del Reino Unido, por cuanto aquella sociedad prescindía de las tortillas de harina, obligaba al aprendizaje de un idioma que no era de dios y encima exigía algo más que su sola presencia para otorgarle el título de doctor que presuntamente buscaba. No le compensaba, desde luego, la percepción simultánea de su sueldo y su beca, el pago de sus billetes de avión para ir y venir de vacaciones a su patria, el aumento de sueldo al que por su nuevo grado podría aspirar al volver al país. Volvió a su tierra, señoreó cursos con autoridad de doctor sin título en su universidad, le fueron otorgadas responsabilidades, su trasero engordó. Tímidamente, el organismo que lo becó utilizando recursos públicos, le ha pedido que consiga por favor, si fuese tan amable, el título para el que se le concedió la morralla de su beca. A regañadientes, fastidiado como es lógico, el Doctor Herrumbre se ha hecho asesorar por el Doctor Tribilín en cuya contratación participó, como estudiante de doctorado de la propia institución en que ambos trabajan. No es fácil, desde luego, porque encima de estudiar y seguir las instrucciones de su nuevo asesor, debe dar clases y atender otras muchas responsabilidades. Pero sus jefes son comprensivos y pacientes, como lo prueba el hecho de que hayan esperado durante años y tras varios cambios de asesor, la titulación, ya no de doctor, sino de maestro, del Ingeniero Bizarro. Son jefes generosos, de sonrisa meliflua, ropa planchada y vida familiar intachable. Saben que están educando, orientando, moldeando a estos muchachos de cuarenta años que, caramba, han tenido una vida difícil.
Difícil ha sido, también, la historia de la Doctora Perica, que en una conversación reciente se mostró sorprendida de la existencia de un concepto denominado conflicto de interés y al que se aludió con motivo de que fungiera como asesora de doctorado de su marido. Sí, el marido de la Doctora Perica, a quien como al Doctor Herrumbre también se le dieron dineros y ahora se le pide, de favor, muy amablemente, que tenga la bondad de mostrar el título que fue a adquirir cobrando beca y sueldo y que ya no podrá tener por parte de la institución a la que fue, es ahora el estudiante de su esposa. Es muy tierno, si se piensa en ello con la generosidad de quien comprende que todos somos seres humanos, con la valentía de quien no le tiene miedo a ser despedido y con la sencillez de quien comparte sus cuitas familiares con el gran público. Y es la ternura, sin duda, el sentimiento que ha ganado sobre la mezquindad de los que se extrañan de este incesto académico que sólo está motivado en engrandecer a este país y beneficiar a la universidad provinciana. Que la Doctora Perica saque beneficios económicos de esta asesoría a través de programas de estímulos, es secundario, ¿por qué no habría de hacerlo si es su trabajo?
Pero el Estado es celoso de sus impuestos y no lleva bien la competencia. La suerte del Ingeniero Bizarro, del Doctor Herrumbre o del esposo de la Doctora Perica, no pudo ser compartida por el Loco Agustín, quien una buena mañana e inspirado por el ambiente empresarial de los tiempos que corren, se puso a cobrar un billete de los del rojo sapo-pintor a cada estudiante que quisiera aprobar la materia que impartía por este método alternativo. Se hicieron consultas. Se preguntó a estudiantes. Se hicieron pesquisas. Se preguntó a colegas. Cuando por fin se tomó la decisión, se preservó la elegancia y no se le insinuó siquiera que la razón por la que se le asignaba a una oscura comisión fuera de aulas era su competencia desleal en materia de cobros. ¿Despedirlo? Ni pensarlo. Ya lo dijo Kurva en otra de sus célebres citas: chiste es vivir bien.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Todo parece indicar que los hijos de Leaño no son bien vistos por el laico sistema educativo mexicano.

Miguel Ángel Bernal Reza dijo...

Ni por el confesional, por supuesto...

Miguel Ángel Bernal Reza dijo...

Mire Vuesa Merced, parece que el conflicto de interés no es tal, sino otro más de nuestros usos y costumbres...
http://www.letraslibres.com/blogs/el-minutario/ayotzinapa-entender-la-mitad

Anónimo dijo...

Vaya, puedes decirle al Chapo que el Itson no es sólo cmo el Iteso sino como una Yale pública!!!!!

Anónimo dijo...

De hecho si combinas Chapo y Yale, podrían renombrar al Itson como "Universidad de Chale" (se pronuncia chéil).

chenlina dijo...

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