jueves, agosto 11, 2011

Detritus

Baby went to Amsterdam
she put a little money into traveling
now it's so slow, so slow...
-Amsterdam, Peter Bjorn


Salí a fumar al patio y la encontré ahí, en medio de las recién lavadas losas de cemento como una inquietante joya articulada atenta a mis movimientos, sus inútiles alas de queratina a modo de carcasa, sus antenas desafiantes percibiendo el mundo. Un signo de dudosa pertinencia al final de un día de problemas elásticos. Una advertencia más de estar pisando un terreno que no es el propio. Gregorio Samsa, etcétera. La ofuscada noche de Santa Teresa.
Este no era un ejemplar de los ochentas. Aquellas eran cucarachas pequeñas imposibles de atrapar, veloces, escurridizas, menos repugnantes, pero evidentemente menos higiénicas. No había alimento o migaja que se les escapara y en ese sentido eran tan minuciosas como las hormigas, quizá por eso iban reduciendo su tamaño generación a generación en la esperanza de poder algún día confundirse con éstas y ganar desde luego la batalla. Porque un blátido es indestructible, decía mi abuela al cerrar la panera y limpiar -siempre por encima- los restos de la mesa. Luego por las noches ellas se apropiaban de todo mientras mis abuelos y mis tíos se refugiaban en sus camas y yo lo hacía en el viejo catre a los pies de la alcoba, angustiado por la posibilidad segura de ir al baño en la madrugada y verlas divertirse con la mierda (los baños también se limpiaban por encima) y los sabrosos detritus de la regadera.
Mi abuela era como yo, lectora. Revistas de suscripción, bestsellers, periódicos. Anunciaba las telenovelas como si se tratara de funciones de teatro: "Don, ya va a empezar la comedia", le decía a mi abuelo apurándole el cigarro. Nos llevábamos bien, mi abuela y yo, empeñados como estábamos en actuar la verdadera comedia de ser diferentes del resto de la familia, más refinados, más conservadores, también más hipócritas. Nos regodeábamos en el contenido afecto, en nuestra ñoñez, en pasar el trapo por encima de las pequeñas -y a veces no tan pequeñas- manchas familiares. Nunca limpiábamos del todo, como debe ser en las familias de alcurnia. No éramos gringos que desearan abrir las cortinas y desinfectar cada rincón para que muebles sosos y funcionales brillaran como en un quirófano. No. Lo nuestro eran las cortinas pesadas y los recovecos donde se acumula la mugre. El moderado olor a encierro y alquitrán, los muebles ovalados y barrocos en donde el metal acusaba ya cierto óxido y las maderas cierta podredumbre. Una casa, pues, en donde las cucarachas también proporcionaban plusvalía.
Durante el día era imposible verlas, salvo que la cocina quedara cargada de humores y nadie pasara por ahí en más de una hora. Dolly, la perra, solía mantenerlas a raya en el desagüe del patio cuando no estaba ocupada en morderse la cola. Conforme envejeció -y llegó demasiado lejos hasta que mi tío Roberto decidió envenenarla para no seguir limpiando su mierda- se volvió más histérica y dejó de prestar atención a cuanto animal salía por la coladera. Las cucarachas, que se cuentan entre los animales mejor adaptados del mundo, advirtieron pronto que Dolly ya no era un peligro, que podían ir y venir a donde fuera y disfrutar de una variedad de excrementos cuya tasa de producción jamás pudieron igualar a la de consumo. Mi tío Roberto, naturalmente, se los hubiera agradecido.
Mi abuelo, hombre de buen juicio salvo cuando bebía (entonces le daba por amenazar con tomar el coche y largarse, si estaba con la familia; invitar a todos y reír con bromas procaces, si estaba con amigos) advirtió pronto el carácter pernicioso de la relación que yo tenía con mi abuela y tuvo a bien intentar compensarla llevándome a su taller de herrería. Abundaban ahí los trabajadores de todas las edades y de criterios sexuales laxos que no dejaban de tratarme con deferencia por ser nieto del patrón. Por ser rubio y blanco. Por tener manos delicadas y labios muy rojos. Por tener el culo fino. El inmueble era una casa invadida por el polvo metálico, la maquinaria, las piezas de metal pulido y sin pulir, las cajas de polvo para modelado y el patio de fundición donde estaban los crisoles. Unos a otros se agarraban las nalgas en medio de carcajadas, especialmente al momento de vaciar el metal líquido en los moldes, retándose. La radio nunca se apagaba sintonizando música ranchera en "Estéreo Voz". En las paredes se encontraban algunos dibujos obscenos que dejaron mis ojos rojos de tanto releerlos.
El baño del taller era entonces su único refugio. Las cucarachas no tenían ahí nada qué comer, excepto excrecencias, pues el agua faltaba permanentemente y los trabajadores tenían a bien acumular sus heces y meados con entera naturalidad. La primera vez que entré ahí salí con lágrimas en los ojos, asqueado. Creí que nadie me había visto y pensé en salir del taller, cruzar la acera y orinar en el amplio parque de enfrente, detrás de la estatua de Don Belisario Domínguez. Pero Luis, el más joven de los trabajadores, me interceptó y me llevó al baño de nuevo, con una media sonrisa y sin mediar palabra. Desde entonces el olor atroz y las cucarachas que también parecían aturdidas en la atmósfera cargada, me resultaron evocadores. Al final también oriné.
El insecto seguía ahí cuando terminé el cigarrillo, impasible, desprovisto de personalidad como cada forma vacía en este desierto. Sólo veo bultos en Santa Teresa. Noches siniestras recorridas por zombis. El infinito tiempo que resta cuando se acaba la historia. Y esa musiquilla que un borracho ha dejado repitiéndose una y otra vez en la madrugada... So slow, so slow...

jueves, agosto 04, 2011

Delincuentes

Apenas cerré la puerta tras de mí fui al lavabo a lavarme las manos y echarme agua en la cara, agitado, sudoroso aun pese al extraño frío de la madrugada. Tenía los nudillos hinchados, pero no había sangre, apenas un arañón en el brazo derecho, casi nada. A fuerza de verlo en las películas y creer en sus efectos tranquilizadores, me serví medio vaso de brandy e intenté beberlo haciendo gestos de repugnancia a cada trago. Me quité la camisa y me puse la bata por encima, sentándome en el único sillón de la sala y pasándome la mano repetidas veces por la barba, un viejo hábito que siempre reveló en mí nerviosismo y acopio de fuerzas para mentir. Pero esta vez no había interlocutor y el nerviosismo estaba -quizá- justificado: acababa de matar a alguien.
Poseído por el vértigo de la nueva situación -toda persona decente lo experimenta al momento de cruzar la línea, desde una pequeña falta de tráfico hasta aquella indecencia inconfesable- repasaba desordenadamente los detalles de aquella noche, haciendo y deshaciendo la historia como si aun pudiese agregarle o quitarle algo, modificar su curso con sólo concentrarme en el momento de inflexión (hubo varios) o explicarme frente a un juez invisible a fin de que me exonerara. Movía los labios, estoy seguro, quizá agitaba las manos ilustrando las sombras de la noche, tal vez sonreía de vez en cuando confiado en la legendaria impunidad de este país.
"Qué suerte", pensaba, "estar en un sitio así donde casi ningún delito termina por castigarse, aunque luego tenga que pasarse por muchas molestias y vicisitudes para ser abandonado. 'No se probó el delito', dirán, 'no hay elementos' y el caso se habrá caído aunque sea culpable. Qué suerte vivir aquí, después de todo, si estuviera en otro sitio quizá ya estarían deteniéndome y esta noche no me ha visto nadie, no hay evidencias que me inculpen y nadie me asocia a ese hijo de puta. Y quizá no esté muerto, después de todo. Pero aun si viviera no habría modo de encontrarme: él no conoce mi nombre, no recuerda sino vagamente el rumbo por el que vivo y en cuya única visita tuvo la mala idea de robar algo importante, fue él en todo caso quien se lo buscó, quien delinquió primero. En aquella ocasión le invité a subir al carro y aceptó gustoso, '60 euros', dijo, y lo cierto es que además del dinero se llevó mi regalo de aniversario, el hijo de puta, y ahora que lo encontraba otra vez en las calles no iba a desperdiciar la oportunidad de hacerme justicia. Qué bueno que vivimos en este país tan lleno de gentuza imbécil que ni siquiera se esconde. No me juzgarán por esto, nadie me castigará. El caso se archivará sin duda. No pasa nada."
Empezó a caer una llovizna persistente y ligera acompañada de relámpagos. "Está muerto", pensé, "¿para qué mentir?". Había matado a un hombre y ni siquiera me di cuenta cabal de cómo me dejé arrastrar a ello. Ahora no había proporción alguna entre su robo y el castigo que por él yo le había propinado, porque estamos educados en la convicción de que una vida humana vale más que cualquier bien material. Quizá. Sentía claramente una punzada en la boca del estómago recordándome el contagio irreversible de ese virus criminal cuya infección incurable no podría confesarse sin correr el riesgo de ser visto como un peligroso alienado. Había matado y los asesinos -aun los accidentales, aun aquellos cuya profesión lo exige- terminan por ser vistos con natural desconfianza por nuestras sociedades cada vez más bobas y simples, cada vez más incapaces de ver la relación entre lo que se llevan a la boca y los cazadores que cayeron consiguiéndolo. "Hipócritas", murmuré furioso.
Esta noche lo había encontrado en la misma esquina, recargado en la pared con ese bigotito fascista mal recortado. Me reconoció al instante y, extrañamente, no huyó, quizá porque desde el primer momento le sonreí dando a entender que requería nuevamente de sus servicios. Subió al auto y comprobé que me recordaba perfectamente: "¿Vamos a tu casa del Norte?", preguntó enseguida, "Porque si es así prefiero dormirme, ¡queda muy lejos!". Yo aproveché el momento para decirle que no, que prefería que fuéramos a un departamento que tenía ahí cerca, y entonces conduje varias calles de manera errática hasta detenerme en una que me pareció lo bastante obscura. Bajamos del carro y entonces me le acerqué golpeándolo en los bajos. No pudo hablar, claro, pero en sus ojos podía leer el terror, la incomprensión, la sorpresa aun a sabiendas del motivo de aquella golpiza que apenas comenzaba. Sin darle tiempo a más reacción la emprendí contra su cara y costados. Se derrumbó. Le di tiempo de que se levantara balbucenado "No sé de qué me hablas", "Te lo juro que yo no fui", y entonces comprendí el empeño de asesinos y golpeadores por evitar que la víctima hable, por amordazarla o callarla a golpes, por evitar que niegue su culpa y nos seduzca con su mejor tono inocente, impostado o no, pues a fuerza de su insidia llegan a sembrar la duda y entonces se pierde efectividad. Le golpee una vez más en el abdomen y le insté a que se largara de ahí, subí de nuevo al auto y entonces di una vuelta por varias calles hasta volver a dar con él.
Cojeaba tratando de correr tan absorto en su terror que ni siquiera reparó en que era yo de nuevo. Cuando vio las luces del auto me miró por última vez, lo empujé derribándolo sobre aquella rampa -entrada de cochera- y tuve luego espacio para machacarlo con los neumáticos hasta salir de allí sintiendo cómo las llantas hacían golpear algo parecido a palos o piedras contra las salpicaderas del carro. No miré atrás, me largué. Por el camino, pretextando la compra de unos condones, me detuve en una farmacia para verificar el estado del cofre bajo la luz del estacionamiento: no tenía ningún golpe visible. Cerca de casa me crucé con dos o tres patrullas. En el camellón de la gran avenida, como es costumbre en las largas madrugadas de domingo, había un accidente.
Me quedé dormido en el sillón. Al alba, con el cielo todavía gris y la humedad en la calle, llamaron a la puerta, sobresaltándome. "¿Es suyo esto?", fue la pregunta que me hizo el oficial de policía apenas darle los buenos días mientras blandía una de las placas de mi coche. En efecto, me faltaba la delantera. "Pero esto no es una película americana", pensé. "Estaré libre hoy para la cena".