jueves, agosto 04, 2011

Delincuentes

Apenas cerré la puerta tras de mí fui al lavabo a lavarme las manos y echarme agua en la cara, agitado, sudoroso aun pese al extraño frío de la madrugada. Tenía los nudillos hinchados, pero no había sangre, apenas un arañón en el brazo derecho, casi nada. A fuerza de verlo en las películas y creer en sus efectos tranquilizadores, me serví medio vaso de brandy e intenté beberlo haciendo gestos de repugnancia a cada trago. Me quité la camisa y me puse la bata por encima, sentándome en el único sillón de la sala y pasándome la mano repetidas veces por la barba, un viejo hábito que siempre reveló en mí nerviosismo y acopio de fuerzas para mentir. Pero esta vez no había interlocutor y el nerviosismo estaba -quizá- justificado: acababa de matar a alguien.
Poseído por el vértigo de la nueva situación -toda persona decente lo experimenta al momento de cruzar la línea, desde una pequeña falta de tráfico hasta aquella indecencia inconfesable- repasaba desordenadamente los detalles de aquella noche, haciendo y deshaciendo la historia como si aun pudiese agregarle o quitarle algo, modificar su curso con sólo concentrarme en el momento de inflexión (hubo varios) o explicarme frente a un juez invisible a fin de que me exonerara. Movía los labios, estoy seguro, quizá agitaba las manos ilustrando las sombras de la noche, tal vez sonreía de vez en cuando confiado en la legendaria impunidad de este país.
"Qué suerte", pensaba, "estar en un sitio así donde casi ningún delito termina por castigarse, aunque luego tenga que pasarse por muchas molestias y vicisitudes para ser abandonado. 'No se probó el delito', dirán, 'no hay elementos' y el caso se habrá caído aunque sea culpable. Qué suerte vivir aquí, después de todo, si estuviera en otro sitio quizá ya estarían deteniéndome y esta noche no me ha visto nadie, no hay evidencias que me inculpen y nadie me asocia a ese hijo de puta. Y quizá no esté muerto, después de todo. Pero aun si viviera no habría modo de encontrarme: él no conoce mi nombre, no recuerda sino vagamente el rumbo por el que vivo y en cuya única visita tuvo la mala idea de robar algo importante, fue él en todo caso quien se lo buscó, quien delinquió primero. En aquella ocasión le invité a subir al carro y aceptó gustoso, '60 euros', dijo, y lo cierto es que además del dinero se llevó mi regalo de aniversario, el hijo de puta, y ahora que lo encontraba otra vez en las calles no iba a desperdiciar la oportunidad de hacerme justicia. Qué bueno que vivimos en este país tan lleno de gentuza imbécil que ni siquiera se esconde. No me juzgarán por esto, nadie me castigará. El caso se archivará sin duda. No pasa nada."
Empezó a caer una llovizna persistente y ligera acompañada de relámpagos. "Está muerto", pensé, "¿para qué mentir?". Había matado a un hombre y ni siquiera me di cuenta cabal de cómo me dejé arrastrar a ello. Ahora no había proporción alguna entre su robo y el castigo que por él yo le había propinado, porque estamos educados en la convicción de que una vida humana vale más que cualquier bien material. Quizá. Sentía claramente una punzada en la boca del estómago recordándome el contagio irreversible de ese virus criminal cuya infección incurable no podría confesarse sin correr el riesgo de ser visto como un peligroso alienado. Había matado y los asesinos -aun los accidentales, aun aquellos cuya profesión lo exige- terminan por ser vistos con natural desconfianza por nuestras sociedades cada vez más bobas y simples, cada vez más incapaces de ver la relación entre lo que se llevan a la boca y los cazadores que cayeron consiguiéndolo. "Hipócritas", murmuré furioso.
Esta noche lo había encontrado en la misma esquina, recargado en la pared con ese bigotito fascista mal recortado. Me reconoció al instante y, extrañamente, no huyó, quizá porque desde el primer momento le sonreí dando a entender que requería nuevamente de sus servicios. Subió al auto y comprobé que me recordaba perfectamente: "¿Vamos a tu casa del Norte?", preguntó enseguida, "Porque si es así prefiero dormirme, ¡queda muy lejos!". Yo aproveché el momento para decirle que no, que prefería que fuéramos a un departamento que tenía ahí cerca, y entonces conduje varias calles de manera errática hasta detenerme en una que me pareció lo bastante obscura. Bajamos del carro y entonces me le acerqué golpeándolo en los bajos. No pudo hablar, claro, pero en sus ojos podía leer el terror, la incomprensión, la sorpresa aun a sabiendas del motivo de aquella golpiza que apenas comenzaba. Sin darle tiempo a más reacción la emprendí contra su cara y costados. Se derrumbó. Le di tiempo de que se levantara balbucenado "No sé de qué me hablas", "Te lo juro que yo no fui", y entonces comprendí el empeño de asesinos y golpeadores por evitar que la víctima hable, por amordazarla o callarla a golpes, por evitar que niegue su culpa y nos seduzca con su mejor tono inocente, impostado o no, pues a fuerza de su insidia llegan a sembrar la duda y entonces se pierde efectividad. Le golpee una vez más en el abdomen y le insté a que se largara de ahí, subí de nuevo al auto y entonces di una vuelta por varias calles hasta volver a dar con él.
Cojeaba tratando de correr tan absorto en su terror que ni siquiera reparó en que era yo de nuevo. Cuando vio las luces del auto me miró por última vez, lo empujé derribándolo sobre aquella rampa -entrada de cochera- y tuve luego espacio para machacarlo con los neumáticos hasta salir de allí sintiendo cómo las llantas hacían golpear algo parecido a palos o piedras contra las salpicaderas del carro. No miré atrás, me largué. Por el camino, pretextando la compra de unos condones, me detuve en una farmacia para verificar el estado del cofre bajo la luz del estacionamiento: no tenía ningún golpe visible. Cerca de casa me crucé con dos o tres patrullas. En el camellón de la gran avenida, como es costumbre en las largas madrugadas de domingo, había un accidente.
Me quedé dormido en el sillón. Al alba, con el cielo todavía gris y la humedad en la calle, llamaron a la puerta, sobresaltándome. "¿Es suyo esto?", fue la pregunta que me hizo el oficial de policía apenas darle los buenos días mientras blandía una de las placas de mi coche. En efecto, me faltaba la delantera. "Pero esto no es una película americana", pensé. "Estaré libre hoy para la cena".

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