domingo, mayo 31, 2015

Carta a J

Querido J,

Si bien la probabilidad y estadística no nos dicen nada sobre qué ocurrirá enseguida —no del modo en que lo hace una ley física— tampoco sería justo decir que carecen de información. Encuentro dolorosamente lógico que E haya partido de este mundo hace más de veinte años en un accidente automovilístico porque era una muerte a la altura de su clase social y circunstancia. Una calamidad, sin duda, un accidente, pero que no escapaba al terreno de lo verosímil, de lo que el mundo de entonces y en ese sitio donde creció, permitían. Ahora he perdido a C, como bien sabes, el único hijo —y encima adoptivo— que tuve. La compañía alemana que lo contrató aprovechando las ventajas del outsourcing y de los contratos temporales gracias a la tibieza legislativa y la legendaria corrupción de este país, podía prescindir de la vida de uno de sus trabajadores periféricos. ¿Por qué aquí y no en Düsseldorf? ¿De dónde saca su fuerza la acumulativa probabilidad hasta consumarse en estadística? ¿cómo termina en ley física si alguna vez lo consigue? Porque lo cierto es que, como quedó demostrado otra vez, este país reunía las condiciones para que ello se produjera. Éste sí, aquél no, como si de una categoría científica se tratara. ¿O es que todavía mueren personas en sus trabajos ahí en Inglaterra, J? ¿no es algo, digamos, demasiado siglo XIX, demasiado démodé? 
He pensado lo que muchos y tal vez con el mismo desorden, simpleza y falta de rigor: que se antoja decir que tu vida, J, allá en la isla, cotiza más alto que la del fallecido C que vivía en este país de tercera categoría; que fuera de un limitado club de sólidos países cuyo modo de vida, de extenderse al resto del mundo, requeriría los recursos de diez planetas, todos los demás somos más o menos prescindibles, o, en el mejor de los casos, proveedores, sostenedores de ese modo de vida de tus connacionales más frívolos y estúpidos, más irracionales y excesivos (¿pero acaso es distinto aquí? ¿no son mis compatriotas un claro ejemplo de frivolidad y estupidez? ¿o es que las hay de muchos tipos y las nuestras son todavía más primitivas y lamentables, más generalizadas?); que gracias al tipo de personas que aquí vivimos, la vida es más o menos prescindible según qué casos y circunstancias.
Esto último es uno de los aspectos más siniestros, J, y que, habiendo crecido en la isla y apenas pasado algunos años en Praga y Bruselas, quizá te cueste más trabajo comprender: que aquí se pierde la vida, sí, y se corren grandes riesgos como los que se encarga de difundir y amplificar el Departamento de Estado; pero no los corremos todos ni los que los corren lo hacen equitativamente ni de una manera que pueda calificarse (¿cabe la palabra?) justa. Porque C podía perder la vida —y la perdió— dentro de una fábrica en los jardines industriales del Salto, del mismo modo en que E podía perderla —y la perdió— en una carretera acompañado de sus amigos a las afueras del pueblo y con algunas copas encima. Porque C obtuvo su título en una universidad de provincia donde no se forman los que mandan, esos cuya vida —pese a cohabitar la fábrica— no se perdió. Porque C era hijo de campesinos y muy acostumbrado a obedecer y ejecutar, a hacer el trabajo por sí mismo, a no delegar como en cambio sí hicieron esos cuyas vidas no se pierden en las fábricas, sino en algún exceso de júnior, alguno de esos accidentes que provoca el aburrimiento al que viven condenados los que tienen satisfechas sus necesidades básicas y cuyo cerebro no da para más. De este tipo de sociedades estratificadas, J, algo sabrás. ¿Pero qué? ¿Qué piensa una persona austera como tú, un misfit de la isla, acerca de todo esto?
El azar cediendo su lugar a la causa; la probabilidad que se hace estadística, la estadística que se hace ley. Odio el budismo con su estúpida filosofía de renunciar a los apegos y su perogrullada de que la vida es sufrimiento. Soy occidental, J, como tú; excéntrico, tal vez, pero en modo alguno incómodo con la matriz cultural europea. Y en esa matriz se ama y cuesta renunciar a lo amado y se le echa de menos de manera clásica por medio de la nostalgia; se halla consuelo en el amor y desamparo en su pérdida; no nos interesa como occidentales la falsa fortaleza y verdadera alienación que suponen haber renunciado a los apegos. Amar no es para débiles e improductivos. Amar no es contemplativo. Amé a C más de lo que yo creía y he padecido abrir los ojos a la realidad de su ausencia definitiva cada vez que he salido del sueño y entrado en la vigilia. Como bien sabes, no soy un hombre de fe porque la perdí precisamente a raíz de la muerte de E. Pero crecí no sólo como católico, sino como alguien que de verdad sentía la presencia de dios en su persona y en lo que lo rodeaba. Todo eso está perdido, desde luego, o transfigurado en una vida espiritual que confunde poesía con letanía, literatura con evangelio, ciencia con religión. Comprendí, quizá envidié, a quienes encontraban consuelo en sus creencias, a quienes las usaron para explicar —nunca me gustó esa palabra en este contexto— la muerte de C, si bien algunas de sus ideas me parecían no sólo burdas u ordinarias (lo que habría sido disculpable) sino insinceras o directamente deshonestas (gente intentando convencerme de aquello en lo que no creían ni con su corazón ni con su cabeza). ¿Por qué lo hacían? ¿Por los mismos motivos por los que te escribo ahora esta carta? ¿Por la misma razón por la que he comenzado hablando como un contable o notario que consigna o da fe de datos y del marco en el que se inscriben los mismos? 
Es posible que ninguno de ellos tenga paciencia para esperar conclusiones científicas que no llegarán nunca y decida por las buenas echar mano de cualquier cosa para explicar. Contra el azar, la causa. C murió porque dios así lo quería. C murió porque era demasiado bueno. C murió porque así estaba escrito. Porque desde niño se escapaba de la muerte por un tris y ya le tocaba. Porque desde niño su cuerpo y su carácter demostraban que era demasiado delicado para este mundo. Porque dos más cinco son los meses y años en que nos tratamos y las cifras del día de su nacimiento. Porque nos conocimos el dos de febrero y se fue el dos de abril. Porque vinimos juntos hasta Santa Teresa y no hacíamos sino recorrer el argumento de la novela de Bolaño. Porque caminamos juntos hasta el santuario de la virgen de Talpa en una Semana Santa y en otra Semana Santa se fue. Porque esperó a que lo viera por última vez para despedirse. Porque compré una Catrina la mañana del último día en que lo vi, que era domingo, y ese mismo día por la tarde conoció la Barranca de Huentitán con su magnética carga de maniqueísmos de los que tanto di cuenta cuando era joven y escribía poesía. Porque era muy querido. Porque era el primero de su clase. Por lo que sea. Contra la probabilidad y la estadística, la matemática: la anulación del quizá que no nos dice nada sobre el ahora, la imposición del uno más uno igual a tres, aunque no cuadre.
¿Qué es mejor, J, para concluir? ¿qué cursilería o razón científica o asombrosa coincidencia puede paliar el hecho de que ocurrió algo espantoso y que como consecuencia de ello los vivos más cercanos a él nos hemos quedado a lo nuestro, abandonados? Dicen que el más allá, pero comprenderás que tenga mis dudas y ninguna prisa por comprobar nada. Le echo de menos; tal vez sea así de simple.

Nos vemos en la isla. M.