martes, mayo 31, 2011

Una tumba (Ipiranga)


Envejecía de mala manera. Enfermedad y exilio al mismo tiempo en una de esas ciudades grises y llenas de pátina que tanto atraen a los subdesarrollados de todo el mundo para mejor curar sus neurosis tercermundistas y terminar en el mutismo más enajenante. Eran malos tiempos, no diría que terminales, sino de larga e inacabable agonía, transcurridos entre el comedor del barrio latino y las librerías contiguas donde se me veía cada vez con mayor sospecha: la barba demasiado crecida y sucia, la ropa hedionda con lamparones, la mirada vidriosa y angustiada. Ese día, encima, llovía como sólo suele ocurrir en el primer mundo: a escupitajos. En la desesperante parsimonia, tibia y desaseada de la tarde, entré por la cancela abierta de aquel cementerio con la mente en blanco y por ningún motivo.
"Consistencia", pensé para mis adentros, "esa es la marca de los países de verdad": sólo piedras grises y lisas, sólo granito salpicado de blanco o marrón, sólo flores de colores desvaídos entre mármoles solemnes. Me detenía a leer los nombres de algunas lápidas elegidas al azar con las manos cruzadas en la espalda, sólo de vez en cuando interrumpido por el cosquilleo de un hilillo de agua que me obligaba a mesarme las barbas con fruición. Y de pronto la tuve ahí delante, mientras me agachaba a recoger el tabaco que había caído del bolsillo sobre la banqueta húmeda, una tumba modesta y apartada, rematada con un águila verde y un nombre apenas visible: Porfiro Díaz.
"Otra víctima", pensé, "de la incomprensión universal". Hacía años que había zarpado en mi propio Ipiranga hinchado de soberbia y diciendo: "Ahí se quedan, cerdos compatriotas, ignorantes, estúpidos, caínes hijos de puta, tierra maldita que finalmente me escupe incapaz de asimilarme a su inmundicia". Hacía años que experimenté la superioridad de no verme mezclado con ellos, de ver pasar los años sin poner un pie en aquel lugar, de hablar otra lengua y adoptar otras costumbres, de jugar al meteco con relativo éxito sabiendo que me engañaba. Años de trabajo ordenado y de paciente labor, de mantener a raya el desorden y la mancha de los orígenes, de encontrarme al final escindido y abandonado por unos y por otros.
No quería enfurecer con estos pensamientos y me asomé por los cristales de la rejilla. Olía a orines. Entre varias cartas amarillentas e ilegibles había una misteriosa cartulina de factura reciente que decía: "Al Patriarca del exilio. Interior y exterior. Sus hijos centenarios". Quise recordar la fecha y sentí un leve mareo. Quise sentarme y me golpee con un árbol que ni siquiera había notado. Me vino a la mente la grabación que en un disco de pasta de setenta y ocho revoluciones por minuto escuché en mi remota infancia y donde el General Díaz hablaba brevemente en medio del griterío que lo despidió en Veracruz, mientras usaba las escalinatas del Ipiranga como púlpito. Recordé claramente una voz que surgía de entre la estática del viejo vinilo: "Lágrimas de cocodrilo", le espetaba.
Me puse a andar, de nuevo. Hilillos de agua en la sucia barba y en los ojos vidriosos, extraviados. "El exilio sin fin, mi patria. El exilio sin fin. Dentro o fuera".

jueves, mayo 19, 2011

Faults

All faults of character are faults of upbringing
-Dusklands
, J.M. Coetzee.

Noté que insistía en comentar cuán bien le sentaban el envejecimiento y el sedentarismo, que hacía lo posible por adueñarse de la actitud sólida, enteramente pragmática, que según él debía corresponder a su estatus y edad. Hacía esfuerzos, me consta, trabajando hasta altas horas de la noche, pontificando aquí y allá con relativa soltura, organizando los dineros y dejándose crecer una barba espantosa en la que, para su presunto contento, no escaseaban las canas. Fondo y forma, la clásica receta.
Pero costaba trabajo creerle. Tendía a la jovialidad y al estridentismo. Hablaba en exceso. Las ojeras se le acentuaban aun sin desvelarse conforme avanzaba la primavera. Era brillante ocupándose de la vida de los demás –de la mía, por ejemplo- pero la perplejidad le abrumaba al considerar su propio caso, como si hubiese perdido el hilo que desenredaría su madeja. Porque efectivamente estaba enredado, envuelto en ridículas historias a las que por algún motivo se empeñaba en dotar de sentido y altura. Porque madeja había, de sobra, tanto en su pasado como en el presente del que me sentía parcialmente responsable por haber sido yo quien lo puso en contacto con mis amigos. ¿Dónde estarían los suyos?
Me ha quedado la impresión de que los hombres maduros como él terminan solos aunque estén rodeados permanentemente. No importa si están casados o solteros, si asisten a muchos o pocos eventos sociales, si su actividad sexual es frecuente o escasa. Hay una especie de cerco o foso que los separa de los demás: con los más jóvenes porque no los comprendemos ni queremos hacerlo, con sus contemporáneos porque les son consabidos, con los más grandes porque el mutismo se instala como la forma idónea del reconocimiento y el respeto. Da lo mismo si están con la pareja o con el amigo de toda la vida, con el encuentro sexual ocasional o con la joven que les hace gracia en medio de una borrachera: se agotó el discurso, se volvieron inútiles las pantomimas, quedó exangüe la necesidad de adaptación.
En su empeño por apartarse de este destino al que su naturaleza y circunstancias le obligaban, fracasó. Ha quedado, si cabe, más solo que si se hubiese resignado desde el principio. La puntilla de este proceso hemos sido nosotros, los que consentimos o azuzamos su actitud al darle coba y falsa cabida en nuestro círculo, los que le invitamos a nuestras vidas y le reímos sus presuntas gracias, los que –quizá manipulados, eso nunca se sabe- fingimos verle como muchacho desde un ángulo imposible y aun como niño o hermano mayor, como padre o amante, como amigo de una infancia inexistente. Pero no se nos puede responsabilizar porque nos exime la juventud que es inmoral y a él le falta, porque nuestra desigualdad lo hace culpable a él, porque en sus manos estuvo ignorarnos o mantenernos a raya –si alguna vez quisimos cruzarla, y lo dudo- poniéndose a salvo en su elevada torre de sensatez. Y he aquí las consecuencias, su tragedia.
Sé que le veré alejarse, retraerse. Sé que escasearán cada vez más nuestras largas conversaciones de madrugada, su anuencia para asistir a mi vida e incluso para reír de mis tonterías. No importa. Cuando recupere su sitio podrá verme de verdad y no a través de ese cristal distorsionado de su empeño igualitario y enfermizo. Yo también podré reconocerlo mejor sin el peso de su omnipresencia.
Cuando ese tiempo llegue, me pregunto, ¿dónde estarán mis amigos?

domingo, mayo 08, 2011

Hijos de puta (o escandalizarse de la nada)

Pueblo de Ameca. Cuatro muchachos muy hijos de sus familias entre dieciocho y veinte años, divertidos, cómplices, en ordinaria y muy deseable camaradería, recorriendo las calles. Bromas y risas, la dulce irresponsabilidad de la juventud y el mundo ahí afuera como para comérselo de un bocado. En la noche cerrada deciden darse una vuelta por La Loma, donde vive la puta que una vez les abriera las puertas y las piernas con no poco provecho para sus impotentes sexos que, ya por timidez ante mujeres ordinarias, ya por torcidas circunstancias, ya por simple estupidez palurda, jamás han mojado un palo si no es entre chancros y bubones.
Esta vez no vienen con ganas de aliviar los esfínteres. Conforme avanzan animándose unos a otros y elevando el tono de las bromas, se convencen de que lo que apetece hoy es cebarse en la condición de puta que, como ya se sabe, es mala y condenable, ubicada en las antípodas de la respetabilidad. ¿Cómo no van a saberlo ellos que son niños bien educados de muy religiosas familias en las que no faltan ni la primera comunión ni las misas dominicales?, ¿cómo no van a distinguir lo bueno de lo malo teniendo en casa el ejemplo de sus virtuosísimas madres y de sus muy castas hermanas? Que en su desarrollo mimado y deficiente hayan faltado mujeres de carne y hueso a las que pudieran llamar novias y frecuentarlas para ir descubriendo paulatinamente que tanto a ellas como a ellos se les calienta el fogón, es detalle nimio. Que en su vulgar misoginia de pueblo ignoren que las mujeres pueden hacer reír y dar conversación, pueden abrazar y besar sin que sean putas, es otro detallito despreciable. Lo que saben es que la puta de La Loma -que ni siquiera les cobró en aquellas ocasiones- permite que la toquen y follen innumerables hombres. Y que eso la desautoriza para invocar palabras como respeto o para darle categoría de ser humano. Faltaba más: los buenos están de un lado, los malos del otro. Que te digo que es sencillo, ¿ves?
Se presentan frente a la puerta, gritan insultos entre risas procaces, alguno golpea la entrada con aquella impunidad que da el sentirse cargado de razón y con el aplauso unánime del respetable público. Cuatro muchachos sanos, por supuesto, convertidos repentinamente en delincuentes hijos de puta incapaces de advertir que se han transformado en una turba autómata donde lo mismo da que participes activamente con gritos como que animes al camarada más tonto a que lo haga celebrándole las atrocidades con carcajadas idióticas. Cuatro perros reducidos a su condición más animal, cazando por el mero placer de buscar una presa y cebarse en su miedo, cuatro pendejos que curan su cobardía y frustración, su condición de eunucos frente a la vida, aplicando la justicia que en otros países lapida homosexuales y adúlteras, roba todos los bienes de los que no piensan como la mayoría, y limpia aldeas enteras de la escoria del momento, llámense judíos, negros, comunistas o ateos. O putas, naturalmente.
Hay que ver la buena conciencia con que ya suben de nuevo al carro luego de haber hecho justicia sin importarles que la puta tuviera a dos niños pequeños viviendo con ella. Dos niños que lo han escuchado y presenciado todo, y que -ellos sí- en su condición de hijos de puta no deben preocuparnos demasiado. Hay que ver lo bien que se sienten de haber puesto a esa perdida en su lugar, de haberse divertido a su costa, porque ¿quién más sino ella es responsable de esas erecciones indebidas y de esas sucias atracciones? ¿quién sino ella está corrompiendo el pueblo y arrastrándonos a estos puercos desahogos? Ya se sabe que entre niñatos de mierda contemporáneos la responsabilidad es siempre de los demás, ¿qué de extraño tiene que su espíritu coincida entonces con el de ayatolas, dictadores, obispos y policías? Tiene solera su casta: hijos de puta de toda la vida, la condición humana de siempre.
O escandalizarse de la nada.