domingo, febrero 04, 2018

No saber morir a tiempo

Lo que más envidio de la vida de los artistas y escritores es la posibilidad casi siempre por holgadas circunstancias económicas, pero también a veces por valentía de prescindir de sus autoproclamadas amistades y del grueso de su familia, para así poner a salvo su espíritu y no morir demasiado pronto, víctimas de la creciente insania que a la mayoría mediocre va poseyendo y que, lejos de amedrentarse, se excita cuando constatan que sus pasados incluyen algún trato, así fuese vulgar o accesorio, con el artista o escritor cuya obra no comprenden ni desean comprender, pero a cuya fama presunta o verdadera desean colgarse como si siempre la hubiesen comprendido. No es ya que su enfermedad sea de orden pragmático y con el objeto bien comprensible de beneficiarse económicamente del conocimiento del hombre exitoso, sino que casi siempre es un trastorno mental de retorcidas intenciones que intenta en modos diversos cretinizar al sobresaliente obligándolo a prestarles atención y a considerarlos, a responder de alguna forma al guiño cómplice con el que desean confirmar que son ellos y no otros, ellos y no los demás retorcidos que actúan de forma semejante e indistinguible, los que comprenden no sólo al artista o escritor, sino también a su obra.
No bien hube avanzado en mis propósitos de publicar una novela que no me resultara demasiado vergonzosa y a la que desde luego no fueron capaces ni siquiera de leer en el Altiplano, menos aún en Santa Teresa, cuando empecé a recibir mensajes insidiosos de conocidos a los que difícilmente podría llamar amistades y que han tratado de significarse de un modo u otro, como si el sólo hecho de haber coincidido alguna vez en la vida nos obligara a tratarnos el resto de ella, ya lo creo que no y que lo entienden muy bien, pues no se tomarían tantas molestias por ponerse en contacto con los cientos de individuos anónimos e insignificantes con los que han tenido un trato mucho mayor que conmigo; cada uno de ellos dando por sentado que la circunstancia en que me encontraron, fuera ésta la escuela secundaria o la universidad, el estupor del trabajo o el tránsito de un sitio a otro, en calidad de subordinados o jefes míos, compañeros de una desafortunada borrachera que ahora censuro como el más obtuso despliegue de vulgaridad o, más comprensivamente, como un acercamiento o conversación a los que había que superar con una amistad verdadera que nunca llegó, esa circunstancia, digo, era la definitiva y definitoria de mi persona. Creen saberlo todo sin preguntar nunca nada por la sencilla razón de que no desean conocer al artista o escritor, sino apropiárselo; no leer la obra sino comprarla, igual que hace el turista más imbécil con su celular frente a monumentos y edificios, puentes y curiosidades, coleccionándolos cámara en mano. 
Me he dicho que los tiempos que corren favorecen la confusión de quienes, sin tomar en cuenta que no nos veamos nunca desde hace diez o veinte años, sin tomar en cuenta la pobreza de nuestra comunicación cuando la hubo, sin reparar en el absurdo de aparecer sin venir a cuento desde un pasado remoto que fingen desear revivir, tienen a bien sentirse mejor consigo mismos malgastando su tiempo y el tiempo de otros sin resignarse a su inopia, como si para evitar la locura tuvieran que mantener la enfermedad mental de una comunión que no existe precisamente con aquellos que mejor contrastan con la mediocridad más abyecta con la que han conducido su vida. Nada los disuade: jamás empleo palabras de impostada solidaridad como hermano o camarada: me las dirigen; digo que un libro que a ellos les parece maravilloso es una mierda: están de acuerdo (!); me refiero en una entrevista a un director de cine que considero influyó bastante en mis novelas: se sienten aludidos porque alguna vez vi una película del susodicho con ellos; coincidimos en el accidente de nacer en el mismo sitio: me hacen el exponente de su cultura.
Nada de esto sería demasiado serio si sólo requiriera una mayor firmeza o más dinero para conseguir ese ponerse a salvo que significa no verse jamás obligado a convivir con quienes no deseamos hacerlo, un lujo al que sólo acceden quienes lo tienen todo y quienes no tienen absolutamente nada. Pero se trata de un problema mucho más serio por cuanto pone en evidencia la imposibilidad de conocer a alguien lo suficiente como para garantizar que no habrá en el futuro una divergencia espantosa que nos haga abjurar de semejante conocimiento. Apenas me había separado de mi mujer cuando sus opiniones e ideas se me iban volviendo rápidamente foráneas, hasta el punto en que ahora prefiero no enterarme de ellas porque me avergüenzan y desconciertan. Quienes se ponen en contacto conmigo sin más razón que la de haberme conocido en el pasado y habérselos recordado mi fugaz aparición en los diarios, ignorando el tiempo transcurrido y sin nada concreto que decir ni que proponer, me horrorizan compartiéndome aquello con lo que, sin haber hecho averiguaciones de ninguna especie ni haberse auxiliado en forma alguna del mucho o poco conocimiento derivado de nuestra remota convivencia, se les antoja debo comulgar. No han sido escasas, desde luego, las ocasiones en que esa gente del pasado ha pretendido que debemos reunirnos de nueva cuenta para ponernos al día o rememorar los viejos tiempos, como si la geografía y el presente no importaran, como si ello tuviera algún interés y no fuese sino la propuesta atormentada de quien no ha hecho nada con su vida. Pero yo he rechazado siempre y de manera sistemática todas esas propuestas, primero en forma amable y, puede decirse, considerada; luego, cuando el proponente no parecía querer o poder enterarse de mi negativa, ignorándolos y resistiendo las ganas de explicar mis puntos de vista a quienes sólo sabrían extraer de ello redoblados esfuerzos por someterme. Cuando la casualidad ha querido que me encuentre con aquellos que ya no habitan mi presente, siempre lo he lamentado, pues la persona que ha sustituido a la que recordaba suele estar marcada ya por una serie de accidentes psicológicos, como tics nerviosos, que dan cuenta de su naturaleza dañada y ahora dañina, gente marcada que desearía causarme daño también por no resistir que yo haya sobrevivido sin él. 
No aprenden nada, esta gente, de los que habiendo muerto respetan a los vivos quedándose para siempre en aquella orilla: una y otra vez, como zombies hambrientos, se levantan de sus respectivos pasados y vuelven a ametrallarme con impertinencias y desesperados intentos de que los saque de su mortal aburrimiento, un tedio en el que han caído ellos solos por falta de talento muchas veces algo de lo que quizá no sean más responsables que el retrasado mental de su idiotez pero también por bajeza moral, por haber ofrecido su vida entera, sus limitadas energía y tiempo a cuantas entelequias les vendieron los dueños de los medios de producción: a procrear y ver televisión, a hojear libros para luego cubrir con ellos las paredes de casas a las que decorar, a intercambiar chismes y acudir al trabajo con puntualidad, a embrutecerse tan profundamente que sólo el atisbo ocasional de lo diferente los aparte momentáneamente de su estupefacción, ya no para sacudírsela cosa del todo imposible a estas alturas sino para aplastar la disidencia con un tranquilizador 'yo lo conozco' o 'es amigo mío' o 'soy el único que lo comprende'. 
Y hacérmelo saber, desde luego.