domingo, mayo 23, 2021

Instrucciones para morir

Como en otras ocasiones —aunque no demasiadas porque casi siempre su madre se ocupaba de ello— acepté hacerme cargo de la casa del doctor durante el par de semanas en que se ausentaría. Él viajaría junto con su madre hasta esa lejana ciudad del sur de donde vinieron y hacia la que expresaban opiniones contradictorias: favorables cuando alguien se expresaba mejor de la propia, negativas si oían quejas sobre cualquier otra. Yo, como empleado que era del doctor, estaba acostumbrado a lidiar con ese irritante hábito de llevar la razón a fuerza de contradecirme, una costumbre claramente heredada de su madre a la que él apenas soportaba de tanto que se le parecía, de modo que lo interrumpía más bien poco cuando daba instrucciones o explicaba asuntos. 'A primera hora por la mañana hay que dar a las perras el pienso; dentro del saco donde lo guardo hay una escudilla: esa es la medida. Debe llenarla y distribuir sus contenidos en los platos de cada una: el grande es para la perra pequeña, el pequeño para la grande. Cubra el plato grande hasta que no queden huecos, pero no acumule más pienso encima; el resto es para la grande y va en el plato pequeño. El jardín interior tiene cuatro macetas, un árbol y dos arbustos (uno por tierra de flores amarillas, otro al que llaman lengua de suegra). Antes de que anochezca hay que salir al patio, tomar la cubeta de donde beben las perras y verter el agua: un día en las cuatro macetas, otro sobre los arbustos (que están juntos); enseguida hay que llenar de nuevo la cubeta y volver a colocarla donde estaba para que las perras beban agua fresca. Los fines de semana hay que abrir durante media hora el grifo rojo inferior que está detrás de la lavadora: éste alimenta el extremo poniente del jardín exterior; el oriental hay que regarlo sacando la manguera verde que está dentro del registro del agua y abriendo el grifo correspondiente. Cuando la media hora haya transcurrido se cierran el grifo del registro y el rojo inferior del patio. Hay que asegurarse de que no corra más agua y guardar la manguera verde en su sitio. También una vez por semana, pero sólo por seis o siete minutos, hay que abrir el grifo rojo superior que está detrás de la lavadora: éste alimenta el jardín interior normalmente regado con el agua sobrante de las perras, pero necesitado de un refuerzo dirigido al árbol. En todos estos vaivenes debe asegurarse de llevar consigo la llave del patio, pues de lo contrario podría quedarse encerrado y verse obligado a llamar a mi ex-mujer: ella tiene llave del frente, pero puede estar ocupada en el trabajo y no poder atenderte hasta transcurridas varias horas. Además, como es lógico, preferiría no molestarla en absoluto. Las cortinas y persianas deben permanecer cerradas de noche para que no pueda verse al interior: no me gusta que los vecinos se enteren de mi vida y menos de que usted está aquí en sustitución mía. La casa es caliente y, en esta época del año, insoportable: puede usar todos los aires acondicionados excepto el de la biblioteca, pues el cambio de temperatura deforma la madera de las baldas y el papel de los libros. El aire acondicionado de la sala sólo funciona bien si la temperatura exterior es muy cálida, si la velocidad del aire se fija en moderada y si el ángulo de las laminillas se escoge lo más abierto posible; de lo contrario, el agua que expulsa se congela, deja de enfriar y se le oye crujir como si fuera a partirse en dos. Por supuesto hace semanas que ya apagué el calentador del agua, pero si ésta le parece fría para bañarse puede encender aquél. El refrigerador y las alacenas están surtidos: puede comer lo que guste. No reciba a nadie'. 
Me atreví a preguntar por la casa de su madre. ¿Querría que le echara un ojo también? ¿Alguien más la cuidaría? Luego de tantos años de vivir en Santa Teresa ni ella ni él tenían amistades ya no digo sentimentalmente significativas, sino siquiera conocidos que pudieran echarles una mano en pequeñas tareas como esta. Él se apoyaba en empleados que alguna vez dejaríamos de serlo. Cuando así fuera no nos tendría más confianza que a su ex-mujer a la que ya no sabía ni siquiera tratar sin sentir embarazo o nerviosismo. En mi opinión era cuestión de tiempo para que él y su madre quedaran completamente solos e inmóviles, atrincherados en sus respectivas casas de las que ya no podrían salir sin sentir la zozobra de que les hicieran una visita los abundantes ladrones y asesinos de Santa Teresa. Una muerte en vida. 'A eso iba, por supuesto, ¿de verdad cree que podía olvidarme de ese detalle? Haremos como de costumbre: la perra de mi madre se quedará dentro de casa (la mía, no la de ella, para que no tenga usted que desplazarse), ya sabe que ese animal vive en el interior, no en el patio como los míos. Ahí dentro habrá que darle de comer y beber, permitiéndole salir al patio varias veces al día para que haga sus necesidades. Es importante pasar un tiempo con las perras porque la presencia humana las ayuda a comer y a animarse. La perra de mi madre puede pasar una hora afuera, especialmente durante la mañana, para tomar el sol. No se lleva mal con mis perras, pero hay que estar al pendiente en caso de que se desconozcan, no vaya a ser que eso acabe en tragedia, ya alguna vez hace muchos años la introducción de un tercer perro en medio de un par que llevaba años conviviendo produjo una inesperada y horrorosa muerte, no quiero que eso se repita, ¿entendido?'. Asentí, pero enseguida levanté una mano como pidiendo permiso para hablar. 'Al final no me ha dicho nada de la casa de su madre', dije arrepintiéndome de inmediato por lo que seguramente sería un pretexto para sermonearme. El doctor no me defraudó: 'No sea impertinente. Le estoy diciendo que a eso voy. Tenga paciencia. Todo lo que estoy comentándole es indispensable y lleva un orden preciso. Son instrucciones que debe interiorizar perfectamente, haga de cuenta que va a suplantarme en algunos aspectos de mi rutina, los más exteriores y visibles, desde luego no en los profesionales y menos en los espirituales donde soy por supuesto insustituible. Como en otras ocasiones le animo a imitarme en la alimentación y el ejercicio, por ejemplo, a lo mejor para eso no necesita cualidades intelectuales, sino sólo morales, ¿tiene esas cualidades? Lo dudo: las pocas veces que ha venido he encontrado a mi vuelta el cesto de basura lleno de envolturas de comida rápida y los aparatos de ejercicio cubiertos de polvo. En fin, allá usted, quizá no le siente mal empezar a hacerse cargo de su persona. Pero vuelvo al punto: dejaré también un juego de llaves de la casa de mi madre para que vaya al menos una vez al día a comprobar que todo esté en orden. No hay mucho qué robar, ni allá ni aquí, pero lamentaría que se perdieran las cosas que para mí tienen un gran valor sentimental. ¿Sabe lo que es un valor sentimental?'
El día en que se fueron me instalé en la biblioteca del doctor con mi computadora, encendí el aire acondicionado y pasé largas horas absorto en videojuegos. La perra de su madre me vigilaba de forma inquietante haciendo extraños gemidos cada cierto tiempo, pero la ignoré largamente hasta que la saqué al patio. No parecía que sus gemidos tuvieran por causa necesidades fisiológicas. Seguí jugando por la tarde. Al anochecer recibí confirmación de que el doctor y su madre habían llegado a su destino, pero ya entonces creí percibir algo perturbador en sus palabras, acaso su brevedad poco común, casi enigmática, tal vez el empleo de una expresión desusada y, si se me apura, ilógica: 'En casa, fuera del tiempo. ¡Salud!'. Dormí mal esa primera noche, 'algo completamente normal', me dije, 'cuando uno se ve obligado a salir de lo acostumbrado'. Fui por la mañana a casa de la madre y encontré todo demasiado en orden. Me asustó el silencio dentro y fuera de sus paredes, como si los vecinos hubieran huido también. En la planta alta una vela aromática hacía que todo oliera vagamente a vainilla. El doctor había olvidado darme instrucciones para que regara las plantas de su madre, pero así lo hice de todos modos. El resto del día lo pasé en la casa del doctor pidiendo comida a domicilio y jugando videojuegos. No me interesaban los cientos de películas que guardaba en incomprensibles baúles ni las decenas de discos que podía escuchar en su reproductor, menos aún los libros de la biblioteca, muchos de los cuales ni siquiera habían sido sacados de su envoltura plástica. 'Menudo payaso', me permití pensar cuando reparé en ello. Me extrañó que el día transcurriera sin más mensajes porque tanto él como ella eran lo suficientemente obsesivos como para permanecer tranquilamente a mil kilómetros de distancia de sus respectivas casas sin informarse, aunque sólo fuera sucintamente, del estado de cosas o posibles novedades que hubieran ocurrido. Me alcé de hombros. 'Ya se comunicarán', pensé. 
Pero no lo hicieron al día siguiente ni al otro ni al otro. Yo empezaba a hartarme de la rutina cuando al quinto día alguien llamó a la puerta. Era la ex-mujer, con cara de asustada y cierto desaliño indumentario. Cuando le pregunté en qué podía ayudarla, limpiándome la grasa que me habían dejado las rebanadas de pizza en los bigotes, ella respondió con otra pregunta: '¿está todo bien?'. Me desconcertó que me preguntara eso y así tardé unos segundos en responder, asintiendo con la cabeza pero sin poder pronunciar las palabras que finalmente solté: 'sí, sí, todo bien, todo normal'. Pero en cuanto respondí esto pensé para mis adentros que las cosas no estaban bien y que en realidad distaban mucho de ser normales. Me poseyó una necesidad inmensa de decírselo y corregir así mis tranquilizadoras palabras anteriores, una compulsión contra la que al mismo tiempo luchaba advirtiéndome que decir cualquier cosa podría inquietar a la ex-esposa y causarle indirectamente un gran disgusto al doctor, que probablemente se vería obligado a lidiar con ella por haber sido contactado con este pretexto, todo por mi causa, por mi paranoia injustificable y precipitada. Ella me interrumpió antes de que me decidiera a cambiar mi respuesta: 'La manutención de las niñas debió depositarse hace cinco días y no puedo contactarlo. Hazme el favor de decirle que no estoy para bromas. Él conoce sus obligaciones y no quiero volver a verlo en los tribunales. Adviértele por favor, que no estoy nada contenta de que se esconda. A ti te escuchará, por lo menos sentirá vergüenza frente a ti, él que siempre se las da de recto y moral frente a todo mundo. Díselo. Yo tengo que irme ahora, pero volveré mañana y entraré a cobrarme por la mala si él no dice nada, ¿de acuerdo?'. No esperó a que le contestara. Subió a su camioneta tan furiosa como si hubiera hablado directamente con su ex-marido y todavía desde las ventanillas traseras vi a las niñas decirme adiós con la mano. Era urgente contactar al doctor.
Esa tarde llamé un par de veces a su número y otro par al de la madre. En ambos daba tono como si estuvieran sonando, pero nadie los cogía. Por la noche lo mismo. En la madrugada me sobresaltó el timbrazo del teléfono fijo y me golpeé con algún mueble antes de ubicarlo y cogerlo. '¿Diga?', pregunté sin entender bien a bien qué estaba pasando. Hacía un calor horrendo y comprobé palpándome el pecho que estaba empapado en sudor: el aire acondicionado estaba apagado. '¿Diga?', repetí mecánicamente para recordar entonces que ni el doctor ni su madre se habían comunicado desde hace casi seis días. Entonces desperté del todo y agucé el oído: '¿Doctor? ¿señora? ¿sí? ¡diga!'. Pero nadie respondía, sólo se oía la estática como un monótono crepitar interminable. Percibí entonces una respiración del otro lado de la línea, forzada, casi muda. Claro que me escuchaban, pero quienquiera que fuera había decidido no hablar. 'Hable por favor', insistí ya sin mucho ánimo, tratando de calmarme. Aunque habituado a la obscuridad, quise encender la luz, pero no había energía. Comprendí entonces por qué el aire acondicionado estaba apagado. Me parecía que todo lo deducía demasiado lento e imaginé al doctor llamándome obnubilado por ello, una de sus palabras favoritas. Colgué. Tardé casi una hora en conciliar el sueño, temiendo que volvieran a llamar, pero no lo hicieron. Por la mañana comprendí que era urgente ponerme en contacto con el doctor o con su madre, pero no tenía más a la mano que sus números de móvil. A diferencia de ayer, los teléfonos ya no sonaban: mandaban directamente a buzón, como si estuvieran apagados. ¿Qué estaría pasando? ¿Y qué le diría a la ex-mujer por la tarde cuando volviera?
La ex-esposa no volvió. Empecé a revisar noticias en el Internet para ver si me enteraba de algo, pero no tuve suerte. Volví a dormir mal, a pesar de que los aires acondicionados funcionaron correctamente y de que nadie interrumpió mi sueño con llamadas telefónicas. Soñé que me hallaba en casa de mi madre, donde vivía con mis hermanos. Celebrábamos la fiesta de cumpleaños de una hermana que no tengo. Cuando cortaban el pastel se escuchaba un chillido, como si el pan se quejara de ello. Volvían a insertar el filo y vuelta a escuchar el horrible lamento. Mis hermanos y mi madre nos mirábamos sin entender. La hermana que no tengo no dejaba de sonreír como si nada ocurriera. Cuando separaron la primera rebanada el chillido del pastel fue escandaloso y me desperté. La perra de la madre aullaba en un rincón como si la torturaran y encendí la luz de la mesita de noche, horrorizado: el animal estaba soñando moviendo las patas traseras como si convulsionara. Lo desperté y aproveché para sacarlo al patio, pensando que el susto no tardaría en reflejarse en sus esfínteres. Cuando abrí el patio y encendí la luz las otras dos perras se hallaban pegadas a la pared del fondo, despiertas, como esfinges que miraban hacia la puerta. Un escalofrío me recorrió el cuerpo a pesar de que el calor de la noche, afuera, era tan insoportable como el de cualquier otro verano en Santa Teresa. No entendía nada, pero ya estaba seguro de que algo estaba ocurriendo, de que estaba recibiendo señales aunque no supiera leerlas. No soy supersticioso, pero acaso por creer en dios el doctor habría juzgado mi actitud como igualmente injustificable y primitiva. No tendría que esperar demasiado para saber de qué se trataba.
Al día siguiente, luego de desayunar y de intentar en vano que cogieran los teléfonos a los que volví a llamar, revisé de nuevo las noticias en internet en la esperanza de enterarme de algo. Y en el portal de un diario local amarillista, pésimamente redactado (incluso para mis criterios), acompañada de tres fotografías bastante gráficas y desagradables (incluso para mi morbo), apareció la nota en que se daba cuenta de un accidente mortal ocurrido dos días antes, de madrugada, en una carretera bastante alejada lo mismo de Santa Teresa que de la ciudad del sur a la que el doctor y su madre habían viajado, entre el carro ocupado por éstos y un lento camión sin luces en cuya parte trasera se incrustaron perdiendo la vida al instante y reduciéndose a cenizas en el poderoso incendio que siguió al impacto. Aturdido, sin saber qué hacer, sentí la pata de la perra de la madre en un costado, la forma que ella tenía de pedirme que le abriera la puerta del patio para hacer sus necesidades. 'La vida continúa', creo que pensé entonces gracias a la intervención del animal, aunque no le hiciera demasiado caso. 'Habrá que esperar a que llegue la ex-mujer para ponerla al tanto de todo. El doctor debió darme su número, debió prever las cosas. ¿Qué estaba pensando? ¿Y qué diablos estaban haciendo tan lejos de donde se supone que debían estar? ¿Y por qué tan tarde? O tan temprano. Me temo que tendré que pasar más tiempo del que yo hubiera querido cuidando esta casa. Y la de la madre. Las plantas, las perras, los aires acondicionados, el pienso que se acabará pronto y la comida del refrigerador que no he tocado y se echará a perder. Qué fastidio. ¿Qué se hace en estos casos?'. Como no me moviera a pesar de la insistencia de la perra, la noción del tiempo momentáneamente perdida, la vi de pronto orinando en un rincón del comedor, algo apenada de tener que aliviarse en ese lugar tan inadecuado. Reaccioné por fin. Me fui a la biblioteca, prendí el aire acondicionado y la computadora, me puse a jugar en espera de nuevas instrucciones. El termómetro llegaría ese día a los cuarenta y dos grados.

domingo, mayo 16, 2021

Contra la escuela

Luis Gala no soportaba las fechas convenidas para la celebración de gremios o condiciones civiles, pero la que más le irritaba era sin duda el Día del Maestro. Como su amigo más cercano en aquellos pocos años posteriores a mi divorcio, tenía que sobrellevar sus invectivas sin dejarme envenenar demasiado por su pesimismo; ya tenía yo, después de todo, mis propios abismos para torturarme, manantiales de aguas negras sobre los que a veces escribía pero casi nunca hablaba, siempre más fácil ocuparse de lo que no nos concierne e incluso de lo que, afectándonos, es impersonal y se disfraza de objetivo: el rumbo de la política, los extremos meteorológicos, desde luego el trabajo como la expresión más expuesta y visible de nosotros mismos.
—¿Has visto lo que han puesto? Es que ni siquiera se toman la molestia de pensarlo: toman el mismo texto del año pasado y lo reenvían mecánicamente a toda la universidad. Menudos imbéciles. Las mismas ñoñerías. Las mismas idioteces sentimentaloides. Falsas, encima. ¿No es suficiente con humillarnos todos los días en el trabajo para que encima tengan que obligarnos a recibir sus felicitaciones?
—No te entiendo, Luis. Si te felicitan está mal, pero si no lo hicieran ¿también? ¿O es el contenido de las felicitaciones el que no está a tu altura? ¿Y cómo vas a medir su sinceridad? Es ridículo. A nadie le hacen daño estas tonterías más que a ti. ¿No ves que es una convención como la de dar los buenos días o despedirse civilizadamente? Las empresas felicitan a las secretarias en su día; los hospitales a sus enfermeras o médicos. Ay de ellos si no lo hicieran, te lo aseguro, aunque todos se quejen de los felicitadores. Y si de todas maneras queda el propio trabajo como humillación ¿a qué esperas para largarte?
—Esa última pregunta se parece al ultimátum que capitalistas voraces y gobiernos autoritarios han dado siempre a sus víctimas (ellos dirían beneficiarios) más reluctantes: si no te gusta, lárgate. Sí, claro, ¡porque tú lo digas! No, hombre, ellos no son dueños de nada: nosotros hacemos el trabajo. Somos nosotros los que deberíamos fijar sus términos, los que deberíamos exigir que las convenciones, aún siendo tales, eleven su calidad y sentido...
—¿Pero de qué estás hablando? ¿Quién espera que los mensajes de Día del Maestro tengan sentido? Se necesita ser muy imbécil o ingenuo para esperar eso de una convención social, ¿no acabo de decirlo? 
Luis fingió sentirse ofendido pero se le quería salir la risa. Estábamos en la cafetería oriente que a esas horas de la mañana tenía pocos estudiantes en las mesas. Yo tenía ganas de salir a fumar, pero como nunca he sido un buen fumador y en días pasados había excedido mi cuota de tres cigarrillos diarios, quería abstenerme. Pensé en lo bueno que sería ser un fumador de verdad, el vicio ideal para escribir mejor y reflexionar con más lucidez en mis largas soledades, sin mi mujer ni las niñas, reintroducido involuntariamente en la vida de soltero que alguna vez creí abandonada para siempre. 'Pero en esta época ya no hay fumadores así, sólo me esperarían los dedos y dientes amarillos, el enfisema o el cáncer'. Me sonreí lastimosamente.
—Estás domesticado, colega. Eso es lo que pasa contigo.
Levanté la vista, casi había olvidado que Luis estaba ahí. Un grupo de estudiantes entró a la cafetería haciendo escándalo. Decidí llamarles la atención. Bajaron la voz.
—¿Ves? —continuó Luis —Te has acostumbrado a participar de toda esta mierda. Eres un buen maestro, sin duda, pero no porque enseñes nada sino porque te alquilas como cuidador de niñatos, como funcionario del Estado y el Capital para mejor conseguir sus objetivos: adocenar y uniformizar, domesticar y conducir, llevar a los productos que vomitan las muchas familias de este país desde sus núcleos de gazmoñería y estupidez hasta los patios industriales y las oficinas. Llevarlos a la explotación, ¿ves? Hace ya mucho tiempo que las universidades dejaron de ser los lugares donde se privilegia el conocimiento: ahora son sólo una empresa más gobernada por funcionarios y gerentes. Qué digo 'sólo', son quizá la empresa más importante para mantener el sistema.
—¿El sistema? ¿capital y explotación? Querido Luis, ya no es el siglo diecinueve. El comunismo pasó de los libros a los gobiernos y de ahí a la historia. No hagas que tire el café de la risa.
—A veces me sorprende tu ingenuidad disfrazada de malicia. ¿Cómo puedes siquiera dudar de la existencia de un sistema? Vamos a ver, al menos estarás de acuerdo en que el mundo se ha organizado de cierta manera desde la Revolución Industrial, ¿no? Asfixia del oficio independiente a manos del trabajo en serie, privilegio de la especialización en contra de la autosuficiencia, productividad y utilidad como valores supremos... en fin, la instalación de un tiempo cada vez más acelerado contra el tiempo del hombre, ya sabes... Para mí ese es el origen del sistema: los casi doscientos años transcurridos desde entonces no han hecho sino perfeccionar la maquinaria, a pesar del comunismo del que no soy partidario, que quede claro, aunque el de los libros y el de los gobiernos sean dos cosas completamente distintas. ¿Y qué papel jugó la escuela en convertir el mundo de antes en el mundo de hoy? ¡Uno bien gordo!
Me costaba trabajo mantener la atención, ocupado como estaba en mirarles las piernas a los estudiantes, pensando en las de mi mujer que ahora disfrutaría algún otro. Me revolví en mi asiento, me dirigí a Luis más por disipar mi excitación que por continuar una conversación que me parecía ridícula:
—Ya veo por dónde vas, pero tus argumentos no se sostienen. ¿De verdad crees que el tiempo anterior a la Revolución Industrial era mejor? ¿No era ese un tiempo habitado por una minoría de aristócratas ilustrados y una mayoría de siervos analfabetas semi-esclavizados? ¿Ese es el que llamas el tiempo del hombre sólo porque no había automóviles, se dependía del propio trabajo para comer y se moría a edades mucho más tempranas? Pues bueno... No voy a mentirte: prefiero la acelerada mediocridad del tiempo moderno. Ni siquiera somos obreros, Luis, no veo de qué te quejas.
—Y debo suponer que los tiempos que corren no tienen aristócratas ilustrados ni esclavos, ¿verdad? ¡Pero qué ingenuidad! Que los privilegios de sangre hayan sido reemplazados por los del capital y que los que antes araban las tierras del señorito ahora pasen embrutecedoras jornadas de trabajo frente a la línea de producción de una maquiladora, no cambia nada. La ciencia y la tecnología habrán traído más tiempo a la vida de las personas, pero en ninguna forma una mayor calidad de vida. Qué tontería. En todo caso ese no es el punto principal de lo que estoy hablando...
—¿Hay un punto principal? ¿Es mejor que esos tobillos?
Luis Gala era salaz. Inmediatamente cambió su indignación por una sonrisa turbia que mostraba todos sus dientes y miró en la dirección que le señalaba.
—Hostia —dijo en voz baja —no me distraigas que sabes que tengo mis vicios.
—Qué suerte tienes, Luis. Yo hace tiempo que no me acuesto con nadie.
—Puedes hacerlo conmigo.
—No digas idioteces, cabrón. Me recuerdas los versos de Novo: 'qué puta entre sus podres chorrearía...' Mejor continúa con 'tu punto', vaya risa.
—Tú sabes que originalmente quien quería aprender un oficio acudía al taller de un maestro. Por donde se vea, ese era el modo legítimo de aprender algo: si te interesa, vas con quien sepa. Cero escuelas. Sólo trabajos y talleres. De todo tipo ¿eh? No sólo de cosas prácticas como la herrería o la confección de ropa, sino también artísticas como la pintura o científicas como la astronomía. Ir con quien sabe ¿no es eso lo correcto? Está incluso en la esencia del capitalismo que al parecer tanto defiendes: dejar que sea la ley de la oferta y la demanda la que gobierne las relaciones.
—Yo no defiendo el capitalismo, Luis, no seas idiota. Es que ya no hay otra opción. Todavía más: las otras son siempre peores.
—Esa es otra discusión. Digamos de momento, que no hay un capitalismo, sino muchos. Y date cuenta de que aquel del que hablo, el incipiente, era mucho más justo, armónico y respetuoso del mundo que su monstruosa versión contemporánea. La universidad es una creación del Medievo, pero durante siglos mantuvo la esencia de un taller en el que se aprendían oficios. Esto terminó con la Revolución Industrial y se pulverizó tras las guerras mundiales. ¿Qué cambió? Las escuelas se volvieron burocracias, fábricas de productos en serie, máquinas expendedoras de títulos. Las burocracias son impersonales: ya ningún estudiante va a aprender nada con nadie, sino a escoger al proveedor de su certificado. El reino del qué, no del quién. No importan los maestros (son indistinguibles), no importan los estudios (cada vez más diluidos), no importan las competencias (sólo el permiso que otorga un título). La cereza del pastel fue el desplazamiento de los catedráticos por una gerencia de profesionales de la educación que no dan clases, pero dirigen, no enseñan nada, pero dictan, no tienen ninguna curiosidad científica ni docente, pero cobran por administrar a las escuelas como empresas a la búsqueda de más clientes. Y en esas estamos...
—El acceso a la educación por las mayorías es una conquista de este tiempo que criticas. Es natural que dar a muchos lo que sólo era para pocos trae aparejado un precio: en calidad, en administración, en uniformidad. No puedes esperar que en medio de esta densidad demográfica la atención siga siendo personal. Es imposible e indeseable: gracias a los planes de estudio y las certificaciones, gracias incluso a las burocracias, podemos mantener un mínimo estándar. Si lo haces depender del arbitrio de los maestros a quienes acuden los estudiantes atraídos por su fama y la excelencia de sus obras, como si esto fuera el siglo diecisiete, pues todo se cae: los aspectos más sobresalientes de nuestra civilización requieren especializaciones y trabajos en serie que no pueden llevarse a cabo en un taller de artesanía. ¿O subirás al avión salido del atelier de un gran maestro y sus alumnos? ¡Qué bobadas dices!
—Eh, cuidado, que me haces reír descontroladamente. No enredes las cosas: los aviones no se hacen en las universidades, sino en las industrias. Las escuelas enseñan principios. Cosas difíciles. No se ocupan (no deberían ocuparse) de fabricar objetos en serie, aunque los burros que las dirigen hoy en día crean que deben ser centros de capacitación para la productividad, una especie de ensayo de la vida de satisfecha explotación que llevarán los estudiantes al cabo de unos años más entre sus aulas...
Una repentina bruma de melancolía me cubrió entonces, luego de que nos interrumpiera un grupo de estudiantes que nos saludó para luego formarse en la creciente fila de la cafetería. Cuando me contrataron en la universidad pensé que aquí me jubilaría, que junto con mi mujer tendría una larga vida de amor y conocimiento, que veríamos a nuestras niñas crecer hasta que fueran a estudiar una carrera, probablemente aquí mismo donde me hallaba. Pero hace años que estaba solo y seguro de estar posponiendo el momento de irme. En el fondo coincidía con Luis. O incluso iba más lejos que él, hasta por razones personales convenientemente disfrazadas de opiniones objetivas.
—Comprendo lo que me dices, Luis, no creas que no. Quizá sólo me faltan fuerzas para expresarlo por no encontrar sentido en hacerlo si no puedo tampoco tomar ninguna acción. ¿Irme de aquí?  ¿Para qué? ¿Para ir a parar a otra escuela? ¿Abandonar del todo este negocio de educar? Un negocio que no es mío, por cierto, del que soy apenas un empleado de la línea de producción, como dices... ¿te importa que salgamos a fumar?
—Vamos.
Salimos de la cafetería y luego de la universidad. Diez años atrás, cuando me contrataron, aún se podía fumar en las jardineras del campus. Hoy no. Detrás de la verja, frente a la calle poblada de autos, pensé en lo raro que era en mis tiempos que un estudiante se presentara a la universidad en automóvil; hoy, en cambio, faltaban espacios dentro y fuera para acomodarlos a todos. Saqué mi cajetilla, le di uno a Luis y continué.
—Sí, ya lo creo que te entiendo, aunque no coincida del todo. Odio ser maestro, ¿sabes? No porque no me guste enseñar y no sólo porque comparta tu opinión de que nos dirigen burócratas infames y hombres de negocios, no sólo porque la mayoría de los maestros son gente sin oficio ni beneficio, idiotas que no consiguieron un trabajo decente en la vida por incompetencia o lenidad y que también, cómo no, son pésimos dando clases (cuando las dan), no sólo por todo esto que ya sería bastante (imagínate lo que es levantarte cada día pensando que estás en el mismo grupo que toda esa fauna, dios santo; felicitado o denostado por padres de familia que creen a sus perversas criaturas talentosas; animado por deprimentes funcionarios laicos a mantener los valores más ranciamente católicos; increpados por estudiantes bovinos que exigen nuestra más completa aquiescencia para con sus falsos propósitos e inexistentes virtudes), no sólo por este horror y esta barbarie a la que cada quince de mayo adornan con beaterías asquerosas ('sembradores de futuro', 'ardua y noble labor', 'predicadores con el ejemplo'), sino sobre todo porque el acto didáctico en sí mismo constituye la forma de relación más contraria a la adultez que pueda existir, una de las más intolerablemente infantiles y cretinizantes, que suspende por el tiempo que dura la payasada de una clase el trato igualitario que demanda toda relación entre hombres para sustituirla por una vertical entre guiñapos. La puesta en escena de esta ridiculez incluye tolerar a quien se empeña en contestar preguntas que no hemos formulado con respuestas que no sabe y finge saber; incluye también la aquiescencia y reconocimiento del público sujeto de la así llamada enseñanza, acostumbrado a simular con escasa credibilidad un interés que no tiene a cambio de recibir, luego de años de repugnantes bajezas, el certificado que como dices le autorice a ser explotado por industrias o empresas. Con justa razón la mayoría de las personas huye de la escuela tan pronto como se hace adulta, pues nadie es amigo de quien todo el tiempo adopta un tono pedagógico. Es muy tarde para nosotros, Luis, pero si pudiera volver a vivir mi vida quizá aprendería cuanto antes un oficio y me dejaría de tonterías. Sé que no podría ganar lo mismo, por supuesto, pero lo que me faltara en el bolsillo lo ganaría en libertad. Una libertad adulta...
—Vaya —dijo Luis Gala con los ojos muy abiertos —qué guardado te lo tenías ¿eh? Me dejas de una pieza...
—Este cigarro me ha sabido a tierra. Cinco minutos para la quema... debo pasar por el cubículo. ¿Tú no tienes clase?
—Hasta la tarde.
—¿Qué harás?
—Matar el tiempo, ya sabes.
Apuré el paso. Se hacía tarde.

domingo, mayo 02, 2021

Réquiem

'[...] me sentía en una hibernación intelectual desde hace mucho tiempo [...] años de dar apenas lo justo, lo necesario, pero no de dejar sentado un triunfo, una superación, un logro exitoso [...] detestaba mi escuela: su apatía, su ideología estúpida me asfixiaba e inhibía'
Sobre el dos de mayo de mil novecientos noventa y seis.

Durante los primeros años de juventud, cada uno o dos meses, me sentaba a escribir sobre lo que consideraba eran los acontecimientos más destacados del período, previamente anotados en una libreta de manera breve para luego explayarme con el único apoyo de la memoria reciente. Al final de cada repaso de fechas notables hacía el así llamado análisis de áreas, donde resumía lo que en mi opinión podía decirse sobre el estado de cada una de las ocho partes en las que —según un libro de orientación secundaria impreso en papel revolución— se dividía mi vida. Propósitos opuestos para el mismo ejercicio: por un lado, sistematización y análisis, el cerebro; por el otro, fantasía y ensoñación, el espíritu. A imitación de la historia de la humanidad, mi propia historia arrancaba de un tiempo primitivo en que se privilegiaba el segundo propósito para convertirse poco a poco, pero inexorablemente, al primero: la edad de oro se vuelve la de hierro a fuerza, precisamente, del experimento escrito que por su propia naturaleza es ya el aprisionamiento del espíritu en la jaula de la sintaxis y la semántica. Con una salvedad: desde el comienzo, aquí y allá, se intercalan poesías como formas inconscientes de combatir el advenimiento del mundo de leyes y números. La cronología no podía ser más precisa: el ejercicio inicia a los trece años en un mundo al que la propia mirada presta una rica variedad de colores y texturas, de aromas y gustos, un mundo poblado de personajes a los que huesos y carne no obstan para desdoblarse en misterios y fascinaciones; año con año, sin embargo, se gana en el conocimiento científico del mundo y el trato civilizado de las personas lo que se pierde en agudeza para percibir la otredad. Todo alrededor se va desprendiendo de su multiplicidad primigenia para volverse uno, aunque la tarea de escribir se esfuerce por asombrarse a cada vuelta de tuerca asegurando que el paisaje se ensancha. La historia de esos años da cuenta de una sustitución: la del mundo soñado por el mundo de verdad, la de la visión por la vista, como si el mundo objetivo a cuya rueda había de incorporarme fuese la realización del interior que habitaba al principio sólo con el pensamiento. Pero el niño que sólo podía desplazarse a poca distancia de casa no va ahora más lejos sólo por ser un hombre que vive al otro lado de la ciudad o del país, ni siquiera cuando llega al otro lado del mundo. Precisamente ahí, cuando más lejos me hallaba, se agotó la resistencia que hasta entonces había opuesto, cada vez con menos vigor, al proyecto industrial del mundo contemporáneo, ese que postula profesión contra diletantismo, productividad contra contemplación, predominio de lo útil sobre el placer o el deseo. Aunque a los veintidós desaparece el análisis de áreas y se prescinde de las fechas precisas con intenciones narrativas, ya es demasiado tarde: no es el molde sino el espíritu el que ha caducado. Como los neoclásicos con los barrocos o el positivismo con los románticos, esos últimos años de escritura miran con creciente extrañeza tanto lo expresado como el vehículo en que se expresa: lo primero se ve como delirio, lo segundo como ignorancia. A los veintiséis se acaba la biografía, a los veintisiete, la poesía. Sigue un prolongado hiato de correspondencia que paulatinamente se resuelve en una irregular narrativa de trasunto biográfico, demasiado consciente de sus carencias como para permitirse el consuelo de los primeros años, menos aún su visión alucinada o fantástica, tan libre como ignorante, hacia la que miro a veces con una mezcla de vergüenza y piedad. Sucede como con las vanguardias que se empeñan en ser cínicas y abjurar del pasado sólo para ser ellas mismas víctimas, al cabo del poco tiempo, de una nueva moda que las barre por completo. Sucede también, quizá, como con los posmodernos —toco madera— que creen estar de vuelta de todo y sólo producen aceleradas incoherencias desechables: la velocidad hija de la ingeniería y ésta del fatal matrimonio entre ciencia y capital. Los que dejamos evidencia escrita de nuestros años más despejados e irresponsables nos sentimos obligados a condenar públicamente nuestra tontuna, nuestros gustos inaceptables, nuestras admiraciones ridículas, la cortedad de miras que hacía de lo muy poco algo demasiado grande. No así en lo privado. En la larga soledad de mi vida adulta me asomo ocasionalmente a las primeras páginas y entre sus numerosos defectos —si no es que a través de ellos, justamente— recupero el espíritu que las animaba: la libertad de quien aún gozaba del favor de los dioses para imaginar el mundo. Pero hace tiempo —mucho tiempo— que los dioses no hablan. O es que, queriendo oír, ya no oigo.

domingo, abril 18, 2021

El fantasma del Doctor Kaczynski

'Siempre existe ese riesgo de que lo sin futuro no acabe'
Tu rostro mañana de Javier Marías.

No hay productividad que me alivie, aunque escojo mantenerla alta para tener menos que reprocharme al final del día. 'Mira', parezco decir a un juez invisible que en tiempos fue dios y ahora su implacable sombra, 'no he arreglado mi vida, pero a cambio no he perdido el tiempo, no me he detenido a examinar el sentido de lo que hago como pretexto para la pereza, aunque acaso esto no sea lo correcto y deba detenerme lo antes posible asumiendo las consecuencias, ¿no me valen aunque sea en calidad de préstamo los lugares comunes acerca de la significación de lo que hago? Es fácil para los maestros, dicen, incluso para los hombres de ciencia'. Mientras se suceden en la televisión los así llamados videos de interés o entretenimiento, noticias o música, con un libro cuya lectura avanza a cuentagotas en la mesita de noche, van desdibujándose este y otros pensamientos para dar paso a la duermevela cuyos contenidos ya son sólo imágenes o sensaciones, nunca la paz ni el silencio, nunca el consuelo o la satisfacción. A veces me sobresalto horrorizado de una idea fugaz y abro los ojos para orientarme; otras veces la memoria me devuelve a escenas pasadas que, si bien fueron inocuas en su momento, hoy se aparecen contaminadas de presciencia, como si ya contuvieran el germen de este largo presente inacabado y mi voz no alcanzara a prevenir a mi ingenuo predecesor, una y otra vez —para siempre— condenado a repetir la trayectoria. A mi derecha se extiende la cama como una llanura desierta habitada por un control remoto. Lo interrogo con la mirada antes de apagar la televisión: '¿es que la vida en pareja sirve para acallar estas voces? ¿reemplaza un cuerpo tibio todas las preguntas?' Los muchos años del amor firme —pero amistoso— y los pocos del amor apasionado —pero desleal— sugieren que no todo puede dejarse para mañana indefinidamente. 'Cuando llega la hora de responder', me digo, 'descubrimos que estamos solos'.
Se hace la obscuridad, la habitan monstruos, no así el insomnio que gracias a la compulsión heredada de mi madre es sustituido por el agotamiento ganado a pulso en actividades sin pausa, físicas e intelectuales, laborales y —al menos nominalmente— recreativas. Viajo. Me alejo lo más que puedo con éxito variable. A veces espero a que la mayor de mis tías termine de arreglarse frente a su espejo ovalado mientras hojeo sus libros de anatomía. A veces me acompaño de muertos sin saber que lo están o bien teniendo cuidado de no comentárselo, rostros que no envejecen igual que el de los vivos en su tiempo cenital. Recorro calles y estaciones, casas y azoteas conocidas que al despertar no tienen geografía precisa. Pero no tiene demasiado valor aquello a lo que prestamos nuestras palabras o deseos, no cuando la tenue luz del alba dibuja gradualmente los contornos de la realidad silenciosa difuminando a su vez el más allá. En el espacio que llamamos aquí y ahora el cuerpo no admite aplazamientos ni especulaciones, así consigo ponerme de pie y reincorporarme a la rueda del mundo, deslizarme cuidadosamente por entre las fronteras de lo poco y lo mucho para que no se diga de mí que he sido un irresponsable o un desaprensivo, un parásito o un imbécil, 'otro día, pues, de no cargar con más cadáveres que los admisibles en la vida civil, otro día sin matarme, sin dejar de alimentar a las perras o regar las plantas, otro día de trabajo sin cuestionamientos de nueve a siete, con ingenio incluso, con garbo, sin ofender demasiado a quienes aún me frecuentan o se ven obligados a frecuentarme, ¿para qué decirles hoy que hace tiempo que ya no me interesan? ¿por qué no esperar a mañana o a pasado mañana confiando en que el azar los borre o cambie por otros? Ah, otro día de paciencia o entumecimiento, de alimentar la ironía para que la conciencia no nos empuje a la desesperación ya que no podemos simplemente eliminarla —la conciencia—, otro día de hacer lo que se espera de mí, otro día de yo mismo o de su idea. I am sick of it! Tomando en cuenta todo, qué suerte que aún sepa bien la comida'.
No deben confundirse las ganas de vivir de nuevo con la sensación de haber desperdiciado la vida. Cuando joven, entraba emocionado en cada etapa consciente de su finitud y feliz de transitarla para iniciar otra más, pero a partir de cierto momento, casi inadvertidamente, lo hacía deseando que fuera la última para instalarme en ella para siempre, un error sin duda, una involuntaria estupidez acaso avivada inconscientemente por la idea burguesa de la madurez como feliz resultado del progreso, ley de vida dicen los idiotas, así en el amor en el que supongo nadie se instala a plazo fijo, aunque este plazo exista y se le ignore o dé por descontado. 'Si al menos esas referencias hubieran sobrevivido a las vicisitudes del tiempo', me digo sin querer en el momento de hacer una pausa frente al ordenador en pleno mediodía, 'si al menos quedara ese asidero mientras a mi alrededor las cosas cambian, si se hubieran dado la mano el deseo y la realidad'. Pero lo que era para siempre resultó no serlo y no hay reflexión ni análisis, no hay catarsis ni exégesis que pueda darle un cierre definitivo. 'Sólo la superioridad objetiva del presente puede poner al pasado en su sitio', me acude al pensamiento mientras corto en trozos el pimiento morrón y la cebolla, echo aceite en la cacerola y tiendo el pescado en una cama de sal y pimienta, 'pero mucho me temo que esa superioridad sólo vendrá de la soledad y no del sucedáneo del amor, ¿pero y luego?, se fríe el pescado entre la cebolla y el pimiento, las perras se acercan a la puerta de la cocina y olfatean, 'acaso me arrepienta después si no tengo convicciones firmes para la soledad, pero ¿no es peor vivir acompañado e insatisfecho? ¿qué va a pasar cuando acabe este período de suspenso?', el arroz y las verduras reciben en el plato al pescado frito con cebolla y pimientos, me instalo frente al ordenador, antes trabajo, ahora entretenimiento, más tarde conversación, amor o sexo. Pantallas siempre. Pantallas que apago por escasa media hora para leer un párrafo y tomar una siesta, a veces sólo comido, otras también eyaculado. 'A este paso no alcanzaré a leer los libros de mi biblioteca ni a escribir algo que no sea lo exigido por el trabajo. Porque no he arreglado mi vida, cierto, ¿pero acaso tengo opción? ¿tiene arreglo cuando hay que ponerse de pie y encender de nuevo el ordenador?' Me duermo. 
Nuevos viajes a los mismos sitios. Baba en la almohada. Mi madre me recibe en la casa de mi adolescencia en un anochecer violeta mientras un policía de dientes salidos vigila desde la caseta de enfrente. Ella dice al abrazarme, asfixiándome: 'Has tardado, hijo, pero ya has llegado, nos hemos quedado solos y es lo que más nos conviene, no quería decírtelo cuando estabas con el amor firme (qué largo) ni cuando estabas con su sucedáneo (qué corto) para que no pensases que era yo quien te inducía, pero debes saber que yo lo he sabido desde siempre porque te concebí a mi imagen y semejanza, nosotros somos solos, esa es nuestra suerte y hay que aceptarla, aquí esperaremos la muerte juntos, ven, pasa a tu cuarto, te llamaré cuando esté la comida'. Los mismos muebles. Las paredes con diplomas. La televisión encendida. En el viejo cuarto me apoyo contra la ventana como un niño triste y miro hacia la macabra pared de ladrillos y al cielo negro de más allá que desaparece apenas abrir los párpados. Sudor en el pecho. Sólo han pasado diez minutos desde que me dormí, pero estoy repuesto. Me veo obligado por varias horas más a no hacer caso del cálido aire de la tarde ni de su meridiana luz progresivamente oblicua —primero el patio, luego la pared, al final sólo las copas de los árboles en la distancia— y a preparar ingenieros y científicos de la civilización industrial, esa que según leo 'ha producido en un siglo más desechos y materia muerta que todas las otras civilizaciones juntas, desde la revolución del neolítico'. Es fácil justificarme, pero ni siquiera lo intento porque descreo de los resultados. El fantasma del Doctor Kaczynski flota en el ambiente, 'pero yo soy sólo un hombre', me digo cediendo finalmente a una tímida generalización, un hombre que apaga el ordenador pasadas las siete de la noche y sale a caminar o a hacer ejercicio para seguir esperando que algo —un meteoro, un virus, una señal— lo saque de su jaula y lo devuelva a la vida.

domingo, abril 04, 2021

La columna científica

Aunque ellos quedaron muy complacidos con los tres artículos que me encargaron (los privilegios de no entender nada, pero sobre todo de no querer entender), yo padecí la experiencia de principio a fin, especialmente la amenaza de contratarme para publicar semanal o quincenalmente en su así llamada columna científica, una novedad editorial que aquel periódico de provincias deseaba introducir sin desembolsar por ello las cantidades exigidas por las agencias de noticias internacionales para disponer de sus bases de datos sobre el tema, depósitos inagotables de notas mal traducidas del inglés que en estos tiempos aparecen fatigosamente repetidas desde la BBC hasta el último semanario de localidades remotas, siempre sobre la exploración espacial y la medicina, siempre sobre la naturaleza o las ciencias básicas, bobadas de interés general, información y hasta material educativo, aseguran algunos, como si bastara con declarar sus intenciones para que cualquier perogrullada o excrecencia se convierta en algo digno de consideración.
Debo reconocer que el periódico desafió la ley del mínimo esfuerzo al buscar entre los profesores de la universidad a un corresponsal científico (el término es suyo) que cobrara mucho menos que las agencias internacionales; a robar las notas directamente no se atrevían, preocupados por la posibilidad de demandas legales que otros más osados habían tenido que enfrentar. No contaban, sin embargo, con la gran disposición de los palurdos académicos a hacerse de micrófonos y reflectores o, cuando menos, de su nombre impreso en tirajes perfectamente prescindibles y sitios de Internet completamente ignorados, de modo que hubieron de improvisar criterios de selección más estrictos para reducir la enorme cantidad de candidatos que respondieron a su convocatoria. Hubieran podido cobrar, como no tardaron en comprobar cuando varios docentes intentaron sobornar al periódico para ser seleccionados, pero un inexplicable escrúpulo (que, por otra parte, no tenían cuando de recibir dinero de narcotraficantes y políticos, empresarios e iglesias se trataba) los hizo rechazar las ofertas y basarse únicamente en lo que a su pobre entender eran credenciales científicas válidas. Descartaron a todos los que no habían publicado nunca nada, pero como el grupo que quedaba seguía siendo muy grande, agregaron primero el requisito de contar con certificaciones del consejo científico nacional, luego el de no pertenecer al área de ciencias sociales y humanidades, un grupo largo y combativo éste, que alegaba estar perfectamente capacitado para la tarea y aún interpuso una demanda legal contra el periódico prontamente rechazada— por lo que juzgaron discriminación injustificada. Fue inútil: los profesores calificados que deseaban convertirse en empleados del periódico seguían siendo demasiados. '¿Cómo es posible que haya tantos científicos en esta pequeña universidad periférica?', se escandalizaba el redactor en jefe que presidía el comité de selección, 'si nunca hemos sabido de nada que hayan desarrollado o hecho, si nadie los conoce y nadie los entrevista, deben estar coludidos todos evaluándose unos a otros para mejor cobrar del erario público a través del consejo, hijos de puta'. De modo que subieron poco a poco los requisitos echando mano del escalafón que el propio consejo establecía: eliminaron primero a los de nivel uno, luego a los del dos, finalmente se quedaron sólo con los de nivel tres creyendo que así garantizarían al menos cierta calidad, pero fue un error: bastaron algunas pruebas básicas de redacción para que el comité de selección quedara horrorizado. De nuevo el redactor en jefe se exaltó: '¿Acaso no es necesario saber escribir para hacer un artículo científico? ¿Dónde diablos publica esta gentuza? ¿En revistas de variedades? ¡Dios del cielo! Miren nada más qué galimatías ha puesto esta tipa en tan breve espacio, apenas dos párrafos y ya pueden contarse diez errores gramaticales. ¿Y qué decir de este pedante? ¿Han visto los adjetivos que utiliza? ¡Pero si ni siquiera conoce sus significados! ¡Qué gran pérdida de tiempo! Habrá que replantear la estrategia'.
Y en efecto, probada la ineficacia de los métodos democráticos, el redactor en jefe acudió al director de ingeniería para que éste señalara directamente a una persona que reuniera las características buscadas. El gordo mofletudo cuyo trasero crecía inconmensurablemente en aquella poltrona del edificio de rectoría, sumido en el sopor de una digestión permanente y la firma irreflexiva de documentos embrutecedores, lo remitió en medio del estertor de su muy difícil respiración al jefe de departamento; éste, a su vez, me pidió a mí —que desde luego no me había postulado ni me había apenas enterado de la pesquisa— aceptar el encargo, pues como hombre provinciano e ignorante que él era tenía una inexplicable mezcla de temor y fascinación hacia el hecho de que yo trabajara principalmente con extranjeros y aún hubiera traído a algunos de ellos a mi precaria universidad para realizar vagos trabajos de investigación sobre cuya calidad y contenidos él o el director o cualquiera de mis colegas no podrían tener ni la más remota idea. 'No he querido decirle al jefe de redacción sobre tu idoneidad porque he preferido consultarlo contigo primero, pedírtelo ¿verdad? Porque yo he escuchado lo que les dices a nuestros estudiantes en las conferencias de la semana de la ciencia o en los concursos de talento o en los talleres de ingeniería, ¿verdad? Y pues esto sería una oportunidad de que ese público se amplíe, de que el mensaje llegue a más gente... el rector está enterado y está de acuerdo en que eres la persona correcta', mintió con dificultad el jefe de departamento cuando habló conmigo, deseoso de anotarse un tanto con el director y el periódico. Expresé algunas reservas, señalé a otros colegas que podrían hacer lo que ahora me proponían (sabiendo que no, no podrían hacerlo; o sí, sí podrían pero sólo en concordancia con la calidad del periódico, o sea, mal), pero al final, abstraído en mis pensamientos sin prestar atención alguna a la larga perorata del jefe de departamento, tuve la debilidad de decir que sí sólo porque me recordé fugazmente a los quince años diciendo a la delegada de los concursos estatales de matemáticas 'yo quiero ser como usted', un momento romántico totalmente injustificado —el de ahora y el de entonces— que me llevó a la redacción del periódico para envidia de muchos colegas y maledicencia de no pocas personas.     
El jefe de redacción se mostró satisfecho con la entrevista que tuvo la delicadeza de hacerme en lugar neutro, ni su oficina ni la mía, sino en un restaurante donde él pagó el desayuno un sábado por la mañana. Ya iba él decidido, me parece, a contratarme, quién sabe si engañado por el jefe de departamento o el director, a cual más me parecía imposible que pudieran convencer a nadie de nada, pero toda anomalía cabe entre esa gente. Como buen hombre a cargo de algo —no se diga ya los dueños del capital o del gobierno— se dedicó a hablar sin pausa haciendo caso omiso de todo lo que le decía, así fuesen respuestas a preguntas por él formuladas a las que asintiera con la cabeza repetidas veces como quien ha comprendido y está de acuerdo con lo que escucha, sólo para retomar su discurso ahí donde se hubiera quedado afirmando que lo que acababa de escuchar de mí era la confirmación de sus puntos de vista y no, como de hecho lo fue casi siempre, contradicción flagrante y discrepancia irreconciliable. 'Lamento decirle que, a pesar de dedicarme a la investigación científica, no estoy convencido de la conveniencia de la así llamada divulgación, que no tiene más remedio que presentarse como un conjunto de creencias porque el profano no puede entender cómo han sido deducidas; y es esta deducción incomunicable lo realmente científico del asunto, no la enumeración de meros datos o prodigios. Reducida a mera exposición de resultados e ideas no es más verificable que las tonterías de los terraplanistas o ufólogos, no transita por la lógica ni el método como tampoco lo hacen los religiosos que quieren explicar la naturaleza con simplezas, reclama para sí una credibilidad basada en la autoridad científica cuya validez no puede establecer el gran público (sólo para decirle enseguida que el método científico no se basa en la autoridad, sino en las evidencias que para el profano son lo mismo: no las conoce y, de hacerlo, ignora su valor), crea la ilusión de que todo es accesible o comunicable cuando precisamente no lo es: la ciencia es para iniciados, o sea, para quienes la hacen, no para los que creen poder divulgarla con metáforas y analogías, a nivel de ideas dicen, porque entonces se reduce a una categoría del entretenimiento, acaso al de mera publicidad de la ciencia cuya misión es atraer nuevos acólitos o ganar al menos el favor de las mayorías para que su voluntad se decante por aquellos que se digan científicos o se erijan en sus representantes, aunque no sepan ellas si en verdad lo son ni puedan asegurarse por ningún medio que no sea convertirse ellas mismas en científicos'. Alzaba un índice como aprobando lo que acababa de decirle, extendía luego el resto de los dedos de la mano levantada y con un gesto que parecía decir ¡ahí! o ¡eureka! soltaba: 'Estoy completamente de acuerdo con usted, qué misión más noble la de la ciencia, maestro, creemos sinceramente que ha llegado el momento de que el principal periódico de esta ciudad incluya un suplemento al respecto que dé voz a la gente inteligente, a los lúcidos que aclaran las cosas que la mayoría confunde, ya ve que abundan los que creen que la ciencia es aburrida, difícil, que no se puede explicar, ignoran que las capacidades didácticas de ustedes son el puente que todo lo une, no sabe cómo me alegran sus palabras y comprobar que pensamos lo mismo, ya verá usted que con un poco de orientación acerca de las trucos para escribir correctamente podrá irse soltando hasta adquirir la misma calidad de cualquiera de nuestros redactores'. Me horroricé. Quise interrumpirlo, pero él bajó instintivamente la vista para desentenderse y continuó con cosas como 'No, no me lo agradezca... Mire, ahora que hemos estado buscando a un corresponsal para estos asuntos me he enterado de que en la universidad hay muchos investigadores certificados. Son cosas que la mayoría de la gente ignoramos y esto debe cambiar, pues son para presumir, ¿me entiende? Y para aprovechar, por supuesto, de manera que la población en general disfrute de sus conocimientos. Después de todo son ellos los que pagan sus sueldos a través de los impuestos, ¿no? Ellos son el patrón al que se debe rendir cuentas'. Levantó la vista, se rio cordialmente luego de unos segundos de seriedad. Sí, éramos empleados de gobierno al fin y al cabo, funcionarios pagados por el erario, pero el razonamiento del redactor en jefe era especioso; consiguió con él, no obstante, hacerme callar y transigir. Era un individuo ágil, astuto, que no mostraba a las claras lo que realmente pensaba y al que no le importaba la ambigüedad con tal de conseguir lo que buscaba, nada parecido al torpor bovino de mis jefes en la universidad. 'Mire, usted sabe que muchos de sus colegas no redactan bien, aunque sean científicos importantes; usted sí. ¿Le importaría echarnos una mano? Usted es maestro, disfruta de enseñar: aproveche. Es más: le adelantaré el pago de tres artículos, sólo tres, uno por semana. Cuando concluya volvemos a hablar, ¿qué le parece?'. Tenía una sonrisa amplia, algo burlona, pero diplomática, divertida. '¿Pero de qué voy a hablar si justamente le estoy diciendo que desconfío de la divulgación?'. 'Pues de eso, ¿por qué no? Son temas científicos. Si escribe tan apasionadamente como se ha quejado durante este desayuno, no habrá problemas, se lo aseguro: es usted un periodista nato, un pendenciero'. Alzó de nuevo el índice como quien dice ¡así es! o ¡hecho!
El redactor en jefe no adelantó el pago. Dificultades administrativas, dijo. Ese día por la noche redacté el primer artículo aunque disponía de una semana larga para entregarlo. Todo lo que en él decía me sonaba impostado, no porque se tratara de falsedades ni porque yo lo considerara obvio, sino por su inevitable tono didáctico, casi moralizante, tan común entre la hoy abundante fauna de docentes que, aún a nivel universitario, considera parte de sus obligaciones formar en valores al alumnado, es decir, retirarle la calidad de adulto para imponerle, aún desde las formas más obtusas o descaradas, puntos de vista completamente predecibles y bobos; el imperio, en suma, de lo políticamente correcto. '¿Cómo se ha producido esto?', me preguntaba, 'sin sentirlo, sin buscarlo, sólo por la mera conciencia de estar escribiendo en tanto personaje público y no desde el ámbito privado de mis tesistas, esa extensión cautiva de mi familia en la que puedo manifestar mis verdaderas opiniones sin reservas (y seguramente no debería), ¿cómo hacen los políticos y los empresarios, incluso el jefe de departamento y el director, para vivir instalados en esta esquizofrenia de hombres públicos a tiempo completo, hablando sin parar de aquello en lo que no creen o de lo que no se han detenido a reflexionar o, todavía peor, de lo que tragan a pies juntillas como estólidos avatares sin personalidad propia? Es un problema irresoluble', pensé, 'en el que tiene parte todo mundo por el sólo hecho de vivir en sociedad: exigimos que quienes nos representan, lo mismo en el gobierno que en la junta de vecinos, en la escuela, pero también en el periódico, se comporten de cierto modo y nos mientan con deliberación, cuando hablen o escriban, cuando arenguen o tan sólo informen, que parezcan aquello que más se ajuste al promedio exigido y no se sinceren ni tengan dudas, que abandonen cualquier originalidad e interpreten sus personajes públicos abrazando la hipocresía; qué cercanos están los católicos modernos a este espíritu gazmoño impermeable a la contradicción y qué lógico resulta ahora hallar al jefe de departamento y al director, al rector incluso, en misa de seis todos los domingos, aconsejando a los estudiantes a tener familia en cuanto concluyan sus estudios, promoviendo el deporte como una panacea del sinsentido, ¿cómo no lo vi antes?'. 
Quise renunciar, pero consideré el impulso una exageración histérica de mi parte. Atemperadas, le comuniqué al redactor en jefe algunas de mis objeciones cuando a media semana le entregué mi primera redacción. Él me escuchó cordialmente, me dijo que no me preocupara. 'Tres artículos, maestro, y ya sólo le restan dos. Verá que para cuando termine no tendrá ya ninguna duda acerca de la conveniencia de seguir haciendo ciencia'. 'Esto no es ciencia, pero ya que lo menciona, debo decirle que ella no es todo lo pura que usted cree, no sé qué se imagina'. 'Yo estoy de acuerdo con usted, por eso vale la pena seguir haciéndola, para mantener su carácter impecable, el producto más depurado del hombre en la búsqueda de la verdad, sí señor. La columna científica no le dará puntos en el consejo, estoy de acuerdo, pero lo hará patrimonio del público, servidor directo de la nación'. Su sonrisa pareció más burlona que de costumbre. No quise contestar a su palabrería porque efectivamente eran sólo dos los artículos que me restaban para estar libre de este compromiso absurdo. No valía la pena comentarle que en las más prestigiosas revistas científicas se estilaban zancadillas y politiquerías de todo tipo, por ejemplo, que el mismo editor británico que había aprobado con escasa resistencia un paper matemáticamente incorrecto sólo porque uno de los autores era coautor suyo, acababa de rechazarnos uno que superaba con creces a aquel, sólo porque el coautor ruso ya no estaba ahí. 'Y pensar', me dije mentalmente, 'que hay divulgadores que creen garantizar la veracidad de sus dichos sólo porque citan como fuentes a revistas científicas, qué tragedia, sin saber que existen miles y miles de calidad discutible, sin imaginar que en las mejores se cuela basura por revisiones perezosas o mal administradas; los científicos no son distintos a cualquier grupo humano, incluidas, desde luego, todas sus miserias y mezquindades'.
Con todo, completé los tres artículos. Cuando entregué el último, relajado al fin por lo que entendía era el fin de mi brevísimo paso por el periódico local, el redactor en jefe me ofreció contratarme por tiempo indefinido para publicar semanal o quincenalmente la columna científica. 'Ya sé que tiene usted sus objeciones, pero quiero que lea usted algunos de estos correos que nos han hecho llegar los lectores de su columna. Son demasiados, como puede ver, sus publicaciones son todo un éxito. Permítame bajar a nómina y enseguida estoy con usted, unos diez o quince minutos y entonces me da el sí, ¿eh? Nada de dejarme plantado, maestro'. Los correos eran efectivamente elogiosos con la columna y su autor, pero apenas traspasaba el umbral de las felicitaciones descubría que los lectores habían tergiversado o contradicho, enredado o revertido lo que sea que yo hubiera afirmado, atribuyéndome ideas que en modo alguno se relacionaban con lo que estaba escrito e ignorando por completo lo que de verdad se hallaba ahí. 'Dios santo', me dije, '¿qué diablos es esto? Es así como deben vivir quienes publican en prensa y todavía más quienes lo hacen en Internet, en medio de un griterío ininteligible al que finalmente se hacen adictos por no soportar más el silencio y el ser ignorados, deseosos de acumular no ya lectores ni oyentes, sino tan sólo números, cifras o cuentas que les permitan sentirse notados, qué horror tan parecido al de los políticos que no pueden prescindir de vivir instalados en la palestra, aunque se les deteste o interprete de la manera que sea, parecen creer que lo importante es seguir montados en la rueda del mundo, jaleados por las multitudes, qué maldición y qué espanto'. 
Me puse de pie y salí de ahí a toda prisa. No cobré por los artículos y me negué en redondo a recibir al redactor en jefe o a contestar a sus correos en los días que siguieron. Todo continuó igual. O casi: recientemente encontré en la columna científica del periódico una nota mal traducida de la BBC. 'Está llegando el futuro', me dije sonriendo.

miércoles, marzo 31, 2021

Ciencia y capital: una máquina loca

Puede ser que la ciencia y la tecnología resulten extraordinariamente estimulantes para quienes las desarrollan y que, al menos en principio, la inmensa mayoría de la humanidad se beneficie de ellas. Puede ser que ambas sean inevitables como parte de la naturaleza humana, especialmente cuando se desenvuelve en libertad, democracia y capitalismo, las formas más o menos predominantes del mundo occidental moderno: la libertad de pensar permite el desarrollo de ideas, la libertad de expresión su intercambio, la libertad económica la posibilidad de convertirlas en productos del mercado, la libertad política la capacidad de regular el mercado involucrando a la población en general. Parece un cuadro armónico destinado a perdurar, un círculo virtuoso que permite a la humanidad su mejoramiento y autocontrol indefinidos. Pero el galopante aumento del deterioro ambiental, la desigualdad e incoherencia del desarrollo, la creciente amenaza de cataclismos de todo tipo, hacen suponer que el sistema, con ser quizá el mejor de cuantos se han experimentado, no garantiza ni siquiera la supervivencia del hombre, todavía menos la posibilidad de una vida con sentido: no sólo personal, sino como especie; no sólo aquí, sino eventualmente allá, fuera de este planeta.
¿Cuánto es suficiente en materia de desarrollo? ¿En qué punto vale la pena que se instalen las sociedades para guardar un equilibrio entre vivir bien o vivir por encima de sus posibilidades? ¿Es mejor ir a Marte o crear vacunas? ¿Lo es disponer de teléfonos inteligentes o de cadenas de suministro que permitan hallar en el mercado productos de todos los rincones del planeta? Quizá estas preguntas estén mal formuladas. Quizá asumen indebidamente que dicho punto estacionario existe. Quizá hacen creer que puede haber prioridades en un mundo de libertad o que la única que realmente existe es la económica, la agenda del capital. Puede ser. Es posible que para crear lo necesario deba aparecer lo secundario y aún lo frívolo o lo directamente estúpido. O que el equilibrio esté vedado a las especies ambiciosas, es decir, a todas, pues no hay una sola que no se salga de madre cuando las condiciones le son favorables: el programa darwinista de la vida desde hace millones de años contra los imperativos morales de recientísima factura. '¿Qué esperabas?', podría alegarse, '¿Que los hombres renuncien a sus deseos y posibilidades para buscar el bien común en cuya definición ni siquiera podrían ponerse de acuerdo? ¿Que los astutos y voraces no lo fueran y que no hubiera tontos u holgazanes sino sólo gente consciente? ¿Y qué te hace suponer que la conciencia de dos o más individuos produce resultados armoniosos? ¿Qué te hace creer que existe una solución o que esta es única?'. Y se podría agregar: 'Acaso lo que era una población de tamaño aceptable en tu juventud fue la pesadilla de los ancianos de aquel tiempo, acaso disponer del agua escasa de un pozo era normal contra la opinión de los que ahora no podrían vivir sin la entubada, así lo que hoy consideras un exceso y una tontería es siempre inevitablemente lo normal para alguien, a cada uno le cuenta lo suyo y no hay punto de vista privilegiado'. Y aún si se apuntara la finitud de los recursos se diría: 'Ya puede acabarse el agua dulce o no haber más tierra cultivable, nuevas adaptaciones surgirían aún a costa de una gran mortandad porque esa es la naturaleza de la vida, la del hombre, la de las especies todas, las ya extintas y las que vendrán; pero no ahora, no todavía, aún tolera el mundo a los que medran y explotan y arrasan y se regodean, no puedes hacer nada contra ello, todos los que lo intentaron antes han fracasado y producido monstruosidades mayores: comunismo, fascismo, politburó o anarquía, desesperados actos terroristas como disparos en la obscuridad para restaurar el orden, el primitivo o el natural, el laico o el religioso, la edad de oro perdida que nadie conoció pero todos creen intuir, da igual, llegando a estos pantanos todos se anegan y ahogan, déjalo ya, no te resistas'.
Cuesta trabajo, sin embargo, pensar que todo da igual o que siempre fue lo mismo: la responsabilidad del desarrollo científico y tecnológico en una enloquecida espiral de soluciones y problemas es evidente, especialmente desde que se dio la mano con el capital en el siglo diecinueve. Los empresarios y gobernantes serían impotentes de no haber sido ellos mismos técnicos o haberlos tenido a su disposición para posibilitar sus negocios: del mismo modo en que un faraón pudo ordenar la construcción de las pirámides porque contó con individuos capaces de hacer los cálculos, el presidente Truman pudo ordenar la construcción de la bomba atómica porque tuvo un equipo de físicos a la cabeza del proyecto. Los dueños de vidas y haciendas han sido obedecidos porque detentan la fuerza, pero también porque a los dueños del conocimiento les falta criterio para decidir cuándo cooperar y cuándo fingir demencia, al punto de que quizá ya es demasiado tarde para hacerlo, incluso a título individual. Saber programar una computadora no permite entender las consecuencias de hacerlo como tampoco importa al jefe de obra la creación de diez o cien multifamiliares en las periferias de una ciudad mal planeada. Enseñar en una universidad para mantener el flujo de ingenieros que manejen, despreocupados de las consecuencias, las industrias y empresas de las transnacionales instaladas en países subdesarrollados, hacinando comunidades, envenenando el ambiente, sometiendo ayuntamientos y voluntades como un crecimiento canceroso, deja así de ser una noble actividad para convertirse en un motor de la destrucción en marcha. Estimular vocaciones científicas y tecnológicas se hace cada vez menos por el interés de explicar el mundo —el carácter contemplativo y teórico, culto incluso, de los sabios que precedieron por siglos a la aparición de la burguesía capitalista— y más por su carácter utilitario —las cosas sólo pueden estudiarse si sirven para algo, si se pueden convertir en dinero—, así no es extraño que haya cada vez más gente dispuesta a convertirse en autómata intercambiable para mantener funcionando los negocios de sus patrones, una maquinaria insaciable cuya productividad debe crecer enloquecida e incuestionablemente a costa de lo que sea. 
¿Debemos abjurar del primer antropoide que pudo hacer abstracción de la suma de uno más uno igual a dos sólo porque las consecuencias de sus ideas nos han metido en este atolladero? ¿Debemos condenar el momento en que a la actividad contemplativa la reemplazó la producción en serie a pesar de que la vida es más confortable —aunque de manera muy desigual— ahora? ¿Hay que emprenderla contra gobiernos y empresas, industriales y banqueros, como hacen los histéricos del ambientalismo? No hay respuestas fáciles ni únicas, pero acaso no haga daño una mayor conciencia a nivel individual de la parte que jugamos en el consumo y la procreación de nuevos consumidores (y aún en esto algunos alegarán que más población es siempre necesaria desde el punto de vista económico, otro caso de espiral inevitable y loca): con ella viene la moderación, con ella la capacidad de prescindir de algunas cosas, con ella el uso del conocimiento y la libertad para ir con pies de plomo, una idea radicalmente opuesta a la falsa premisa del capitalismo moderno, pues no somos inmortales.

domingo, marzo 14, 2021

Creyentes científicos

Me conmueven las personas de buena voluntad que aún sin estudios especializados se alinean con posiciones científicas, porque al hacerlo no se distinguen demasiado de aquellas a quienes critican por explicar los fenómenos a partir de creencias religiosas o supersticiones. Entre la afirmación de que Dios creó el universo y la de que éste comenzó con una rápida expansión de toda la materia concentrada en un punto, los creyentes científicos prefieren la segunda explicación por hallarla más plausible, más racional, incluso menos infantil y perezosa que la primera. Los más enterados citarían textos de divulgación científica donde se listan las evidencias que los especialistas han reunido para sustentar la segunda causa en vez de la primera: el progresivo alejamiento entre sí de todos los cuerpos en el universo y la radiación de fondo como eco del big bang primigenio, por ejemplo. Los especialistas, a su vez, insistirían en que su cuerpo de conocimientos, a diferencia de los libros sagrados o las creencias, es modificable según se presente mejor evidencia y reproducible por cualquier ser humano que se aplique a ello. Sin embargo, al carecer de formación profesional y no poder proceder ni siquiera por analogía (como tal vez podrían hacer los especialistas de un área al considerar lo que afirman los especialistas de otra), los creyentes científicos sólo estarían escogiendo al mejor depositario de sus creencias según de qué tema se trate, sin inquietarse mayormente por la forma en la que se llegó a esas ideas ni disponer de ninguna posibilidad de entenderlas a cabalidad o, al menos, sin deformaciones graves: mejor lo que dice un físico que las ocurrencias de un teólogo, mejor atender las indicaciones de los virólogos que morir por hacer caso a quienes aseguran que el virus no existe. 'Es lógico', nos dirían quienes se sienten muy satisfechos discurriendo sobre mecánica cuántica a partir de textos divulgativos y no de ecuaciones, fascinados por la ciencia como depurado sucedáneo de la magia que reemplaza al hocus pocus por partículas subatómicas y al hombre barbado que entre nubes nos vigila por fotografías del espacio exterior, evidencias todas de las que se deducen claramente los hechos equis o ye. ¿Pero qué valor tiene la repetición de las palabras de los expertos cuando no se dirigen a sus colegas y son reproducidas con mayor o menor fidelidad por sus acólitos? Si no es para fomentar vocaciones científicas atrayendo a los profanos al estudio sistemático de algo —la posibilidad de abarcarlo todo desde luego proscrita desde hace cientos de años para cualquier ser humano— no cumplen otro papel que el publicitario o el de ser una instancia más del entretenimiento. Los grandes clásicos de la divulgación científica que eran ellos mismos científicos —Hawking, Penrose, Sagan—, los que sin serlo desearon popularizar la ciencia en medios impresos, radio y televisión, los ahora miles que desde el Internet dicen explicar hechos científicos con mayor o menor gracia, con inevitables ingenuidad y distorsión y sesgo, son todos ejemplos de una clase de literatura o producción audiovisual que, al no ser propiamente científica ni sólo lúdica, al proclamar la crítica sin ejercerla, al ser inevitablemente didáctica o edificante, la emparentan en su infantilismo y gazmoñería con lo que condescendientemente la industria del entretenimiento llama literatura juvenil. No en balde los museos de ciencia están dirigidos a niños y jóvenes mientras que los de arte, por no hablar de la literatura más elevada, se reservan a la esfera adulta. En ésta no se hace énfasis en las certezas cuanto en las dudas, no asombran las leyes que gobiernan los astros cuanto el misterio humano que aquí o allá, ahora o en un futuro lejano e intergaláctico, seguirá siendo el que es ahora. La divulgación científica no es ni siquiera filosofía, aunque lo parezca, demasiada preocupada por los hechos más que por las interpretaciones, convertida por la necesidad de dirigirse a públicos no especializados en mera enumeración de prodigios o acontecimientos, postula en el mejor de los casos un programa tibio y cándido para la humanidad donde se mezclan democracia y buen comportamiento, responsabilidad y conocimiento, invitando discretamente —acaso por el estímulo de la imaginación— al verdadero estudio de algo que no será necesariamente a colores sino muy posiblemente árido y rutinario. En el peor de los casos la divulgación científica sugiere tácitamente la aceptación de lo que digan los que saben aunque el que acepte no pueda saber si lo que le dicen es cierto, si unos expertos tienen más o menos credibilidad que otros, o si al llegar parafraseada la información no será ya una completa desviación de lo que es en realidad. Si el conocimiento científico se publica en revistas especializadas una vez que supera la evaluación por pares y no todas estas publicaciones pueden tener el mismo nivel, rigor o calidad; si existe (como en todas las actividades humanas) una mayoría mediocre o descuidada, tramposa o mezquina, que casi siempre se hace con las posiciones de poder e influencia; si los divulgadores más preocupados por respaldar sus afirmaciones citan (aún sin entender) los trabajos publicados por esta mayoría en aquellas revistas, ¿por qué es mejor ser un creyente científico que un creyente cualquiera? Para contestarlo, aunque sólo sea por analogía, habría que estudiar, es decir, dejar de serlo. Para dudarlo (hasta el punto de preferir un prudente silencio disfrazado de respeto hacia creyentes y divulgadores) habría que llegar a ser un gran especialista. El creyente científico es así el mejor compromiso entre el ignorante que no sabe lo que ignora y el sabio que ya entiende lo que no va a saber nunca: el conocimiento a la altura del hombre.

domingo, marzo 07, 2021

Gente a salvo

La casi segura inclusión de funcionarios en vez de pares académicos en los comités de evaluación de científicos ha reavivado un antiguo debate en mi memoria, uno que pasa por la ciencia misma, por quién la paga y a quién debe rendir cuentas. Las sociedades y sus ocupaciones se hacen progresivamente más complejas y especializadas, no sólo en lo tecnológico y en la infraestructura que caracterizan al mundo moderno, sino también en la aparición de intereses cada vez más sofisticados o, si se prefiere, frívolos: ingenieros para las telecomunicaciones, pero también curadores de museos; aeronáuticos y bioquímicos, pero también arqueólogos. Hay ballet en Madrid, pero no en Santa Teresa, como hay agencia espacial en Estados Unidos, pero no en Bolivia. Luego hay edificios en cualquier lugar, pero quizá no los mismos como resultado de la sociedad que los construye, las prioridades que tiene, los gobiernos que se da, así las distintas calidades. ¿Qué es indispensable? ¿Qué debe enseñarse en las escuelas? ¿Qué debe o no subvencionar el gobierno y qué debe dejarse en manos de las así llamadas leyes del mercado? Es casi seguro que muchos quehaceres no sobrevivirían sin la protección oficial. Es evidente, también, que no todos los países pueden permitirse todos los oficios. Así pues, ¿qué es lo justo?
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Cuando comencé la carrera en Ciudad Natal no existía ningún lugar donde se pudiera hacer un posgrado en ingeniería eléctrica. El centro de investigación y la universidad nacional, ambos en la capital, captaban sus científicos en el extranjero, ya porque eran originarios de aquellas tierras, ya porque eran nacionales que habían ido a estudiar al exterior y volvían al país. Es comprensible: lo que no hubiera dentro había que formarlo fuera para luego emanciparse. Los que volvían, capacitados o no, ocupaban las primeras plazas en una progresión que imitaba la forma en que se habían ido extendiendo las universidades en el país: primero en la capital, luego en la provincia; primero en los centros de investigación dedicados sólo a posgrados, luego en las universidades. La práctica totalidad se integraba así a la academia, es decir, empleaba su formación para convertirse en asalariado del gobierno. No se incorporaban a industrias o empresas, no fundaban ningún negocio: daban clases y hacían investigación. Cuando egresé de la carrera, cuatro años después de iniciada, el centro de investigación de Ciudad Natal llevaba ya dos años en operación: lo constituían —cómo no— extranjeros y capitalinos que habían hecho posgrado en el extranjero y que administraban el naciente proyecto con holgura presupuestaria y afectación, más preocupados por las formas que por los contenidos, más constituidos en nacientes burócratas que en consumados científicos. Como algunos no daban clase o no conocían los contenidos de sus cursos, intenté hacerlos cumplir con su trabajo: fracasé. Más de dos décadas después, en sus flamantes instalaciones cuyo terreno, al igual que muchos fraccionamientos y empresas, han conseguido robar al bosque de la ciudad, los científicos locales son entrevistados periódicamente por los medios. Son justamente jactanciosos y triunfalistas. Son patriotas. Han formado a numerosas generaciones que a su vez han ocupado plazas en centros y universidades todavía más periféricos. Han alcanzado influencia, presupuesto, quizá poder. Pero los números con que se miden las citas de sus trabajos científicos —esos a los que no prestaba atención veinte años atrás— no se corresponden con su vanagloria.
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¿Pero quién mide el éxito científico? La ciencia, para avanzar, debe ser esotérica, es decir, para los iniciados, para los que saben. Son ellos —los expertos de cada área, los que se dedican a la misma— quienes de forma más o menos natural se ordenan jerárquicamente por méritos, los que privilegian ciertos problemas sobre otros, los que hacen de una solución un clásico o algo marginal o erróneo. Sobra decir que esta manera de funcionar, como la democracia, no es una panacea ni está exenta de contaminarse de todos los vicios humanos, pero también como la democracia es el funcionamiento menos malo de todos los posibles. Ahí donde han privado intereses ajenos a lo meramente científico (como en los regímenes totalitarios que imponían una ciencia adjetivada en uno u otro sentido, restringiendo la libertad y aún negando los resultados, es decir, faltando deliberadamente a la verdad), no se han producido avances. Quienes padecieron imposiciones en su investigación se vieron frecuentemente obligados a huir o a caer en el ostracismo. La ciencia necesita de la libertad para su desarrollo; el mérito científico lo deben medir los expertos. 
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El problema aparece cuando debemos considerar quién debe pagar al científico, que quizá no es lo mismo que preguntarse quién debe pagar la ciencia. En los países desarrollados muchos científicos se emplean en empresas e industrias privadas y, por lo tanto, quedan sujetos a la ley de la oferta y la demanda. No es del todo malo: es gracias a la iniciativa privada que se han producido muchos avances tecnológicos (y los problemas que ello trae aparejado y que un buen gobierno, siempre algo atrás, debe regular). Pero en los países subdesarrollados, cuando existen, los científicos o sus sucedáneos son empleados del gobierno a través de universidades y centros de investigación como los de Ciudad Natal, es decir, reciben su sueldo de los impuestos pagados de una u otra forma por todos los habitantes de su respectivo país; luego, son sujetos de escrutinio público como cualquier otro funcionario. Naturalmente, la eficacia del referido escrutinio y la rendición de cuentas están en proporción directa con el nivel de desarrollo político alcanzado por el país en cuestión: a mayores credenciales democráticas, mayor rendición de cuentas; a mayor debilidad institucional, mayor opacidad o arbitrariedad. Si el racismo ha caído en descrédito como explicación posible de las diferencias entre unos y otros países, si las evidencias sugieren que existen las mismas habilidades cognitivas potenciales en todos los seres humanos, si el ciudadano promedio —el adolescente francés o peruano, el viejo británico o hindú— es más o menos igual de brillante o estúpido en cualquier lugar, hemos de concluir que los países desarrollados sólo se distinguen de los que no lo son en su capacidad para poner a las personas competentes según la tarea a realizar. Cuando esto último ocurre, tomadas las providencias para evitar conflictos de interés y otros problemas similares, podemos estar seguros de que los científicos de cada área serán los más adecuados para evaluar a los científicos de la misma. Esto es lo que se denomina evaluación por pares. Pero la desconfianza que norma el comportamiento de las sociedades que no funcionan bien y que, pese a todo, cuentan con un grupo de científicos financiados por el gobierno, hace lógico cambiar las reglas arbitrariamente, caer en múltiples inconsistencias y, faltaba más, incluir a burócratas en la evaluación del trabajo científico del asalariado.
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¿Qué puede decir una persona cualquiera sobre la calidad de un trabajo científico? Probablemente nada. ¿Qué derecho tiene la persona que paga ese trabajo (o sus representantes) a decidir acerca de continuar o retirar el apoyo con base en una evaluación? Todo el derecho. En teoría, la mayoría de las sociedades occidentales eligen democráticamente a sus representantes y éstos, dentro del marco de las leyes respectivas, pueden exigir lo que sea exigible a los científicos pagados por el erario público, lo que no significa que todo lo que emane de este mecanismo será necesariamente bueno. Puede ser democrático aprobar la extinción de cualquier apoyo a científicos y artistas. Puede ser catastrófico que todos los ciudadanos quieran serlo. La ciudadanía o sus representantes pueden tomar decisiones equivocadas o contraproducentes, incluso ilícitas, pero siempre legales. Sólo puede o debería impedirse lo ilegal; fuera de ello, todo es discutible, todo negociable. Si la sociedad que elige es en su mayoría ignorante, bruta o retrógrada, ¿de dónde va a elegir sino de ella misma? Si no ha conseguido la eficacia de las democracias más avanzadas que ponen a la gente competente en los lugares que las exigen, ¿quién puede cuestionar que el desorden resultante no sea genuinamente representativo de su voluntad? Así de frágiles son las cosas. Si la inclusión de funcionarios en vez de pares académicos en los comités de evaluación científica viola alguna regla, no debe permitirse; pero si está dentro de las atribuciones de los responsables, puede proceder aunque sea absurdo. Como tantas otras cosas.
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La sociedad paga a los funcionarios, incluidos los científicos empleados por el gobierno: deben rendir cuentas. Pero si la evaluación de lo científico debe ser científica, ¿qué cuentas se rinden a la sociedad o a sus representantes más ignorantes metidos a evaluadores por mandato de ley? Hoy en día abundan los programas de divulgación científica que, quizá por brevedad, se hacen llamar de ciencia y a los divulgadores se les confunde con científicos. Su tarea, que ha sido una tradición en países anglosajones desde hace décadas, permite incidir en el gran público divulgando hallazgos y creando un clima propicio al escepticismo y el pensamiento lógico, estimulando vocaciones científicas e inclinando a las sociedades para que elijan gobiernos más comprometidos con el sentido común. Todo muy loable, desde luego, aunque también gracias a ellos existe la creencia de que la ciencia es divertida, accesible, siempre explicable en palabras, al alcance de cualquiera con ingenio y voluntad suficientes, pero sin necesidad de detalles ni escuelas ni mucho menos ecuaciones o deducciones engorrosas. El científico que dice trabajar en el desarrollo de naranjas con mayor contenido de azúcar tiene así la comprensión y posible aprobación de que difícilmente goza aquel que busca condiciones suficientes y necesarias para el problema de realimentación de salida en sistemas no lineales. Y, sin embargo, son las ciencias con mayor capacidad de abstracción y lenguaje propios, las más alejadas de lo coloquial, las que mayores avances e impactos tienen, aunque las sociedades que se benefician eventualmente de ello no tengan ni idea. 
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¿Debemos pagarle entonces a cualquiera que se declare científico y pedir que sus colegas lo evalúen sustrayéndonos de lo que sea que haga porque no nos concierne (aunque nos cueste)? ¿Debemos más bien retirarles el dinero a todos para que sea la ley de la oferta y la demanda la que permita la supervivencia de los más aptos o la extinción de los prescindibles? ¿Por qué un contribuyente debiera pagar el trabajo de un científico que sólo hace ecuaciones y no el de un novelista o cantante? ¿Por qué el estipendio oficial que es incompatible con la independencia del artista no lo es con la independencia del científico? ¿Debiera serlo? Quien escribe y se precia de prescindir de apoyos oficiales —más en países desarrollados que en los subdesarrollados, todo sea dicho— seguirá a lo suyo porque es una vocación que le rebasa. Sacrificará sin duda muchas seguridades en favor de su obra. La literatura no existiría si hubiera dependido de que las sociedades pagaran por ella a sus autores. De manera similar, la ciencia no se detiene porque un gobierno o su sociedad —inevitables reflejos uno de la otra y viceversa— pague o deje de pagar, evalúe por pares o por comisarios políticos, divulgue resultados que no entiende pero cree entender, la prostituyan doctores convertidos en burócratas o intenten secuestrarla centros de investigación y universidades. No. La ciencia, pese a todo, atrae al que la cultiva con la misma fuerza con que la música llama al compositor y la tela a la pintora: no puede evitarse cuando es verdadera, a veces con consecuencias trágicas para la familia del iluminado o para él mismo. Los científicos verdaderos son, pues, desde tiempo inmemorial, gente a salvo de vicisitudes. Unos necesitan más equipo que otros para hacer su trabajo y huyen hacia donde lo encuentran. Otros se aburren de estar rodeados de funcionarios y emigran a lugares menos inhóspitos para el pensamiento. La domesticación es contraria a su naturaleza. 
[...]
Quizá llegue el día en que la sociedad toda cuente con una formación científica mínima donde el especialista no sea un apestado recurrente; quizá, por el carácter disperso e inabarcable del conocimiento humano, ello no sea nunca posible. Parece que, como ya intuían los antiguos, no podemos conocer más allá de lo que nos dicen los sentidos (a veces): el cuerpo de nuestros conocimientos no es otra cosa que un conjunto de creencias plausibles. Mientras tanto, los petulantes científicos locales del centro de investigación de Ciudad Natal, que habrán votado en masa por el Ungido para mejor significarse como gente de izquierdas, mirarán con desdén y silencio los cambios propuestos en la evaluación tras décadas de manutención y vistas al poluto valle que no los vio nacer: 'uno de los privilegios de vivir en el subdesarrollo', se habrán dicho desde sus oficinas al lado del bosque, 'consiste en la inmovilidad absoluta de las estructuras gracias al caos'. El buen científico es, en estos países y hoy más que nunca, aquel que no lo es.

domingo, febrero 28, 2021

No debe resucitarse a los muertos

Las cosas tienen que cumplir la pena y sufrir la expiación que se deben recíprocamente por su injusticia, según los decretos del Tiempo
—Anaximandro.

Como en otras ocasiones —pocas, más bien excepcionales— me ha traído comida. No me ha gustado. Solía cocinar muy bien, pero esto lo ha comprado en la calle. He debido recibirlo en casa, preguntar por su salud, hablar del clima. Nunca había sido tan insoportable la cordialidad. Somos como dos extraños algo tímidos y raros, obligados a convivir en un vagón de tren: uno ha preguntado la hora y el otro, además de darla, cree necesario apuntar que va a llover; el primero tarda en responder, luego lo hace precipitadamente; se hace un silencio y recomienza el forzado intercambio mientras cada uno se remueve, incómodo, en su asiento, a veces mirando por la ventana, a veces sonriendo fingidamente. Somos divorciados desde hace cuatro años y, aunque la separación no fue del todo tersa, hemos mantenido el contacto. Llamarle amistad sería inexacto. Quizá fuimos amigos en los últimos años de nuestra relación, cuando ya no había nada que pudiera llamarse sexo. Entonces podíamos conversar. Nos queríamos. Hoy sabemos que contamos el uno con el otro. Nos lo hemos dicho en alguna fecha señalada. Nos lo hemos probado con algunos favores concretos. Ayudas de orden práctico. Servicios. Pero no podemos conversar. Y no estoy seguro de quererlo ni de que me quiera. Acaso al contacto al que llamamos amistad lo sostiene sólo un vago sentimiento de culpa, no por las circunstancias concretas de la separación, sino por la responsabilidad implícita en el fracaso último de un proyecto que consumió muchos años de nuestra vida y que se suponía destinado a durar indefinidamente. Tal vez esta es nuestra forma de seguir abonando al compromiso a fin de hacernos disculpar, ya no por el otro como por uno mismo. Quizá es todo un malentendido y, de ser posible hablar, de poder hacerlo —oídos que no hay, palabras como llaves perdidas— desharíamos el trato y no habría más comidas no solicitadas ni favores como compensación de deudas inexistentes. Quizá la geografía —extranjeros ambos de la misma tierra— nos obliga a buscarnos acomodo en nuestras vidas cuando ya no lo hay, agotados como están por nuestra larga relación el enamoramiento (si lo hubo) y la amistad, el amor (que sí hubo) y su sucedáneo. Hemos muerto y no nos enteramos. Ahora somos fuerzas del más allá en la vida del otro. Espíritus útiles. Intercesores ocasionales de milagros. Pero nadie habla con los muertos, ni siquiera para el pasado. Cuando he querido invocar, ya no digo los viejos tratamientos —la verdadera amistad, tierna y firme—, sino tan sólo la lógica y la sensibilidad mínimas para atravesar la primera de las muchas capas que en tiempos solía horadar sin problemas en su investigación atenta y sagaz de nuestros pensamientos y emociones, me he encontrado con un bruto orgulloso de su primitivismo al que no le importa ser incoherente o simple, esquivo o desmemoriado. Pretexta vivir instalado en el presente. Alega que la vida es demasiado corta como para complicarse. Me mantiene al tanto de sus acciones más audaces o irresponsables, sin dar explicaciones. Hitos temerarios. Marcas deportivas. Hace tiempo que no me preocupa, sólo me entristece. Creo que empezó a vivir de esa manera para sobreponerse a nuestro divorcio, pero ahora ya es efectivamente esa persona y no la que era. ¿A dónde se habrá ido la que conocí? ¿Por qué no conseguí nunca volver a conversar con ella? ¿Vivirá aún dentro de este hombre grotesco que no quiere envejecer solo? Se dice que cada uno tenemos nuestra manera de lidiar con el dolor y yo acepto la suya. Quiero decir: no hago nada para cambiarla. Asumo que esta incapacidad para razonar y sentir que no estorba su disposición a traerme comida de vez en cuando e incluso a cuidarme si yo cayera gravemente enfermo, es su manera de lidiar con el dolor derivado de nuestra mutua pérdida. Por eso no hago nada para cambiarla pese a echar en falta —pero cada vez menos, cada vez en forma más amortiguada— sus antiguas perspicacia y sutileza, su hilar fino en lo que requería cerebro, pero sobre todo en lo que necesitaba corazón: porque temo causarle dolor si lo intento. No debe resucitarse a los muertos. ¿Pero está bien procurarles, quiero decir, de muerto a muerto? Acaso no es un gran sacrificio estar al tanto uno del otro viviendo la frustración, quizá compartida, de no alcanzar nunca la vieja complicidad, el viejo afecto. Una incomodidad permanente como el último rescoldo de una relación. Una cuenta pendiente que no va a saldarse nunca y cuyos montos exactos no se pueden conocer. Una injusticia irreparable que nos es recordada día con día. Una presencia fantasmal que no podemos esconder ni disimular. 'Hola de nuevo, soy yo, el que podría hablarte interminablemente de lo que vivimos juntos porque fue extenso y profundo y tiene infinitos matices y guarda sin duda incontables lecciones, pero no lo haré, no hablaré de eso ni de nada más que se identifique con ese tiempo y esa hondura, soy la persona más significativa de tu pasado y sólo he de hablarte de si he dormido bien o mal, si ha venido el plomero a reparar la gotera o ha vuelto a escaparse el gato, diré contigo que hace calor cuando sea verano y que hace frío cuando sea invierno, mi vida nueva —mi vida sin ti, la verdadera vida de ahora— transcurrirá oculta a tu escrutinio, plana como una cinta, no podrías reconocerme de todos modos si asistieras a ella y acaso me avergüence por impostada e inferior, por inmediata y sin expectativas, por eso nos ceñiremos al guion y no nos andaremos por las ramas porque nuestro árbol hace ya tiempo que fue cortado, hecho leña, y ya sólo arden las últimas brasas, mejor así, mejor este limbo eterno y no perdernos de vista, por si acaso, mejor algo que nada'.