domingo, marzo 14, 2021

Creyentes científicos

Me conmueven las personas de buena voluntad que aún sin estudios especializados se alinean con posiciones científicas, porque al hacerlo no se distinguen demasiado de aquellas a quienes critican por explicar los fenómenos a partir de creencias religiosas o supersticiones. Entre la afirmación de que Dios creó el universo y la de que éste comenzó con una rápida expansión de toda la materia concentrada en un punto, los creyentes científicos prefieren la segunda explicación por hallarla más plausible, más racional, incluso menos infantil y perezosa que la primera. Los más enterados citarían textos de divulgación científica donde se listan las evidencias que los especialistas han reunido para sustentar la segunda causa en vez de la primera: el progresivo alejamiento entre sí de todos los cuerpos en el universo y la radiación de fondo como eco del big bang primigenio, por ejemplo. Los especialistas, a su vez, insistirían en que su cuerpo de conocimientos, a diferencia de los libros sagrados o las creencias, es modificable según se presente mejor evidencia y reproducible por cualquier ser humano que se aplique a ello. Sin embargo, al carecer de formación profesional y no poder proceder ni siquiera por analogía (como tal vez podrían hacer los especialistas de un área al considerar lo que afirman los especialistas de otra), los creyentes científicos sólo estarían escogiendo al mejor depositario de sus creencias según de qué tema se trate, sin inquietarse mayormente por la forma en la que se llegó a esas ideas ni disponer de ninguna posibilidad de entenderlas a cabalidad o, al menos, sin deformaciones graves: mejor lo que dice un físico que las ocurrencias de un teólogo, mejor atender las indicaciones de los virólogos que morir por hacer caso a quienes aseguran que el virus no existe. 'Es lógico', nos dirían quienes se sienten muy satisfechos discurriendo sobre mecánica cuántica a partir de textos divulgativos y no de ecuaciones, fascinados por la ciencia como depurado sucedáneo de la magia que reemplaza al hocus pocus por partículas subatómicas y al hombre barbado que entre nubes nos vigila por fotografías del espacio exterior, evidencias todas de las que se deducen claramente los hechos equis o ye. ¿Pero qué valor tiene la repetición de las palabras de los expertos cuando no se dirigen a sus colegas y son reproducidas con mayor o menor fidelidad por sus acólitos? Si no es para fomentar vocaciones científicas atrayendo a los profanos al estudio sistemático de algo —la posibilidad de abarcarlo todo desde luego proscrita desde hace cientos de años para cualquier ser humano— no cumplen otro papel que el publicitario o el de ser una instancia más del entretenimiento. Los grandes clásicos de la divulgación científica que eran ellos mismos científicos —Hawking, Penrose, Sagan—, los que sin serlo desearon popularizar la ciencia en medios impresos, radio y televisión, los ahora miles que desde el Internet dicen explicar hechos científicos con mayor o menor gracia, con inevitables ingenuidad y distorsión y sesgo, son todos ejemplos de una clase de literatura o producción audiovisual que, al no ser propiamente científica ni sólo lúdica, al proclamar la crítica sin ejercerla, al ser inevitablemente didáctica o edificante, la emparentan en su infantilismo y gazmoñería con lo que condescendientemente la industria del entretenimiento llama literatura juvenil. No en balde los museos de ciencia están dirigidos a niños y jóvenes mientras que los de arte, por no hablar de la literatura más elevada, se reservan a la esfera adulta. En ésta no se hace énfasis en las certezas cuanto en las dudas, no asombran las leyes que gobiernan los astros cuanto el misterio humano que aquí o allá, ahora o en un futuro lejano e intergaláctico, seguirá siendo el que es ahora. La divulgación científica no es ni siquiera filosofía, aunque lo parezca, demasiada preocupada por los hechos más que por las interpretaciones, convertida por la necesidad de dirigirse a públicos no especializados en mera enumeración de prodigios o acontecimientos, postula en el mejor de los casos un programa tibio y cándido para la humanidad donde se mezclan democracia y buen comportamiento, responsabilidad y conocimiento, invitando discretamente —acaso por el estímulo de la imaginación— al verdadero estudio de algo que no será necesariamente a colores sino muy posiblemente árido y rutinario. En el peor de los casos la divulgación científica sugiere tácitamente la aceptación de lo que digan los que saben aunque el que acepte no pueda saber si lo que le dicen es cierto, si unos expertos tienen más o menos credibilidad que otros, o si al llegar parafraseada la información no será ya una completa desviación de lo que es en realidad. Si el conocimiento científico se publica en revistas especializadas una vez que supera la evaluación por pares y no todas estas publicaciones pueden tener el mismo nivel, rigor o calidad; si existe (como en todas las actividades humanas) una mayoría mediocre o descuidada, tramposa o mezquina, que casi siempre se hace con las posiciones de poder e influencia; si los divulgadores más preocupados por respaldar sus afirmaciones citan (aún sin entender) los trabajos publicados por esta mayoría en aquellas revistas, ¿por qué es mejor ser un creyente científico que un creyente cualquiera? Para contestarlo, aunque sólo sea por analogía, habría que estudiar, es decir, dejar de serlo. Para dudarlo (hasta el punto de preferir un prudente silencio disfrazado de respeto hacia creyentes y divulgadores) habría que llegar a ser un gran especialista. El creyente científico es así el mejor compromiso entre el ignorante que no sabe lo que ignora y el sabio que ya entiende lo que no va a saber nunca: el conocimiento a la altura del hombre.

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