domingo, octubre 30, 2016

El deseo

Los ensayos en el pequeño teatro doméstico del Señor Gala tienen lugar un día sí y otro no, luego del anochecer. Él dice que la pieza ensayada es de Schiller o Thalheimer, no sé si un alemán o austriaco, tal vez un suizo, pero lo cierto es que luego de varias semanas de repetir los mismos diálogos y gestos encuentro bastante discutible que mi personaje tenga las debilidades de carácter y las ambigüedades que describe el libreto. No es sólo que sea insostenible una personalidad tan lábil sin el auxilio de drogas o alguna enfermedad mental, un personaje siempre dispuesto a recoger las propuestas de experimentación más o menos elípticas que le sugieren un pederasta prudente y una prostituta romántica, el amigo y la novia respectivamente. No es un menor de edad. No es, desde luego, bisexual. ¿Pero es posible definirlo por eliminación? ¿"No es tal cosa, no es tal otra, no es, no es"?
Hay puntos oscuros en la historia que el dramaturgo ni siquiera se molesta en rellenar. Tampoco el Señor Gala, a pesar de que todos los ensayos son precedidos por una breve glosa suya sobre la obra, una especie de monólogo psicoanalítico al que nos sujetamos más fácilmente por cuanto se sirven té y café muy concentrados, aunque sin galletas ni panecillos: 'Los más familiarizados con el cine almodovariano encontrarán similitudes importantes entre el personaje que suplanta a su hermano en La mala educación y nuestro Karl, aunque aquel es un personaje siniestro que orquesta el asesinato de su hermano, transexual y drogadicto, por razones que nunca quedan claras del todo: ¿quiere alcanzar la fama? ¿dinero? ¿superar algún trauma? Ni siquiera podemos contestar si es homosexual, aunque la suplantación le exija dejarse penetrar por el director. Lo vemos hermético, lejano, indefinible. Lo vemos hundido en la alberca, pero de pie, echando burbujas por la boca y con las manos cruzadas a la espalda. Lo vemos ser y no ser, participar con entusiasmo en una voluptuosa relación con el señor Berenguer sin que se lo exijan necesariamente sus objetivos. ¿Por qué lo hace? ¿Desea ser convincente? ¿No es la resistencia la mejor prueba de que el impostor es tal? ¿O es por el contrario, el entusiasmo desmedido, injustificado, la evidencia irrefutable de una intención oculta?'. María y yo nos lanzábamos miradas que pretendían simultáneamente provocar y aguantar la risa cómplice que las palabras del Señor Gala nos producían. María y yo no estamos casados como la pareja de la obra. No estamos enamorados. Todavía somos jóvenes, pero ya estamos cerca de cumplir los treinta años. Ella parece creer que podremos vivir indefinidamente visitando bares y haciendo teatro, que nunca será necesario ceder nuestro sitio a otros más jóvenes como mi personaje, el joven que no advierte que está siendo desplazado por otros todavía más jóvenes, en un imparable tren que desemboca donde todos conocemos. El matrimonio —si exitoso, si con un mínimo nivel socioeconómico— se asemeja a una construcción en la que difícilmente se arredran los albañiles aún después de comprobar que un muro o cimiento no están bien levantados. La pareja sigue, según entiendo por la obra y por la experiencia de algunos conocidos, construyendo habitaciones y estancias, comedores para comensales invisibles, terrazas mal orientadas o jardines plagados de alimañas por donde no puede pasearse sin temor. Transcurrido un tiempo razonable —¿quince, veinte años?— el edificio es una catedral más inestable y aterradora que la muy celebrada de Gaudí en Barcelona. La pareja de la obra, amenazada por mi personaje, se asemeja a un gobierno revolucionario que, degenerado en dictadura, viviera sus últimos años antes de sucumbir al embate de los jóvenes. Una pareja que inició ella misma como revolucionaria, a la que no le faltan amplio criterio ni cosmopolitismo, pero que por su propio peso —la catedral— no es ya el símbolo de la juventud y fuerza sino del anquilosamiento y debilidad, su solidez vuelta contra sí misma como una sociedad fresca que degenera en burguesía. Encuentro esta dolorosa evolución perfectamente normal. Los hijos de hombres y mujeres que lucharon contra prejuicios terribles suelen ser estúpidos. Los hijos de mujeres y hombres cuyas fortunas se deben al trabajo diario y a una selección adecuada de prioridades suelen ser subnormales que todo lo malgastan y cuyas opiniones hacen arder la cara de vergüenza. Imbéciles en cuyo cretinismo, lamentablemente, no tienen escasa culpa los hombres y mujeres que los concibieron y malcriaron hasta malograrlos. La belleza de sus lecturas y proyectos cuando pareja joven, de los sexos que terminan en palabras melosas en medio de una habitación casi vacía, termina en un televisor encendido a medianoche sobre una cama gigantesca dentro de una habitación plagada de objetos de mal gusto. ¿Cómo no entender que el marido se fijara en Karl —encanto y misterio, ambigüedad y sordidez— como quien mira irresistiblemente hacia un abismo? ¿cómo si es el impulso irresistible de la gravedad que echará el edificio abajo o pondrá fin al gobierno dictatorial o desintegrará la estúpida sociedad burguesa es uno y el mismo? Acaso el deseo de penetrar un cuerpo —especialmente después de los cuarenta— es más intenso cuando lo que hay que llenar no es sólo un agujero, sino un alma en busca de inquilinos, un alma como la de Karl en cuyas paredes se ha cebado la humedad y en cuyos baños no funcionan los grifos, donde las habitaciones apenas tienen una manta sobre el suelo y en la que en no pocas ocasiones hay que dormir en la cocina por confusión o necesidad de calor. Como en una tragedia griega, el horror y la belleza van entretejiendo una red en la que los personajes caen inevitablemente, haciendo que de pronto cobren sentido las ayas y los oráculos, los presentimientos y las visiones. El hombre de la pareja, que ha escapado junto con Karl un fin de semana a la montaña, escribe: "Lo tengo a mi lado. Respira con profundidad y calma. Su barbilla está poblada de una dulce fricción capilar que promete violencia, un ligero hoyuelo en mitad de ella donde se concentran sus humores. Arriba, los labios húmedos y protruidos como la boca de un pato, sólo rompen su simetría con un hermoso lunar al lado de la comisura izquierda. La nariz parte recta y sólida desde la mitad de sus ojos y remata en una redondez mínima a la que toco delicadamente para no despertarlo. Entreabiertos, no puedo apreciar ahora sus ojos brillantes y enigmáticos donde se pasean lo mismo pensamientos hermosos que pesadillas genéricas, ojos que miran rematados por esos párpados ligeramente cansados que siempre le dan un aire de sueño y toxicómana placidez. Invita a la posesión. Sus cejas son dos líneas bien definidas, ni anchas ni delgadas, justas para darle ese aire angelical al rostro entero donde las mejillas y la frente oponen su juventud al maltrato de rastrillos y ceños fruncidos. El cabello negro espeso deja caer un fleco de elegante letra manuscrita que atraviesa su frente hasta descansar en una ceja, luego de que mis dedos, como un peine antiquísimo, lo trillaran con paciencia de arqueólogo. Quisiera decirle «te amo» y lo encuentro desproporcionado. Quisiera besarlo y prefiero recorrer su largo cuello en el que sobresale la nuez de su garganta, pasar las manos por sus dos brazos cuya piel morena y suave rezuma una mezcla de sudor y perfume, instalarme en la tranquilidad del vello que puebla sus antebrazos o el adhesivo punto muerto de piel tersa que se opone al codo por el interior del valle, entrelazar mis manos con las suyas que suelen hacerse ovillo exponiendo sus venas señaladas. Apoyo suavemente mi cabeza sobre su pecho hirsuto al que una maquinilla de afeitar ha convertido en un valle terso, las tetillas rosadas, la línea del vello bajando hasta el ombligo que marca la mitad de su estrecha cintura. Cuando tendido sobre su costado, la cintura asemeja la concavidad de una luna menguante y sus caderas hacen de cima de una montaña promisoria, sus nalgas mínimas como dos hogazas de pan, el sexo en la entrepierna colgando como un animal de pensamientos sibaritas al que las sábanas o la ropa o mi propia mano sirven de recipiente admonitorio. Las piernas son anchas y su piel está oscurecida por un suave pelo semi rizado, largas extremidades que le dan ese aire adolescente al andar que no lo abandonará nunca, ni siquiera cuando alcance mi edad, ni siquiera después, cuando cabalgue como un joven atrapado en un cuerpo envejecido hacia la playa y decida batirse con el mar. Duerme con calcetines de perversos colores y todavía más suaves texturas. Acaricio sus pies como poseído y me los comería si no hubiese entre los seres humanos más estructura que la animal. Me imagino la superioridad de mis sentimientos sobre las urgencias de la carne y con ese pensamiento agotador y frustrante llego al amanecer, con los ojos como platos y la sombra de las ojeras debajo de ellos. Lo adoro." María y yo hacemos el amor por las noches y algunas veces al amanecer. No hay sorpresas ya, pero es satisfactorio. Dice ella que mi personaje me ha vuelto taciturno y hecho reflexionar sobre la fecha de caducidad de cuanto sentimos, en este punto medio de la vida donde no somos ni viejos ni jóvenes, en este punto donde la universidad no me proporciona aún el empleo que requiero ni me resigno a quedarme a vegetar entre sus instalaciones. Ella no se preocupa por circunstancias concretas. Vive de su escaso dinero y del muy abundante de su padre; no toma casi nada del mío que cuesta mucho ganar porque lo mío es el teatro y, sin embargo, debo dar clases de matemáticas en la universidad para llegar a fin de mes, soportar la mentalidad asnal reinante, la de unos —las autoridades, los padres de familia— hecha para la de los otros —los estudiantes, la juventud toda. La propia ciudad primitiva es el escenario ideal para su estupidez. No tienen curiosidad científica ni ambiciones intelectuales de ningún tipo. No desean conversar sobre arquitectura o matemáticas ni sobre cine ni mucho menos teatro, sólo tienen tiempo para la próxima boda y el próximo bailable y la próxima intoxicación con cerveza aguachinada y carne requemada. Intentan por todos los medios reducir la distancia que los separa de las bestias de ganadería que constituyen su principal negocio, abatir lo que sea que estorbe la abyección en la que desean vivir, pagados de sí mismos pese a todo, sin que observen la más mínima contradicción entre llamar universidad a eso que habitan y el modo de vida en que se han instalado. Se han confeccionado institutos a su medida, habitados por su abundante descendencia degenerada y ociosa. El único requisito para egresar exitosamente de dichos sanatorios mentales es no morir. No hace mucho alguno de mis superiores me mandó llamar para afearme la conducta sobre el lenguaje que utilizaba en clase y algunas expresiones de inadecuada confianza con los estudiantes. Quitándose la carne de los dientes con un palillo, el guiñapo en cuestión deseaba por todos los medios conseguir lo inconseguible: contar con mi complicidad y aprobación que, en el fondo, nunca serían suficientes porque lo que realmente siente por mí es desprecio. Yo podía expresar mi completo acuerdo y sumisión para con sus disposiciones, y él —como cualquier otra autoridad— no me creería. Yo podía decir lo que fuera, pero ni él ni nadie estaban dispuestos a dar por buena cualquiera de mis expresiones, ya no digo de mi pensamiento verdadero, algo completamente fuera de sus alcances intelectuales y espirituales, pero ni siquiera del impostado por las circunstancias. Podía decir 'De acuerdo; tiene Usted razón en este punto por tal y tal motivo' y ellos entreverían en mis explicaciones sólo mofas e insultos, por mucho que aquéllas coincidieran palabra por palabra con las suyas. María está de acuerdo con mis opiniones, pero sé que en el fondo no le incumben ni le conciernen. Me quiere vagamente, pero no desea complicaciones. Hay sexo y ternura y los discursos adecuados a una pareja de nuestra altura —algunos años juntos, la falta de matrimonio como único desafío concreto a las estructuras de la sociedad en que crecimos— pero hasta esto ha terminado por aburguesarse. En el fondo yo estoy sólo con mis quejas y mis discordias, con mi desear irme de aquí, con mi persistente soledad a la que no puede paliar María sola ni los compañeros del teatro ni las varias muchachas que de repente han tomado un interés torvo hacia mí sólo por la interpretación que hago de Karl. Creen que soy bisexual (y nada permite suponer que Karl lo sea, aunque ni el señor Gala ni el autor del drama expliquen bien a bien sus acciones con el marido de la pareja) y como buenas bobas han considerado bastante chic acostarse conmigo. Es tal su nivel de aburrimiento y el carácter vulgar de sus aspiraciones que no dudan en llenar su tiempo con idioteces que creen exóticas, aunque no las deseen ni sean capaces, llegado el caso, de sentir ningún deseo. No pueden ni definirlas. Unas se dicen lesbianas y no saben qué quiere decir. Otras se dicen encantadas con las drogas y temen la palabra drogadicción. Esnóbicas y provincianas, me aturden con su inane bullicio hipócrita del que exigen participemos fingiendo que les creemos. El placer genital de terminar en la cama con alguna de ellas se agota ahí mismo sin alcanzar nunca satisfacción alguna de ningún otro tipo; apenas abren la boca y lo posee a uno la repulsa, el arrepentimiento por haber cedido a las urgencias sin tener la tesitura de esos que aguantan no sólo follarlas con todo su primitivismo, sino compartir luego un doloroso intercambio de lugares comunes y mediocridad al que denominan conversación, una animalada que sólo puede completarse satisfactoriamente con otro animal. Ellas son tan perversas que reconocen desde antes de acostarse conmigo que no soy como ellas, pero nada les impide proseguir el libreto que han memorizado desde pequeñas, sugiriéndome noviazgos o sentimientos que no posee nadie y a los que se evoca sin siquiera conocer vagamente a qué se parecen. María es diferente: sabe que nos queremos pero también sabe que nos estamos encogiendo frente a la vida. Me invita a esconderme junto con ella en un rincón, detrás de la fortuna de su padre. Pero su rincón no puede ser el mío. El señor Gala me dice que María no es buena para mí, pero yo sé que sólo está flirteando conmigo. Él quisiera que alguno de los jóvenes fuera menos provecto de espíritu y reconociera en él la vastedad de su experiencia y la riqueza de su sexualidad. Que se fuera a vivir con él. Que pidieran más de él. Insiste en que la obra en la que interpreto a Karl tiene un mensaje para nosotros y un amargo recuerdo en su memoria. El señor Gala está roto. Yo estoy roto. María está rota. El deseo requiere una inteligencia que no habita en este pueblo. Debo levantarme temprano el día de mañana porque tengo clases desde las siete hasta las once y luego por la tarde de cinco a ocho. 'Mi boca está seca de tanto besar', me digo al amanecer frente a una María que intenta enjuagar su culpa en mis labios. 'Mi boca está seca de tanto hablar', dice el señor Gala al final de su monólogo, agachando la mirada triste sobre la tetera que toma entre sus manos para servirnos. "Tu boca está seca de no decir nada", le dice el hombre de la pareja a Karl días después del viaje, pensativo. Cuando aquél escuche lo que éste tiene que decirle también guardará silencio él. Roto como el resto, agregará un día: "Mi boca está seca de ya no besar".