miércoles, diciembre 26, 2007

El club

–Deje de escribir- me dijo sin el menor atisbo de guasa o duda, apoyadas las dos manos en los descansabrazos de su sillón decimonónico y somnolientos aun los pocos rayos de sol que amarilleaban la atmósfera de aquél rincón –sala de té le llamaba- de su inmensa biblioteca personal. Don Apolonio pontificaba como todos los miembros de la Academia, pero a diferencia de aquéllos su palabra tenía mucho de gravedad y amargura, poca afectación y ninguna frivolidad, parecía querer arrancar de tajo un sufrimiento, un cáncer, más cirujano que filólogo aquella mañana de diciembre de mis veinticinco años meridianos. Abrí mucho los ojos y dije:
–¿Cómo dice? ¿por qué? ¿no le gustó la novela premiada Don Apolonio?- balbuceé sin poder evitar esa estupidez bien conocida de encadenar varias preguntas seguidas. Su ceja izquierda se levantó censurando aquella desmesura, y aclarando un poco su garganta –los viejos carraspean todo el tiempo- levantó una mano como si fuese un agente de tránsito pidiendo detener la marcha. Explicó:
–No debe escribir porque no está en Europa ni, para el caso, en alguno de esos países asiáticos que presumen a sus escritores luego de perseguirlos y exiliarlos, una vez que ganan notoriedad en ese mundo occidental del que somos mero apéndice o, si lo prefiere, soporte en bruto no exento de contradicciones.
–No le entiendo, Don Apolonio, ¿acaso México no ha tenido escritores? ¿no tenemos por ahí un Premio Nobel de Literatura?- contesté al tiempo en que advertía nuevamente mis encabalgamientos interrogatorios. Enrojecí o, mejor dicho dado mi evidente origen mesoamericano, ennegrecí.
–Por supuesto que ha habido escritores en México- dijo subrayando las dos últimas palabras al tiempo que levantaba el índice de su mano derecha, pontífice momentáneo sin mitra ni túnica, sacerdote de un culto secular. –También ha habido algunos ingenieros notables, periodistas, arquitectos, médicos, artistas de variadas disciplinas, todos ellos teniendo a México como marco, a veces como obsesión, pero salvo contadísimas excepciones no hay apenas lugar para mexicanos en la cultura y la ciencia en México- y volvió a subrayar las dos últimas palabras, esta vez con un gesto de su índice que gráficamente trazaba la línea horizontal por debajo de invisibles palabras.
–No sé a lo que se refiere, doctor- dije avergonzándome enseguida: de sobra era conocido que a Don Apolonio le irritaba que le llamaran por su título académico, o quizá deba decir títulos, toda vez que se había doctorado tres veces, en Filología, Lingüística y, nada menos, Psicología Lacaniana. Volvió a carraspear incómodo y tomó impulso para levantarse al tiempo en que me tomaba del brazo diciéndome:
–Sígame. Me parece que estamos en mal lugar. El salón de té está rodeado de autores extranjeros que nada tienen qué ver con nuestra discusión. Acompáñeme a la otra sala. Comprenderá, aunque duela, algunas cosas útiles.
Entramos a su colección de literatura mexicana o, como prefería llamarla, hecha en México. Con una mano hizo gesto de mostrar o recorrer aquellas estanterías que llegaban hasta el techo. Entonces me instruyó:
–Recuérdeme su apellido y el de cinco amigos escritores suyos, por favor.
–Eh, bueno, ya sabe que me apellido García- dije con timidez y sin saber qué buscaba el viejo que llevaba una incongruente pajarita al cuello. Detuve la mirada en ella y luego completé: –Amigos escritores o periodistas no creo que le sean conocidos.- Movió la cabeza de un lado a otro.
–Apellidos, dígame los apellidos.
–Bueno, eh… Ramírez, Mercado, Álvarez, López, Pérez…
–Muy bien. Podrá comprobar que hay pocos escritores con esos apellidos dentro de esta colección. La mayoría de esos pocos son del siglo diecinueve. Es extraño, ¿no le parece? Los cinco apellidos que usted ha citado, bueno, incluyendo el suyo, constituyen un enorme porcentaje de la población, ¿por qué no están proporcionalmente representados aquí? ¿acaso hay autores importantes fuera de esta colección? ¿ignoro yo algo?- Sus pregunta eran retóricas y sin embargo le interrumpí:
–Supongo que es casualidad, que los autores menores no los toma en cuenta, ¿qué quiere decirme, Don Apolonio? ¿qué tiene que ver esto con que yo deba dejar de escribir? ¿qué importa que yo me apellide García?- El filólogo –o acaso hacía más de psicólogo en aquel momento- hizo un esfuerzo por no mostrar su disgusto ante mi nueva escalada de preguntas. Habló un poco más fuerte:
–Señor García, ya le dije a usted lo que seguramente no ignoraba: que somos un apéndice del mundo occidental. Peor aún: el orden colonial nunca ha dejado de conducir los destinos de este país. ¿Qué ve en estos apellidos ilustres? Mírelos, recuerde las biografías, no tenga el miedo ñoño de esta época a hacer clasificaciones por raza o capacidad económica. No tenga miedo de ver.- Volvió a tomarme del brazo y casi me arrastró por las estanterías, señalando con el dedo de la mano libre los nombres de los lomos, aquí y allá. Parecía poseído.
–Se trata casi siempre de hombres blancos, señor García, hombres de clase media cuando no pudiente, no necesariamente malos, desde luego, ¿qué culpa tienen los pijos de serlo?- y aquí no pude menos que sonreír para mis adentros por aquella palabra gachupina, mis amigos decían fresa en su lugar, pero aquella palabra hubiera resultado grotesca en labios de Don Apolonio. Me enrojecí de sólo pensarla. –Mire a donde usted guste: los medios de comunicación, la arquitectura, el arte, incluso la ciencia que todo parece emparejar. Este es un pueblo interpretado por notables, no nos engañemos, ese club decide qué es mexicano, cuál es nuestra esencia, hacia dónde debemos ir, explica a los indígenas por quienes sienten fascinación teórica y dice que no hay racismo aunque la enorme masa mestiza que le rodea, que cuida de sus casas y conduce sus coches, le resulte indiferente o bien el resultado feliz de ese país imaginario en el que habitan.
–¿País imaginario? Todo depende del talento, Don Apolonio, y la nacionalidad mexicana es un papel, ¿qué impide que un extranjero interprete correctamente este país o que sea su mejor escritor?- dije algo enfadado por cuanto su dictamen parecía impedirme el desarrollo feliz de la que consideraba mi vocación. Decidí que era un racista a pesar de ser tan moreno como yo. A pesar de ser él mismo un notable.
–No me malentienda. Estoy señalando un hecho objetivo, verificable, que esteriliza sus esfuerzos o los limita a esa editorial barata en que ha publicado sus dos únicos libros, todavía inmaduros y aun más ingenuos. Le estoy sugiriendo el único camino posible para ser escritor mexicano: dejar de ser esto último. Váyase del país, vaya al mundo a recuperar los materiales de que está hecha nuestra mentalidad colonial, adéntrese efectivamente en los orígenes de esa fatal conformidad nuestra con los Quetzalcóatl que presuntamente nos representan. Si se hace escritor mexicano, no volverá. Como la rubia serpiente emplumada...
Aquella mañana salí deprimido de casa de Don Apolonio, envenenado y sin oportunidad de una segunda entrevista porque el pobre murió a los pocos meses.
Hoy compré en la tienda de antigüedades la primera edición de su Vocabulario moderno. Leer cuesta menos que escribir.

martes, noviembre 27, 2007

Aniversario

Oigo la misma música, pero estoy solo. Solo, sobrio. Al principio me envolvía la vergüenza y era incapaz de verlo completo, pero finalmente hoy, justo un año después, conseguí sentirme indiferente frente a mi imagen rodeada de esos tres efímeros amigos diez años menores que yo, todos borrachos y apenas coherentes, en el juego estúpido de intercambiar sinsentidos y comprensiones súbitas. No es que me avergonzara la borrachera o los comentarios afectados de una amistad que sólo vivió en mi imaginación por unos meses, sino que me apenaba la evidente fragilidad que emanaba mi persona, aun en medio de ese afán tantas veces tolerado de convertirme en el centro de tertulias, reuniones y aun meras conversaciones de pasillo, con mis colegas y estudiantes, con mis amigos y conocidos, no así con mi familia a la que evidentemente no podía tender esa cortina de humo de mi ingenio a fin de ocultar mi angustia enfermiza por ser aceptado y querido, quizá abrazado, toda vez que mis consanguíneos eran sin lugar a dudas el origen de tanto malentendido.
Aquella noche hubo abrazos, desde luego, y mucho llanto y perdón, y también traición al mismo tiempo porque naturalmente todo mundo olvidó que la cámara estaba registrando cuanto caía bajo su objetivo, suficiente para que aparecieran el Chino y el Gordo cruzando miradas y risas apenas disimuladas como muecas ante el desahogo sentimental de Costeño. Y sin embargo fueron aquellos dos los más leales, especialmente el primero que no cedió ni siquiera con varios vasos del más áspero vodka ni al patético lloriqueo confesional o afectivo ni al manoseo que por más de cuarenta minutos tuvo a Costeño y al Gordo sobándome brazos y espalda, mientras yo hacía un concentrado esfuerzo por mantener el ritmo e intensidad de mis gemidos al tiempo que liaba dos o tres frases contundentes sobre la amistad, el amor y la vida.
Porque efectivamente lo mío fue la reejecución de una vieja rutina cuyos interlocutores eran siempre los mismos con diferentes nombres, una triste manera de ganar el favor de los otros a través de la inmolación alcohólica cuya sinceridad se supone fuera de toda duda, motivaciones no muy distintas de las que inspiraron a Costeño a acaparar los primeros minutos de catársis emocional, aunque lo suyo era inconsciente –y no por ello menos falso- y terminó avasallado por la perfección de mis exhibiciones, éstas sí imperdonablemente asumidas e intencionadas con todo y mi gran capacidad para imbuir mi espíritu con tinglados mentales diversos. Y creerlos. O seguirlos hasta sus ultimas consecuencias. Y convencer, en lo cual no hubo apenas distingos: convencidos el Chino y el Gordo, aunque el primero decidiera no seguir la corriente de las lágrimas y sólo ofrecer sus hombros para cargarme al salir, convencido también Costeño aunque no quedara claro si lo estaba por mí o por él mismo, tan difíciles de distinguir son los motivos de los seres escindidos como él. Como nosotros.
¿Pero de qué se trata todo esto? ¿por qué buscar el cobijo ajeno de manera tan abyecta y desencaminada? El vídeo, aun dentro de su cabal ordinariedad, ofrece respuestas en ese cansino alternar de monosílabos y gimoteos: perdón, se escucha una y otra vez, perdónenme. Nunca explico por qué y mis tres compañeros no parecen inquietarse demasiado por ello, conformándose con preguntar de qué deben perdonarme sin esperar respuesta alguna. Automatismos. Cortesía, supongo. No me parece que el resorte de mi solicitud expiatoria haya sido el hacerme pasar por uno de ellos, sin serlo. No es la mentira lo que escuece, si algún escozor hay en lo que ya se ha señalado como falso performance verdadero, si bien dicho remordimiento forma parte del acto; es más bien un reconocimiento del abuso que significa considerarse superior a los demás por la posesión de un secreto y el creer –o saber, tanto da- que los otros, esos tres que se bambolean frente al lente y apagan la cámara, esos que pueden ser cualquier otro, cualquier nombre marchando hacia su extinción, son de alguna forma ignorantes e imbéciles, imperfectos en una palabra, y no vale la pena por tanto perder el tiempo intentando una verdad que les supera…
Un año ya. Estoy borrando el vídeo. Feliz aniversario.

lunes, noviembre 19, 2007

Sexenio trece

Era de esperarse que al cruzar la frontera, aun en medio de mi desesperación y con el ruido de explosiones detrás, recordara al Dr. Luna. ¿Cómo ignorar que fue él el primero en advertirnos del peligro aunque le costara no sólo la cátedra sino su propia sanidad mental? En aquellos días estaba yo en la ciudad contratado como profesor adjunto del Colegio Mexicano de Historia, contento de haber conseguido por fin aquella plaza que consideraba el culmen de mi carrera académica. El sexenio en que creíamos entrar al primer mundo estaba a poco menos de un año de tocar fin y el Dr. Luna ofreció aquella conferencia siendo director del Colegio. El futuro a partir del pasado había empezado bien y llevaba ya quince minutos pasando una transparencia tras otra frente a un auditorio a reventar, cuando el Dr. Luna hizo una pausa, encendió su segundo cigarrillo y dijo con toda seriedad:
–El primer condicionante de los males crónicos que aquejan al país está en la base elegida para el periodo presidencial: seis años es un mal número.
Hubo ligeras risas en el auditorio, gente esa de la academia que cree que debe reír de todo lo que parezca ironía, broma o comentario audaz a fin de subrayar su presunta inteligencia, que no se crea que se les escapa ninguna sutileza. Entonces el Dr. Luna colocó una diapositiva en que figuraban dentro de un círculo dividido en doce, signos parecidos a los del Zodíaco acompañados de los nombres de los distintos presidentes a partir de Lázaro Cárdenas. En los últimos dos sectores había sendos signos de interrogación. Y continuó:
–Seis es un mal número y la historia de México está desgraciadamente marcada por él desde 1934. Sé lo que están pensando: que el de Lázaro Cárdenas no fue el primer sexenio en la historia de México, que ya Porfirio Díaz había estrenado esa modalidad desde su penúltimo periodo presidencial y que bien hubiera cumplido un segundo mandato de esa naturaleza de no haberse cruzado el movimiento armado de 1910 o su propia muerte en 1915. De acuerdo, pero esa secuencia de sexenios quedó interrumpida y por lo tanto no cuenta en mi análisis. El problema es la secuencia del número seis que viene sucediéndose desde hace casi sesenta años, ¡sesenta! ¡otro seis!
Al silencio había seguido un ligero murmullo. No es que lo que dijera el Dr. Luna fuera todavía absolutamente descabellado, muchos creímos que todo el misterio se esclarecería en seguida y que aquel despliegue de metafísica era sólo un recurso retórico, pero ya había algunos que comenzaban a inquietarse. Aquel excurso, pero sobre todo aquella exclamación, eran notablemente extraños tratándose de un hombre que había estudiado la licenciatura en matemáticas al tiempo que la de historia, que había publicado casi treinta libros sobre asuntos diversos del México independiente, que había impartido conferencias y seminarios en distintos países en nada menos que cinco lenguas, incluido el yiddish. Luna empezaba a temblar cuando a la transparencia previa superpuso otra que encerraba con números al primer círculo. Y dijo:
–El uno representa la unidad, evidentemente, esa especie de apoteosis de la revolución que representó el primer sexenio bajo Lázaro Cárdenas. Todo bien hasta aquí y sin embargo el dos introduce ya una dualidad que sólo puede significar el mal, bien porque ya existía, bien porque recién se introduce. Manuel Ávila Camacho era un hombre pío, razón por la que el mal ya estaba presenta en esa primera unidad, ¿dónde? ¡en el hecho de que ya era seis! Pero ello lo explicaré en un momento más con el auxilio del texto de la Dra. Blavatsky.
Hablaba desaforadamente, con prisa, sus manos temblando mientras abría mucho los ojos. Yo me hallaba en la segunda fila y pude ver el sudor perlando su frente. Apenas consumió su segundo cigarrillo cuando encendió el otro. Se llevaba la mano derecha a la cabeza como si intentara rascarse mientras apoyaba la izquierda en la cadera, abriéndose el saco. Luego alzaba las dos manos como un predicador. Daba miedo.
–El tres representa una nueva forma de unidad como comprendieron los trinitarios y los antiguos, fue la refundación del PRI bajo Miguel Alemán, la refinación del sistema, en tanto que el cuatro vuelve a remitir a la ambigüedad, los elementos clásicos siempre en pugna por arrebatar el espíritu: agua de Ruiz Cortines, aire de Miguel Alemán, tierra del creyente Ávila Camacho y fuego del rojillo fundador de la maquinaria diabólica: Lázaro Cárdenas. El cinco es sinónimo de Satanás y no es casualidad que bajo la presidencia de Adolfo López Mateos ya esté en cargo quien rematará la crisis del sistema, el sexto, Gustavo Díaz Ordaz, cuyo peor año fue el de 1968. Claro: un sexenio, seis; el sexto, seis; y 1968 cuyas cifras suman 24 cuyas cifras suman seis. Tres seis. El Apocalipsis.
Ya no había risas. Algunos habían salido del auditorio y discutían si había que llamar a su esposa o bien dejarlo terminar. Yo no quería interrumpirlo. Su delirio empezaba a parecerme divertido.
–El siete es un buen número, desde luego, pero no en combinación del irremediable seis del sexenio. Echeverría hace creer que cambia de ropaje y resulta ser el mismo, no se diga del ocho, dos elevado al cubo, que resulta en esa catástrofe que fue López Portillo. Nuestro expresidente Miguel de la Madrid logra un mínimo avance por tratarse del noveno, un número bueno si no se enmarca en esa cifra maligna del seis sexenal.
–¿Y ahora, profesor? ¿qué hay del actual y de los que siguen? ¿qué dice su teoría numerológica?- interrumpió un joven estudiante que sonreía creyendo que el profesor bromeaba.
–A eso voy, jovencito, a eso voy. Sesenta años de sexenios terminarán el próximo año. Seis y seis, fatal. Inestabilidad segura. Y no se diga del año siguiente en que comienza el onceavo mandato sexenal porque la suma de las cifras de la suma de las cifras en 1995 es seis. Otra vez mal. Abran los ojos porque lo peor no está en el siguiente ni en el doceavo que cierra el círculo zodiacal, sino en el apocalíptico sexenio trece, cuyo principio del fin es 2006 -seis- y que incluye el paso por el imán histórico del 2010: bicentenario y centenario de la Independencia y la Revolución mexicana respectivamente. No llegaremos tan lejos, me temo, cuando todo incendiará el país, no habrá manera de salvarse cuando el fuego descienda sobre nosotros, cuando...

Ahora estoy en Guatemala y no he podido traerme ninguna de mis cosas. Recuerdo al Dr. Luna mientras se rompe el pacto federal, mientras los muertos se acumulan en la capital del país y en los Estados Unidos se discute urgentemente enviar una fuerza de intervención a México; lo recuerdo gritando a viva voz en aquel auditorio mientras todos intentábamos tranquilizarle. Y tengo miedo no tanto de lo que ocurre cuanto de empezar a ver cosas o escuchar voces donde los demás no encuentran nada...

miércoles, octubre 31, 2007

Renuncia

–Vengo a renunciar- dijo lo más tranquilamente que pudo, si bien no consiguió sostener la mirada de su jefe que ladeaba la cabeza en actitud concentrada.
–¿Cómo? ¿a renunciar? ¿por qué?- soltó el francés haciendo un esfuerzo por compensar su sorpresa con una indiferencia profesional.
Entonces comenzó a mentir. O a rematar sus viejas mentiras. Inventó motivos incontestables aun a sabiendas de que no serían creídos: su presunta mujer en Colombia, su madre que ya estaba desempleada y cuya enfermedad se agravaba, el próximo fin de su quinto contrato semestral. Tenían buen cuidado de no ofrecerle una plaza fija, los franceses, ahorrándose así compromisos engorrosos de lo que se denomina seguridad social. Fraternité, le llaman.
–Estoy muy agradecido con la oportunidad que me brindó, con el equipo del laboratorio y con la misma Francia, pero no puedo prolongar mi estancia más.
–¿Por qué no traes a tu familia?- volvió a preguntar el francés como tantas otras veces en reuniones y congresos, en la plática del café y al regreso de las vacaciones. Y tuvo, una vez más, la misma respuesta.
–Mi madre no soportaría el clima ni mi mujer querría cambiar de residencia. Lo siento, no tengo más remedio que irme.
Había resistido más allá de lo que su indolencia le autorizaba, de modo que ya era hora de correr la suerte que había tratado inútilmente de evitar desde que empezó a trabajar quince años atrás, cuando terminó la carrera. Entonces encontró trabajo fácilmente sólo para comprender enseguida que no estaba hecho para eso, que no soportaba el mundo ni sus reglas, que no había más que tareas idiotas esperando y compañeros cretinos en cualquier parte. Intentó negar la evidencia cambiando de trabajo, de país, de empresas, comprometiéndose al pago de una hipoteca en su natal Medellín sólo para largarse luego a Europa y nunca habitar el pequeño piso con terreza colgado de las montañas del oeste colombiano; había intentado hacer amistades duraderas o, por lo menos, sentirse a gusto en la compañía de los que el azar ponía a su lado en los distintos empleos, pero no pudo lograrlo en ninguna parte, ni entre sus compatriotas a quienes terminó detestando ni entre los extranjeros que le ignoraban cordialmente más allá del trato laboral; había hecho un esfuerzo por aceptar con naturalidad los saludos de cada mañana con las preguntas de siempre, por comprender y compartir el ánimo gregario de los demás sin reparar en la hipocresía o el sinsentido, pero luego de levantarse aquella mañana de lunes sólo sentía asco, un asco universal que no podía contener ni mitigar de ninguna forma, que no se redujo al vestirse para salir ni desapareció cuando por fin se instaló en su escritorio con vista a París. El día había llegado, comprendió: era hora de anunciar su retirada.
Una retirada que, sin embargo, nadie parecía entender como tal, ni siquiera su jefe que, recuperado de la sorpresa inicial, terminó deseándole éxito en lo que decidiera emprender. Emprender. Como si no hubiese advertido que su renuncia era no sólo a este trabajo, sino a cualquier trabajo. Como si no hubiese comprendido que su nuevo éxodo era sólo la superficie de una huida mayor, lejos del mundo y de los hombres que lo poblaban. Como si todavía hubiera manera de devolverle el sentido al hombre que salió ese mediodía de aquel edificio de La Défense con rumbo desconocido, a pie, sin que nadie más volviese a saber de él.

viernes, septiembre 28, 2007

Descenso

-Es un Boeign 747, ¿comprende? Es prácticamente imposible que pierda el control una vez alcanzados los diez mil metros. Llevamos varias horas de vuelo y todo ha salido bien, por favor, trate de calmarse.
-Pero eso fue claramente una explosión, no puede negarlo- dije apartando la bolsa de papel que tenía sobre la boca para respirar mejor: lo hacían en esa serie de médicos tan de moda, quizá sirviera- Y esta turbulencia, perdón, no puede ser normal. No es la primera vez que viajo...
Una fuerte sacudida y los gritos de varios pasajeros me interrumpieron. Maldecía al capitán por no tener siquiera la gentileza de informar qué pasaba desde hace diez minutos cuando escuché el estallido. Por la ventanilla comprobaba la increíble flexibilidad del ala derecha: me ponía enfermo.
-¿Pero qué espera el capitán para dar una explicación? ¿qué está pasando?- dije tartamudeando al inglés sentado en el asiento del pasillo (el asiento entre nosotros estaba vacío) .
-Quizá el capitán sabe que esta es una situación completamente normal y no cree necesario importunarnos. Tranquilícese, no pasa nada.
-Pero mire el ala- dije apartándome un poco de la ventanilla para dejarlo entrever; él se agachó - ¡Esto no va a resistir mucho! Qué horror.
Él destapó una lata de refresco y dió un largo trago luego de derramar un poco por el piso. Me miró y me dijo:
-Señor, ¿no sabe que vamos a morir?
-¿Qué? ¿de qué está hablando?- dije al tiempo en que rompía la bolsa de papel contra el brazo del asiento tratando de sujetarme durante una sacudida. Afuera no veía nubes ni razón climática visible para semejante desorden. Empecé a tener náuseas.
-He preguntado si sabe usted que un día vamos a morir.
-¡Por supuesto! ¿qué se supone que significa esa pregunta?- dije visiblemente molesto. El portaequipaje del otro lado del pasillo se abrió de pronto y cayó pesadamente una pequeña maleta golpeando a una joven a la que inmediatamente sobó la cabeza una mujer de mi edad, probablemente su madre. Apenas escuché la última palabra pronunciada por el inglés, quien no había dejado de hablarme. Pensé que era una mierda morir en un avión al lado de un desconocido que encima de todo no hablaba tu propia lengua.
-...patético.
-¿Qué? Perdone, ¿puede repetir?
-Sí. Que su comportamiento me parece patético.- Tardé unos minutos en reaccionar. Un crujido espantoso produjo más gritos y el absurdo intento de un hombre calvo por abandonar su asiento sin que sus dos acompañantes se lo permitieran. ¿Qué pensaba hacer? ¿Abrir la puerta de emergencia y saltar? En segundos alcancé a pensar que aquello era ridículo y esta última palabra me recordó al inglés: patético, dijo.
-Óigame, yo no sé usted pero yo no tengo ganas de morir. Nadie lo desea- contesté.
-En efecto, nadie lo desea, pero toda vez que usted es un hombre y no un animal sabe que no puede vivir para siempre. Sabe que hay un final, ¿qué más da si es ahora o después?
-Tengo gente que me espera, proyectos, soy joven...
-¿Y esos le parecen motivos para vivir? ¿Ignoraba usted que la muerte puede llegar en cualquier momento? ¿Lo ignoran los suyos?
-¡No, no señor! No lo ignoro ni lo ignora mi familia, pero saber que uno muere no lo hace bueno.
-Vivir es lo importante, ¿no es verdad?
-Creo que me ha comprendido- le dije al tiempo en que el avión giraba hacia la izquierda descendiendo bruscamente. Una azafata pasó corriendo en dirección a la cabina con un equipo desfibrilador, razón por la cual pensé que quizá el piloto tuviera un infarto, pero en ese caso ¿por qué esperar hasta ahora para aplicarle electroshocks? Eso no podía ser la causa del problema, habría un copiloto capaz de hacerse cargo, siempre son dos ahí al frente, ¿no es verdad?
-Celebro que estemos de acuerdo- retomó el inglés -Pero dado que vivir es lo importante no hay razón para gastar energía en relación con la muerte. Mire nada más cómo se ha puesto. No cabe duda de que es usted un hombre de su tiempo: feliz a toda costa, incapaz de soportar no ya el fracaso o la tragedia, sino la mera contrariedad. Esto debe molestarle bastante porque nada puede salir mal en su vida, ¿no es así?
-He tenido fracasos- contesté haciendo de lado su insolencia. Me hacía bien ocuparme en esta conversación para no hacer caso a la cada vez más peligrosa inclinación de la nave que en su descenso ya había alcanzado una capa espesa de nubes. Las sacudidas violentas habían sido sustituidas por una vibración regular y un fuerte ruido en la parte de atrás. Continué: -No creo que mi vida deba ser perfecta, ignoro a qué se refiere o de dónde ha sacado semejantes conclusiones sobre mi persona. Tengo miedo, eso es todo.
-Yo también- dijo interrumpiéndome luego de dar otro sorbo a su refresco- pero creo que el origen de nuestros temores es bien distinto: el mío es enteramente animal, instintivo, impulso controlado de esa ley que obliga a todos los seres vivos a sobrevivir; el suyo, en cambio, me parece un miedo más elaborado, producto de su apego no ya a la vida, sino al espejismo que le sustituye: éxito, dinero, familia, amigos...
-¡Esa es la vida!
-Se equivoca.
-Usted está loco- alcancé a decir antes de que las pantallas de ruta GPS volvieran a encenderse indicando nuestra posición en el mapa: estábamos a punto de entrar en Terranova provenientes del Atlántico. El avión seguía atravesando espesas nubes mientras el altímetro descendía.
-Es posible, pero estoy cierto en que un buen filósofo sabría fundirse con el mundo sin miedos y sin esperanzas, participando de él sin esperar garantías de ninguna especie.
-Yo no busco garantías, yo...
El ruido aumentaba y habló el capitán:
Señores pasajeros, como ustedes han podido comprobar hemos perdido una de las turbinas izquierdas y estamos tratando de realizar un aterrizaje de emergencia en el aeropuerto de Saint-Pierre. Estén preparados para utilizar las salidas de emergencia y los toboganes tan pronto la aeronave se detenga. Mientras tanto, es muy importante que permanezcan sentados sobre sus asientos con el cinturón de seguridad abrochado. Intentaremos alcanzar el aeropuerto en cinco o diez minutos. Gracias.
-Ya escuchó- dijo el inglés sonriendo.

No contesté. El ruido se había hecho ensordecedor y los GPS volvieron a apagarse, pero al menos las vibraciones seguían en el mismo nivel. Cuando la capa de nubes terminó descubrí que estábamos muy cerca del suelo.

Por debajo de mi ventanilla sólo veía el mar.

viernes, agosto 31, 2007

1989

Jorge Luis y yo nos detuvimos frente al aparato con expresión de asombro: nuestras bocas abiertas tardaron unos cuantos segundos en reaccionar con una exclamación ante el prodigio que Leonardo nos mostraba: un equipo modular todo en color negro con bocinas casi tan grandes como él que además de los consabidos cassette y tocadiscos incluía un módulo de disco compacto: láminas delgadas de color plateado que, a diferencia de los discos normales, se tocaban sin intervención de agujas y por un sólo lado.
–No veo las divisiones entre las canciones- dijo Jorge Luis.
–¡Buey! Inclinándolo contra la luz se pueden ver, ira- dijo Leonardo tomando el disco de Def Lepard por las orillas y poniéndolo contra la ventana que da al balcón. Pensé que él era afortunado de ser el primogénito de una familia de joyeros, de disponer de una casa tan grande, de conducir autos a sus catorce años, de tener para rematar un equipo modular como aquel en el cual escuchar Hysteria un domingo de febrero –¿o era abril?- de 1989. Una vez que Women se apoderó de las bocinas, con disimulada envidia, le espeté:
–¿Nada más tienes tres discos? ¡Y tan caros...!
–Bueno, el que está puesto ahorita es el único que compré. Descanso dominical me lo trajo mi jefe de España y no sé cuánto costó. El disco de Bon Jovi me lo compró un tío en el otro lado, en diciembre.
–No mames, cabrón, está bien chingón el sonido. ¿Dónde compraron el estéreo?- intervino Jorge Luis haciendo movimientos con las manos como si tuviera una batería frente a él.
–Mi papá tiene un amigo en la fayuca, no sé cuánto le costó pero el sensei del karate tiene uno igual- dijo Leonardo. Pensé que era un presumido, un déspota que no merecía nada de lo que tenía, un engreído al que el karate hacía todavía más prepotente. El único terreno en que podía derrotarlo era la escuela, bueno, más exactamente en las calificaciones pues mientras no hubiera un prefecto o un profesor a la vista él se imponía como rey en la zoología de la Secundaria 78. Luego de varias palizas opté por ayudarle en los exámenes y estar cerca de él, aunque ello me resultara a veces tan insoportable. Le dije:
–Pues no sirve de mucho un estéreo para el que casi no hay discos disponibles, ni siquiera puedes llevarlos en el carro como los cassettes. Son una mierda. Mira, parecen pedazos de plástico.
–Apenas salieron, dales chance, vas a ver que luego nadie va a querer los discos normales.
–Eso está cabrón, ¿no?- intervino Jorge Luis- Imagínate de aquí a que cambian todos los estéreos que hay en todo el mundo, ¡no mames!
–Claro que está cabrón- completé- Yo prefiero mis Walkman que sirven hasta para correr. Esta mañana me los llevé a la Barranca. ¿Edá, Jorge?
–Sí, buey, se oye la música bien chingón y casi nunca se traga la cinta. No como mi grabadora que ya me chingó dos cassettes, incluyendo uno de mi mamá.
–¿Oyes la música de tu mamá, cabrón? ¡No mames!- dijo Leonardo.
–Era un cassette de Rocío Durcal, el que tiene con Juan Gabriel. No está mal, cabrón- Jorge siempre tuvo gustos populares, aunque luego le dieran vergüenza.
–¿Tienes la tarea de Ciencias Sociales?- me dijo Leonardo con un empujón para que volteara a verle. No me caía bien.
–Sí, pero no encontré láminas para pegar recortes sobre los países del bloque comunista. Tendrás que dibujar algo.
–¿No eran socialistas?- dijo Jorge sin que nadie le hiciera caso.
–Pues hazlos tú, cabrón, ¿no te compré para eso el desayuno el viernes? Si vas a ayudar hazlo bien- me dijo Leonardo rompiendo a carcajadas con la estúpida complicidad de Jorge Luis. Miré los discos. Se me ocurrió una idea.
–Está bien, hombre, voy a hacer los dibujos, pero tendrás que darme a cambio el disco de Mecano. Te paso también el examen de matemáticas para el martes, ¿arre?
–¿Y para qué quieres un disco que no vas a poder oír? Además ya lo tienes en cassette, ¿no?
–Sí, pero hay dos canciones más en el disco- dije mostrándole la caja donde aparecían los títulos Hermano sol, hermana luna y Fábula. –En todo caso si puedo oírlo o no es cosa que no te importa.
Leonardo me tomó por el cuello de la camisa medio quitándome la respiración. Era más alto que él y por ello se ponía ligeramente de puntillas.
–Mira, pinche joto, vas a traerme la tarea el lunes y no te llevarás ni un pinche disco de aquí. ¿Estamos?
–Sí hombre, sólo bromeaba- dije frustrado y lleno de rabia.
La mamá de Leonardo nos llamó a la cena y entonces él me soltó la camisa. Durante toda la cena dejé que mi odio hacia el miserable chaparro se regodeara en absurdas fantasías de venganza. Me veía matándolo a él y a toda su familia, huyendo a pie para esconderme en la Barranca, pidiendo la complicidad de Jorge Luis para llevarme comida hasta las profundidades del cañón, enviando cartas sin firmar a mi madre y hermana... A los postres pedí permiso para ir al baño. Cruzaba el salón obscurecido cuando vi las luces del estéreo parpadeando con una hora falsa (5:13 me parece) y entonces concebí una venganza a la altura de mis circunstancias. Me acerqué a la obscuridad del estéro, le desconecté y entonces oriné detrás de él queriendo apurar el chorro ante el terror de ser descubierto. Algo debió quedar en la alfombra, algo dentro del estéreo, algo a los costados de las enormes bocinas. Abrí la caja de Descanso dominical y me eché entre los calzones el disco. Vi los otros dos y...

Leonardo era ingenuo. Me explicaba el lunes que su gato había orinado sobre el modular y arañado dos de los discos. Que el tocadiscos LP seguía funcionando, pero no así el de compactos. Mientras anotaba la lista de países comunistas pareció caer en cuenta de algo y levantó la cabeza para preguntarme:
Checoslovaquia, Hungría, Polonia... Oye, ¿no viste tú el disco de Mecano?
–¿Yo? ¿Ya se te olvidó que no quisiste dármelo a cambio del examen de matemáticas, cabrón?
Yugoslavia, Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas... Decías que... ah, sí, pues por eso, ¿no te lo habrás llevado tú?
–No mames, si tú mismo decías que no tenía dónde escucharlo, no inventes pendejadas...
–...Vietnam del Norte, República Democrática Alemana, República Popular de China... Pero de cualquier manera querías llevártelo, cabrón, pero bueno, la caja está en la casa, puede que mi hermano lo haya agarrado.

En enero de 1994 por fin pude escuchar el compacto de Descanso Dominical en una pequeña grabadora. Ya no me gustaba.

jueves, julio 12, 2007

Open mind

Bien es verdad que casi nunca reparo en el contenido de las traducciones que pasan por mi despacho, pero la siguiente necrológica enviada por el neoromántico francés de orígen tunecino Guillaume Guechi, desde su refugio en Lille, me dejó largo tiempo pensativo. Acostumbrado como estoy a creer que en Europa -y especialmente en Madrid- hemos progresado enormemente en términos de civilidad y apertura, no he podido menos que pasarla mal con el texto del francés. No sé bien, ahora mismo, qué pensar. Mejor cito, es decir, traduzco:

Primero los hechos.
El poeta y filólogo José Lomelí nació en Lima, Perú, el 7 de septiembre de 1950. Graduado en Filosofía y Letras por la Universidad de San Marcos fue desde su adolescencia un feroz crítico de la sociedad y del gobierno (o desgobierno, como solía llamarlo) peruanos. Escritor precoz, pero también amante de las lenguas extranjeras, no vaciló en escribir -y publicar- en francés e inglés a una edad tan temprana como los veinticinco años. Fue justamente gracias a Les stupides como consiguió venir a Francia a los veintiséis, becado por la Academia Francesa que apreció "la riqueza de figuras léxicas" de su poemario (apenas cien páginas), mudanza que él calificó en su diario como "la oportunidad de vivir normalmente". Y los que lo conocimos sabemos bien a qué se refería, aunque en el camino haya encontrado sólo decepción. Pero no nos adelantemos. Siguieron años prolíficos que, sin embargo, le fueron desplazando de la poesía hacia la novela y de la literatura hacia la filosofía, pasando los últimos enfrascado en toda clase de pleitos judiciales por sus artículos de opinión. Nunca volvió al Perú. Se suicidó en su piso de Montparnasse este fin de semana. Siete libros de poemas (dos de ellos en francés, uno en inglés, el resto en español), cuatro novelas (todas multilingües) y seis libros de ensayos filosóficos (en absoluto para principiantes, todos en inglés) son el resultado de su obra, enteramente desconocida en su país, apenas atisbada en España, caída en el olvido en esta Francia que le vendió mentiras. Sus abundantes artículos -en español, francés e inglés- no han sido nunca compilados.

Y luego lo fundamental.
Debo decir que José Lomelí era homosexual, aunque ya sienta traicionar su espíritu al decir esto. Resulta fácil imaginar sus dificultades en el Perú de los años sesenta y setenta (en una entrevista temprana para la televisión francesa aseguró haber presenciado el linchamiento de "un maricón") y su diario no deja dudas sobre la angustia que le producía pasar el resto de sus días "en la barbarie católica". No era afeminado, pero era abierto, y ello probó ser una fórmula más arriesgada que la del travesti o el transexual. Durante sus primeros años aquí fingió no enterarse de la discriminación, del racismo, de los malentendidos culturales, de la intolerancia que se esconde detrás de la necesidad de etiquetas. Luego volvió a ser el de siempre, es decir, un amargado cuyo cinismo sólo era comparable a la solidez de sus argumentos: se dedicó a combatir el pensamiento acomodaticio, falso o simplemente estúpido ahí donde lo encontrara, sin importarle perder amigos en el camino, sin que le arredrara el odio declarado de comunidades enteras (la comunidad gay parisina le declaró "persona non grata" y dos agrupaciones musulmanas intentaron matarle), sin lamentar el abandono de su pareja francesa ni evitar, en última instancia, que sus malquerientes le aplicaran las leyes verdaderas y las torcidas a fin de acallarlo. Pagó con dinero y con cárcel lo que jueces imbéciles en la gran Francia consideraron abusos a la libertad de expresión, calumnia e infamia.

Sobre su lucidez -y lo que a mí, personalmente, más me tocó- transcribo una pequeña muestra que quizá ayude a mis compatriotas -los de aquí y los del otro lado del Mediterráneo- a hacer una reflexión sobre el verdadero sentido de la libertad:

"Es repugnante darse cuenta cómo el hombre, sin importar su educación o cultura, siempre encuentra la manera de mantener o sortear sus prejuicios, según la circunstancia y la ocasión. Los países latinoamericanos o árabes son tristemente famosos por su nulo respeto a los homosexuales y, en efecto, el número de muertos por este motivo es notablemente superior al de Europa, donde no sólo no se les persigue, sino que se les permite unirse legalmente en pareja, formar una familia, ser protegidos por ley contra la discriminación. Hasta aquí los hechos. Pero hay una paradoja que demuestra hasta qué punto vivimos engañados: el gay europeo puede vivir tranquilo en sus ghetos, feliz de su aislamiento, tan contento de estar de un lado como los heterosexuales de estar en el otro: mundos definidos, etiquetados, sin riesgos ni apenas comunicación entre ambos. No es la comunidad gay el único gheto en Francia: los hay para negros, para árabes, para musulmanes, para latinos... ¿es esto convivencia? ¿integración? ¿tolerancia? Yo recuerdo con creciente nostalgia a Nachita, un travestido dueño de un chiringuito en una playa limeña cuando yo era niño. El lugar estaba permanentemente lleno de hombres, trabajadores casi todos de la construcción. Jamás dejaban de gastarle bromas y, de vez en cuando, de acostarse con él. Ni Nachita ni nadie se ocupaban de preguntar por la orientación sexual de los otros ni faltaban confidentes, amigos y amantes -a veces mujeres- en la vida del alegre restaurantero: todo confuso, todo permisible, todo, en principio, intentable. ¿Cuánto habrá que esperar para que existan sociedades abiertas?"

En memoria de José Lomelí, espíritu universal perdido en una Francia ñoña.

martes, junio 26, 2007

Nostalgia


Entonces se dio cuenta del tiempo transcurrido y quiso atraparlo buscando nerviosamente entre los cajones abiertos, las ropas tiradas por el suelo, la mesita invadida de libros mal leídos. La encontró finalmente, la cámara, y abriendo la ventana de la habitación (¿o era celda?) tomó una imagen de ese tiempo nórdico de verano incomprensible a las mentes meridianas, la noche iluminada, el día que no ha empezado, lo más cercano al sueño en donde todo es gris. O casi.

lunes, mayo 14, 2007

Ateo

El caso había llamado mi atención aunque resultara enteramente claro que se trataba de un suicidio, si bien no era la muerte de una persona lo que me intrigaba, sino las circunstancias psicológicas del occiso, quien fue mi paciente (pero no lo hice notar en el reporte policial: después de todo yo sólo tenía que entrevistar a los que lo acompañaron horas antes de su muerte) y a quien había dejado de ver por mi consultorio desde hace casi tres meses.
–Hablábamos de Dios. No es que resulte un tema frecuente en la residencia, pero él solía gastar bromas al respecto a todo mundo. Creo que era ateo.
–¿Y hubo algo especial en aquella charla?- intervine, al tiempo en que el muchacho (el primero y más alto de los tres entrevistados), con el cigarro en la boca, se demoraba buscando un encendedor en sus bolsillos.
–No, nada, aunque Ada le hizo notar cosas que, me parece, le irritaron, pero tampoco era difícil hacerlo enojar, ¿eh? Era muy, ¿cómo se dice? ¿asocial?
Solía decirse huraño, pensé, pero ahora cada palabra tenía la obligación de sonar profesional, como salida de un sesudo tratado teórico. Asocial, pues.
–¿Qué le dijo?
–¿Ada? Bueno, ella es la única del grupo que no estudia filosofía, sino letras, letras clásicas, me parece, aunque sabe muchísimo de todo, ¿eh? Es muy inteligente. Aquella noche él había bromeado sobre el ateísmo de Ada, diciendo que era un mero pretexto para fumar porros y abrir las piernas sin remordimientos. Reía con cinismo cuando Ada lo interrumpió.

–Fumo porros y abro las piernas porque me causa placer. No ignoro sus peligros y, desde luego, no me ayudaría una religión a evitarlos, como lo prueban los muchísimos creyentes de diversas religiones alrededor del mundo que follan y se drogan religiosamente. Yo soy atea porque he tenido la fortuna de crecer así, en la casa de mi padre que nunca me habló de Dios y con una madre que cambió su vida por la mía al momento de nacer. Los ateos a los que te refieres no existen, porque los que hay por ahí son siempre como tú: seres esencialmente religiosos que abrazan el ateísmo por asco, por horror ante la impureza de las religiones…
–¿Qué? ¿seres religiosos? Qué buen chiste, Adita, no me vas a decir ahora que la prueba de tu ateísmo es justamente esa vida disipada que te dispensas, ¿verdad? Confirmas lo que digo entonces, pues yo no soy tan ateo para ti sólo porque no me pincho las venas ni asalto las camas por doquier, ¿es así? ¿que para ser un buen ateo hay que ser lo suficientemente malo?, ¡venga ya!
–No hagas como si no entendieras. Tú fuiste católico practicante en una familia que de cristiana sólo tenía la apelación. Creías no como el común de los creyentes para quien la idea de Dios oprime y tranquiliza como el propio alter ego: la paz por interpósita persona, el sentido de la vida reducido a rituales; no señor, tú creías de verdad, como quien está enamorado y no puede evitar el sentimiento: le inunda, le rebasa, le duele. Pero tenías un defecto: tu carácter fascista o, si prefieres ponerte en plan psiquiátrico, tu carácter anal…
–Anda niña, desquítate conmigo de tu incapacidad para mantener una conversación en el terreno intelectual: ¿sentimiento de Dios? ¿plan psiquiátrico? ¡Menos mal que estudias letras!

–Sí, yo desvié la conversación aprovechando lo que decía, aunque entonces intervine porque esas cosas me gusta dejarlas claras, no porque quisiera desviarme, ¿sabe?- El segundo entrevistado llevaba barba y shorts hasta las rodillas. Ligeramente obeso, estudiaba filosofía en sus ratos libres, pues ya era programador o algo relacionado con computadoras. Me explicaba:
–Yo les recordé que Dios no existe por la simple y sencilla razón de que no hay pruebas. O, que si lo preferían, no hay certeza de que exista.
–¿Y él pareció sentirse afectado por la discusión, por lo que mencionabas?
–No, para nada. Más bien creo que le ayudó, pues dejó de mirar a Ada y se concentró en lo que yo decía, aunque no estoy muy seguro de que nos estuviera escuchando.
–¿A ti y a quién más?
–Ah, bueno, es que Manuel es creyente e inmediatamente se puso a discutir conmigo.

–¡Pero qué tonterías dices, Vasco! No hay peor ciego que el que no quiere ver: está el Universo entero como prueba de la existencia de Dios, justamente el orden revelado por esa ciencia que mencionas constituye una prueba palmaria de su existencia y, de paso, de su perfección. La belleza en todas sus formas: las flores, el cielo, las estrellas, el cuerpo humano, todo nos habla de Él. Todas las religiones son vehículos igualmente válidos para llegar a Él.
–¿Llegar a Él? ¿y para qué? No digas sinsentidos. La materia se organiza por sí sola, Manuel, en las leyes físicas que la gobiernan ya están contenidos los accidentes que conducen a la química y luego a los compuestos orgánicos y luego a la vida. Sólo los ingenuos o ignorantes como tú pueden sorprenderse de lo que quizá es más ordinario y trivial de lo que pensamos: la vida, el Universo, todos son fenómenos vulgares. ¿Y qué van a decir tú y todos los creyentes cuando comprueben que el Universo está poblado de seres que no tienen ni puta idea de Dios? ¿eh?
–Nadie cree sinceramente que estemos vivos sólo para crecer, reproducirnos y morir. Hay un sentido y Dios es precisamente la explicación de todo. Si hay más seres en el Universo, bienvenidos, seguro que si son inteligentes ya sabrán de la existencia de Dios…
–Sí, claro, y de Jesucristo en la cruz y de Mahoma predicando y de Abraham arrojándole piedras al Diablo, ¿pero cómo puedes estudiar filosofía con esa cabeza, Manuel? ¿Qué nunca has oído hablar del big-bang, de la teoría de la relatividad, de los agujeros negros, de la evolución de las especies, de la bioquímica? ¿tú crees que Dios cabe en un mundo como este? ¡Qué ignorancia, de verdad!

–Él pareció venir de lejos y, aunque no les puso atención, hizo de lado su discusión con gran rapidez, ¿ve? Sabía que tenía algo pendiente conmigo.
–¿Por qué siguió adelante si sabía que le hacía daño?
–No soy su mamá para cuidarle y era un adulto que, encima, no había mostrado ninguna consideración para conmigo. Y daño, perdóneme, pero no creo que le hiciera ninguno. En todo caso, ya estaba ahí y sólo lo habré detonado.
La muchacha me miraba fríamente, el pelo recogido en una cola sencilla, sin maquillaje, no era fea a pesar del poco interés que mostraba en lucir atractiva. ¿Pero por qué habría de presentarse así a la entrevista del psiquiatra criminal de la policía?
–Ada, usted no parece lamentar lo sucedido.
–Señor, la muerte es un asunto trivial y él no era mi amigo. ¿Tiene más preguntas?
–Sí, repítame lo que le dijo.

–Ya cállense los dos, a cual más de ignorantes, como si nos importara el puto big-bang o la belleza del mundo para creer o negar a Dios. ¿Así te parezco más ateo, Adita?
–No, nunca me lo has parecido. Como te decía, eres un fascista incapaz de encarar al mundo sin asideros absolutos. El ateísmo es tu religión actual, una manera de formalizar tu rechazo a un mundo decepcionante, y, fíjate que paradójico, libre.
–¿Libre? ¡Por favor!
–Sí señor, libre como tú no lo serás jamás, ¿entiendes? Un mundo libre para creer, libre para descreer y libre, después de todo, para no darle importancia ni a lo uno ni a lo otro. Tu ateísmo tiene un sentido tan fuerte de lo sagrado que te horroriza el carácter profano de los creyentes, es decir, no das crédito al desparpajo con que el alcohólico golpea a su mujer, maltrata a sus hijos y luego pide perdón en un confesionario; te revuelve el estómago no sólo la moral rota, sino también el sacrilegio, la violación de los rituales más absurdos. Eres, después de todo, la última reserva religiosa de un mundo que ya aprendió a convivir con la idea de Dios sin tomarla en cuenta...
–Es una estupidez lo que dices, Ada, de verdad… no tienes idea. Yo no creo en Dios y me tiene sin cuidado que los demás crean en Él. Y a diferencia tuya, gracias a que he creído comprendo los mecanismos hipócritas de los creyentes…
–¿Ves? Son hipócritas no porque creyeran en Dios desafiando la razón –la de Manuel o la de Vasco, ¿cuál es la diferencia?- sino porque nunca sintieron a Dios, que es, finalmente, la verdadera creencia. Al descubrirte sintiendo a Dios en un mundo que pasaba de Él como de la mierda, decepcionado, no has encontrado mejor forma de desembarazarte del dolor que haciendo de nuevo profeta: os condeno a todos a la religión, yo abrazo la fe verdadera de negar a Dios… Pobre diablo.

Sé que intentó llamar a mi consultorio aquella noche porque dejó un recado. Lo he borrado luego de terminar el informe policial y fumar un cigarrillo. Era breve y se oía el viento en el fondo: Doctor, qué pena no hallarlo en este momento especial, fíjese que he cambiado de nuevo…

lunes, abril 02, 2007

La entrevista

–El error más frecuente de la muy frustrada y apenas existente clase media mexicana es, desde luego, suponer que en un país como ese pueden verse recompensados sus esfuerzos, sean estos de tipo académico, cultural, empresarial o burocrático. Quiero insistir en el hecho de que esta aberración es casi patrimonio exclusivo de la clase media, no de la alta ni de la baja, pues los ricos se saben dueños de todo lo que importa y obran en el entendido de que no habrá casi iniciativa suya que no se realice, al precio que sea, mientras que los pobres suelen pagar ese precio en caso de que algo falle y realizan esfuerzos a sabiendas de que nunca saldrán de su condición; luego entonces, estos dos últimos grupos sociales suelen tener menos frustraciones y vivir más felices.
Dio un largo sorbo al vaso de agua que descansaba sobre la mesilla de cristal y sonrió con amabilidad tal que casi anulaba la conmoción de la entrevistadora que le escuchaba aquella noche. El empresario más rico de México era también –como venía ocurriendo desde hace casi cincuenta años- el tercer o cuarto hombre más rico del mundo. Y continuó sin que la periodista de apellido vagamente polaco o judío retomara el control de la entrevista o, por lo menos, abandonara la perplejidad.
–No quiero que se me malentienda. Es natural que quienes tienen oportunidad de estudiar una carrera –y este suele ser el caso de la fantasmal clase media- crean en la lógica del esfuerzo y la recompensa; es decir, que se acostumbren demasiado a recibir calificaciones y luego crean que el mundo debe convertir sus notas en dinero constante y sonante. Es una tensión interesante, porque por un lado van adquiriendo la convicción de que la sociedad debe pagarles más por tener más estudios y, por otro, pierden paulatinamente el ímpetu por fundar una empresa o hacer un negocio, pues para ello se requiere un dinero que no tienen o bien, no hace falta ninguna calificación, como lo demuestran los ambulantes desde los lejanos tiempos del ahora extinto PRI. Entonces se hacen empleados y la empresa de otro es su nueva escuela. El sueldo, sus calificaciones. Un mejor puesto, su horizonte, su nueva medida.
Por fin, la entrevistadora levantó una mano y se enderezó sobre su silla, incómoda. Su voz salió afectada, pero por fin dijo algo:
–¿Quiere decir entonces que la clase media debe abandonar sus esfuerzos, asumir la derrota de la clase baja o…?
–Yo no hago consejos, Becky, salvo los de administración de una docena de empresas- rió brevemente, dio otro sorbo y continuó. –Lo que subrayo es que la clase media debe abandonar su hipocresía si quiere conseguir algo…
–Perdón, ¿su hipocresía?
–Sí, efectivamente. La clase media es un gran manojo de contradicciones: critican al rico porque consideran que todo lo que tiene es inmerecido y al mismo tiempo buscan su dinero con fruición; desprecian al pobre porque creen que no hace ningún esfuerzo por salir de su miseria y, encima, ni siquiera se prepara (gracioso eufemismo este) yendo a la escuela. ¡Imagínate! Como si los ricos sacáramos algo de la universidad. Por si fuera poco, sus esfuerzos por mejorar económicamente siempre se ven ceñidos a malentendidos intelectuales que ya los malogran de entrada…
La entrevistadora interrumpió, esta vez negando con la cabeza y dando palmaditas en el brazo del sillón. Miraba al suelo, pero en cuanto el empresario se detuvo, levantó la cabeza. Lucía desencajada.
–A ver, a ver, eh… ahorita ya no le entendí. ¿Cómo que los malentendidos culturales, perdón, intelectuales, malogran a la clase media?
–Es la escuela, Becky, como te decía, los estudios que creyendo su salvación se convierten en su condena. Estudiar para ganar más dinero es ya de por sí un disparate. Pero si a eso le sumas la terquedad absurda de millones de profesionistas, la mayoría mediocres, que insisten en trabajar en lo que con gran cinismo llaman su área, entonces tienes los resultados que vemos todos los días: ingenieros muy orgullosos de que los llamen así por estar ganando una miseria en una empresa que sólo los utiliza como peones, en tanto que un pobre sin estudios puede ganar diez veces su sueldo vendiendo cualquier cosa. Hay excepciones, claro, los médicos o los abogados sin apellidos valederos ya están acostumbrados a ejercer sus profesiones sin sacar apenas lo suficiente para vivir.
–Es indignante.
–Es lo que hay. Por eso me irrita que el rector de la Universidad Nacional o cualquier otro tramposo de los que hay por ahí, incite a los jóvenes a seguir el absurdo camino de los estudios sin tener un país adecuado para explotarlos. Obviamente hay otro camino y muchos ya lo tomaron: cambiar de país. Pero la clase media mexicana, como ya le vengo diciendo, es hipócrita. Y para justificar la cobardía que la retiene en su país se viste de amor a la patria, de responsabilidad social y no sé cuántas tonterías más. Se quedan. Mientras que muchos pobres, sin nada qué perder ni complejos nacionalistas en la cabeza, se van.
–¿El rector también es hipócrita?
–Quizá lo que sucede es que el señor rector no ha reflexionado lo suficiente sobre su propia circunstancia, que es especial. Quizá no se ha dado cuenta o por su propio ego quiera ignorar que por su cargo sólo han pasado familiares suyos desde hace casi cien años. Resulta cuando menos surrealista o cínico exhortar a los jóvenes a consumar sus sueños cuando todos los puestos clave del país están permanentemente ocupados por las mismas personas, ¿no le parece?
En su confusión mental, en la incredulidad absoluta ante un entrevistado que se salía del guión con tal desparpajo, la entrevistadora se abandonó a las respuestas automáticas. Fue ridículo oírla decir:
–Las preguntas las hago yo.
Y luego no formular ninguna. El empresario prosiguió:
–Tiene razón, Becky, disculpe.- esbozó otra sonrisa –El rector no es hipócrita, pero quizá tenga lo que los españoles llaman mala leche. Yo, en cambio, me limito a ofrecer tratos claros, no paraísos que no existen. El dinero lo tengo yo, pero necesito manos y brazos, a veces cerebros para mantenerme donde estoy. El trato no es justo ni me propongo que lo sea, es solamente claro. Los pobres lo entienden así y hay un inmenso número de familias que comen gracias a la empresa…
–El 39%, según las últimas estadísticas- interrumpió Becky agitando unas hojas que hasta ese momento descansaban sobre la mesilla a punto de resbalar al suelo.
–Pues bien, lo que lamento es que la clase media siga perdida en sus hipocresías y vaguedades, que no se avenga a tratos justos y prefiera amargarse con sus rencores y complejos, que prefiera instalarse en sus formas vacías a darse un baño de realidad. Es ridículo y lamentable.
–Es lo que hay, como usted ya comentaba.
El empresario sonrió de nuevo mostrando sus dientes blanquísimos. Se miró las uñas mecánicamente. Becky se ajustó uno de los tacones. Y entonces el floor manager avisó que todo estaba listo para grabar, ahora sí, la entrevista.

lunes, marzo 05, 2007

Vocación

Como todos los domingos, los tres profesores hispanohablantes varados en Poitiers desde hace tres años, se reunieron a tomar café y conversar cerca de la medianoche. Era el último día de las vacaciones de invierno y al día siguiente retomarían sus respectivos trabajos en la universidad: Xavier como profesor de español, Andrés como asistente del laboratorio de biología molecular y Marcos como maître de conference en inteligencia artificial, todos con más de treinta y cinco, todos solteros, todos explotando al máximo la tensión a veces real, a veces fingida, entre resignarse a vivir en Francia el resto de su vida o volver a sus respectivos países, más allá del ecuador. La realidad siempre pospuesta.
–Creo que voy a dejar la universidad en julio, apenas concluyan los cursos. No tengo más fuerzas para soportar a estos niñatos insolentes a los que el español importa menos que el reporte del clima- dijo Xavier, dando pequeños sorbos a su taza de mate. Había rechazado el café. Tenía el aire grave, serio, también algo cansado.
–Espero que esta vez lo hagas de verdad- le siguió Marcos blandiendo el índice como una pequeña espada. –Esta es, quizá, la última oportunidad para que salgas de la mierda docente en que te has metido, quiero creer que por accidente.
–¿Y tú por qué das clases entonces?- intervino Andrés.
–¿Yo?- dijo Marcos apuntándose con el dedo índice –Bueno, pues porque apenas terminé la carrera me di cuenta de que mi naturaleza era teórica, no práctica. ¿Les conté que alguna vez trabajé en una empresa? Claro, ahora parece una broma, pero hubo un tiempo, justo antes de terminar mis estudios, en que intenté prepararme para el trabajo en la empresa, en la industria, incluso para montar mi propio negocio de desarrollo de software.
–Naturaleza teórica, ¡huevón! ¿desde cuándo se le llama así a la falta de talento?- replicó Andrés riéndose. Y siguió: –No, no lo digo por ti, Xavier, que bien sé que te gustan los idiomas.
–Sí, sí me gustan, pero Marcos tiene razón en que la docencia me agarró por accidente, como el último recurso para sobrevivir, luego de comprobar que hay tantos traductores e intérpretes que vivir de eso es imposible. Dar clases puede ser una mierda, pero es algo seguro en el bolsillo.
–¿Seguro?- dijo Marcos frunciendo el ceño –Eso no lo tengo muy claro. Justo antes de las vacaciones liquidaron a dos profesores que de haber permanecido un año más habrían adquirido derecho a una plaza. Yo no tengo aun ese derecho ni estoy seguro de quererlo. Quizá haga como tú y me largue de aquí. Esta gente es muy lista. Como saben que no falta quién quiera dar clases, echan a quien sea en cuanto les resulta oneroso. Lo mejor hubiera sido trabajar en una empresa y hacer un negocio, aunque fuera pequeño. Quizá no sea tarde…
–No es tarde, es tardísimo- volvió a desanimarle Andrés con una sonrisa cínica que le torcía la boca hacia la izquierda –Para eso hace falta, primero, ser una persona normal; es decir, una persona que termina sus estudios y se pone a trabajar, sin andar por las ramas con especializaciones, posgrados y mucho menos clases. Hay que reconocer que una persona que se queda en la escuela el resto de su vida no puede ser normal. Indudablemente es una patología. A mí no me pueden incluir en eso, que yo a los estudiantes sólo les reparto material y les instruyo sobre su uso, todo lo demás corre por cuenta de los profesionales, es decir, de los que no pudiendo ejercer se dedicaron a la vida teórica…- Y estalló en risas.
–Anda, búrlate de nosotros, pero tú también estás en la universidad. Y si ahora se va Xavier mañana me iré yo. Y tú serás, para sorpresa tuya, el que se quede en la escuela para siempre- respondió Marcos con aire triunfal al tiempo que se ponía de pie para despedirse.
–Quizá yo sea el último, Marcos, pero siempre seré el que menos pierda al momento de cambiar. Xavier quiere irse, pero en el fondo está igual que tú…
–Óyeme, ¿cómo que estoy igual que él?- reaccionó Xavier saliendo de su autismo para enseguida preguntar –¿Cómo se supone que está él?
–A mí pueden mentirme si eso los tranquiliza, pero en el fondo saben que no hay sitio para ustedes fuera de las escuelas y universidades.
–No sé de qué hablas, pero eso es absurdo- dijo Marcos alzándose de hombros.
–¡Claro que es absurdo!- chilló Xavier –Somos jóvenes y podemos hacer lo que nos venga en gana.
–Como quieran, a mí me da igual, pero no se mientan y quizá su suerte mejore. Insisto. No hay sitio para ustedes fuera del círculo escolar. No para Xavier porque por mucho francés que sepa su fonética es malísima.- Ya Xavier agachaba la cabeza, resignado. Andrés seguía: –No para ti, Marcos, porque hay mentiras que duran toda la vida y la tuya ha sido creer en tu vocación docente para encubrir tu incompetencia profesional. Debes sentirte bien presumiendo tus anquilosados conocimientos ante auditorios cautivos cuyo desinterés, desde luego, no puedo menos que aprobar.
Conteniendo la ira, disimulando mal el calor que le subía al rostro, Marcos contestó:
–Será mejor que te vayas a dormir, estás diciendo muchas estupideces. ¿Te vas conmigo, Xavier?
–Sí, sí, ya pasa de la medianoche y aun no he planchado la camisa de mañana. ¡Es increíble cómo se arrugan las camisas a pesar de estar colgadas de los ganchos! Una semana de vacaciones y están todas perdidas, ¿a ustedes les pasa lo mismo?
Nadie parecía haberlo escuchado. Andrés dio por terminada aquella reunión en la sala de su departamento:
–Bueno, pues vayan a dormir, ya que hoy, como de costumbre, no tienen muchas ganas de hablar en serio…
Xavier y Marcos bajaron las escaleras dando las buenas noches a Andrés y subieron al auto en completo silencio. Luego de dejar a Xavier en la puerta de su casa, Marcos volvió a la suya y se dispuso a rasurarse.
Delante del espejo, mientras la espuma reblandecía su barba, le vino a la memoria el recuerdo de remotos domingos como este, previos al regreso a clases, transcurridos en su ciudad natal. Recordó cómo lustraba unos viejos zapatos negros hasta dejarlos brillantes, cómo escogía con esmero la ropa que había de usar el primer día, cómo acariciaba los cuadernos y libros y los disponía en la mochila ordenadamente, fantaseando entre lecturas y música con los pormenores de un día siguiente que siempre resultaba inferior a sus expectativas. Ahora sus preparativos no serían rematados con la llamada de su madre a cenar ni con los rezos en la cama antes de dormir, ni siquiera con el programa de fantasmas y OVNIS que se transmitía por A.M. y que escuchaba clandestinamente en un pequeño radio que metía bajo las sábanas. Ahora no era un estudiante, sino un profesor; es decir, una anomalía, un estudiante de notas sobresalientes que reprobó en lo único que de verdad importaba: en saber vivir fuera de la escuela, en saber vivir dentro del mundo. En cierto sentido, lamentable, seguía siendo un estudiante. El peor.
Por la ventana del salón sólo se ven las luces de Poitiers. La espuma de su barba, casi seca, se desprende en copos. Tiene ya media hora sentado en la silla de respaldo roto que mira hacia al sur.
Hay mentiras que duran toda la vida, murmura entre dientes. No más. Mira la navaja de afeitar. Titubea. La deja sobre la mesa del salón y abre la ventana. Será el estudiante del tercer piso quien le descubra en la banqueta, cuando vuelva de fiesta en la madrugada. Él se echará a dormir y faltará a los dos primeros cursos. Al segundo también faltará su profesor.

viernes, febrero 02, 2007

Indoeurop Inc.

A Víctor

Que era un intruso en aquel ambiente lo tenía bastante claro. Sus colegas se lo hacían ver puntualmente en formas que habían ido de lo sutil a lo directo, de lo refinado a lo vulgar, todo en cuestión de meses. Hoy estaba decidido a renunciar y, a pesar de los antecedentes, no quería despedirse en malos términos. Entregó su renuncia por la mañana y ya sus superiores la habían aceptado. A sus colegas no pensaba decirles ni una palabra. Justo al final de la jornada de aquel viernes, algunos coincidieron alrededor de la cafetera.
-Quizá puedas ayudarme con esta traducción- le dijo Béatrice, la francesa. Era una de las frases con que solían abordarlo, planteándole preguntas y proporcionando enseguida largas respuestas que apenas podían disfrazarse de sugerencias y que tenían por objeto humillarlo, hacer escarnio de sus conocimientos no amparados en diploma alguno. -No estoy muy segura de si debo sustituir fade por desmayado o diluido, ¿o debo usar grisáceo?
-Grisáceo no, nota que eso estaría fuera de... - y Béatrice le interrumpía al tiempo que le pasaba el folio a Paul, el inglés, que sin hacerse sentir ya estaba a su izquierda bebiendo una enorme taza de café. Y perorando.
-Fade es una palabra de origen incierto. Hay indicios que apuntan en dirección al sajón, pero yo creo que es una palabra perfectamente latina. ¿Cuál es tu opinión?- le preguntaba educadamente Paul al tiempo que le devolvía la palabra.
-Bueno, en el latín hay tres clases de...
Y ya era inmediatamente interrumpido por Silvio, el italiano de espesa barba que detrás del folio mordía concienzudamente su lápiz forrado de dibujos animados.
-No, por Dios. Increíble que un inglés nacido a pocos kilómetros de Oxford y una francesa con numerosas especialidades en literatura inglesa no sean capaces de reconocer el sentido de una palabra tan simple- decía mientras agitaba la hoja y se pasaba el lápiz húmedo hacia la oreja ajustándose las gafas. Y continuaba:
-Fade y pálido tienen el mismo origen, latino desde luego, pero en este caso el autor de esta basura ha querido usarlo como sinónimo de degenerado...- y él aprovechó la pausa para hacerse oír:
-Pero colegas, noten que...
Sin éxito, pues ya Béatrice elevaba la voz:
-¡Tonterías! ¿Cómo creen que va a ser una palabra latina? Si así fuera nuestro compañero ya lo habría confirmado- le dió unas palmaditas en la espalda; y continuaba- así que no queda más que el sentido sajón clásico: desvanecido, pálido, pónganle el nombre que quieran, pero ciertamente no degenerado...
-Gracias Béatrice, el caso es que...
-No hay conflicto, madame- interrumpía suavemente Paul, a pesar de todo imponiéndose -pues seguro sabes que hay pruebas de contaminaciones bárbaras en el latín primitivo, incluso en el etrusco. ¿Cómo si no pueden explicarse las coincidencias extraordinarias que hay entre idiomas lejanos dentro de la rama indoeuropea?
-Efectivamente- se le adelantó Silvio, quien ya llevaba un cigarro en la boca -ahí tienes la coincidencia de noční můra en checo con nightmare en inglés, ambas pesadillas en primera acepción, ¿no es cierto colega?- le decía mientras se llevaba la caja de cigarros al bolsillo sin ofrecerle uno solo. -Y encima noten que el francés, a medio camino entre el inglés night y el español noche, no tiene más que soir. ¿No es fascinante? La geografía de las lenguas es incomprensible...
-Sí, pero el caso de las lenguas eslavas...
-Oye, si no puedes contestarme está bien- le interrumpió Béatrice. -Que tú y Silvio sean los expertos en lenguas eslavas no hace ninguna diferencia en el caso que nos ocupa. Fade no es una palabra que se salga de la esfera de las lenguas germánicas. Creo que Paul y yo podemos arreglarlo. ¿O cuál era tu especialidad, perdón?- le preguntó con asco manifiesto. Era la décima vez que le respondía lo mismo.
-Lenguas eslavas, en efecto, pero también...
-Oh, Béatrice, no seas injusta. Nuestro colega tiene gran experiencia aunque no sea filólogo- intervino Paul dejándolo sin habla; al menos era a su favor- y gran parte de su vida la ha pasado aquí mismo, en Londres. Eso debe bastar para tener conocimientos lingüísticos de alto nivel, ¿no es cierto?- y le dirigió una mirada risueña directa.
Asintieron, aunque Silvio se ausentó en el humo de su cigarro y Béatrice se tapaba la boca con el folio que había vuelto a sus manos sin pasar por las de él.
Se acercó Edu, el joven programador encargado de realizar las consultas que los académicos solicitaban -a veces verdaderas cacerías- en los corpus de varias academias desparramadas alrededor del mundo: bases de datos inmensas, algunas de ellas mal organizadas, con distintos códigos para representar la enorme variedad de las grafías humanas: acentos, tildes, guiones, rayas, círculos. Todo realizado a través de tres computadoras a las que nunca faltaba quehacer ni juegos de video. Menos mal que Indoeurop Inc sólo manejaba lenguas de alfabeto latino o cirílico y de origen indoeuropeo (ya planeaban incluir el húngaro y el finlandés, pero la reciente experiencia con un islandés los había disuadido). El árabe o el chino, en todo caso, seguirían excluidos.
-¿Otra vez discutiendo sin sustento? Lo que necesitan es preguntar al gran Edu y sus máquinas prodigiosas. A ver, ¿qué palabra quieren que busque?
Y saliendo desde el fondo de su frustración, hallando coraje en los varios meses de desprecio y burlas a los que sus colegas le habían sometido, recordando quizá que ese día renunciaba, dijo:
-No vamos a perder el tiempo con una palabreja como fade. Para eso le pagan a Béatrice. Y si tiene problemas Paul puede give her a hand- dijo sonriendo no tanto del doble sentido cuanto de las risas del programador- Mejor hagamos apuestas sobre cuál es la palabra más corta y con la misma grafía que comparten todas las lenguas que aquí se manejan.
-¿Incluyendo marcas agregadas?- preguntó el joven Edu refiriéndose así a los caracteres fuera del estándar: el tilde de la ñ, el acento circunflejo de bientôt, el háček checo o la diéresis alemana de ühr.
-Vale, sin incluirlos, contestó.
-La palabra es amor, la tienen todas las lenguas romances- dijo Béatrice
-¿Cómo se te ocurre?- exclamó Silvio agitando las manos.- ¿Pero dónde dejas tú a las lenguas eslavas?
-¿Dónde las dejo? Quelle question! En el este, por supuesto, detrás del muro de Berlín de donde nunca debieron haber salido.
-Béatrice, por favor, no digas eso. Nuestro colega, aunque no sea filólogo, ha planteado una pregunta interesante. ¿Conoces la respuesta?- dijo dirigiéndose a él con aire de suficiencia inglesa.
-Naturalmente. Es la palabra clave, el único requisito para trabajar en Indoeurop Inc.
Edu le advirtió:
-Esto va a llevar tiempo, prof. No creo que esté listo antes del lunes.
-No importa, yo puedo esperar. ¿Y ustedes?- dijo dirigiéndose al resto.
-Pues esperaremos. No eres tan eficiente después de todo, jovenzuelo- le dijo Silvio a Edu, afectuosamente.
-Pues hasta el lunes. Que tengan buen fin de semana- dijo Paul despidiéndose de todos y seguido de cerca por Béatrice.
-Au revoir- dijo la francesa apurando el café.
-Pues hasta el lunes- cerró sin reparar en que no habría más lunes para él en Indoeurop Inc.

La máquina A, mejor conocida como Bordel, terminó la búsqueda el domingo por la tarde. La máquina B, mejor conocida como Trauma, terminó la búsqueda en la madrugada del lunes. La máquina C, mejor conocida como Gnomo, se trabó. El lunes por la mañana, Edu descubrió la palabra imbécil en las dos pantallas activas. Sonrió. Y reinició las tres máquinas sin decir nada.

lunes, enero 08, 2007

Breve inventario

En la foto aparece un segmento del escritorio, no muy noble en principio, ni madera ni plástico, uno de esos híbridos modernos que desconcertarían a los hombres de hace apenas cincuenta años, lugar donde se ha sentado a leer -aunque prefiere hacerlo en la cama- y a escribir en la computadora que de hecho aparece en primer plano como una lámina plateada sobre la que descansa el lazo azul de una memoria USB de baja capacidad, completando el cuadro electrónico unos audífonos que deben lastimar los oídos -aunque no le hemos escuchado quejarse al respecto, si bien recientemente ha prescindido de su uso- y el estuche negro de lo que seguramente es una cámara digital, toda vez que el embalaje de cartón que debió pertenecerle descansa al fondo del extremo izquierdo de la foto, justo detrás de lo que parecen ser un par de DVDs (este mundo moderno plagado de siglas ininteligibles) en uno de los cuales puede leerse con dificultad un título que empieza en T terminando en s, con una A mayúscula a la mitad, y donde se distingue -ese sí claramente- un tacón, aunque estos no son los únicos medios ópticos en escena, pues debajo del estuche abierto de la cámara (¿lo habíamos mencionado?) está lo que quizá sea un DVD, quizá sólo un CD igual a los que se agrupan a la izquierda del primero y más alto de varios libros ordenados según su tamaño, siendo los dos primeros el libro de francés y el de ejercicios que le hemos visto emplear con cierta frecuencia, seguido de un libro azul no identificado a cuya derecha está el más gordo de todos: un diccionario Oxford Hachette inglés-francés y viceversa, edición que seguramente incluía el CD de pronunciación y a cuyo costado derecho se halla lo que parece ser un libro de inglés -Oxford Practice Grammar, se lee en el lomo- de color verde al que le siguen tres conocidos métodos de francés -nivel intermedio y debutante, no hay avanzado, pero sí uno de vocabulario- seguidos por un tomo con la leyenda Pětijazyčný ILUSTROVANÝ slovník del que sólo se desprende, de momento, que debe contener ilustraciones -ya nuestros traductores trabajan en ello- más un par de libros verdes del mismo autor sobre Fuzzy control (como si el esquema no fuese ya suficientemente difuso), seguido por el bestseller The road to reality de Roger Penrose (es probable que crea entender el mundo leyendo esta basura, vaya absurdo), una guía de LATEX para complicar la edición de textos en la creencia de que todo es más profesional, Les fourmis, que según los últimos informes no debe ser todavía capaz de leer (no pasa de las primeras páginas), aunque algunos colegas opinan que debe de gustar de la ciencia ficción (no soy de esa opinión), ahora un libro con el lomo pintado de bandera española y que hemos identificado como la biografía de Antonio Machado en la pluma de ¡un irlandés!, seguido por dos libros de Javier Marías, si bien uno de ellos presenta la anomalía de llevar el título en idioma desconocido -una traducción, según parece- más dos libros en inglés de autores radicalmente distintos -Virginia Woolf al lado de Coetzee- acompañados a su derecha por Los de abajo del mexicano Mariano Azuela y rematada la secuencia por un diccionario francés-español y viceversa en edición de bolsillo y un pasquín de conversación en francés que quizá fuese mejor echar a la basura, aunque del estuche negro a su derecha, el que detiene los libros a la izquierda de la mochila y detrás del regulador de la laptop no hay todavía certezas: bien puede tratarse de un estuche para cigarros (pero es muy gordo) u otra cámara digital (¿para qué querría varias?), o bien una cartera afeminada de capacidad mínima o una agenda de dimensiones ridículas; o la caja negra de sus miedos, o el espacio cerrado de sus angustias, o el último residuo de su virtud, o la pandora de sus sueños o...