viernes, diciembre 29, 2017

True crime

Aquella mañana fría y gris, todavía sin lluvia, llegué antes de lo acordado a las puertas de la librería de la calle Deansgate. Había olvidado mis guantes y la bufanda en la habitación, así que opté por entrar y subir a la planta alta en vez de quedarme ahí con el paraguas alternando de una mano a otra mientras calentaba la contraria en el bolsillo del abrigo. Terminó por decidirme la amistosa mirada del vigilante que desde el interior había pasado de verme con sospecha a hacerlo con agrado, seguramente disculpando mi rostro extranjero y meridional gracias a la consideración detenida de mi indumentaria, bastante pasable incluso para un británico. Quería evitar que el hombre me abordara, no tenía ganas de hablar con extraños ni de mostrarme consecuente con ellos, así que entré con paso decidido sin que ello evitara un morning suyo y otro idéntico mío como respuesta. Mientras subía los escalones reparé en un par de pequeñas semiesferas en el techo que me recordaron que aquello como toda Gran Bretaña estaba vigilado por cámaras de circuito cerrado, una verdadera plaga que me hacía considerar a aquella una raza de voyeuristas, ¿cómo si no explicar su predilección por las ventanas sin persianas ni cortinas? Huecos en la pared que habrán servido por siglos para descubrir al merodeador o asesino, también para atraerlo y aún incitarlo: 'voy a asomarme a esta ventana o usaré catalejos para descubrir: a mi vecina poniéndose unas medias, la regularidad con que se enciende una lámpara en la noche, la sombra a contraluz de una pareja que no se sabe si riñe o está en tratos carnales'. Ahora se suponía que los ojos electrónicos disuadían a esos mismos merodeadores y asesinos de cometer las atrocidades de antes, o quizá sólo tenían efecto en los más dubitativos e inseguros, los aún picados por una poca de mala conciencia. Como quiera que sea, nunca faltan insensatos que intentan llevarse inadvertidamente un disco, una camisa, incluso un libro, bien porque no repararon en el ojo electrónico (que registra, pero no actúa) o porque creyeron engañarlo (pero hay tantos ángulos) o porque son demasiado imbéciles para asociar la causa al efecto (algo cada vez más corriente). Quizá piensen con ingenuidad que no puede haber alguien vigilando al otro lado en cada preciso instante, que ni siquiera una computadora ni un algoritmo pueden lidiar con la cantidad de cámaras que existen en el mundo ni detectarlo todo, todo lo irregular al menos, 'o es que', pensarán, 'todo se graba por si acaso, al menos por un tiempo', ¿quién puede saberlo? Quizá los gobiernos puedan pagar tanta información y procesamiento, en fronteras, en carreteras, en sitios específicos, pero no esta librería a la que, con ser vasta, no le compensa vigilar a sus clientes pacíficos, es increíble que sean tantos a estas horas de la mañana, debe ser por la cercanía de la Navidad, seguro.
Como en todo el mundo anglosajón, esta librería también separaba sus títulos en dos clases, fiction y non-fiction, algo de cierta importancia a la hora de distinguir lo que era real de lo que no, aunque a la primera siempre le atrajera la segunda para hacerse verosímil y a ésta la tergiversaran políticos y religiosos, incluso científicos, acercándola involuntariamente a la primera. En ficción predominaban los contemporáneos y modernos en orden alfabético, los clásicos en sección aparte como los juveniles, thrillers y crime también ordenados alfabéticamente, primero uno, luego el otro, la distinción entre estos dos últimos imposible para mí; recorrí todo muy rápidamente pues no hacía mucho tiempo había visitado otra librería de habla inglesa en Bruselas y los contenidos eran idénticos. En non-fiction me brinqué todo lo relativo a historia, siempre guerras interminables y biografías de famosos, hechos inverificables porque la mayoría transcurrieron en tiempos en que no había ojo electrónico capaz de registrar nada; nos damos por bien servidos con una lista de referencias al final del libro en las que se supone el autor ha basado sus conclusiones y asertos, damos mayor o menor crédito y al final reducimos todo a ideología, 'esta opinión me gusta, esta otra no', hasta que terminamos educados en un punto de vista particular sobre el pasado; contrario a lo que muchos creen no es un problema que vaya a desaparecer con el ojo electrónico porque aún frente a lo que está registrado y en cada reproducción vuelve a repetirse idéntico hay opiniones contrarias, nunca estaremos de acuerdo y, encima, la mayoría de lo que ocurre frente a nuestras narices no lo podemos explicar ni somos su causa, 'comparsas de una obra cuyo guión no escribimos', musité. Fue así que llegué hasta un apartado librero etiquetado true crime, como para distinguirlo de su contraparte de ficción que había quedado muy atrás. No recordaba haber visto una clasificación similar en mis muchos años de visitas a países de habla inglesa, pero me pareció completamente lógico que hubiera tantos libros sobre el tema en un país tan famoso por sus crímenes. No hablo aquí de vulgares asesinatos perpetrados por drogadictos tras una cartera o por celosos enloquecidos en venganzas pasionales; todo ello está al alcance de los países meridionales de donde provengo. Tampoco me refiero a crímenes con motivación política o religiosa, de los que Inglaterra ha visto unos cuantos, a manos de irlandeses separatistas o terroristas islámicos, por ejemplo. Esto no ha hecho tan famosa a esta isla ni a sus herederos norteamericanos y australianos como las atrocidades de sus asesinos específicos e inmotivados, esos que en los libros que ahora tenía delante eran retratados con textos a medio camino entre la nota policíaca y la psicología aficionada, las ilustraciones intencionadamente borrosas para aumentar el carácter siniestro de los así llamados serial killers y sus víctimas. 
Cogí uno de los volúmenes, uno de esos compendios who's who a los que son tan dados en el mundo anglosajón y, luego de mirar la hora en mi reloj de pulsera y comprobar que aún faltaban diez minutos para el encuentro acordado, me puse a hojearlo distraídamente, mirando de reojo a las personas que merodeaban por ahí confiadas en el aspecto de mi ropa e inmediatamente disuadidas por mi rostro claramente extranjero y meridional, quizá se sintieran confirmados en su recelo al leer true crime en el librero frente a mí. Volví de nuevo a una página que había pasado demasiado rápido y en la que creí leer el nombre de la ciudad en la que me hallaba; en efecto, ahí estaba mencionada junto con los nombres de algunos suburbios que casualmente conocía bien: Oldham, Ashton, Mossley. Fue así como supe de los crímenes de Ian Brady y Myra Hidley, que en tres de los años sesenta raptaron, violaron y asesinaron a cinco niños que luego enterraron en los Saddleworth Moors, una pradera desierta cruzada por una carretera, con algunas rocas esparcidas y tonos que iban del gris al ocre entre pastizales bajos y siniestros. Cuatro de los cinco cuerpos habían sido recuperados y, mientras la mujer llevaba casi quince años muerta, el asesino apenas había muerto este año, ambos en la cárcel. Como de costumbre, los criminales parecían gente más o menos ordinaria hasta el momento mismo de su detención, producto ésta no de la pericia policial como de la denuncia de un amigo que presenció el último de los crímenes: oficinistas ambos, él un presunto admirador de los nazis con algunos delitos menores en su haber, ella una muchacha que había sido maltratada en la infancia. Lo de siempre. 'Una folie à deux', pensé, 'como la de tantas parejas criminales de la historia. Un asesino con iniciativa y otro que le sigue pasivamente, uno emocionado con el mal y otro indiferente a él, ambos incapaces de ver lo que es evidente para el resto'. Ahí estaban los retratos para siempre congelados de las víctimas, incluido aquel cuya localización nunca fue revelada. Brady murió en un psiquiátrico de alta seguridad, diagnosticado con no sé qué trastorno mental, pidiendo que pusieran fin a su vida; Hindley the most hated woman in Britain, según el libro en la cárcel, donde tuvo un romance lésbico con una de sus guardias: 'una confirmación de su escalofriante pasividad dispuesta a lo que fuera', pensé, 'una orientación sexual o la otra'. Y entonces, al dar la vuelta a la hoja, apareció la borrosa fotografía que Brady tomara de Hindley en los Saddleworth Moors, de cuclillas mirando hacia el suelo donde, como se descubrió después, habían enterrado a una de sus víctimas. Un cachorro asoma por entre su abrigo y el fondo está presidido por un paisaje que reconocí al instante como uno de los sitios a donde saliera a pasear en anteriores visitas a la ciudad...
You 've been waiting long?, escuché de pronto a mis espaldas al tiempo en que me ponían una mano en el hombro y me sobresaltaba dejando caer el libro. Era mi amigo, el pintor británico de cuarenta y siete años a quien tenía quince de conocer y a quien volvía a ver esa mañana conforme a lo acordado tras cinco veranos de ausencia en que sólo intercambiamos mensajes ocasionales. Como en cada encuentro, bastaron unos segundos para recuperar de golpe todo el placer de nuestra complicidad de tanto tiempo. Me repuse enseguida del susto, puse el libro en su repisa y salimos los dos a la calle como era nuestra costumbre en Praga o Bruselas, Amberes o Manchester para alternar largas caminatas con algunas paradas en bares y cafeterías, todo el tiempo conversando sin más apoyo que algunas referencias comunes, a veces de política y otras de arte, a veces de nuestros respectivos divorcios y otras de nuestras familias o amigos, deslizando aquí y allá observaciones agudas sobre el sexo y la exageración, ponderando nuestras opciones, intercambiando descubrimientos filosóficos sin pretensión alguna. Luego de comer en un indigno cuanto costoso restaurante chino que dio pie a numerosos comentarios divertidos entre nosotros sobre los meseros y la decoración, los comensales y la imposibilidad de hallar un verdadero english pub en todo el Reino Unido, él sugirió que fuéramos a su casa para saludar a su mujer, ver cómo habían crecido los chicos y considerar algunos de sus recientes trabajos por si me interesaba comprar alguno.
Había olvidado lo pronto que oscurecía en aquellas latitudes en estas fechas. Cubriéndonos de una ligera llovizna con mi paraguas, mientras el frío lo envolvía todo, subimos a un autobús que nos llevó hasta un poco más allá de Oldham. En algún momento del largo camino era yo el único extranjero a bordo y volví a pensar en los crímenes británicos, menos en serial killers que en las turbas de hooligans que pasaban de un momento a otro de ser civilizados gentlemen a ser hordas xenófobas asesinas. 'Un error, una chispa', pensé, 'ser divisado y distinguido, individualizado como algo que no debería estar ahí y ya está, no habrá nada que los detenga'. Aumentó mi escalofrío la aparición de un hombre corpulento de unos cincuenta y cinco años, con sombrero, chamarra de cuero y pantalón de mezclilla, un viejo rockero vestido de negro de los pies a la cabeza, que se sentó a conversar con mi amigo, al parecer un vecino o amigo de la infancia, no me quedaba muy claro por la rapidez con la que hablaban, pero me extrañó distinguir claramente que el rockero preguntaba por la mujer y los niños del pintor: 'it's been a long while since I 'ven't seen 'em, though, a long while'. Nos despedimos del rockero apenas bajar del autobús y unos diez minutos después estábamos por fin frente a la puerta de aquella casa de dos plantas donde había pernoctado en mi última visita, cinco años atrás. En aquella ocasión también era invierno y el ahora matrimonio sólo tenía un hijo, no dos, un niño pálido de aspecto enfermo como salido de una película sobre huérfanos o fantasmas y que de mañana solía bajar como un espectro la escalera de madera hasta apostarse a mi lado en aquella sala improvisada como dormitorio, frente al ventanal de tres lados que tienen todas las casas británicas. Lo invitaba a sentarse conmigo en el colchón y se sentaba en mi regazo abrazándome, como agotado, exhausto. La mujer también tenía aspecto alienado, enfermizo, fingía no entender lo que le decía a pesar de ser ella misma extranjera y de tener mucho peor acento que yo. Abrió la puerta. Entramos.
No había nadie y toda la casa estaba en penumbra, tampoco habría sido diferente si la familia se hubiera hallado ahí: como en lo que ellos llaman el continente, los ingleses suelen encender la luz sólo si es estrictamente necesario, por lo que casi todas las casas parecen vacías o abandonadas, sin luz a pesar de la obscuridad invernal y con la calefacción al mínimo. 'La vida es cara en estas latitudes', recuerdo haber pensado una vez el pintor me hubo aclarado que su mujer e hijos estarían seguramente en el supermercado, que no tardarían. Should we go upstairs to see the works?, preguntó. Sure, sure, of course, le respondo tras un desorientado silencio mientras trato de adaptarme a la creciente obscuridad. Mientras subimos, casi con tanto frío como afuera, la escalera crujiendo bajo nuestras pisadas y las ventanas dejando pasar una desmayada luz suspendida, soy consciente del drástico cambio de humor o sería atmósfera que nos había poseído casi desde que montamos el autobús para venir a las afueras de Oldham. Una inexplicable angustia me había poseído y me tranquilizaba pensar que no dormiría en esa casa y que pronto volvería a mi habitación de hotel, un lugar pequeño y céntrico que como muchos otros había renunciado a servir a proper english breakfast: no más huevos revueltos ni bacon ni salchichas, no más frijoles en salsa de tomate ni café negro bien cargado, todo había sido reemplazado por pepinos y tomate picados, lonchas de jamón y queso, un desayuno más bien rumano, checo o polaco, que servían mujeres del Este que entendían muy poco el inglés y que, sin embargo, no perdían oportunidad de hacer saber a quienes creían más adinerados que estaban disponibles luego de las tres de la tarde para lo que el gentleman en cuestión dispusiera, ya había leído en los periódicos del creciente tráfico de mujeres hacia el Reino Unido a las que las mafias ofrecían trabajo de camareras o meseras para luego explotarlas como prostitutas, amenazándolas con quitarles los papeles o arrojarlas al mar si intentaban zafarse, las de mi hotel si como sospechaba llevaban esta doble vida, si eran lo que parecía y que no averiguaría personalmente de ninguna forma por no ser mi agitación tan fuerte que alguna vez me hubiera hecho recurrir a prostitutas no parecían llevarlo tan mal.
En la habitación de las pinturas, no sin antes acomodar algunas cosas con la luz apagada, por fin se enciende una bombilla de luz amarillenta y empieza a descubrir algunos caballetes y a seleccionar de entre tubos y bastidores algunas pinturas que quiere mostrarme. Intento recobrar la buena disposición atendiendo a sus explicaciones, pero me punzan las sienes y me revuelve el estómago el olor a aguarrás y aceites, una náusea que no alivian las series de cráneos algunos abstractos, otros realistas que me va mostrando, seguidas de lo que parecen cuerpos mutilados de vivos colores. No me he lavado la boca desde que comimos y no hay nada que me desagrade más que tener que hablar con alguien en esas condiciones, quizá sólo es peor hacerlo mal vestido, pero por fortuna mi camisa está todavía impecable, el pantalón sin una sola arruga, mi abrigo se ha quedado colgado en el perchero de la entrada y ya me gustaría habérmelo dejado puesto porque el frío en esta parte de la casa es todavía más atroz que afuera, si cabe. Le expreso mi sorpresa ante estos temas tan apartados de lo que había hecho antes, pues solía pintar desnudos, pero no mutilaciones, deformar para subrayar caracteres y texturas, pero no desgarrar la piel ni amputar miembros, siempre más a la Francis Bacon o Lucian Freud, un pintor de verdad preocupado por los materiales y mezclas, a salvo de la influencia de las ideas, todo lo contrario del artista comprometido, panfletario o exegético, alejado por fortuna de lo didáctico, lo pedagógico, la moraleja. Me escucha con atención, con humor grave, con el ceño fruncido y sus manos apartando blocs de bocetos y latas de pintura, me habla repentinamente del peligro de ciertas sustancias que utiliza en los lienzos, venenos silenciosos pero inexorables como el plomo o el cadmio, el mercurio. Muerte. ¿Ha oído hablar de los asesinatos de Saddleworth Moors? ¿No es esa la pradera por la que él solía llevarme a caminar hace algunos años? ¿Por qué me tomó una foto en el mismo sitio donde Brady fotografió a Myra, el mismo sitio donde desenterraron a uno de los cinco niños? Sí, es el mismo, lo he comprobado esta mañana en la librería. Por supuesto que lo sabes. ¿Dónde están su mujer y sus hijos? ¿Por qué tardan tanto? Debería salir de aquí cuanto antes. Quizá en el autobús en que regresará el hombre de negro, quizá en un taxi negro y británico y siniestro. La pradera está helada en invierno y siguen sin hallar un cuerpo, su muerte no consta en ningún registro. Es tarde en país extranjero. Ningún ojo electrónico o no mira ahora. 
La cabeza. El estómago. ¡La cabeza!
La sangre.

domingo, diciembre 17, 2017

Cavilación en torno al descenso de un tren en rápido movimiento

Esta mañana, mientras con sólo abrir los ojos recobraba de golpe la conciencia de todo lo que está pendiente o mal la habitación ligeramente fría porque la calefacción ha debido apagarse de madrugada, la respiración del ser amado momentáneamente desconocida y asombrosa me vino a la memoria un día de mil novecientos ochenta u ochenta y uno en que, conducidos desde el patio en fila india, nos reunieron a los párvulos en el refectorio del jardín de niños para una ceremonia de fin de cursos. Aparezco vestido con un trajecito gris y raya a la izquierda en el cabello, los zapatos negros de piel de ternera algo desgastados. Impaciente, tamborileo con los dedos sobre la butaca y me pongo de pie de un salto cuando mencionan mi nombre. Avanzo entre mis compañeros para acudir al estrado y, una vez ahí, miro reconcentradamente las manos de la directora una mujer de edad avanzada y moño en forma de rosquilla sobre la cabeza mientras encaja el alfiler con que sujeta un distintivo a mis solapas, a manera de premio. El acto inocente de subir a un tren cuyas paradas y destino se desconocen tiene lugar ahí, en pleno mediodía, ante el aplauso de un público comparsa en el que se encuentran mis padres.
Sin tomar en cuenta a quienes no son capaces de verlo ni a quienes la indolencia permite una vida más desahogada, uno sabe desde muy pronto que hay cosas que arreglar y se pone manos a la obra, quizá no tanto por responsabilidad ni altruísmo, cuanto porque su resolución le permitirá a uno ganar el así llamado tiempo libre en el que uno podrá hacer lo que quiera sin rendir cuentas a nadie. Me afanaba así en mis deberes en largas tardes frente a la mesa del comedor, lo mismo cuando era niño que cuando era adolescente, a fin de coger un libro que me interesara leer y, provisto de audífonos, ir hasta algún parque, una azotea o a las afueras de la ciudad a leerlo en soledad apacible, seguro de merecer aquella fuga por haber completado mis labores. Como el quehacer no cesa y se acumulan las solicitudes, uno cree anticiparse a esta avalancha haciendo coincidir lo que hacemos por dinero con nuestros intereses profesionales, creyendo absurdamente que la industria en cualquiera de sus formas es asimilable al descanso, la recreación o el placer. No es así. Pasan los años y, a poco que uno acepte participar del mundo como inevitablemente se debe a fin de no morir de inanición, se descubre uno cada vez más enredado en sus mecanismos y exigencias o, lo que es lo mismo, a mayor distancia de la vida que uno deseaba para sí.
Apenas me muevo bajo las cobijas. Miro de reojo hacia un costado y sé, aunque me cueste aceptarlo, que si bien el orden deseado no puede alcanzarse de golpe no son pocas las acciones a mi alcance que me pueden acercar a la anhelada congruencia; que si no las emprendo no es porque dude de su pertinencia cuanto porque no deseo sacrificar las innobles ventajas de vivir en la abyección: cama, dinero, carrera; que cuando lo decida dormiré solo de nuevo, no tendré apenas amistades, veré en muy pocas ocasiones a mi familia; que tarde o temprano no podré seguir ejerciendo esta profesión para la que o bien no soy competente o bien no quiero prepararme más o bien no puedo hacer sin someterme a una excesiva cantidad de sevicias sociales, intelectuales y psicológicas, entre otras. Luego, inevitablemente, hago contraste: ¿cómo puede el solipsismo egoísta de presunta inspiración virtuosa ser la manera de bajar del tren en movimiento de nuestra vida medianamente elegida en vez de asumir ésta todavía con mayor seriedad? ¿tiene derecho a renunciar quien ya ha costado demasiado dinero al contribuyente y ha cobrado caro a la sociedad sus servicios? ¿podrá alguna vez esgrimir argumentos razonables que lo eximan de la responsabilidad plausiblemente? Permaneciendo en mis circunstancias es menester hacer lo mejor, como quedó establecido de una vez y para siempre en una antigua ceremonia de párvulos a principios de los ochenta, lo que desde luego se traduce en el acorralamiento sin piedad del tiempo dedicado a la ponderación pausada, el sacrificio de la profundidad en aras de la inmediatez productiva; si abandono el tren y sobrevivo a la caída, haciéndome como parezco desear de una vida ralentizada capaz de admitir una obra profunda, ¿en servicio de quién si no de mí se produciría la misma? El entuerto moral es inevitable.
No obstante, los fines de semana son ensayos de la vida que aún no llega y no parecen reflejar que esté capacitado para vivirla: arrancan con la perspectiva de invertir la relación entre el trabajo y el ocio, de manera que podamos aprovechar éste para hacer lo que haremos indefinidamente una vez que nos bajemos del tren de nuestra vida secuestrada; lo interrumpen las comidas y las distracciones, el sexo y la pornografía, el libro al que dedicamos sólo una hora y del que nos aparta la mala conciencia del paso del tiempo, el rato de entretener una conversación insulsa que lubrique el trato con quienes nos han divisado y no nos decidimos a abandonar; y terminan aportando aún más pruebas de nuestra bajeza y vulgaridad, ya no sólo para con la vida deseada que no ha llegado aún cuanto para la que corre en este momento como un tren en rápido movimiento, pidiendo, exigiendo, amenazando con aplastarnos si nos atrevemos a cuestionarla con escrúpulos o a regatearle la atención. 'Somos inferiores a nosotros mismos', me digo mentalmente aún acostado, con si cabe la mezcla resignada angustia. 'Pero un día sabré qué hacer', me animo pensando, 'un día no me costará distinguir que el tiempo de bajar del tren ha llegado ya, que habrá aminorado la velocidad o el maquinista se hallará distraído, entonces no sentiré que me han clavado una vocación en las solapas ni que aún le debo algo a quienes están aplaudiendo desde mil novecientos ochenta, ni que debo hacerme querer por mis padres ni someterme a más tratos que los que yo desee, por injusto que ello parezca para quienes creen que les pertenezco...'.
En la duermevela que precede al despertar una voz me advierte: '¿y si mueres antes de tiempo?'. Me despierto sudoroso en Santa Teresa. Ha debido haber un corte eléctrico porque el aire acondicionado está apagado, la respiración del ser amado momentáneamente desconocida y asombrosa...

sábado, diciembre 09, 2017

La noche que no cesa

Debí decirle, ahora medito, que hiciera un esfuerzo por remontarse a los días en que nos conocimos y nos esperábamos unas veces yo a ella, otras ella a mí bajo el portal de esa calle que se divide en dos frente a un parque, días de intensos aguaceros cuyas gotas nos retirábamos uno a otro de las mejillas bajo aquel provisional techo y que, tras largo trayecto, terminaban en una cama detrás de cristales cubiertos de vapor, una cena frugal, televisión o radio y luego un agotado cuanto satisfecho silencio sólo interrumpido por el suave croar de las ranas en los charcos del patio, el aire que acariciaba las ramas de los árboles de alrededor, las tuberías con sus quejidos guturales de oquedad y corriente; debí recordar yo primero con sólo una breve pausa, un tomar aire reconcentrado en medio de cualquier discusión amarga de los aciagos días finales y, con los ojos cerrados, trasladarme hasta los diversos domicilios que habíamos compartido, sus cosas acomodadas en cajones y closets cuya contemplación y olor me producían tranquilidad y compañía en su ausencia, abrir luego los ojos y tomarla de las manos, pedirle, suplicarle cuando aún era posible tal cosa, cuando aún me veía que me acompañara a esos sitios y a esos sentimientos por ella también visitados y olidos, en algún lugar de su memoria habitarían, en algún sitio de su pasado que también era el mío; debí guiarla con mano firme para que no se perdiera en el desalmado presente y tratara de ver más allá de las canas y arrugas, las bolsas bajo los ojos, más allá de este cuerpo mío abombado y del pelo que nunca tuve y ahora empieza a invadir mi espalda, que consiguiera quitarme la ropa ahora menos jovial que entonces y se trasladara conmigo hasta esa playa a la que llegamos bajando de un camión y en la que visitamos la cama varias veces en medio de una canícula horrorosa, empapados, reuniendo el cambio exacto para asegurar la comida que podíamos comprar, nuestras risas por el motivo que fuera, tendría que acordarse y comprobar junto conmigo que aún eramos nosotros, su memoria no sería tan flaca, las niñas no podrían haberla alejado de mí a tal punto que no pudiera hacer el camino de regreso hasta aquel muchacho ambicioso que se creía tan tempranamente decepcionado del mundo y al que aún le aguardaban muchos reveses, ella tendría que reconocerme en algún momento del mismo modo en que yo podía pasar por debajo de su ahora costosa ropa y de sus muchísimos pares de zapatos, de su afición por los coches nuevos y su reloj más sofisticado, para terminar posando la mirada en la chica del reloj de plástico con calculadora que me espera bajo el portal mientras arrecia el aguacero cuyos arroyos y charcos brinco con ligereza y escasa habilidad, para luego alcanzarla, envolverla en mis brazos, oler su perfume barato y llenarme de felicidad con su cabello revuelto contra mi cara, 'mira nada más cómo traes el portafolio', dirá, y entonces sacará de su morral una toalla pequeña y la pasará contra la superficie más empapada mientras yo le repito que no es nada y la beso sin prestar atención a los transeúntes que se han refugiado como nosotros bajo aquel portal y miran de reojo, el más viejo dicéndose 'ya está, mirad, otro par que tiene visos de quererse arruinar la vida, hoy amor y mañana rutina, hoy el tiempo que se detiene porque uno se sustrae a él y cuando vuelve a su flujo lo encuentra insuficiente, mañana el tiempo detenido de lo que resulta indistinguible un día sí y otro también, la incomprensión y el alejamiento, el desengaño de no conocerse, no haberse conocido luego de tantos años; disfrutad jóvenes inconscientes, esperanzados, valientes suicidas, disfrutad mientras nosotros pagamos las cuentas: el obrero que tengo a mi lado y la enfermera de más allá, la mujer que ha debido aguantar a un jefe idiota durante diez horas seguidas con las medias negras corridas y esta maestra que lleva medicinas a su madre enferma, no pasará mucho tiempo antes de que ésta muera; ya veréis por vosotros mismos el misterio, ya conoceréis el dolor y la pena, ay, cuánta pena... cuánta pena', y habremos salido de su campo visual brincando al estribo del autobús que nos llevará de nuevo hasta la casa de la calle empedrada, esta noche inician las fiestas en el pueblo y saldremos a cenar a la plaza, hemos reunido algún dinero, esta noche nos despertará un ratón pequeño, habrá que comprar alguna trampa, 'duérmete, venga', me dirá la chica dejando su reloj de plástico con calculadora en la mesita de noche, 'cierra ese libro, seguirá ahí mañana'; debe recordar que yo soy ese que ahora le da un apasionado beso y se abraza a ella frente al ventanal, no puede ser que siga gritando iracunda atronando la sala, que aparte mis brazos cuando intento rodearla con los míos y no sea capaz de verme ni acompañarme, que hable de abogados y de su hermano mayor y de la custodia de las niñas, hace años que no escucho las ranas croar por la noche, hace años que ningún viento sacude ningún árbol, ¿qué ciudad de arena es esta donde ella me cierra la puerta y cuyas calles debo recorrer arrastrando polvo y mierda? Autos de vidrios obscuros pasan a mi lado con lentitud, grupos de hombres sin rostro se suceden uno tras otro mientras camino hasta otra puerta. 
Señor, ¿qué lo trae por aquí?
Vengo a pasar la noche.
Y la noche no cesa.