domingo, diciembre 17, 2017

Cavilación en torno al descenso de un tren en rápido movimiento

Esta mañana, mientras con sólo abrir los ojos recobraba de golpe la conciencia de todo lo que está pendiente o mal la habitación ligeramente fría porque la calefacción ha debido apagarse de madrugada, la respiración del ser amado momentáneamente desconocida y asombrosa me vino a la memoria un día de mil novecientos ochenta u ochenta y uno en que, conducidos desde el patio en fila india, nos reunieron a los párvulos en el refectorio del jardín de niños para una ceremonia de fin de cursos. Aparezco vestido con un trajecito gris y raya a la izquierda en el cabello, los zapatos negros de piel de ternera algo desgastados. Impaciente, tamborileo con los dedos sobre la butaca y me pongo de pie de un salto cuando mencionan mi nombre. Avanzo entre mis compañeros para acudir al estrado y, una vez ahí, miro reconcentradamente las manos de la directora una mujer de edad avanzada y moño en forma de rosquilla sobre la cabeza mientras encaja el alfiler con que sujeta un distintivo a mis solapas, a manera de premio. El acto inocente de subir a un tren cuyas paradas y destino se desconocen tiene lugar ahí, en pleno mediodía, ante el aplauso de un público comparsa en el que se encuentran mis padres.
Sin tomar en cuenta a quienes no son capaces de verlo ni a quienes la indolencia permite una vida más desahogada, uno sabe desde muy pronto que hay cosas que arreglar y se pone manos a la obra, quizá no tanto por responsabilidad ni altruísmo, cuanto porque su resolución le permitirá a uno ganar el así llamado tiempo libre en el que uno podrá hacer lo que quiera sin rendir cuentas a nadie. Me afanaba así en mis deberes en largas tardes frente a la mesa del comedor, lo mismo cuando era niño que cuando era adolescente, a fin de coger un libro que me interesara leer y, provisto de audífonos, ir hasta algún parque, una azotea o a las afueras de la ciudad a leerlo en soledad apacible, seguro de merecer aquella fuga por haber completado mis labores. Como el quehacer no cesa y se acumulan las solicitudes, uno cree anticiparse a esta avalancha haciendo coincidir lo que hacemos por dinero con nuestros intereses profesionales, creyendo absurdamente que la industria en cualquiera de sus formas es asimilable al descanso, la recreación o el placer. No es así. Pasan los años y, a poco que uno acepte participar del mundo como inevitablemente se debe a fin de no morir de inanición, se descubre uno cada vez más enredado en sus mecanismos y exigencias o, lo que es lo mismo, a mayor distancia de la vida que uno deseaba para sí.
Apenas me muevo bajo las cobijas. Miro de reojo hacia un costado y sé, aunque me cueste aceptarlo, que si bien el orden deseado no puede alcanzarse de golpe no son pocas las acciones a mi alcance que me pueden acercar a la anhelada congruencia; que si no las emprendo no es porque dude de su pertinencia cuanto porque no deseo sacrificar las innobles ventajas de vivir en la abyección: cama, dinero, carrera; que cuando lo decida dormiré solo de nuevo, no tendré apenas amistades, veré en muy pocas ocasiones a mi familia; que tarde o temprano no podré seguir ejerciendo esta profesión para la que o bien no soy competente o bien no quiero prepararme más o bien no puedo hacer sin someterme a una excesiva cantidad de sevicias sociales, intelectuales y psicológicas, entre otras. Luego, inevitablemente, hago contraste: ¿cómo puede el solipsismo egoísta de presunta inspiración virtuosa ser la manera de bajar del tren en movimiento de nuestra vida medianamente elegida en vez de asumir ésta todavía con mayor seriedad? ¿tiene derecho a renunciar quien ya ha costado demasiado dinero al contribuyente y ha cobrado caro a la sociedad sus servicios? ¿podrá alguna vez esgrimir argumentos razonables que lo eximan de la responsabilidad plausiblemente? Permaneciendo en mis circunstancias es menester hacer lo mejor, como quedó establecido de una vez y para siempre en una antigua ceremonia de párvulos a principios de los ochenta, lo que desde luego se traduce en el acorralamiento sin piedad del tiempo dedicado a la ponderación pausada, el sacrificio de la profundidad en aras de la inmediatez productiva; si abandono el tren y sobrevivo a la caída, haciéndome como parezco desear de una vida ralentizada capaz de admitir una obra profunda, ¿en servicio de quién si no de mí se produciría la misma? El entuerto moral es inevitable.
No obstante, los fines de semana son ensayos de la vida que aún no llega y no parecen reflejar que esté capacitado para vivirla: arrancan con la perspectiva de invertir la relación entre el trabajo y el ocio, de manera que podamos aprovechar éste para hacer lo que haremos indefinidamente una vez que nos bajemos del tren de nuestra vida secuestrada; lo interrumpen las comidas y las distracciones, el sexo y la pornografía, el libro al que dedicamos sólo una hora y del que nos aparta la mala conciencia del paso del tiempo, el rato de entretener una conversación insulsa que lubrique el trato con quienes nos han divisado y no nos decidimos a abandonar; y terminan aportando aún más pruebas de nuestra bajeza y vulgaridad, ya no sólo para con la vida deseada que no ha llegado aún cuanto para la que corre en este momento como un tren en rápido movimiento, pidiendo, exigiendo, amenazando con aplastarnos si nos atrevemos a cuestionarla con escrúpulos o a regatearle la atención. 'Somos inferiores a nosotros mismos', me digo mentalmente aún acostado, con si cabe la mezcla resignada angustia. 'Pero un día sabré qué hacer', me animo pensando, 'un día no me costará distinguir que el tiempo de bajar del tren ha llegado ya, que habrá aminorado la velocidad o el maquinista se hallará distraído, entonces no sentiré que me han clavado una vocación en las solapas ni que aún le debo algo a quienes están aplaudiendo desde mil novecientos ochenta, ni que debo hacerme querer por mis padres ni someterme a más tratos que los que yo desee, por injusto que ello parezca para quienes creen que les pertenezco...'.
En la duermevela que precede al despertar una voz me advierte: '¿y si mueres antes de tiempo?'. Me despierto sudoroso en Santa Teresa. Ha debido haber un corte eléctrico porque el aire acondicionado está apagado, la respiración del ser amado momentáneamente desconocida y asombrosa...

1 comentario:

نقل اثاث dijo...
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