viernes, diciembre 29, 2017

True crime

Aquella mañana fría y gris, todavía sin lluvia, llegué antes de lo acordado a las puertas de la librería de la calle Deansgate. Había olvidado mis guantes y la bufanda en la habitación, así que opté por entrar y subir a la planta alta en vez de quedarme ahí con el paraguas alternando de una mano a otra mientras calentaba la contraria en el bolsillo del abrigo. Terminó por decidirme la amistosa mirada del vigilante que desde el interior había pasado de verme con sospecha a hacerlo con agrado, seguramente disculpando mi rostro extranjero y meridional gracias a la consideración detenida de mi indumentaria, bastante pasable incluso para un británico. Quería evitar que el hombre me abordara, no tenía ganas de hablar con extraños ni de mostrarme consecuente con ellos, así que entré con paso decidido sin que ello evitara un morning suyo y otro idéntico mío como respuesta. Mientras subía los escalones reparé en un par de pequeñas semiesferas en el techo que me recordaron que aquello como toda Gran Bretaña estaba vigilado por cámaras de circuito cerrado, una verdadera plaga que me hacía considerar a aquella una raza de voyeuristas, ¿cómo si no explicar su predilección por las ventanas sin persianas ni cortinas? Huecos en la pared que habrán servido por siglos para descubrir al merodeador o asesino, también para atraerlo y aún incitarlo: 'voy a asomarme a esta ventana o usaré catalejos para descubrir: a mi vecina poniéndose unas medias, la regularidad con que se enciende una lámpara en la noche, la sombra a contraluz de una pareja que no se sabe si riñe o está en tratos carnales'. Ahora se suponía que los ojos electrónicos disuadían a esos mismos merodeadores y asesinos de cometer las atrocidades de antes, o quizá sólo tenían efecto en los más dubitativos e inseguros, los aún picados por una poca de mala conciencia. Como quiera que sea, nunca faltan insensatos que intentan llevarse inadvertidamente un disco, una camisa, incluso un libro, bien porque no repararon en el ojo electrónico (que registra, pero no actúa) o porque creyeron engañarlo (pero hay tantos ángulos) o porque son demasiado imbéciles para asociar la causa al efecto (algo cada vez más corriente). Quizá piensen con ingenuidad que no puede haber alguien vigilando al otro lado en cada preciso instante, que ni siquiera una computadora ni un algoritmo pueden lidiar con la cantidad de cámaras que existen en el mundo ni detectarlo todo, todo lo irregular al menos, 'o es que', pensarán, 'todo se graba por si acaso, al menos por un tiempo', ¿quién puede saberlo? Quizá los gobiernos puedan pagar tanta información y procesamiento, en fronteras, en carreteras, en sitios específicos, pero no esta librería a la que, con ser vasta, no le compensa vigilar a sus clientes pacíficos, es increíble que sean tantos a estas horas de la mañana, debe ser por la cercanía de la Navidad, seguro.
Como en todo el mundo anglosajón, esta librería también separaba sus títulos en dos clases, fiction y non-fiction, algo de cierta importancia a la hora de distinguir lo que era real de lo que no, aunque a la primera siempre le atrajera la segunda para hacerse verosímil y a ésta la tergiversaran políticos y religiosos, incluso científicos, acercándola involuntariamente a la primera. En ficción predominaban los contemporáneos y modernos en orden alfabético, los clásicos en sección aparte como los juveniles, thrillers y crime también ordenados alfabéticamente, primero uno, luego el otro, la distinción entre estos dos últimos imposible para mí; recorrí todo muy rápidamente pues no hacía mucho tiempo había visitado otra librería de habla inglesa en Bruselas y los contenidos eran idénticos. En non-fiction me brinqué todo lo relativo a historia, siempre guerras interminables y biografías de famosos, hechos inverificables porque la mayoría transcurrieron en tiempos en que no había ojo electrónico capaz de registrar nada; nos damos por bien servidos con una lista de referencias al final del libro en las que se supone el autor ha basado sus conclusiones y asertos, damos mayor o menor crédito y al final reducimos todo a ideología, 'esta opinión me gusta, esta otra no', hasta que terminamos educados en un punto de vista particular sobre el pasado; contrario a lo que muchos creen no es un problema que vaya a desaparecer con el ojo electrónico porque aún frente a lo que está registrado y en cada reproducción vuelve a repetirse idéntico hay opiniones contrarias, nunca estaremos de acuerdo y, encima, la mayoría de lo que ocurre frente a nuestras narices no lo podemos explicar ni somos su causa, 'comparsas de una obra cuyo guión no escribimos', musité. Fue así que llegué hasta un apartado librero etiquetado true crime, como para distinguirlo de su contraparte de ficción que había quedado muy atrás. No recordaba haber visto una clasificación similar en mis muchos años de visitas a países de habla inglesa, pero me pareció completamente lógico que hubiera tantos libros sobre el tema en un país tan famoso por sus crímenes. No hablo aquí de vulgares asesinatos perpetrados por drogadictos tras una cartera o por celosos enloquecidos en venganzas pasionales; todo ello está al alcance de los países meridionales de donde provengo. Tampoco me refiero a crímenes con motivación política o religiosa, de los que Inglaterra ha visto unos cuantos, a manos de irlandeses separatistas o terroristas islámicos, por ejemplo. Esto no ha hecho tan famosa a esta isla ni a sus herederos norteamericanos y australianos como las atrocidades de sus asesinos específicos e inmotivados, esos que en los libros que ahora tenía delante eran retratados con textos a medio camino entre la nota policíaca y la psicología aficionada, las ilustraciones intencionadamente borrosas para aumentar el carácter siniestro de los así llamados serial killers y sus víctimas. 
Cogí uno de los volúmenes, uno de esos compendios who's who a los que son tan dados en el mundo anglosajón y, luego de mirar la hora en mi reloj de pulsera y comprobar que aún faltaban diez minutos para el encuentro acordado, me puse a hojearlo distraídamente, mirando de reojo a las personas que merodeaban por ahí confiadas en el aspecto de mi ropa e inmediatamente disuadidas por mi rostro claramente extranjero y meridional, quizá se sintieran confirmados en su recelo al leer true crime en el librero frente a mí. Volví de nuevo a una página que había pasado demasiado rápido y en la que creí leer el nombre de la ciudad en la que me hallaba; en efecto, ahí estaba mencionada junto con los nombres de algunos suburbios que casualmente conocía bien: Oldham, Ashton, Mossley. Fue así como supe de los crímenes de Ian Brady y Myra Hidley, que en tres de los años sesenta raptaron, violaron y asesinaron a cinco niños que luego enterraron en los Saddleworth Moors, una pradera desierta cruzada por una carretera, con algunas rocas esparcidas y tonos que iban del gris al ocre entre pastizales bajos y siniestros. Cuatro de los cinco cuerpos habían sido recuperados y, mientras la mujer llevaba casi quince años muerta, el asesino apenas había muerto este año, ambos en la cárcel. Como de costumbre, los criminales parecían gente más o menos ordinaria hasta el momento mismo de su detención, producto ésta no de la pericia policial como de la denuncia de un amigo que presenció el último de los crímenes: oficinistas ambos, él un presunto admirador de los nazis con algunos delitos menores en su haber, ella una muchacha que había sido maltratada en la infancia. Lo de siempre. 'Una folie à deux', pensé, 'como la de tantas parejas criminales de la historia. Un asesino con iniciativa y otro que le sigue pasivamente, uno emocionado con el mal y otro indiferente a él, ambos incapaces de ver lo que es evidente para el resto'. Ahí estaban los retratos para siempre congelados de las víctimas, incluido aquel cuya localización nunca fue revelada. Brady murió en un psiquiátrico de alta seguridad, diagnosticado con no sé qué trastorno mental, pidiendo que pusieran fin a su vida; Hindley the most hated woman in Britain, según el libro en la cárcel, donde tuvo un romance lésbico con una de sus guardias: 'una confirmación de su escalofriante pasividad dispuesta a lo que fuera', pensé, 'una orientación sexual o la otra'. Y entonces, al dar la vuelta a la hoja, apareció la borrosa fotografía que Brady tomara de Hindley en los Saddleworth Moors, de cuclillas mirando hacia el suelo donde, como se descubrió después, habían enterrado a una de sus víctimas. Un cachorro asoma por entre su abrigo y el fondo está presidido por un paisaje que reconocí al instante como uno de los sitios a donde saliera a pasear en anteriores visitas a la ciudad...
You 've been waiting long?, escuché de pronto a mis espaldas al tiempo en que me ponían una mano en el hombro y me sobresaltaba dejando caer el libro. Era mi amigo, el pintor británico de cuarenta y siete años a quien tenía quince de conocer y a quien volvía a ver esa mañana conforme a lo acordado tras cinco veranos de ausencia en que sólo intercambiamos mensajes ocasionales. Como en cada encuentro, bastaron unos segundos para recuperar de golpe todo el placer de nuestra complicidad de tanto tiempo. Me repuse enseguida del susto, puse el libro en su repisa y salimos los dos a la calle como era nuestra costumbre en Praga o Bruselas, Amberes o Manchester para alternar largas caminatas con algunas paradas en bares y cafeterías, todo el tiempo conversando sin más apoyo que algunas referencias comunes, a veces de política y otras de arte, a veces de nuestros respectivos divorcios y otras de nuestras familias o amigos, deslizando aquí y allá observaciones agudas sobre el sexo y la exageración, ponderando nuestras opciones, intercambiando descubrimientos filosóficos sin pretensión alguna. Luego de comer en un indigno cuanto costoso restaurante chino que dio pie a numerosos comentarios divertidos entre nosotros sobre los meseros y la decoración, los comensales y la imposibilidad de hallar un verdadero english pub en todo el Reino Unido, él sugirió que fuéramos a su casa para saludar a su mujer, ver cómo habían crecido los chicos y considerar algunos de sus recientes trabajos por si me interesaba comprar alguno.
Había olvidado lo pronto que oscurecía en aquellas latitudes en estas fechas. Cubriéndonos de una ligera llovizna con mi paraguas, mientras el frío lo envolvía todo, subimos a un autobús que nos llevó hasta un poco más allá de Oldham. En algún momento del largo camino era yo el único extranjero a bordo y volví a pensar en los crímenes británicos, menos en serial killers que en las turbas de hooligans que pasaban de un momento a otro de ser civilizados gentlemen a ser hordas xenófobas asesinas. 'Un error, una chispa', pensé, 'ser divisado y distinguido, individualizado como algo que no debería estar ahí y ya está, no habrá nada que los detenga'. Aumentó mi escalofrío la aparición de un hombre corpulento de unos cincuenta y cinco años, con sombrero, chamarra de cuero y pantalón de mezclilla, un viejo rockero vestido de negro de los pies a la cabeza, que se sentó a conversar con mi amigo, al parecer un vecino o amigo de la infancia, no me quedaba muy claro por la rapidez con la que hablaban, pero me extrañó distinguir claramente que el rockero preguntaba por la mujer y los niños del pintor: 'it's been a long while since I 'ven't seen 'em, though, a long while'. Nos despedimos del rockero apenas bajar del autobús y unos diez minutos después estábamos por fin frente a la puerta de aquella casa de dos plantas donde había pernoctado en mi última visita, cinco años atrás. En aquella ocasión también era invierno y el ahora matrimonio sólo tenía un hijo, no dos, un niño pálido de aspecto enfermo como salido de una película sobre huérfanos o fantasmas y que de mañana solía bajar como un espectro la escalera de madera hasta apostarse a mi lado en aquella sala improvisada como dormitorio, frente al ventanal de tres lados que tienen todas las casas británicas. Lo invitaba a sentarse conmigo en el colchón y se sentaba en mi regazo abrazándome, como agotado, exhausto. La mujer también tenía aspecto alienado, enfermizo, fingía no entender lo que le decía a pesar de ser ella misma extranjera y de tener mucho peor acento que yo. Abrió la puerta. Entramos.
No había nadie y toda la casa estaba en penumbra, tampoco habría sido diferente si la familia se hubiera hallado ahí: como en lo que ellos llaman el continente, los ingleses suelen encender la luz sólo si es estrictamente necesario, por lo que casi todas las casas parecen vacías o abandonadas, sin luz a pesar de la obscuridad invernal y con la calefacción al mínimo. 'La vida es cara en estas latitudes', recuerdo haber pensado una vez el pintor me hubo aclarado que su mujer e hijos estarían seguramente en el supermercado, que no tardarían. Should we go upstairs to see the works?, preguntó. Sure, sure, of course, le respondo tras un desorientado silencio mientras trato de adaptarme a la creciente obscuridad. Mientras subimos, casi con tanto frío como afuera, la escalera crujiendo bajo nuestras pisadas y las ventanas dejando pasar una desmayada luz suspendida, soy consciente del drástico cambio de humor o sería atmósfera que nos había poseído casi desde que montamos el autobús para venir a las afueras de Oldham. Una inexplicable angustia me había poseído y me tranquilizaba pensar que no dormiría en esa casa y que pronto volvería a mi habitación de hotel, un lugar pequeño y céntrico que como muchos otros había renunciado a servir a proper english breakfast: no más huevos revueltos ni bacon ni salchichas, no más frijoles en salsa de tomate ni café negro bien cargado, todo había sido reemplazado por pepinos y tomate picados, lonchas de jamón y queso, un desayuno más bien rumano, checo o polaco, que servían mujeres del Este que entendían muy poco el inglés y que, sin embargo, no perdían oportunidad de hacer saber a quienes creían más adinerados que estaban disponibles luego de las tres de la tarde para lo que el gentleman en cuestión dispusiera, ya había leído en los periódicos del creciente tráfico de mujeres hacia el Reino Unido a las que las mafias ofrecían trabajo de camareras o meseras para luego explotarlas como prostitutas, amenazándolas con quitarles los papeles o arrojarlas al mar si intentaban zafarse, las de mi hotel si como sospechaba llevaban esta doble vida, si eran lo que parecía y que no averiguaría personalmente de ninguna forma por no ser mi agitación tan fuerte que alguna vez me hubiera hecho recurrir a prostitutas no parecían llevarlo tan mal.
En la habitación de las pinturas, no sin antes acomodar algunas cosas con la luz apagada, por fin se enciende una bombilla de luz amarillenta y empieza a descubrir algunos caballetes y a seleccionar de entre tubos y bastidores algunas pinturas que quiere mostrarme. Intento recobrar la buena disposición atendiendo a sus explicaciones, pero me punzan las sienes y me revuelve el estómago el olor a aguarrás y aceites, una náusea que no alivian las series de cráneos algunos abstractos, otros realistas que me va mostrando, seguidas de lo que parecen cuerpos mutilados de vivos colores. No me he lavado la boca desde que comimos y no hay nada que me desagrade más que tener que hablar con alguien en esas condiciones, quizá sólo es peor hacerlo mal vestido, pero por fortuna mi camisa está todavía impecable, el pantalón sin una sola arruga, mi abrigo se ha quedado colgado en el perchero de la entrada y ya me gustaría habérmelo dejado puesto porque el frío en esta parte de la casa es todavía más atroz que afuera, si cabe. Le expreso mi sorpresa ante estos temas tan apartados de lo que había hecho antes, pues solía pintar desnudos, pero no mutilaciones, deformar para subrayar caracteres y texturas, pero no desgarrar la piel ni amputar miembros, siempre más a la Francis Bacon o Lucian Freud, un pintor de verdad preocupado por los materiales y mezclas, a salvo de la influencia de las ideas, todo lo contrario del artista comprometido, panfletario o exegético, alejado por fortuna de lo didáctico, lo pedagógico, la moraleja. Me escucha con atención, con humor grave, con el ceño fruncido y sus manos apartando blocs de bocetos y latas de pintura, me habla repentinamente del peligro de ciertas sustancias que utiliza en los lienzos, venenos silenciosos pero inexorables como el plomo o el cadmio, el mercurio. Muerte. ¿Ha oído hablar de los asesinatos de Saddleworth Moors? ¿No es esa la pradera por la que él solía llevarme a caminar hace algunos años? ¿Por qué me tomó una foto en el mismo sitio donde Brady fotografió a Myra, el mismo sitio donde desenterraron a uno de los cinco niños? Sí, es el mismo, lo he comprobado esta mañana en la librería. Por supuesto que lo sabes. ¿Dónde están su mujer y sus hijos? ¿Por qué tardan tanto? Debería salir de aquí cuanto antes. Quizá en el autobús en que regresará el hombre de negro, quizá en un taxi negro y británico y siniestro. La pradera está helada en invierno y siguen sin hallar un cuerpo, su muerte no consta en ningún registro. Es tarde en país extranjero. Ningún ojo electrónico o no mira ahora. 
La cabeza. El estómago. ¡La cabeza!
La sangre.

1 comentario:

نقل اثاث dijo...
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