sábado, septiembre 30, 2023

Para qué escribir

Cuando quedan sólo un par de años para cumplir cincuenta y no se ha escrito aún el libro que queríamos, vienen a la mente un sinnúmero de justificaciones tan razonables como inválidas, que van desde las condiciones de crianza que no facilitaron el desarrollo de las potencialidades literarias hasta las condiciones presentes en que uno se ha metido en una profesión todo lo especializada y exitosa que se quiera, pero que poco o nada tiene que ver con la escritura deseada. Uno guarda un afecto especial hacia los cientos de páginas escritas en la adolescencia, la periódica narración de la vida propia salpicada de poemas más o menos inocentes, porque retratan el surgimiento de la conciencia y la descripción del pequeño mundo —ya desaparecido— en que ello ocurrió, pero uno comprende bien —acaso demasiado pronto si la educación y la propia personalidad han conseguido alejarnos de la cerril creencia de que todo lo que hacemos es digno de publicarse— que esta despreocupada obra no tiene valor literario alguno. Con esta sospecha, que la lectura de la obra ajena no tarda en convertir en certidumbre, uno trata inicialmente de negociar, y así se resiste por un breve tiempo más a abandonar lo que nos causa placer sólo porque no se aviene al menor sentido literario: se reorganiza el relato autobiográfico para alejarlo de su aspecto de diario, se intenta analizar con mayor profundidad lo que presuntamente subyace a los acontecimientos y, finalmente, sólo se archiva la correspondencia con amigos y familiares para dar cuenta de los años que pasan. Pero ninguno de estos ajustes sirve para devolver el goce original a la actividad de contar la vida propia, de modo que la autobiografía se nos muere más pronto que tarde mientras nosotros seguimos respirando por bastante más tiempo. Vivimos sucesos y circunstancias de una magnitud muy superior a los de nuestra primera juventud y, paradójicamente, estamos cada vez más convencidos de su irrelevancia, de modo que no los consignamos siquiera y menos aún los analizamos, acumulando así años y años en que la imagen de la propia vida se presenta ya no como un conjunto ordenado de causas y efectos, sino como un amasijo cada vez mayor de datos crudos e inconexos. Escalar esa montaña de datos borrosos que se nos ha hecho la propia vida ya no es entonces posible por el mucho tiempo y memoria requeridos, tiempo en cuyo transcurso se acumularían, a su vez, más hechos que exigirían su correspondiente relato; pero lo que realmente lo impide, en el fondo, es el agotamiento de la fe en el sentido de hablar de sí mismo: entonces se nos aparece el espejismo de la literatura como una forma de sublimar el vulgar recuento de nuestros días. Nos decimos que no importa abandonar la estúpida tarea de catalogar nuestros días pasados —esa ociosa labor rutinaria, más parecida a la del naturalista o bibliotecario que a la del escritor— si a cambio podemos referirnos elípticamente a nuestro acervo personal a través de personajes e historias de ficción: a ellos les prestaremos nuestras experiencias y reflexiones; a ellos podremos también hacerles discurrir sobre lo que no tuvo lugar y opinar, presuntamente, desde puntos de vista ajenos y aun contrarios a los propios. En nuestra ingenuidad, no tenemos empacho en compararnos con los escritores admirados y pensar que podemos imitarles hasta encontrar nuestra propia voz; su actividad se nos antoja placentera y ágil, en modo alguno una industria o un trabajo rutinarios que requieren estudio y disciplina, una dedicación que, en medio de nuestras condiciones laborales y económicas, familiares y sociales, apenas podemos darle. Con un pie en el terreno de la invención más inconsistente y perezosa, y otro pie en los episodios de nuestra biografía que sólo piadosamente podemos llamar interesantes, a veces con el ladrido de los perros como fondo y las voces familiares o extrañas que nos alcanzan, hacemos cuentos breves que no tienen pies ni cabeza, dándole vueltas a los mismos asuntos que nos ocupan en nuestra realidad más árida como si en vez de hacer literatura quisiéramos hacer psicoanálisis: hacernos perdonar por nosotros mismos, exorcizar nuestros demonios, sanar por medio de catarsis escritas. Y con mala arte, encima, hecha de ocurrencias y no de ideas, hecha de burdas alegorías y no de otros universos, lastrada por su ordinariez y no elevada por el estilo. Como el cerdo que no puede abstenerse de refocilarse en su inmundicia, así el propósito de instalarse en la literatura para alejarse de la biografía termina siempre en el punto de partida. Culpamos entonces a nuestras circunstancias y no a la falta de talento de que no hayamos podido ir demasiado lejos en nuestros propósitos literarios: no deberíamos vivir donde vivimos ni dedicarnos a lo que nos dedicamos ni convivir con quienes convivimos porque todo ello atenta contra el espíritu. Nos da igual la inmensa nómina de escritores que produjeron una obra memorable a pesar de matrimonios desgraciados, empresas ruinosas, oficios repugnantes, ebriedad, guerra o cárcel: nosotros necesitamos una mesa de trabajo rodeada de paredes forradas de libros en mitad de un amplio piso silencioso de una ciudad cosmopolita donde podamos frecuentar a intelectuales y artistas para poder entregar una sola página digna. ¿Cómo si no, nos preguntamos, podemos escribir de verdad dejándonos lo mismo de biografías vergonzosas que a nadie interesan que de cuentos mediocres en cuya extensión no puede caber nuestra ambición de profundidad? Se acaricia entonces la idea extrema de abandonar el propio empleo y la familia, los amigos y el país, con el solo objeto de poder crear la obra que nos reivindique, una novela que nos devuelva el placer de nuestros primeros textos autorreferenciales y zanje para siempre la duda que sobre nuestra capacidad literaria sembró la pila de imperfectas ficciones breves con que por años paliamos nuestra fe perdida. ¿Pero quién que no sea un suicida puede dar un paso fuera de su jaula de oro cuando sólo quedan un par de años para cumplir cincuenta? ¿Quién tiene el corazón a estas alturas para dejar a los muy pocos que ama a cambio de un puñado de letras? ¿A qué país extranjero se puede ir cuando el único paisaje que soñamos ver al mediar el siglo es el de Ciudad Natal, donde una vez un niño de trece años se sentó a teclear en una vieja máquina de escribir sin siquiera imaginar las consecuencias?