sábado, febrero 27, 2016

La Catrina

Por la precipitación y malas noticias que lo motivaban, el viaje fue desaseado. Podían haber esperado a la mañana para informarle del robo, pero decidieron hacerlo la víspera, justo cuando cabeceaba frente al televisor y entremezclaba las frases del locutor con imágenes sacadas de los acontecimientos del día: la estudiante que recogió del suelo la pluma que se le cayó en el salón para dársela en la mano, repetía incongruentemente que eso era todo por hoy y que volverían si los acontecimientos así lo exigían, cuando de pronto un zumbido como de tren y luego como de teléfono, los hacía volverse hacia la puerta del aula que se transformaba insensiblemente en la de la habitación, disipada ya la duermevela y sus ojos abiertos, con el celular bailando sobre el buró como un insecto gordo que recién ha perdido las alas. 
Fueron breves sus palabras, pero suficientes para dejarlo instalado en un insomnio de muchas horas. Mientras hacía la reserva llamando a asistentes nocturnas que probaban ser tan ineficaces como las de la vigilia, repetía para sí mismo las frases que le habían comunicado desde Guadalajara por teléfono: entraron por la puerta de atrás, faltan algunos aparatos, todo está en desorden. Debieron llevarse una gran decepción los ladrones, pensaba, por la escasez de cosas útiles y la abundancia de lo que debieron juzgar como simples papeles viejos: libros encuadernados en piel o tapas duras con lomos grabados en letras doradas, textos modernos todavía envueltos en el infame plástico de las tiendas, la Biblia que le regalara su abuela al morir y que habrán identificado por esa horrenda y desproporcionada virgen que más bien parecía un Nazi microcefálico con hombros de buey y capa estrellada. Y a la decepción bien pudo seguirle la ira, pensaba, manifestada tal vez en un hacer pedazos los libros o incendiar la casa, aunque no le dijeron nada parecido, quizá porque en la prisa de la llamada no habían querido entrar en detalles y preferían esperar a que se presentase en la que hasta hace algunos años fue su casa y de la que no pensó fuera a apartarse nunca y menos para venir hasta el desierto de Santa Teresa con la promesa de una vida tranquila cuyo sospechoso silencio e infinita soledad sólo la han convertido en una inagotable fuente de angustia cósmica.
Así pues, se maldecía por haber esperado tanto para decidirse a traer las cosas de aquella casa y no haber obrado conforme al pragmatismo más elemental. ¿A qué guardar casas en el terruño? ¿A qué convertirlas en museos absurdos donde sólo él imaginaba que aún se reproducían los diálogos de antiguas discusiones con el amor perdido, el descanso de su hijo muerto todavía vivo en el sofá-cama del cuarto hexagonal, visitado a su vez por los fantasmas de los muchos amantes que ahí mismo fueron follados? Los cuadros, aún sin valor, habrán desaparecido, pensaba por encima de nubes difusas y alargadas debajo de las cuáles se distinguía a veces la coordillera, a veces el mar. El retrato de Alan Finch, el busto de Muriel, hasta la casita de pueblo con sombras incongruentes de Galván, todo se lo habrán llevado los ladrones no porque supieran su valor cuanto por la mucha televisión que los habrá convencido de que todo lo que se pone en un marco vale una fortuna. Si así es, quizá haya que buscar todo eso en el tianguis de antigüedades de la avenida México, ¿dónde más? Ahí donde compré la Catrina, maldito anuncio de lo que vino después, ya me parece que habla y se quita el sombrero y su cabeza está llena de gusanos, ¡cuidado con la cabeza! ¡la cabeza! "Señor, señor, ¿jugo o coca cola?". Lo despiertan.
El aeropuerto, como las avenidas y fraccionamientos que invaden el valle de Atemajac y los sembradíos donde hace no mucho comprara jícamas y elotes, es un montaje de cartón debajo del cual no hay nada: ni cimientos, ni vigas, ni una idea. Un hervidero de insectos venidos de todas partes lo consumen todo a gran velocidad y él atraviesa la consumición de un extremo a otro hasta presentarse en el domicilio donde ya lo esperan el vigilante y el encargado. Pide entrar solo. En la sala no se advierte mayor desorden, pero faltan el cenicero de Praga y la reproducción de Muchacha en la ventana que enviara Victoria desde Sevilla. Sorprendentemente, las pequeñas porcelanas con monedas de otros países están completas y en su sitio; los adornos, a pesar de su brillo, intocados. No corrió la misma suerte la biblioteca que se encuentra con casi la mitad de sus libros por el suelo en increíble desorden. En la planta alta y contrario a lo que suponía, no se han llevado más que el retrato de Alan Finch y, advierte, han seleccionado algunos discos, no sólo compactos, sino hasta de pasta. Definitivamente el encargado ha exagerado: ¿faltan aparatos? Sólo un despertador antiguo y un tocadiscos de los años ochenta que todavía servía (incluido un paquete de diez agujas reproductoras cada vez más difíciles de conseguir). ¿Qué criterio ha seguido el ladrón (no puede concebir que sea un grupo) al llevarse unos discos y dejar otros? Ni siquiera se ha llevado todos los del mismo artista... Entonces, sentado en la cama cuya colcha aun tiene el perfil de quien debió recostarse en ella y estirar las manos, un pensamiento le hace pasar saliva y dirigirse de nuevo a toda prisa a la planta baja: si esto ha hecho con los discos, ¿qué hizo con los libros?
Es difícil caminar por entre el tiradero y le toma varias horas volver a poner todo en su sitio, pero sólo quince minutos para confirmar sus terribles sospechas: efectivamente, faltan muchos volúmenes, libros que fueron seleccionados cuidadosamente. De los antiguos no queda sino un par, ambos religiosos; de los modernos el ladrón ha mostrado una gran predilección por autores ingleses y nórdicos, pero ha dejado por el suelo o en su sitio a todos los franceses y españoles; le extraña que falten todos los hispanoamericanos (por hallarlo contrario al criterio), pero enseguida se corrige: el ladrón no se los ha llevado, sino que formó con ellos una pira en el patio: adiós al opúsculo de Novo o a la primera edición de Martí, al ensayo de Paz con errores de imprenta por él corregidos o al Borges anotado por Bioy. No queda uno sólo de los autores raros ni los estudios que sobre esos mismos autores hacen las casas editoriales holandesas tan exclusivas como costosas. Prácticamente todo lo que el ladrón se llevó no podrá volver a adquirirlo, ya sea porque la edición ya no existe o porque fueron comprados en países extranjeros a los que ya no volverá jamás. La Biblia está en el suelo, sobre el retrato de su hijo boca abajo.
Cuando por fin ha digerido la parte más dura de su ira y se ha tranquilizado acomodando todo, descubre el cuerpo de la Catrina en mitad del jardín, sin la cabeza tocada por el sombrero. Un detalle siniestro o un síntoma de que se acabó la muerte, piensa, pero decide dejarla en su sitio. Sale a buscar al encargado para darle instrucciones, toma el auto y atraviesa una ciudad que ya no reconoce como suya y cuyas calles parecen vomitar autos a cada esquina, el aire con olor a gasolina mal quemada, el color del cielo siempre vacilante, inseguro, compungido. No encuentra sitio dónde aparcar. Cuando lo haya, debe caminar varias cuadras para descubrir que la cafetería en donde deseaba sentarse a pensar con más claridad lo que ha de hacer con la casa y con su vida, ha cerrado. ¿Es esto un signo? ¿No debería estar inquieto por las extrañas características del robo? Anda por el ancho camellón de la avenida donde los chicos hacen suertes en patineta y se horroriza al ver, pocas cuadras después, que han arrancado de tajo los árboles. Las bancas que instalaron en los años cincuentas, han desaparecido bajo bulldozers y taladros. Se anuncian mejoras con grandes letreros rematados por todavía mayores fotografías de pulposos políticos.
Obscurece. El celular vuelve a saltar, esta vez en el bolsillo del saco. Llamada de Santa Teresa. Otro robo. Ahora ya sabe dónde encontrar la cabeza de la Catrina.

domingo, febrero 21, 2016

¡Candidato, candidato!

La gente es infame y, sin embargo, desde que se inventó la democracia moderna los que aspiramos a mandar nos vemos obligados a buscar su voto; a sonreírles y tolerarles y aun aplaudirles sus imbecilidades; a estar de acuerdo cuando no se podía disentir más, hasta el punto en que muchos de los que a esto se dedican han terminado convencidos de que su fingimiento no es tal y que se llama respeto. Yo no me engaño, vamos, ni de broma: sé que finjo cuando respondo con palabras tersas y reposadas a las mayores sandeces y necedades, que todo es un diálogo de sordos en donde cada loco repite invariable y monótonamente su propio tema, especialmente en los tiempos que corren donde a la más retrógrada ignorancia se une el irrefrenable deseo de apabullar a los demás con la propia filosofía. Antes el periódico y los libros, unos cuantos escribiendo y otros pocos leyendo. Antes la televisión y su audiencia más o menos boba, pero sin micrófono, apenas enfocada, apenas entrevista. Luego el internet con su explosión de cursis y afeminados, de exaltados modistos y opinantes de mierda. El reino del twitter y del caralibro, la multiplicación de los asnos, ¿qué más democrático que esto?
Algunos dirían que los que buscamos la rectoría de la universidad lo tenemos mucho más fácil que los que buscan la presidencia municipal o la gubernatura, porque al estar nuestro universo de votantes limitado a gente con grados universitarios y profesores cosmopolitas, nos ahorramos las más burras opiniones y los comportamientos más abyectos. Eso será en otros sitios. Stanford, Oxford, La Sorbona. En Santa Teresa poco distingo entre los argumentos de la mujer que me atiende en la tortillería y las razones de los estudiantes y maestros: gente desinformada, vulgar, chismosa y lisonjera, que apenas se enteró de que yo aspiraba al puesto cuando ya me estaban tratando con inusitada deferencia. Una coba extraña que tiene más de cargo que de abono, pues quien así nos trata no busca endulzarnos el oído para obtener favores (lo lógico, lo superficial y aun comprensible) sino también someternos a la impúdica cretinización que supone fingir que nos importan todos los aspectos de sus muy mediocres vidas, sus consejos para vivir mejor o la salud de sus hijos. Uno se pregunta qué deficiencias tan graves pueden estarse produciendo en el seno de una sociedad cuyos miembros ven en cada interlocutor a un terapeuta: el médico que lo atiende, la secretaria de turno, el candidato a la rectoría. Da igual, mierda.
Como en un concurso de belleza donde Miss Kentucky afirma, poniéndose un dedo en la boca e interrumpiéndose con simpáticas risas, que trabajará para acabar con las guerras porque todos somos seres humanos y basta ponernos de acuerdo, los candidatos nos vemos obligados a la repetición de fórmulas que los demás compran de la manera más estúpida posible sin cuestionarse nunca sobre la viabilidad o el sentido de lo que proponemos. Sólo tienen oídos para las ideas que refuerzan su convicción de que todo es bueno y gratis: becas para todos, plazas directas aunque dependan del gobierno federal, una línea de metro que los traiga directamente a la escuela aunque no pueda pagarse ni tenga sentido ni haya dios que pueda aguantarse la risa ante semejante idiotez. Cuando pensé que no podría ser peor, uno de mis contrincantes pagó en la radio un sentido promocional en donde se limita a repetir que tiene un sueño donde la universidad es la mejor del mundo. Las estadísticas demostraron que el número de sus seguidores casi se duplicó en menos de dos días de repetir este insulso anuncio. Sueños, ya ni siquiera un servicio de helicóptero que recoja a cada estudiante en su domicilio. Sueños y ya. Voladores o no. Con o sin beca. Sueños. ¿No es maravilloso?
Es claro que voy a perder porque mi hartazgo alcanza ya a traslucirse a pesar de mis esfuerzos. No sé qué resulta más insoportable: si los contrincantes cuyo carácter de candidatos me hace forzosamente su semejante, si los que los apoyan y procuran echarnos tierra con argumentos incontestables ('¡Están diciendo mentiras, güey!'), o si lo peor de todo son nuestros seguidores, los amigos que no escogimos y nos han hecho depositarios del pesadísimo fardo de su inseguridad disfrazada de confianza. El día de ayer una maestra, destacada por su participación en mi campaña, me interrumpió en el auditorio con entusiastas gritos y sonrisas: "¡maestro, maestro, por acá, mire!", dijo mientras forcejeaba por levantar a una niña de unos tres o cuatro años con dificultad. La exposición en que con cifras yo demostraba que, de seguir el aumento de prestaciones exigido por el sindicato, las pensiones serían inviables en menos de cinco años, quedó en suspenso mientras ella completaba: "Es mi hija, maestro, pero ¿qué cree? Quiere darle un beso la niña, ¿cómo ve esta escuincla volada, eh? ¿cómo ve?". La niña empezó a llorar y no recuerdo ya cómo salí de aquel embrollo sin cachetear a la alucinada profesora ni perder el hilo de la exposición que, relajada por fuerza, tuvo aún que soportar las histéricas risas de quienes consideraron importante significarse ante mí de aquella manera para darme, según me explicó otro hombre de confianza, 'aspecto afable y bromista'.
"Otros dos o tres actos así, que la raza vea que eres de fiar, y fierro, vas pa dentro", detalló. A costa del erario, claro, que no escatima en gastos de representación. Que aguanta. Que es infinito.
Hijos de puta.

sábado, febrero 13, 2016

Atalaya

Duran poco las satisfacciones, pues enseguida de que se produce un evento favorable o se consigue lo deseado, queda tiempo suficiente para que todo repose de nuevo y el día siguiente al del cumpleaños o al del premio o al del feliz término del negocio, ya se miren las cosas como asentadas y al paso del más tiempo se deslicen insensiblemente hacia la más absoluta normalidad. Así pues, hace años que no me sabe a libertad el haberme divorciado de Luis Gala, aquel regocijo de vértigo que me invadió cuando en ausencia del aludido que ya se había fugado al norte, un juez me concedió los papeles de mi libertad en medio de un juzgado gris en donde resonaba el eco lejano de máquinas de escribir, con sus teclas ominosas, sus rodillos rechinando al sacar las hojas, la campanilla del carro al volver a su posición inicial a cada cambio de renglón. Tampoco abona ya a mi satisfacción aquel día en que renuncié a mi trabajo, con la librería recién abierta y aun lejos de ser provechosa, pero feliz de poder liberarme de la discreta y no bien comprendida opresión que representaba estar rodeada de colegas idiotas cuyo sólo trato constituía un agravio, despedir esos años en que disfrutaba las vacaciones no tanto por estar lejos de mi oficina cuanto por ser los únicos períodos en que podía escoger a mis amistades (y las hubo en que no veía a nadie, ya fuera que me encerrara en casa o me largara diez días a una ciudad europea para caminar en perfecto silencio, entrar y salir de cafeterías o restaurantes donde comía frugalmente, y mirar algunas galerías o tiendas sin mayores pretensiones ni significado).
Así pues, ocurre que de pronto me veo inserta en la rutina de atender la librería y hacerme acompañar de Felicia todos los días, con la ocasional visita de amigos suyos o conocidos míos, y me pregunto, no sin cierta preocupación, si es así como quiero vivir mi vida o pasar lo que quede de ella, no diría yo que aburrida (no conozco ese estado) cuanto doblegada por un mundo al que he renunciado por hallarme incapaz de lidiar con él, amén de modificarlo. Percibo la historia de mis últimos años como un progresivo solipsismo, eso que algunos cursis llaman exilio interior y que no es otra cosa que una acumulación de renuncias, una reducción del yo que tiende a la evanescencia: primero Luis y la esfera de los hombres con la que ya se fue buena parte de la realidad; luego ese mundo de esclavos del que formé parte porque uno crece con la idea de que es natural emplearse en la empresa y la fábrica, en la institución y el gobierno; luego el hachazo terrible de la pérdida de mi hijo y ahora hasta la necesidad de que la misma Felicia guarde su distancia, cosa que me facilita la diferencia de edades e intereses y sus cada vez más frecuentes salidas con amigos suyos como ese Argel a quien debo parecerle una vieja amargada.
Y lo soy, sí, indudablemente. Una vieja que refunfuña, no se sabe bien si de la realidad o de la presencia de los otros, pues a solas no me da nunca por quejarme y hasta consigo, si se me da tiempo, olvidarme de mis preocupaciones y jugar con la imaginación hasta hacerme sonreír para mí misma: cómplice, cordial, divertida. A solas leo y escribo. A solas escucho música. A solas pienso. A solas miro mi colección de monedas o peino las tres muñecas que sobrevivieron a las infinitas mudanzas de mi vida. A solas llevo bien los áridos libros de contabilidad y escoger una nueva fotografía de mi hijo para poner en el marco de mi escritorio. En cambio, los otros son insoportables, invasivos, unos opinantes de mierda: mi madre a la que debo cuidar y que sólo sabe herirme; Felicia cuyo cuerpo joven y magnífico a veces me sabe a mármol o madera, a deporte o industria; los conocidos que unas veces son condescendientes y otras agradables, unas comprensivos y otras retóricos o directamente estúpidos. '¡Al diablo!', me digo. ¿Cómo soportarlo?
'Ficción', me he dicho al abrir involuntariamente la puerta esta mañana, mientras daba los buenos días y me secaba las manos con un trapo para saludarles, 'ficción' al dejar pasar a los desconocidos cuya irrelevancia los convierte en personajes ideales, construcciones que surgen al abrir un libro y desparecen en cuanto lo cierras. '¿Qué es lo que enseña realmente la Biblia?', '¿a dónde vamos cuando nos morimos?', '¿existe realmente el Diablo?': me exhortaban a considerar estas preguntas mientras tomaban asiento y declinaban las bebidas que les ofrecía. "Mi marido no está ahora", comentaba, "pero yo encuentro sus preguntas muy pertinentes, particularmente porque soy atea, ¿sabe? Pero no estoy orgullosa de serlo, alguna vez fui creyente y míreme, he perdido la fe desde hace muchos años... ¿Perdón? ¿mi nombre? Soy Rosa Amalfitano. Vine a Santa Teresa hace muchos años en compañía de mi padre. Era profesor, así es. Dio clases aquí cerca, en la universidad, aunque padecía mucho el pobre con el calor del verano. 'Aliento del Diablo', le llamaba. El pobre se perdió en Europa cuando yo tenía como veintitrés... Sí, sí, sé que suena muy extraño, pero así fue. Iba cada año para allá invitado por otras universidades y en uno de esos viajes se perdió... ¿Que si murió? No, bueno, no lo sé. No lo encontraron nunca, ni vivo ni muerto, ya se imaginarán ustedes la tragedia que esto significa para mí, vamos, ha sido la causa más importante de que perdiera la fe... Sí, desde luego, me gustaría volver a creer en dios, vamos, ¿a quién no? Pero ojo, ¿eh? No voy a creer en dios tan fácilmente porque lo que yo tengo no es rencor ante quien suponía con poder para evitar desgracias como la de mi padre (y que no las evitó), no vayan ustedes a creer que estoy nomás resentida y que busco una 'reconciliación' porque eso sería lo mismo que creer en dios, pero odiándolo... Si no hubiese sido por mi marido, no sé qué habría sido de mí, ¿sabe? Él no está ahora y ya lo conocerán, ah miren, aquí llega mi hija Felicia... Felicia, mira, estos señores son de la Atalaya y han venido de visita, qué tal Argel, pasen, pasen... Pero no pongas esa cara Felicia, que una también tiene derecho a buscar a dios si este llama a la puerta, ¿qué no? Vete a tu cuarto, anda, y déjame despedir a estos señores... Hebreos once, ¿dice? ¿fe? Ver para creer. Aquí los espero la semana entrante. Una historia fascinante la de mi padre, ya lo veo, aunque no parece haberles llamado mucho la atención, ¿eh? Vale, vale. Sí, por supuesto, anótelo bien: 'Rosa Amalfitano'. Creo que es de origen chileno, no sabría decirle. Hasta pronto. Hasta pronto.'
¿Que ellos pueden encontrarme en la librería? ¿los de la Atalaya en mi librería? Creo que puedo correr el riesgo...