sábado, febrero 13, 2016

Atalaya

Duran poco las satisfacciones, pues enseguida de que se produce un evento favorable o se consigue lo deseado, queda tiempo suficiente para que todo repose de nuevo y el día siguiente al del cumpleaños o al del premio o al del feliz término del negocio, ya se miren las cosas como asentadas y al paso del más tiempo se deslicen insensiblemente hacia la más absoluta normalidad. Así pues, hace años que no me sabe a libertad el haberme divorciado de Luis Gala, aquel regocijo de vértigo que me invadió cuando en ausencia del aludido que ya se había fugado al norte, un juez me concedió los papeles de mi libertad en medio de un juzgado gris en donde resonaba el eco lejano de máquinas de escribir, con sus teclas ominosas, sus rodillos rechinando al sacar las hojas, la campanilla del carro al volver a su posición inicial a cada cambio de renglón. Tampoco abona ya a mi satisfacción aquel día en que renuncié a mi trabajo, con la librería recién abierta y aun lejos de ser provechosa, pero feliz de poder liberarme de la discreta y no bien comprendida opresión que representaba estar rodeada de colegas idiotas cuyo sólo trato constituía un agravio, despedir esos años en que disfrutaba las vacaciones no tanto por estar lejos de mi oficina cuanto por ser los únicos períodos en que podía escoger a mis amistades (y las hubo en que no veía a nadie, ya fuera que me encerrara en casa o me largara diez días a una ciudad europea para caminar en perfecto silencio, entrar y salir de cafeterías o restaurantes donde comía frugalmente, y mirar algunas galerías o tiendas sin mayores pretensiones ni significado).
Así pues, ocurre que de pronto me veo inserta en la rutina de atender la librería y hacerme acompañar de Felicia todos los días, con la ocasional visita de amigos suyos o conocidos míos, y me pregunto, no sin cierta preocupación, si es así como quiero vivir mi vida o pasar lo que quede de ella, no diría yo que aburrida (no conozco ese estado) cuanto doblegada por un mundo al que he renunciado por hallarme incapaz de lidiar con él, amén de modificarlo. Percibo la historia de mis últimos años como un progresivo solipsismo, eso que algunos cursis llaman exilio interior y que no es otra cosa que una acumulación de renuncias, una reducción del yo que tiende a la evanescencia: primero Luis y la esfera de los hombres con la que ya se fue buena parte de la realidad; luego ese mundo de esclavos del que formé parte porque uno crece con la idea de que es natural emplearse en la empresa y la fábrica, en la institución y el gobierno; luego el hachazo terrible de la pérdida de mi hijo y ahora hasta la necesidad de que la misma Felicia guarde su distancia, cosa que me facilita la diferencia de edades e intereses y sus cada vez más frecuentes salidas con amigos suyos como ese Argel a quien debo parecerle una vieja amargada.
Y lo soy, sí, indudablemente. Una vieja que refunfuña, no se sabe bien si de la realidad o de la presencia de los otros, pues a solas no me da nunca por quejarme y hasta consigo, si se me da tiempo, olvidarme de mis preocupaciones y jugar con la imaginación hasta hacerme sonreír para mí misma: cómplice, cordial, divertida. A solas leo y escribo. A solas escucho música. A solas pienso. A solas miro mi colección de monedas o peino las tres muñecas que sobrevivieron a las infinitas mudanzas de mi vida. A solas llevo bien los áridos libros de contabilidad y escoger una nueva fotografía de mi hijo para poner en el marco de mi escritorio. En cambio, los otros son insoportables, invasivos, unos opinantes de mierda: mi madre a la que debo cuidar y que sólo sabe herirme; Felicia cuyo cuerpo joven y magnífico a veces me sabe a mármol o madera, a deporte o industria; los conocidos que unas veces son condescendientes y otras agradables, unas comprensivos y otras retóricos o directamente estúpidos. '¡Al diablo!', me digo. ¿Cómo soportarlo?
'Ficción', me he dicho al abrir involuntariamente la puerta esta mañana, mientras daba los buenos días y me secaba las manos con un trapo para saludarles, 'ficción' al dejar pasar a los desconocidos cuya irrelevancia los convierte en personajes ideales, construcciones que surgen al abrir un libro y desparecen en cuanto lo cierras. '¿Qué es lo que enseña realmente la Biblia?', '¿a dónde vamos cuando nos morimos?', '¿existe realmente el Diablo?': me exhortaban a considerar estas preguntas mientras tomaban asiento y declinaban las bebidas que les ofrecía. "Mi marido no está ahora", comentaba, "pero yo encuentro sus preguntas muy pertinentes, particularmente porque soy atea, ¿sabe? Pero no estoy orgullosa de serlo, alguna vez fui creyente y míreme, he perdido la fe desde hace muchos años... ¿Perdón? ¿mi nombre? Soy Rosa Amalfitano. Vine a Santa Teresa hace muchos años en compañía de mi padre. Era profesor, así es. Dio clases aquí cerca, en la universidad, aunque padecía mucho el pobre con el calor del verano. 'Aliento del Diablo', le llamaba. El pobre se perdió en Europa cuando yo tenía como veintitrés... Sí, sí, sé que suena muy extraño, pero así fue. Iba cada año para allá invitado por otras universidades y en uno de esos viajes se perdió... ¿Que si murió? No, bueno, no lo sé. No lo encontraron nunca, ni vivo ni muerto, ya se imaginarán ustedes la tragedia que esto significa para mí, vamos, ha sido la causa más importante de que perdiera la fe... Sí, desde luego, me gustaría volver a creer en dios, vamos, ¿a quién no? Pero ojo, ¿eh? No voy a creer en dios tan fácilmente porque lo que yo tengo no es rencor ante quien suponía con poder para evitar desgracias como la de mi padre (y que no las evitó), no vayan ustedes a creer que estoy nomás resentida y que busco una 'reconciliación' porque eso sería lo mismo que creer en dios, pero odiándolo... Si no hubiese sido por mi marido, no sé qué habría sido de mí, ¿sabe? Él no está ahora y ya lo conocerán, ah miren, aquí llega mi hija Felicia... Felicia, mira, estos señores son de la Atalaya y han venido de visita, qué tal Argel, pasen, pasen... Pero no pongas esa cara Felicia, que una también tiene derecho a buscar a dios si este llama a la puerta, ¿qué no? Vete a tu cuarto, anda, y déjame despedir a estos señores... Hebreos once, ¿dice? ¿fe? Ver para creer. Aquí los espero la semana entrante. Una historia fascinante la de mi padre, ya lo veo, aunque no parece haberles llamado mucho la atención, ¿eh? Vale, vale. Sí, por supuesto, anótelo bien: 'Rosa Amalfitano'. Creo que es de origen chileno, no sabría decirle. Hasta pronto. Hasta pronto.'
¿Que ellos pueden encontrarme en la librería? ¿los de la Atalaya en mi librería? Creo que puedo correr el riesgo...