domingo, febrero 21, 2016

¡Candidato, candidato!

La gente es infame y, sin embargo, desde que se inventó la democracia moderna los que aspiramos a mandar nos vemos obligados a buscar su voto; a sonreírles y tolerarles y aun aplaudirles sus imbecilidades; a estar de acuerdo cuando no se podía disentir más, hasta el punto en que muchos de los que a esto se dedican han terminado convencidos de que su fingimiento no es tal y que se llama respeto. Yo no me engaño, vamos, ni de broma: sé que finjo cuando respondo con palabras tersas y reposadas a las mayores sandeces y necedades, que todo es un diálogo de sordos en donde cada loco repite invariable y monótonamente su propio tema, especialmente en los tiempos que corren donde a la más retrógrada ignorancia se une el irrefrenable deseo de apabullar a los demás con la propia filosofía. Antes el periódico y los libros, unos cuantos escribiendo y otros pocos leyendo. Antes la televisión y su audiencia más o menos boba, pero sin micrófono, apenas enfocada, apenas entrevista. Luego el internet con su explosión de cursis y afeminados, de exaltados modistos y opinantes de mierda. El reino del twitter y del caralibro, la multiplicación de los asnos, ¿qué más democrático que esto?
Algunos dirían que los que buscamos la rectoría de la universidad lo tenemos mucho más fácil que los que buscan la presidencia municipal o la gubernatura, porque al estar nuestro universo de votantes limitado a gente con grados universitarios y profesores cosmopolitas, nos ahorramos las más burras opiniones y los comportamientos más abyectos. Eso será en otros sitios. Stanford, Oxford, La Sorbona. En Santa Teresa poco distingo entre los argumentos de la mujer que me atiende en la tortillería y las razones de los estudiantes y maestros: gente desinformada, vulgar, chismosa y lisonjera, que apenas se enteró de que yo aspiraba al puesto cuando ya me estaban tratando con inusitada deferencia. Una coba extraña que tiene más de cargo que de abono, pues quien así nos trata no busca endulzarnos el oído para obtener favores (lo lógico, lo superficial y aun comprensible) sino también someternos a la impúdica cretinización que supone fingir que nos importan todos los aspectos de sus muy mediocres vidas, sus consejos para vivir mejor o la salud de sus hijos. Uno se pregunta qué deficiencias tan graves pueden estarse produciendo en el seno de una sociedad cuyos miembros ven en cada interlocutor a un terapeuta: el médico que lo atiende, la secretaria de turno, el candidato a la rectoría. Da igual, mierda.
Como en un concurso de belleza donde Miss Kentucky afirma, poniéndose un dedo en la boca e interrumpiéndose con simpáticas risas, que trabajará para acabar con las guerras porque todos somos seres humanos y basta ponernos de acuerdo, los candidatos nos vemos obligados a la repetición de fórmulas que los demás compran de la manera más estúpida posible sin cuestionarse nunca sobre la viabilidad o el sentido de lo que proponemos. Sólo tienen oídos para las ideas que refuerzan su convicción de que todo es bueno y gratis: becas para todos, plazas directas aunque dependan del gobierno federal, una línea de metro que los traiga directamente a la escuela aunque no pueda pagarse ni tenga sentido ni haya dios que pueda aguantarse la risa ante semejante idiotez. Cuando pensé que no podría ser peor, uno de mis contrincantes pagó en la radio un sentido promocional en donde se limita a repetir que tiene un sueño donde la universidad es la mejor del mundo. Las estadísticas demostraron que el número de sus seguidores casi se duplicó en menos de dos días de repetir este insulso anuncio. Sueños, ya ni siquiera un servicio de helicóptero que recoja a cada estudiante en su domicilio. Sueños y ya. Voladores o no. Con o sin beca. Sueños. ¿No es maravilloso?
Es claro que voy a perder porque mi hartazgo alcanza ya a traslucirse a pesar de mis esfuerzos. No sé qué resulta más insoportable: si los contrincantes cuyo carácter de candidatos me hace forzosamente su semejante, si los que los apoyan y procuran echarnos tierra con argumentos incontestables ('¡Están diciendo mentiras, güey!'), o si lo peor de todo son nuestros seguidores, los amigos que no escogimos y nos han hecho depositarios del pesadísimo fardo de su inseguridad disfrazada de confianza. El día de ayer una maestra, destacada por su participación en mi campaña, me interrumpió en el auditorio con entusiastas gritos y sonrisas: "¡maestro, maestro, por acá, mire!", dijo mientras forcejeaba por levantar a una niña de unos tres o cuatro años con dificultad. La exposición en que con cifras yo demostraba que, de seguir el aumento de prestaciones exigido por el sindicato, las pensiones serían inviables en menos de cinco años, quedó en suspenso mientras ella completaba: "Es mi hija, maestro, pero ¿qué cree? Quiere darle un beso la niña, ¿cómo ve esta escuincla volada, eh? ¿cómo ve?". La niña empezó a llorar y no recuerdo ya cómo salí de aquel embrollo sin cachetear a la alucinada profesora ni perder el hilo de la exposición que, relajada por fuerza, tuvo aún que soportar las histéricas risas de quienes consideraron importante significarse ante mí de aquella manera para darme, según me explicó otro hombre de confianza, 'aspecto afable y bromista'.
"Otros dos o tres actos así, que la raza vea que eres de fiar, y fierro, vas pa dentro", detalló. A costa del erario, claro, que no escatima en gastos de representación. Que aguanta. Que es infinito.
Hijos de puta.

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