jueves, diciembre 30, 2010

Los malos pasos

Ahora que se publicaron sus diarios no he obtenido sino abundantes corroboraciones de aquello que sospechaba: no me refiero, por supuesto, a las obviedades de su personalidad materia de lúbricas comidillas y juicios morales, sino a la continua tensión entre un mundo recto, solar, dominante, y su sombra torcida, nocturna, agazapada. La vida de Luis Gala antes de extraviarse en los desiertos de Sonora es una oscilación cada vez más amplia entre el orden cuyas paredes sofocan y el caos cuya vorágine devora. Leemos:

"Noviembre 9,
Utilizaría mis recursos para espiarle, pero no sería necesario: se presentó de pronto cuando ya lo daba por perdido. Me contó una historia fantástica que luego pude corroborar, hecha de policías, droga y sobreseídos. Mientras se vestía de nuevo tras las siempre inconclusas peripecias, reflexionaba sobre aquel remoto año en que un cholo calzado de vans, con pañoleta a la cabeza, aretes y anillos, pasó entre mi familia para ir a sentarse al fondo del autobús. Recuerdo mi respiración agitada, mi rubor. Recuerdo haber comparado mis zapatos lustrados, mi trajecito gris y mi peinado de raya al lado, con su falsa despreocupación indumentaria. Íbamos a la fiesta de nochevieja en casa de mis abuelos y mi madre había puesto especial cuidado en escoger mi ropa, previniéndome contra cualquier accidente que la estropeara. Recuerdo haber mirado al cholo de reojo durante todo el camino, verle bajar en el centro con una extraña excitación, haber continuado el trayecto soñando que el tipo se drogaba en algún rincón de la ciudad hasta que el camión se descompuso y nos vimos obligados a bajar para esperar el siguiente. Recuerdo a mi padre marcando el 22-43-25 para hablar con mis abuelos -sus suegros. Recuerdo a mi madre riendo calculadamente. A mi hermana no la recuerdo.
Sentí calor entre las piernas, me encontré de pronto vestido y le miré fumar con ese aire ausente, lascivo y onírico que me obsesionaba. Entendí que se combinaban -irreconciliables, fatales- el objeto del deseo y su imposibilidad. Como en la nochevieja del ochenta y nueve. Como ahora. Como siempre.

Noviembre 17,
Hace tiempo que no veo a mis amigos y empiezo a preguntarme si de verdad los tengo. Pienso en ellos porque de haber estado más cerca (¿de verdad?) no estaría dándole dinero a este tipo cada vez que me lo pide. No siempre ha sido así, dicho sea en abono a la verdad, pero lo que es mejor para mi bolsillo no lo es para mi tranquilidad. Me explico: si me hubiese pedido dinero desde la primera vez que subió al auto y se dijo dispuesto a todo, hubiera entendido que estaba tratando con un prostituto; si en cambio pide un día sí y otro no con variados pretextos, si al final resulta que no está dispuesto a todo (aunque acompañe cada sugerencia con un "como quieras"), si su discurso empieza a mostrar huecos aquí y allá (¿y cuándo he exigido coherencia de quienes me llevaba a la cama?), entonces he de sufrir el desconcierto que padezco ahora, la curiosidad que mató al gato, la obsesión todavía más importante que la que me poseyó cuando desapareció por un par de semanas haciéndome creer que nuestro encuentro le había resultado inmanejable y que nunca más volveríamos a vernos. Pero esta última posibilidad hubiese sido una solución consistente, es decir, algo fuera de su alcance. ¿Dónde están mis amigos?

Noviembre 25,
Una cosa son las obsesiones y otra las necesidades. Para satisfacer estas últimas me he acostado con media ciudad, más concretamente con los que más claras tienen las ideas y que son maricones asumidos o fortuitos. La mayoría dejó hace tiempo de lado las preocupaciones morales, no cree que irá al Infierno aunque siga escuchando los sermones del domingo, se procura un modo de vida razonable y trata de construir en esos márgenes concedidos por una sociedad de la que por supuesto no desea sustraerse (antes bufón que paria). Son transacciones limpias de sexo contra sexo, puntuales y adultas aunque no falte por ahí uno que otro precoz. Satisfactorias. A veces muy satisfactorias.
Pero las obsesiones son otra cosa, ya lo creo, y él me lo ha demostrado involuntariamente (o no): se alimentan de su imposibilidad, crecen con su posposición, no parecen susceptibles ni al tiempo ni a la distancia, son rebeldes a los hechos, insumisas a la lógica aunque no duden en echar mano de ella para repensar una y otra vez en sus objetos, son floraciones mentales cuyas raíces van hasta la fuente misma de nuestra historia-persona (¿1989?)
[...]
Él me obsesiona, naturalmente. Pero él es de una naturaleza distinta a la de aquellos que sirven a mis necesidades. Que tenga una esposa y una hija es incidental. Que fume mariguana todos los días es accesorio. Que sus hábitos de cama sean un tanto improvisados y de difícil conclusión hacen inexplicable la satisfacción que obtengo, si la hay. Él no es único, sino la expresión más cercana de muchos que le han precedido: bisexuales no asumidos con más o menos pánico a que se mezclen sus dos mundos, seres escindidos que en vez de integrar, oscilan. ¿Y eso es todo? No, desde luego, la obsesión no está en ninguna de estas cosas necesarias, pero no suficientes...

Diciembre 2,
Probé la mariguana durante la feria anual de un pueblito del sur de Bélgica, poco después de separarme del grupo del Dr.Pardon. Como mis amigos fueran a buscar cerveza, tardaran y me dejaran solo con el porro apenas encendido, me lo fumé completo. El sonido siguió siendo el mismo, tal vez un poco más lúcido; la vista, en cambio, quedó imposibilitada para fijarse en objeto alguno. Vomité. Me dolió la cabeza estupendamente y mis esfínteres hubieran cedido incontinentes de haber tenido algo que arrojar.
Hoy que él me la ha ofrecido, no he tenido empacho en dar unas caladas, aunque he tenido buen cuidado de no excederme. Al hacerlo pensaba en la excitación que de niño me procuraban los borrachos, los drogados, los niños de la calle y los adolescentes que esnifaban pegamento en las esquinas, una mezcla de atracción y repulsa que bien podríamos llamar morbo. ¿A esto se reduce mi obsesión? ¿a una atracción por su entourage? Él no es un indigente, pero tiene registro en la policía, tiene trabajo, pero vuelve una y otra vez a pedirme dinero. ¿Me estoy volviendo el idiota de un vividor? La mariguana no le alteraba en nada (o siempre estaba drogado), de modo que le ofrecí poppers con una doble intención: las rechazó. No obstante, aceptó una cerveza.

Diciembre 15,
Ha sido una semana atroz. Me ha costado un gran esfuerzo concentrarme en el trabajo. Algunos me han preguntado por mi salud, otros me han enviado señales como si leyeran en mi rostro algo que les atrajera. Parecen darme la bienvenida y decirme que están a mi disposición; es extraño, procuro no salir de mi oficina. Soy un hombre cercano a los cuarenta, difícilmente se diría que muero joven si lo hago ahora. Mi trabajo es honorable por mucho que el Dr.Pardon se empeñe en demostrar lo contrario. Sigo las reglas, hablo con corrección. Es verdad que mi trabajo me ha llevado de un sitio a otro, pero aun faltándome el matrimonio soy una persona estable. ¿Cómo explicar entonces lo que ha pasado el fin de semana?
El viernes volví a verle. Fue una larga sesión de prácticas cada vez más arriesgadas e imparables, como si a falta de vías naturales las esclusas más retorcidas fuesen ocupadas por el deseo, con participación de objetos, ropa, olores y texturas, con las resistencias habituales y el doloroso remate onanista à deux. Tras verle abandonar el auto y perderse entre las calles con los audífonos puestos con música psycho, fumando con su natural despreocupación (esta vez tabaco), con sus diecinueve años de perversa inadvertencia, comprendí que debía ponerle diques a mi locura, acotar tanta vehemencia, cortar... o sustituir.
Y la sustitución llegó con un cocainómano que me enseñó a fumar piedra (terrible) y un cargador del mercado que alternaba su dipsomanía con pastillas de naturaleza incierta. El sexo relegado y los sentidos confundidos, la obsesión seguía allí, intacta, el domingo por la noche mientras cogía temblando el teléfono esperando vencer las ganas de llamar. ¿Vencí?

Diciembre 27,
He vendido el auto, recogido mis cosas. Aprovecharé las vacaciones para no volver al trabajo. Le he pagado al limpiaparabrisas de Avenida Américas para que le clavara un cuchillo de cocina sobre la Avenida Tesistán, al caer la noche. No verá el año nuevo. Lo decidí luego de esnifar toda la tarde y fracasar una vez más en consumar mis obsesiones. "No puedo" fue todo lo que dijo el infeliz de nuevo con sus vans puestos y sus cejas a medio depilar. Sé que suena trillado, pero escucho voces, bueno, sólo una, distinta a la mía, en mi interior: a esa vocecilla no habrá modo de clavarle un cuchillo en la espalda. ¿O sí?"

Me pregunto dónde andará ahora Luis Gala. Me pregunto, por supuesto, si habrá domesticado su obsesión. O si por lo menos consiguió, aunque sólo fuese una vez en la vida, la ilusión de totalidad -bien y mal reunidos, casi armónicos- de la que estuvo tan cerca, a la que tanto aspiró.

viernes, diciembre 03, 2010

Seré muy breve...


Los detectives salvajes, Roberto Bolaño

...y cuando despertó había transcurrido un año, el mundo era idéntico y aun debía seguir corriendo para quedarse en casa...

jueves, noviembre 04, 2010

Merodeador

Cuando comprendí que no aparecería y que había apagado su celular a posta, me metí de nuevo al auto, subí los cristales y fumé un cigarrillo. Los transeúntes de aquella fría mañana habrían considerado mi actitud sospechosa y claramente clandestina, miembros de un hervidero citadino al que resultaba incomprensible que no me incorporase. ¿Habría iniciado mi decadencia? ¿Este cuerpo ya no despertaría más deseo que el sucedáneo dictado por un matrimonio hecho de convenciones ruinosas o el todavía más artificioso del comercio carnal? Estaba dispuesto a pagar, quién lo diría, tanto me había gustado aquel primer episodio arrancado al fluir incesante de la ciudad (otra hora esquizoide, la tarde) que condujo en breves y agitados pasos hasta un lecho matutino todavía caliente de otro cuerpo... Pero el silencio no transigía.
Repasaba: primero azar, luego voluntad, luego hermetismo. Un abrir y cerrar de ojos, un deseo visto y no visto, humo apenas. Nada. Y ahora esta punzada en la boca del estómago y el desconcierto del bajo vientre, el bochorno, la vergüenza, ninguna novedad en el historial de desencuentros, salvo una: su persistencia múltiple, su tenacidad, su fuerza. No parecía extinguirse con el cigarro, sino volverse legión de voces en mi cabeza. No parecía ceder con la luz de la mañana, sino correr las cortinas de mi mente para mejor invadirla y poseerla, para volverla impenetrable a cualquier otro pensamiento y no distraerse del rosario interminable de conjeturas que la saturaban. Si alguna penetración tenía lugar esa mañana era la del veneno negro que habita el anverso de los deseos poderosos, la frustración superlativa.
Encendí el motor, pero no me resignaba a irme: bañado, perfumado, con la camisa limpia y la ropa interior bien escogida, recién rasurado y peinado, me encontraba perdido cuando más centrado parecía. Avancé lentamente. Di vuelta en la avenida y me incorporé al río de luces con rumbo al centro de la ciudad, las calles vomitando más y más coches como en una apremiante y bien concertada locura. Entendía racionalmente lo que pasaba, pero una fiebre violenta me atravesaba el cuerpo y se hacía con mi mente reclamándole el pasto de sus llamas so pena de arrasar cuanta calma me quedara. Encendí la radio, puse un disco. La voz del cantante -español, más bien histérico- apenas me distraía del recuerdo de telas elásticas y coloridas que mi memoria empezaba a confundir, de los diálogos bobos de la seducción, de los gestos y guiños que, bien interpretados -suponía- podrían explicarme sin equívoco alguno el por qué de su ausencia esta mañana (¿o sería arrepentimiento?). Tuve ganas de volver atrás y comprobar si no estaba ya esperándome en la esquina acordada, volví a marcar al celular y luego de varios toques volvió a ser desconectado. Seguí sin rumbo fijo, respirando fuerte y tarareando de vez en cuando como por inercia, muy concentrado.
Era un intelectual, un teórico, un hombre de ideas al que sólo una sociedad ocupada de lo concreto podía dar cabida, un hombre con ocio y vicios pagados. "Sea", pensé, "puedo permitirmelo". No me cuestioné la justicia o utilidad de estas relaciones -no era el momento- pero comprendí que debía aprovechar mi situación para indagar hasta lo más hondo aquello que me atormentaba y dar satisfacción plena, si no al deseo (ahí truncado de mala manera como quien es asesinado apenas después de comer) sí a mi curiosidad intelectual (¿o era morbo? ¿obsesión astringente?) que no podía escatimar recursos en averiguar todo sobre la vida y circunstancias de quien me había puesto en este estado para de ese modo poseerlo, ya no del modo lúbrico que parecía agotado tras la primera embestida, sino en forma cerebral, analítica, pormenorizada.
Ahora tenía un programa e innumerables datos sueltos, tal vez mezclados los verdaderos y los falsos. Habría que dilucidar. Habría que aprovechar cuanto fue dicho por retórica o inadvertencia, por ánimo confidencial o exageración socializante. Habría que conocer sin ser visto, volverse un merodeador. Apenas llegara a casa haría una lista de todo lo que recordaba, señalaría sobre el mapa los dos o tres sitios en que coincidimos, las horas en que habitamos, las posibles explicaciones a que se reducía lo ocurrido. Usaría mi cabeza, mi tiempo, mis recursos. Y desempolvaría la pistola de mi fallecido abuelo en el tercer cajón de la mesita de noche. No me malentiendan: sólo por si acaso.

domingo, octubre 17, 2010

Esto no es una salida

Mientras alzo una mano con la que
podré rozar el cielo,
la otra acaricia tus entrañas con
la punta de sus dedos.
-
Nacho Vegas, Dry Martini S.A.

En estos días avinagrados en que el jefe de departamento me suplica "tratar bien a los alumnos" a fin de evitar que abandonen los cursos para los que no tienen ni voluntad ni talento, en estos días cenizos en que tanto responsables como educandos me suplican un tratamiento infantil porque la adultez es una falta de respeto, en estos días turbios de imparable y concertada alienación donde lo simulado pasa por auténtico y lo auténtico por sujeto de anatema, lo veo sentado en las afueras de la universidad, bebiendo una cerveza, con esa media sonrisa entre burlona y canalla, casi entrañable, acompañado de su inseparable Castro.

Principios de los setenta.
–Bernal, las de enfermería van a tener su fiesta esta noche, dicen que son más de quince y que tienen más amigas, ¿pa'luego es tarde, no?
–Calmado mi Castro, viejas no van a faltar esta noche, ya ves que Paquito siempre nos las consigue, ¿eh? Fácil de convencer...
–Ah, ese pinche puto. Mejor deberíamos conseguirlas por nuestra cuenta, Bernal. Últimamente se está pasando de la raya y no quisiera partirle la madre.
–Tranquilo compadre, ni se te ocurra llevarte mal con Paquito. La de la papelería es su amiga y ya está agarrando confianza, dame tiempo, cabrón, ya luego te molestas todo lo que quieras...
–No, si de aguantar se trata, aguanto: ¡todo sea por los amigos!
–¡Salud compadre!
–¡Salud!
Entrechocar de cascos. Risas. Castro enciende un cigarrillo mientras una parvada de pájaros pasa por encima de ellos, hace un par de piruetas y continúa su camino hacia la puesta de sol. Los amigos suben la cuesta del camino real para ver el pueblo desde lo alto. Pasan las casas de los trabajadores donde hombres cansados fuman en compañía de adolescentes que atentos escuchan relatos inverosímiles, pasan los lavaderos donde grupos de mujeres hincadas lavan las últimas prendas del día rodeadas de críos, pasan el Mesón donde la Tigresa, la Costumbres y la Efímera ya lucen vestidos cortos y recargados maquillajes, pasan también la huerta de Fidencio, el abuelo de Paquito.
–Preguntó por ti.
–No digas mentiras, pinche Castro, tú siempre buscándome novia, cabrón...
–Oh, pues, ¡pregúntale al Paquito si no es cierto!
–Ese cabrón estaba tan borracho como tú... y más interesado en ti que en sus amigas, compadre...
–Me ofreció dinero.
–Sí, a mí también, pero yo no me quedé en casa de don Fidencio, ¿verdad?
Un último destello anunció la obscuridad. El ambiente se hizo de insectos y aromas. Un leve frío estremeció la tierra y Castro encendió otro cigarrillo. Pareció perderse, luego salir sobresaltado de un mal sueño.
–¡Yo no me quedé ahí cabrón! Me salí de la huerta por el rancho de los Vilchis.
–Como quieras, Castro. Paquito dice...
–Paquito dice puras pendejadas. Pero lo de que la morena preguntó por ti, eso que ni qué: es la puritita verdad.
–Me la encontré la otra vez en el mercado, cuando el de las frutas se desmayó, ¿supiste? Estaba acompañando al doctor, al pinche ceguetas.
–No, no supe. Mejor, ¿no? Así ya se conocen, compadre.
–Me gusta.
–Eso es todo, Bernal, esta noche va a estar buena...

Bajaron del cerro. Bernal se duchó en casa de Castro porque en la suya no había agua corriente. Una fuerza en la entrepierna disipaba el mareo de las cervezas vespertinas, se pasaba la mano por el abdomen plano tensando muslos y bíceps, orgulloso. Se vistió lentamente, concentrado, mientras Castro pretendía leer una revista por encima de la cual se le iban los ojos, perturbado.
–Listo, cabrón, vámonos, ¿no tienes loción?
–Hay una en el cuarto de mi papá, espérate, ahorita te la traigo.
–Olvídalo, no vaya a ser que esté otra vez bien pedo y te agarre a chingadazos delante de mí, hasta ganas me dieron de ponerlo en su lugar.
–Gracias Bernal, pero es mi padre.
–Sí, sí, tu padre... ve tú a saber quién de tus hermanos es hijo de él...
–Ya estuvo pues, vámonos.
–Vámonos.

En la fiesta, Paquito lucía unos pantalones acampanados que parecían tener las sentaderas infladas. Le rodeaban cuatro mujeres, dos de ellas enfermeras, una de éstas la morena. Castro los abordó presentando su amigo a aquéllas que no lo conocían:
–Sí, creo que ya te había visto, ¿no? ¿en el mercado?
–No lo sé, me imagino que sí- dijo Bernal fingiendo no recordar sin motivo aparente.
–¿Qué están tomando, muchachos?- intervino la otra enfermera.
–¡Qué no hemos tomado!- dijo Castro riéndose solo.
–No le hagas caso a este vulgar, güerita, a mí se me antoja un vino, si es que tienen, pero no quisiera molestarlas- dijo Bernal componiendo el mismo rostro de perversa inocencia que tantos éxitos le había procurado.
–Ahoritita se los conseguimos, muchachos, nomás que no vean los profesores que andan por ahí, ya ven que luego nos regañan.
–¿Vino a éstos? Bueno, queridas, ¡qué riesgos toman de verdad!- dijo Paquito con cara de asco y horror.
–Anda Paquito, si con un poquito de alcohol nos relajamos y hasta convivimos mejor, ¿eh?- dijo Castro pasándole una mano por la cintura.
–Ay bueno, como quieran, a mí me da igual.

El grupo conversó por poco tiempo, luego se separaron. Tras un par de horas, Castro arrastró a su amigo a la terraza para fumar creyendo calmar así las náuseas de una borrachera más. Afuera hacía un frío decembrino en pleno octubre, el cielo parecía más hecho de azul marino que de negro. Y había luna.
–¡Ahí está la de la papelería, Castro, ya se me hizo!
–¿Se nos qué...?
–Mira, tú cuida que no vengan las enfermeras, voy con ella...
–Ni madres, yo también te ayudé con eso, ¿te acuerdas? Ahora voy yo también.
–Órale pues, cabrón, ya qué. Mejor le voy a pedir los favores a Paquito de aquí en adelante.
–Nomás que le pagues, Bernal, nomás eso...
–Déjate de chingaderas, vamos.
Y luego de cinco minutos de risas y bromas, los tres dieron un paseo por detrás de la casa, se internaron por entre los matorrales de las canchas, cerca de la carretera, e iluminados de vez en cuando por lentos camiones camino de Colima, desvelaban extrañas posiciones y brillos, vapores y extremidades. Ya ensayadas todas las permutaciones quedó el silencio.

Apenas volvían cuando apareció el marido. Ella se llevó las manos a la boca, él sacó la navaja y todo sucedió con rapidez. Bernal corrió hacia el cerro mientras el marido quedaba en el suelo, convertido en una fuente de sangre por su propia navaja. Castro se había esfumado. De la fiesta subieron gritos. La noche aceleró el paso. Hacia las cuatro de la mañana Paquito se levantó a ver quién era, aunque lo imaginaba perfectamente.
–Necesito dinero, Paquito, me voy del pueblo.
–Ay Bernal, qué ocurrencias, de verdad... ¿cómo andas?
–Nomás veme, toca...
La mano que se acercó no fue la de Paquito, sino la de Castro.

Siguieron permutaciones. Y un largo viaje al norte, claro. Interminable.

domingo, octubre 03, 2010

Gana el cáncer

En cualquiera de sus niveles, la escuela parece ser una especie de célula madre sociológica que contiene a todos los personajes potenciales que tarde o temprano invadirán la sociedad real creando tejidos especializados o cancerosos: ingenuos y carismáticos, idealistas y negociantes, cínicos y perturbados. Aunque sorprendentemente muchos de ellos llegan a la universidad arrastrados por su propia acidia, incapaces de manifestar resistencia o deseo algunos, tan aquiescentes como desinteresados, es ahí donde puede verse mejor definido lo que la escuela ha de inocular en la sociedad. Y el panorama, como tantos otros, no entusiasma.
En un reciente reporte, individuos con más de catorce años de escolaridad escriben:
"DESCRIPCION DEL TRABAJO.- al principio y la verdad casi en todo el tiempo nos costo trabajo porque apenas nos estamos familiarizando con el programa pero gracias a la ayuda del profe, nos saco de una de tantas dudas que tenemos, bueno en este ejercicio era realizar la transformada de laplace de esas respectivas funciones, y como el programa detecta automaticamente la palabra laplace, que le estas dando la orden que se refiere a la transformada de laplace es solamente escribir laplace y en seguida la funcion que deseas y te la convierte, siempre en tanto tener bien declaradas la variables como la (t) para declararla se escribe la palabra syms y la variable."
Debo reconocer que el texto, lejos de decepcionarme, me ha despertado cierta alegría indefinible por recordarme viejas lecturas de juventud:
"Cuando tuvo noticia cierta el español que estaba en poder de indios, que habíamos vuelto a Cozumel con los navíos, se alegró en gran manera y dió gracias a Dios, y mucha prisa en venirse él y los dos indios que le llevaron las cartas y rescate, a embarcarse en una canoa; y como le pagó bien, en cuentas verdes del rescate que le enviamos, luego la halló alquilada con seis indios remeros con ella; y dan tal prisa en remar, que en espacio de poco tiempo pasaron el golfete que hay de una tierra a la otra, que serían cuatro leguas, sin tener contraste de la mar."
Pero seamos justos: los estudiantes en cuestión, no obstante el formidable galimatías de su cabeza, son entusiastas del siglo XVI en pleno siglo XXI, víctimas más que probables de esos otros compañeros suyos que sólo ven sentido en aquello que sirva para someter la voluntad de los demás, pervertir el lenguaje y medrar con los problemas: los jefes y políticos del futuro. Ya adivino en muchos de ellos los gestos y maneras del lobo que ha aprendido bien el arte de la simulación, que trepará por donde sea posible saturando burocracias y oficinas ejecutivas, que dejará cadáveres por el camino y que un buen día sólo tendrá un discurso monocorde y sordo del que será imposible extraer ninguna conclusión y del que, pese a ello, estarán convencidos a muerte...
Como estudiantes, a esos cerdos todavía hay forma de cortarles el paso (mentira) o cuando menos de someterlos a un baño de realidad (mentira también). Como jefes no hay apenas modo de incordiarles.
Maldita sea: hay países en que el desarrollo de la célula madre sociológica siempre termina en cáncer.

domingo, septiembre 12, 2010

Rábanos e idiotas

Es agotador. Entiendo que por la simple y muy conocida distribución normal estadística abunde la gente de pocas luces y escasee la muy brillante o la muy idiota. De acuerdo. Esa es la naturaleza del mundo y con ella hay que contar. De entre aquellos que la padecen, algunos optan por oponer resistencia en la tal vez ingenua pretensión de modificar la realidad; otros se perfeccionan en el arte de mirar hacia otro lado o divertirse con ella; algunos más deseamos con frecuencia prescindir del mundo y protegernos detrás de elevados muros donde las conversaciones sean sólo aquellas que deseamos sostener, ya sea con amigos vivos (pocos) o muertos (a través de los libros). Vana pretensión que sólo puede cristalizar en las escasas ocasiones en que la fortuna económica le da la mano al interés intelectual. Ni hablar.
Sé que resulta estúpido esperar mayor cultura o conocimiento, consistencia u honestidad intelectual, de aquellos sitios que se anuncian como depositarios de estas virtudes, por ejemplo, las universidades. Sé que en contraposición con los ambientes productivo o burocrático decidí quedarme a trabajar en el académico porque 1) necesito ganarme la vida (no soy rico), y 2) deseo que se me pague por saber, pensar, investigar y criticar, es decir, por actividades intelectuales de tipo teórico. Sé también que los mejores sitios para este tipo de trabajo no están en México y que los mejores con los que cuenta el país se renuevan con gran lentitud por razones presupuestales e idiosincráticas. Bien.
A sabiendas de todo lo anterior y por razones personales, luego de muchos años volví a una universidad pública mexicana: no la que quería, no la menos mala, en modo alguno la más condescendiente o con cuyos objetivos me identificara. No. El único criterio para elegir repatriarme en ella ha sido su proximidad a casa (setenta kilómetros). He hecho mi trabajo minimizando el contacto con colegas y autoridades, mismos que, casi sin excepción (¡malditas campanas gaussianas!) han resultado connotados imbéciles. Nada ha sido suficiente para ahorrarme disgustos y desagradables sorpresas. Ningún aislamiento, ni el trato seco o cordial, han resultado efectivos para mantener a raya a los idiotas, menos aun a aquellos con sabroso color local que, de acuerdo a las más acendradas tradiciones mexicanas, padecen un complejo de inferioridad a prueba de todo argumento.
Como se llevase a cabo la revisión curricular de la carrera de mecatrónica, el jefe de departamento consideró "pertinente" invitar a un excelso doctor en química a participar en las reuniones: el número de materias relacionadas con química en esa carrera es de... dos. Como nos consultase al respecto, respondo que "[e]stoy de acuerdo en invitar al Dr." "...si su participación se limita al área de Química-Física, y casi preferiría que participara un físico en lugar de un químico porque de química el número de materias relacionadas es muy limitado. Ya bastante gente no especialista opina y modifica esta currícula (de ahí los pésimos resultados), así que resultaría contraproducente incluir todavía más."
Luego de leer (es un decir) este breve mensaje, el joven químico que a sus cuarenta y cinco años de edad cuenta con siete citas que hablan de su gran impacto en la comunidad científica internacional, que es además recién estrenado director de un novedoso doctorado que se aprobó la universidad a sí misma y que de momento cuenta con seis clientes cautivos que en cachonda promiscuidad endogámica salieron de su propio profesorado, dijo:
"[N]o me gusta tu tono de tu correo."
Perfectamente legítimo detectar tonos en un texto escrito. Y la cacofonía.
"En primer lugar, no me interesa participar en tu reunión, ni tomar decisiones en tu carrera."
Desconocía que la reunión (a la que no convoqué yo) o la carrera fuesen de mi propiedad. Desconozco asimismo por qué me interesaría saber que él no tiene interés en participar.
"En segundo lugar, tengo suficiente trabajo en el centro de investigación que dirijo y la coordinación de doctorado".
No tanto que no le permita contestar correos imaginarios de vez en cuando, según parece.
"Y no tengo tiempo para estar discutiendo con alguien que no piensa antes de escribir o hablar."

Sorprendente deducción: no tiene tiempo para estar discutiendo lo que ya está discutiendo.
"Y si se ha intervenido en las materias de química y tecnología de materiales para la carrera de mecatrónica, por que los estamos apoyando del departamento de Ciencias Naturales y Exacta."
Sic. ¿O debo decir sick?
"Por lo tanto si crees que tú puedas dar estas materia y si tú crees que la carrera se concreta de fierros y cuestiones electrónicas es tu forma de pensar.
Podemos renunciar las materias que damos y asunto solucionado."

Sí, efectivamente, eso era lo que quería decir... Qué suerte que haya gente pensante que no se deja engañar con textos simplones y que sea capaz de deducir la verdadera intención detrás de las palabras llanas, que pueda leer entre líneas y, todavía más, detectar sutiles agravios o subliminales propósitos. Qué suerte que haya gente que utiliza la cabeza para pensar antes de hablar y escribir, que derrocha cualidades científicas y que, puesta delante de un montón de rábanos, sea siempre capaz de tomarlos por las hojas, cual debe ser...

¡Larga vida al doctorado bajo la dirección de este héroe, chingado!

viernes, agosto 27, 2010

Sala 205

A Elvira
No sé bien cuándo ni cómo adquirí mis primeras ideas sobre España, pero estoy seguro de que supe de su existencia casi al mismo tiempo en que tuve uso de razón. Los grandes supermercados de entonces (¿Gigante, Maxi?) ofrecían colecciones a precios bajos y en fascículos semanales, una de las cuales fue la de Geografía Universal Ilustrada cuyo primer tomo, en vez de México, presentaba los países latinos como España, Portugal e Italia (Vaticano y San Marino incluidos, faltaba más). Desde entonces y hasta los seis años me empeñé en dibujar todos los mapas y listar de memoria todas las capitales. Cuando se me agotaron o hicieron demasiado conocidos los litorales del mundo, inventé los míos y tracé las calles y ríos de imaginarias ciudades hasta bien entrado en la adolescencia. Ciudades novohispanas, claro, con cuadrículas centrales y progresivo desorden en las periferias.
Seguramente por mera intuición o alguna impresión familiar causada por objetos o conversaciones, asocié España al pasado, a viejas y olorosas maderas, a odres de vino, piedras y bosques; luego la idea, en vez de ganar realismo e influida por la escuela, incorporó al nombre de España los clásicos del siglo de oro (leídos y no leídos), el teatro y la poesía, la pintura, no escasa música de los ochentas y, sobre todo, los surrealistas y la generación del 27. Al unirse mis impresiones con el conocimiento todavía libresco del país, añadí la guerra civil, el franquismo y la democracia, la movida madrileña y el endiosamiento del placer, sobre todo sexual, a través del cine almodovariano. Curiosamente jamás cuajaron en mis torcidas asociaciones el nombre de Picasso o los veranos de agobiante calor en las playas mediterráneas.
Como no podía ser de otro modo, lo que amé de joven trascendió sentimentalmente a través de los años, sobreviviendo, aunque soterrado, al matiz y al atemperamiento de la madurez. Y lo que más admiré, desde la intuición al principio y desde el conocimiento al final, fue la vida y obra de los artistas locos de los años previos a la guerra civil, especialmente las de Buñuel, Lorca y Dalí.
No sé bien quién fue primero, si Lorca o Dalí, pero tengo la impresión de que conocí a ambos en 1989, el año en que murió el segundo y en que por primera vez leí poemas del Romancero Gitano. Los poemas, en una época hormonal y psicológicamente tan activa, me impresionaron profundamente, no sólo por su colorido y tensión, sino por su misterio rayano en la paranoia y el maniqueísmo. Por otra parte, ¿de dónde habrá surgido Dalí? Muy probablemente de Descanso dominical, el disco del grupo español Mecano donde apareció "Eungenio" Salvador Dalí, la canción-homenaje al pintor. Primero me concentré en sus bigotes, luego en imágenes mudas donde se entregaba a toda clase de extravagancias, finalmente descubrí su pintura y, por encima de todo, sus escritos y cosmogonía. Disfruté uno y cada uno de sus delirios y descubrimientos, sorprendiéndome al encontrar más tarde la liga que lo unía a Lorca y, casi inmediatamente, al Buñuel de Un perro andaluz y La edad de oro.
Pasaron los años y, como suele ocurrir en la vida, algunos deseos se cumplieron cuando ya habían dejado de serlo; otros más, encontraron en su satisfacción su propio aniquilamiento. El conocimiento directo de España no llegó cuando mi admiración por ella (o su idea) era más apasionada, tampoco cuando ésta se encontraba en el apogeo surrealista o la no menos recreada época de la movida madrileña. Llegué en una época obscura hecha de capitalismo salvaje, masivos contratos temporales y terrorismo islámico, una época de euros y frívola corrección política, más propia para irse de compras que para hacer poesía. Con excepciones, encontré sordera y egoísmo, folclor y vulgaridad, una ignorancia no por menos agresiva más disculpable que la legendaria de los curas que fanatizaron esta tierra desde los Austrias hasta Franco. Como suele ocurrir, a la gran admiración siguió una desilusión generalizada, no escasamente atribuíble, todo sea dicho, a mi propia distorsión y fantasía.
Decepción, sí, pero también un punto de fuga: ocho años después de mi primera visita a Madrid y con mis héroes españoles un tanto abandonados como tantos sueños, volví a la Sala 205 del Museo Reina Sofía. Y recobré, aunque sólo fuera por un día, la admiración y fantasía de mis pasiones juveniles: cartas entre Lorca, Dalí y Buñuel, El Gran Masturbador, el manifiesto surrealista de André Breton, la universalidad artística en la forma de los dibujos de Lorca y los escritos de Dalí (!), proyecciones de Un chien andalou y L'âge d'or, el retrato de Buñuel, poemas de Paul Éluard y René Crevel, la conquista de lo irracional a través de la escritura y los objetos automáticos, dedicatorias a Gala y El enigma de Hitler, la ubicuidad de la hermana de Dalí a través de retratos y aun espaldas como en Muchacha en la ventana...
España, descubrí con falsa sorpesa, la real o la inventada, tanto da, seguía ahí, inagotable y maravillosa como siempre, alimentando mis duermevelas.

viernes, julio 30, 2010

Ciencia meridional

Era bien conocida la afición del Dr. Pardon a jugar bromas pesadas empleando todos los medios que la burocracia académica ponía a su disposición, aunque ahora algunos estudiosos comprenden que se trataba de experimentos perfectamente planeados: llevar al extremo la redacción de cualquier comunicado o solicitud, regodearse de exhibir inconsistencias graves en convocatorias y procedimientos, publicar artículos con datos enteramente falsos en revistas de prestigio para luego someter –bajo pseudónimos diversos- la reseña que los contradecía con lujo de detalles, incluir autores inexistentes en sus mejores trabajos a los que no pocas universidades ofrecían puestos de investigación inmejorables, agrupar la oposición en contra suya por medio de correos electrónicos anónimos o abusar hasta extremos increíbles de sus estudiantes menos habilidosos. Por no hablar de su excelencia en la falsificación de documentos y las apuestas de riesgo razonable. De este amplio repertorio, la estancia española de Luis Gala fue, sin duda, una de sus mejores canalladas.
Pardon sostenía que poco podía esperarse de la ciencia en los países meridionales, menos aun en España, “una mezcla de necedad gamberra, superstición vulgar e insuperable chulería, cocinada por al menos un milenio de oscurantismo”. Espíritu científico donde los haya, Pardon propuso a sus más cercanos estudiantes un experimento para comprobar su tesis: buscar un desempleado con preparatoria terminada sin mayor formación científica y enviarlo a España para una estancia corta bajo uno de los nombres falsos empleados en sus artículos. Aseguraba que nadie notaría la diferencia y, más aun, que de la estancia surgirían publicaciones, algún acuerdo institucional, seguramente un intento de continuar la colaboración y, quién sabe, alguna oferta de trabajo para el inexistente Luis Gala. Pardon se encargó del trámite frente a la Universidad de Sheridan, pagó un pasaporte con el nombre que quería en el mercado negro y seleccionó a un tipo al que conocía de algunas conferencias internacionales por su inglés espantoso para pedirle encarecidamente que acogiera al profesor Luis Gala que, por su origen hispano, tenía interés en colaboraciones con “la madre patria”. García Pedro, naturalmente, mordió el anzuelo.
Nunca supe el verdadero nombre de Luis Gala, pero sus hazañas en España fueron legendarias: dos artículos que indudablemente no escribió él y que Pardon tampoco le proporcionó (si bien llevaban su nombre), una presentación de resultados en que no faltó el intercambio de preguntas y respuestas, la oferta de permanecer otras seis semanas a cambio de que diera un seminario (lo que, increíblemente, aceptó) y la asistencia a una conferencia técnica donde presentó un póster del que algunos visitantes coligieron que se trataba de un trabajo estudiantil (mentira: lo escribió completo García Pedro que ya era profesor titular desde hacía al menos seis años). Otro profesor invitado (quién sabe si en sus mismas circunstancias, en todo caso un farsante) le invitó también a su universidad bonaerense.
Así empezó la carrera de Luis Gala. Porque lo que no previó el Dr. Pardon fue que el desempleado se sentiría a gusto en aquel ambiente donde todo era llenar formularios y solicitudes, asistir a conferencias y mezclar ingredientes ininteligibles con aire de quien todo lo comprende. Consciente de que su nombre ya tenía siete publicaciones importantes en los últimos tres años, conocedor astuto de los índices que todas las burocracias académicas del mundo empleaban para medir el mediocre desempeño de sus acólitos, Luis Gala no dudó en convertirse en mercenario académico proponiendo cosas disparatadas y saltando siempre de un sitio a otro con credenciales dudosas a las que sólo amparaban los siete trabajos originales –todos de Pardon- con los que no había tenido nada qué ver. De Valencia a Buenos Aires. De Buenos Aires a Lima. De Lima a Libia. De Libia a Irán. Especialmente los países más inverosímiles tenían el dinero y la credulidad necesarios para pagar sus extravagancias e ignorar los empeños de Pardon.
Porque el lógico matemático de la Universidad de Sheridan, una vez consciente de que aquello se había salido de madre intentó poner al rebelde en su sitio, denunciándolo. Inútilmente: García Pedro no iba a aceptar que se le exhibiera públicamente como un imbécil e hizo causa común con Luis Gala defendiendo sus colaboraciones y acusando a Pardon de padecer “la envidia de quien ya vio pasar su hora y ve a los más jóvenes tomar la estafeta”. El bonaerense, hizo lo propio con extraordinaria vehemencia, de hecho Luis Gala no volvería a España, pero sí repetidas veces a Argentina. Algunos estudiosos consideran que esto empujó a Pardon a publicar las sesiones privadas de su grupo y largarse para siempre de la academia. Cuando se le preguntó en Chico, Wyoming por su definición de idiotez, ya de lleno dedicado a la Real Science Society que él mismo fundó, Pardon declaró: “El punto quedó más que probado: todo comenzó en España”.

lunes, julio 19, 2010

Dos corazones

Cuando Luis Gala se instaló en el escritorio restante de mi oficina, no lo agradecí, no por nada relativo a su persona –aunque objetivamente también había razones de este tipo- sino porque a nadie le gusta compartir diez metros cuadrados con alguien más. El mexicano venía mal rasurado y con la ropa desgastada, aunque parecía limpio y atento, dueño de una sonrisa torva que parecía costarle mucho esfuerzo, rara vez iniciaba una conversación, pero bastaba hablarle un poco para que se soltara imparable con toda clase de meandros discursivos y retóricas imposibles, sudando como quien no controla la lengua o padece una vergüenza inexplicable. El jefe del departamento dijo que sólo estaría con nosotros seis semanas. Aguantaría.
Yo también estaba de visita en aquella universidad española aunque por más tiempo: los recortes del ministerio argentino no dejaban más opción que otros países iberoamericanos y ¿a dónde iba a ir sino a España? Me acompañó Claudia con un acta de matrimonio falsa que se tragaron en el consulado y hubo que sacar toda clase de permisos sanitarios porque ella se empeñó en traer a su perro Videlón, un french-poodle gris y nervioso que tardó una semana en adaptarse al nuevo clima y reanudar sus hábitos. Claudia pensó que el histérico animal se moriría (yo lo desee), que tal vez el vuelo lo había dañado irremediablemente y no volvería a levantar cabeza. Buena parte de los pocos euros que traíamos los gastamos en veterinarios durante los primeros días y si al principio desee enterrar a Videlón en la madre patria, la falta de sexo y la creciente abulia de una Claudia cada vez más preocupada me fueron empujando a buscarle remedio y salvar al animal. Por mi propia tranquilidad y no menos importante desahogo, desde luego.
Al principio Luis Gala llegaba antes que yo a la oficina, lo que si bien no pasaba de un mero detalle me fue resultando cada vez más antipático. Decidí llegar antes que él y por un par de días Claudia me preguntó por qué me levantaba media hora antes de lo habitual. No recuerdo lo que le dije, pero no fue la verdad. Mis esfuerzos fueron insuficientes: en ambas ocasiones Luis Gala estaba ya ahí con su sonrisita esquiva y sus ademanes afectados, fingiendo cordialidad cuando se veía claro que nos tomaba a todos por unos irredentos idiotas. Luego intenté irme después que él, pero por más que esperé hasta avanzada la tarde el pelotudo no se largó. Había apagado mi celular para que Claudia no me interrumpiera obligándome a darle explicaciones delante del mexicano, y como era de esperarse, de vuelta a casa, Claudia me echó en cara mi retraso con una discusión bizantina que un recuperado Videlón completó con una docena de bien distribuidos ladridos. Me quedé sin cenar. Y sin sexo, claro.
El trabajo iba mal. No es que esperara otra cosa de esta estancia, pero mirar todo el día a Luis Gala escribiendo con fruición y aire concentrado mientras mis ideas no cuajaban como era debido me ponía los nervios de punta. A veces el mexicano alzaba la mirada por encima del monitor y me sonreía no sé si hipócritamente o con burla, sin decir nada torcía la boca y volvía a su desenfrenada adicción laboral. Sin soportarlo, no fueron pocas las veces en que decidí interrumpirlo con un comentario tópico e incidental como el fraudulento clima mediterráneo (una mierda) o la vocación científica de nuestros países (inexistente), pero semejante acción siempre traía una cola peor para mí, pues Luis Gala hablaba entonces hasta por los codos dejando poco margen no ya para cortarlo, sino hasta para ir al baño. Lo que tenía que decir no me interesaba particularmente, de modo que intenté ser un poco más brutal en mi trato con él para ver si así reaccionaba, haciendo gala de los amigos que venían a buscarme (meros conocidos) o echándole en cara el contraste entre su muy miserable soledad y las satisfacciones (exageradas) de mi vida con Claudia. Con sorna le sugerí prestarle a Videlón, lo que declinó razonando por diez minutos sobre la relación entre las mascotas y la decadencia occidental. No parecía inmutarse.
Su actitud con el jefe del departamento era más mesurada. Hablaba poco y asentía, soportaba pacientemente un tratamiento paternal que a mí me parecía aberrante y no le importaba que el crédito se lo llevasen otros. Conmigo el jefe era distinto, parecía no conceder la menor importancia a que nuestros proyectos estuvieran detenidos por semanas y nos invitaba a Claudia y a mí a comidas y paseos por las cercanías, junto con su familia, naturalmente. Este tratamiento generoso, lejos de alegrarme, me causaba una extraña envidia hacia Luis Gala y la sensación de estar siendo tratado como mero bufón de compañía, como si en el trabajo nadie esperase realmente nada de mí que no fuera ver el fútbol los fines de semana con mi jefe, reír con las gracias de sus niños o escuchar las risas de su esposa hablando con Claudia en la cocina. ¿Qué haría el mexicano los fines de semana? Misterio.
Para tenerlo más vigilado y conocer mejor al enemigo, a las tres semanas lo invité a nadar. Aceptó de buena gana sin ahorrarme la narrativa pormenorizada de su desencuentro con todos los deportes. Yo no acostumbraba hacer natación y Claudia se extrañó que por las tardes llegara un poco después de lo habitual por ir a la piscina. Pensó que era mentira y me acompañó en una ocasión, llegando por sorpresa. Se limitó a vernos desde las gradas luego de que los empleados le explicaran que no había forma de dejarla entrar al agua con Videlón, por muchos certificados sanitarios que esgrimiera. Tampoco aceptaron encerrar al perro en uno de los casilleros. Luis Gala tenía mala técnica, pero la misma terquedad que exhibía en el trabajo: iba y venía sin parar mientras yo tenía que detenerme de vez en cuando para coger aire y mirar con rabia lo que el mexicano hacía sólo por humillarme. Las visitas a la piscina fueron haciéndose más escasas con el pretexto de que a Claudia no le gustaba dejar solo al perro ni limitarse a mirarnos. Una mentira estúpida que hasta Luis Gala debió disfrutar enormemente aunque disimulara con su cordial sonrisita de siempre.
Luego lo invité a cenar. Claudia prepararía pesto y atún, yo compraría una botella de vino barata porque al fin y al cabo los mexicanos, me dije, no eran franceses. Luis Gala pareció entenderse maravillosamente con Claudia y yo asistí a una cena que no quería ofrecer provisto solamente de monosílabos y poniéndome borracho con dos vinos baratos: el mío y el que trajo el invitado. Indigesto, tuve que vomitar con una urgencia que no esperó al retrete y luego apartar a Videlón que ya daba cuenta de la alcoholizada mezcla de cena y jugos gástricos. Claudia me obligó a meterme en la cama luego de recriminarme por el desaguisado y yo no tuve objeción en dejar al par hablando en el salón. Videlón se quedó a dormir conmigo con sus barbas tiesas y malolientes. Apenas me enteré cuando Claudia entró en la cama poco después, temblorosa.
En los días que siguieron aumentó el trabajo, pero no los resultados. Claudia salía a veces con Luis y a mí me parecía bien tener un poco de tiempo libre. Por primera vez llegué antes que el mexicano. A una semana de que se fuera, creí estarlo venciendo, me sentí superior y satisfecho cuando el jefe del departamento fue a buscarlo un día y pude decirle que no lo había visto por ahí. Luego, cuando me percaté de que había pasado tres noches seguidas sin follar y que a Videlón no le habían llenado el plato de comida por la mañana, monté en cólera y llamé a mi mujer. Saltó el contestador: llama al número de Claudia y Videlón, deje su mensaje, ¡chao! Salí furioso del departamento a buscar a mi mujer por la ciudad. Evidentemente no la encontré. De regreso a casa, agotado por el calor nocturno, los infinitos intentos de llamarle a su celular y las largas horas de caminata, me encontré a Luis Gala en los jardines del Turia.
Sin sorpresa, descubrí que ya no estaba enojado. Ni siquiera le pregunté por mi mujer. Entre los árboles y arbustos, en las bancas y los puentes viejos que antes cruzaban el río, abundantes sombras iban y venían como zombis enloquecidos. El mexicano no me dijo nada y me abrazó. Con lágrimas en los ojos, permití que me llevara a un rincón y me sodomizara. Luego me pagó un taxi a casa y, ausente como me encontraba, pude ver su torva sonrisa mientras me decía adiós con la mano.
Claudia dormía en la habitación con el perro a sus pies. Al sentir mi presencia encendió la luz y desperezándose me miró. Nos miramos. Luego ambos dijimos al mismo tiempo “Tenemos que hablar”. Y comprendimos que todo estaba dicho: Luis Gala, una vez más, había ganado.

jueves, julio 01, 2010

Miedo

"¿Pero por qué has vuelto? México se va al carajo sin remedio"
Los detectives salvajes, Roberto Bolaño.


Un día antes de irse, al caer la tarde, anduvo varios kilómetros más allá del periférico por avenidas grandes y muy transitadas mientras soplaba un viento atroz y caliente cargado de polvo y mierda. Lo habitual: perros muertos y basura. Lo acostumbrado los domingos: una pandilla de borrachos apretujados en una ruidosa camioneta se detienen a punto de atropellarlo, le gritan entre risas e insultos y enseguida desaparecen haciendo chillar las llantas.
Cuando recupera el aliento no puede pensar en otra cosa que no sea el 16 de abril de 1994 en que luego de comprar una cajetilla de cigarros se puso a fumar mientras esperaba la llegada de sus amigos para entregarse a la toxicomanía burguesa que tanta euforia le procuraba en sus días universitarios. Ellos llegaron en la camioneta del Abuelo ya entrados en calor por unas cuantas cervezas, algo agresivos y con los ojos vidriosos.
–¡Ándale pinche Menón, súbete!- gritó el Abuelo por encima del ruido de la banda sonora de En el nombre del padre puesta a todo volumen.
El espacio en la cabina siempre parecía más grande tras los vidrios polarizados: Maya, Gigio, el Tata y el Negro estaban entregados a una fiesta loca preparando cubas con hielo y limón, encendiendo cigarrillos, trazando delicadas rayas de coca. Avanzaron a lo largo de la avenida Patria rebasando coches con temeridad, trepando a la banqueta cuando convenía, insultando transeúentes, arrojando hielo por la ventana, gritándoles ciegos a los ciegos que esperaban el paso en una esquina cogidos de una mano y con el bastón en la otra. La gloria.
El Abuelo decidió aventurarse más allá de la Calzada mientras Maya se burlaba de todos nosotros diciendo que íbamos a buscar travestis. En el tocadiscos pasábamos de los Caifanes a U2, de Bob Marley a Héroes del silencio. Como no se acabaran las calles del Sector Libertad decidió dar la media vuelta no sin antes pararse a echar una meada. Recargado sobre la camioneta, en medio de la obscuridad, el Tata vomitaba para luego gritar abrazando al Negro y al Gigio "¡Hey, putos! ¡estos son mis amigos!".
Y el Abuelo le dice "Menón, ¿a dónde vamos a ir?".
Y sin dudarlo le contesta: "A la universidad".
Con las luces apagadas cruzan el umbral y descienden luego de estacionarse por la facultad de ingeniería. Gigio entra a un aula y decide cagarse encima del escritorio. Maya y el Negro no pierden más el tiempo y se dedican a coger en la tercera planta. El Abuelo y él se ponen a fumar mariguana, relajados. En un arranque que se pretende visionario, el primero le dice:
–Vas a ser un pinche licenciadillo como mi padre, Menón, igual de puto. Te va a ir bien.
–No te creas.
–Así va a ser.
–No te creas.
Media hora después están en la calle y chocan contra un árbol. Con uno de los rines chueco y el susto de haber visto pasar una patrulla de tránsito por ahí, alcanzan a llegar a casa de Gigio, donde su hermana Pamela se levanta a prepararles unos tacos dorados. Maya y el Negro ya se han ido, naturalmente, sin avisar a nadie. Hay llamadas en la madrugada, gritos al teléfono, llantos. Por la mañana emprenden el camino de regreso a sus casas.
La ciudad continúa cuando el día y sus fuerzas se han agotado. Se detiene y piensa "He perdido", luego da la media vuelta y emprende el camino a casa. Hay maletas que preparar, tal vez matar el tiempo en ese programa de comedia argentino que han puesto en la tele, también cenar sería bueno. Y leer un poco, aunque no cree poder conseguirlo.

Al día siguiente decide no ir a ninguna parte. Escribe.

lunes, junio 21, 2010

No hay nada en la montaña

—Mi intención es demostrarles que en la montaña no hay nada- nos dijo fumando su cigarro y entornando los ojos mientras el calor de la vega nos invadía sañudamente aquella tarde.
—No va a aguantar, maestro- le dije yo conteniendo una sonrisa y mirando de reojo a Cruciforme.
—¿De qué habla Padolla? Este no es un ejercicio de calistenia, sino de filosofía. Subiremos esa montaña y el punto quedará probado.
—Como quiera, pero está muy difícil, hay partes muy empinadas...
—Sí es cierto, profe- terció Cruciforme en la esperanza de zafarse disuadiéndonos —Mi tío se perdió una vez muy feo con un amigo.
—Es absurdo. Una montaña sólo tiene dos direcciones posibles: hacia arriba y hacia abajo. Nadie puede perderse en ella. Y encima no hay nada.
—Mañana sábado entonces- completé yo. —No le importará que venga Puchini, ¿verdad?
—Entre más gente se entere de lo que le espera en la vida, mucho mejor. No puedo hacer más por su educación, caballeros, salvo ir a la montaña y comprobarles que ahí no hay nada.
Me reí incontenible. Cruciforme me imitó. El maestro aventó la colilla a la tierra, la pisó, la recogió enseguida y la echó al bote de basura. Sin inmutarse dijo:
—Hasta mañana, caballeros.
Y se perdió en el edificio donde tenía su oficina.

El ascenso inició en el sitio y a la hora convenidos. No llevé agua ni alimentos porque pensé que el paseo terminaría pronto con el arrepentimiento del maestro o de Cruciforme, quien jamás quiso ir pero siempre apoyaba nuestras decisiones con ruidosos monosílabos. Sólo Puchini llevaba un botellín de agua y algo de comer. El profe llevaba una libreta.
Si al principio conversamos alegremente aprovechando el papel de desquiciado en que el maestro se había instalado desde hacía meses para provocarle, una hora después marchábamos en el más completo silencio. Resollando como una res a punto de morir, el profe ascendía con dificultad y torpeza manifiestas; agrupados y haciendo bromas le esperábamos en los descansos luego de los tramos escarpados.
—No va a aguantar el cabrón- le dije a Puchini mientras ambos lo veíamos avanzar por entre ramas y piedras.
—Sí, sí llega, pero se morirá nomás llegar- dijo riéndose y secándose el sudor con la camisa. Cruciforme estaba pálido, pero respiraba normalmente:
—Yo no sé para qué veníamos si a un loco no se le sigue la corriente.
—Por eso- concluí yo sin siquiera entenderme.
—¡A este paso de verdad no va a quedar nada en la cima, prof!- gritó Puchini. Nos reímos.
Resoplando como ropero en vendaval y sin alzar la mirada, el maestro contestó:
—Te traiciona tu juventud. He dicho ya que en la cima no hay nada.

Había árboles y chapulines. Había una cantidad inmensa de hojas. Había dos o tres promontorios de piedra que por culpa de la copa de los árboles no servían para ver el horizonte. Había una lata de cerveza oxidada en el suelo. El maestro se sentó y bebió del agua que traía Puchini, sin importarle que Cruciforme la hubiera dejado llena de babas. Luego de cinco minutos le espeté:
—¿No que no? Ya vió que el cerro no está pelón, prof, ¡le falló el cálculo!- Puchini y Cruciforme se rieron tal vez demasiado.
—En la montaña no hay nada, caballeros, tan claro como que el tiempo no vuelve.
Le vimos abrir su libreta que resultó ser una cajita delgada con cigarrillos y un encendedor. Cruciforme, que tenía más cabeza que todos nosotros, lo vio claro.
—Vámonos- me dijo casi susurrando.
—¿Qué?
—Que nos vayamos, hombre, ¿no ves?
Encendió un cigarrillo y con con la misma flama del encendedor prendió las hojas del suelo.
Puchini, Cruciforme y yo nos pusimos de pie al instante, alarmados. Con una sensatez desconocida, no perdimos el tiempo en recriminaciones ni en teorizar. Sólo dije
—¡Vámonos maestro, esto se va a encender y luego no la contamos!
—En la montaña no hay nada- respondió.
Cruciforme ya se había alejado unos pasos, nosotros le seguimos y luego nos fuimos corriendo por donde pudimos, arrastrando piedras y ramas en algunas partes, volviendo la vista de vez en cuando para comprobar que ya se alzaba una columna de humo.
—¡No mames, el tipo está loco!- dijo Puchini cuando por fin nos detuvimos al pie de una barranquilla.
—Pobre diablo- agregué.

Ahora tengo la edad del maestro. Desde mi casa de campo y con consternación, miro acercarse el fuego desde las colinas vecinas.

viernes, mayo 14, 2010

Silogismos científicos

Con motivo del 1er Congreso del Sistema Nacional de Investigadores (SNI) publiqué un artículo y realicé una ponencia sobre la educación superior, la investigación científica y el desarrollo tecnológico en México. La ponencia concluía con lo siguiente:
Las personas de la lista al final de este documento estuvieron ausentes del primer listado de ingreso o permanencia en el SNI bajo la Convocatoria 2009 y sólo aparecieron tras el proceso de Reconsideración; contra toda lógica, no lo hicieron en el nivel Candidato, sino en los niveles I o II, saltando tranquilamente el primero. Esta situación implica
1) Que las comisiones dictaminadoras realizan su trabajo tan descuidadamente que puede rechazar a alguien con méritos suficientes para el nivel I o II, o, más grave todavía,
2) Que la comisión incluye personas en el SNI sin atención a los criterios de los artículos 56-57 del reglamento, o

3) Que la comisión autoriza la inclusión de información no incluida en la solicitud y presentada tardíamente.
En cualquier caso, una situación así resulta muy grave y merece ser revisada por cuanto enturbia un proceso que debiese ser perfectamente transparente. Se sugiere naturalmente que el Artículo 51 del Reglamento General (capítulo Reconsideraciones) sea modificado para indicar que las comisiones revisoras no podrán en ningún caso dar un nivel dos veces mayor al proporcionado por las comisiones evaluadoras; es decir, si alguien es calificado como SNI Nivel I sólo puede reaparecer como SNI Nivel II, nunca Nivel III; del mismo modo, si no aparece en el primer listado de distinguidos, sólo puede aparecer tras la reconsideración como Candidato.
Como lo anuncia este párrafo, seguía una lista exhaustiva de los investigadores en la situación descrita (unos ciento cincuenta). Uno de ellos, perteneciente a la universidad cuyo espíritu habla por la raza, se descubrió en la misma y me ha escrito lo siguiente:
Lamento mucho que ante una omisión hecha por el SNI de la cual yo no soy responsable, me hayas señalado como ejemplo lamentable en tu trabajo "Ambiente académico en México: la evaluación en el Sistema Nacional de Investigadores".
(http://legacy.main.conacyt.mx:7777/
cappa/ponenciasni/oral/1337449.pdf)
Mis méritos académicos los puedes encontrar en cualquier buscador. Este señalamiento, cobarde desde mi punto de vista, solo demuestra la importancia de realizar una investigación profunda y objetiva antes de manchar el nombre de tus colegas.
La investigación científica se basa en el pensamiento racional y el pensamiento crítico. El pensamiento racional y la crítica carecen de sentido sin la lógica. Esta última nos enseña a respetar una sintaxis a fin de que se transmitan los contenidos semánticos deseados; también nos enseña a hacer deducciones de la información que recibimos. No obstante, como lo prueba el investigador inexplicablemente ofendido, siempre es posible -sobre todo en México- dedicarse a la investigación científica extrayendo conclusiones por medio de silogismos que confunden la boca con el ano.
Qué bueno es estar entre colegas.
Enhorabuena.

jueves, abril 08, 2010

La difícil aristocracia

Con motivo del trámite de visa para estancia científica que he emprendido en una obscura oficina consular de España en la capital de la que, según parece, muchos consideran todavía la Nueva Galicia, he vuelto a morder el polvo cortesía del personal más ridículamente barroco y peligrosamente ineficaz, una mezcla de los mejores lixiviados de dos países hermanos, México y España, cuyo parentesco resulta dolorosamente innegable luego de lo visto y escuchado. Y es que las similaridades no podían sino hacerse superlativas en un sitio como Guadalajara que, cómo no, muchos llaman "la ciudad más española de México". Por supuesto.
La españolidad tapatía no es arquitectónica: su centro histórico es más gringo que gachupín luego de haber sido arrasado en los ochenta, su sentido de la conservación nulo, su congruencia imposible, su extrarradio un basurero sostenido por hilachos; la españolidad tapatía no es cultural: tiene una feria del libro cuyos paneles pueden incluir descerebradas conductoras de televisión o autores consuetudinariamente premiados por ningún motivo, su gastronomía es (seamos piadosos) mestiza, su endogamia patológica, su cortedad de miras y su mongólica dicción legendarias; la españolidad tapatía tampoco es política ni económica: no es una monarquía constitucional sino un cacicazgo sin constitución, no es el imperio de la ley sino la ley del más fuerte, no es la prosperidad económica ni la responsabilidad social, sino el reino de la abulia y la pauperización selectiva. No obstante, hay parecidos.
La españolidad tapatía es sobre todo racial y actitudinal, es una ínfula, una quimera, una frustración y un trauma, es heredera de la colonia y de su sistema de castas, una continuación del largo decadentismo español que inicia -oh tragedia- apenas consolidada la conquista y que no ve su final -formal- sino hasta 1975 con la muerte de Franco. España podrá haberse vuelto moderna y haber abandonado su tradición patrimonialista, podrá haberse vuelto democrática y haber conciliado -o acallado- sus contradicciones: no así México y menos que ningún otro sitio, Guadalajara. Entre tapatíos ser rico o exitoso jamás significó ser productivo al estilo norteamericano (sólo muy recientemente y a cuentagotas) ni tener estudios de ningún tipo (aunque no falte quién crea que ello lo ennoblece), sino tener un apellido de alcurnia, ser blanco o, como suele decirse con graciosa timidez, "moreno claro", tener servidumbre y propiedades, ser amigo o pariente de los Fulanos o Zutanos, exhibirse al lado de los poderes eclesiásticos y civiles en ceremonias religiosas o días señalados, aparecer en las páginas de sociales del así llamado periódico local o, llegado el momento, tener su nombre publicado en una gorda esquela de redacción barroca.
Con ese modelo en mente, con ese criterio, el buen tapatío es, al igual que un español decadente, un aristócrata venido a menos. Le frustra no ser tan blanco, estar en los márgenes de la civilización occidental, que su ascendencia sea discutible, no vivir en España ni en esa Europa que asume todavía instalada en el siglo XVII con grandes pelucas, salones de té y títulos nobiliarios. Vive amenazado en su aristocracia clasemediera por el incontenible ascenso de los mestizos que a su vez procuran, no sin involuntario humor, alejarse de sus orígenes indios. No quiere trabajar ni estudiar nada más allá de lo estrictamente necesario para que todo siga igual (y, sin embargo, empeora). Cuestionado, siempre dirá que lo más importante es pasarla bien, disfrutar la vida, dedicarse al ocio lelo de su falsa condición privilegiada. En materia de ciencia o cultura siempre anunciará la reinvención del hilo negro para ser aplaudido por sus semejantes y justamente ignorado con bostezos por el resto del mundo; no quiere ser culto, sino que los demás se lo crean; no quiere hacer contribuciones, sino hartarse de indulgencia.
En el consulado español los solicitantes y los empleados eran todos blancos y daban voces pavoneándose con chulería: una señora informó al empleado y a todo el que tuviera oídos para oírla que quería completar el trámite de la nacionalidad porque era hija de españoles exiliados, porque su papá era español, porque sufrieron mucho, porque sus abuelos también eran españoles, porque ella era escritora y para ello lo mejor era España (?); la cónsul se paseaba por todas partes barajando hipótesis para explicar la muerte de Paulette, una niña rica y discapacitada que no pudo menos que acaparar la atención de un país como este (o como aquél) con tan claro sentido de las prioridades (o serán jerarquías) mientras se acumulaban solicitantes en las ventanillas; un individuo no escatimó esfuerzos para que todos los presentes nos enteráramos de que tenía la doble nacionalidad al igual que sus sobrinos; una empleada recibió encantada a un niñato recién llegado luego de preguntarle por su madre y luego de que éste le explicara las dificultades que tenía en decidir si viajaba con su novia o mejor se iba solo. Una verbena, pues, una fiesta el consulado aquel.
Por fin llegó mi turno con un feminoide de pelo relamido, ojos bizcos y gesto de asco, un retardado recién salido de un cuadro de Velázquez, que desconocía los requisitos del visado y era incapaz de leer documentos. Hubo que explicarle que tal papel sí se solicitaba y que tal otro no. Hubo que decirle que ahí donde decía resultados de laboratorio estaban los resultados de laboratorio (principio de identidad). Hubo que acceder a pagarle en moneda nacional lo que en el formulario se pedía en euros y que yo ya llevaba como tales, amén de soportar la peregrina explicación de que así se hacía porque "el tipo de cambio variaba mucho"(!). Y a la pregunta de cuánto duraría el trámite hubo que aceptar una respuesta a otra pregunta: "No depende de nosotros", dijo.
Asqueado salí a la calle, me alejé con rapidez. "La puta madre patria que nos parió", maldigo mirándome el ombligo.

domingo, marzo 21, 2010

Asientos de piel

El programa de repatriación del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACYT) de México paga la vuelta al país y el sueldo de un investigador radicado en el extranjero durante un año en cualquier institución nacional a condición de que esta última lo contrate después del mencionado plazo con el mismo sueldo y categoría. Por ese y otro programa similar de retención la Universidad de Guadalajara se hizo de veintidós investigadores el 3 de noviembre de 2009. Aunque la mayoría de estos investigadores laboran desde el 1 de diciembre, el convenio que debía firmarse desde el 19 de enero entre la universidad y el CONACYT no se ha firmado, nadie está oficialmente contratado y, desde luego, nadie ha recibido un centavo de los recursos presuntamente ganados. Inquieto por el formidable atraso y el, digamos, sabroso contraste entre mi exilio francés y el deporte extremo de volver a México, llamo a la encargada de investigación de la universidad (una mujer de dicción titubeante y vulgaridad manifiesta) que me informa alegremente que "efectivamente hay un conflicto entre el CONACYT y la universidad", pues el primero le reclama a ésta la devolución de recursos mal ejercidos en anteriores convocatorias similares antes de soltar los nuevos dineros. En otras palabras, veintidós investigadores son rehenes a fin de asegurar el cobro de un dinero mal empleado.
Incrédulo, llamo a la encargada del programa de repatriación del CONACYT, quien no sólo me corrobora la descabellada versión de la tartamuda funcionaria universitaria, sino que se me proporciona detalles del irresponsable comportamiento de los funcionarios e investigadores de la U de G: miles y miles de pesos en gastos de instalación (es decir, para laboratorios, equipo de cómputo, reactivos, etc.) que la universidad pretende justificar con facturas de asientos de piel, entre otras compras no menos indispensables. Cuelgo el auricular y me entrego a la amarga visión de miles de doctorcitos engreídos y peor capacitados, sin méritos ni miras, sin educación ni ética, instalándose orondamente en la acendrada tradición patrimonialista latinoamericana que tan satisfactoriamente cree hacer justicia a base de expoliar el Estado. "Esto es mío, esto me lo gané, me lo merezco", parecen decir, cuando no han hecho una sola cosa notable en su vida. Plaga de langostas sobre el presupuesto.
La clase media es una zona de frustración, el lugar donde mejor se exhiben y multiplican las simulaciones y mezquindades humanas, un mundo hipocritón de wannabes que se dan palmaditas en la espalda para mejor tragar su impotencia y neutralizar al otro. Tener mucho dinero, a menos que se sea figura pública (y aun entonces los tiempos modernos no juzgan mal el exceso, casi lo celebran), ahorra fingimientos y relaja bastante, pone a la gente en condición no sólo de decir, sino más significativamente, de hacer lo que quiere. Vivir en pobreza resulta igualmente liberador, pues llegada la resignación poco importan tal o cual trabajo (todos son una mierda) o tal o cual apariencia (de cualquier manera nadie nos la echará en cara), incluso puede uno despreocuparse de inquietudes morales y megalomanías trascendentes, problemas más bien típicos de ese purgatorio medio cuya vacuidad es todavía mayor en los países subdesarrollados.
Aunque inconfesadamente y en la práctica la clase media persiga el objetivo de salir de su incertidumbre económica, admitir este propósito le resulta intolerable por cuanto le sabe a innoble reconocimiento explícito de inferioridad, prefieriendo así disfrazarlo de ambiciones profesionales o filosóficas. Maestros de la retórica por traumatismo psicológico, los clasemedieros tienen como vía de redención natural la realización de estudios universitarios.
La universidad nace en la baja edad media europea, amparada por la Iglesia y los reyes, como una continuación de la vida monástica que desde la caída del Imperio Romano transmitió y creó conocimiento, es decir, hizo docencia e investigación, aunque entonces se tratase sólo de gramática, dialéctica y retórica; aritmética, geometría, astronomía y música. Su ascendente ascético hizo de las universidades espacios para la vida contemplativa, para el ocio creativo, para la reflexión pausada y la perspectiva. Como es natural, eran las familias de los grandes señores que se alimentaban con el trabajo de campesinos y artesanos, las que podían permitirse esta vida en el cruce de lo intelectual, lo artístico y lo espiritual, excepción hecha de aquellos que por su notable talento gozaron del mecenazgo de los poderosos: los primeros becarios.
Desde entonces hasta la Revolución Francesa la universidad fue un privilegio, nunca un derecho. La transmisión y creación de conocimiento, la vida intelectual y filosófica, el ocio contemplativo, eran todas actividades asociadas a una aristocracia ilustrada cuya cultura e inquietudes garantizaban la continuación de sus privilegios por encima de una mayoría ignorante, pobre, y sin acceso a la educación más elemental. A partir del ejemplo francés, durante los siglos XIX y XX la educación básica en manos del estado se convirtió paulatinamente en un derecho universal y, dependiendo únicamente de las muchas o pocas luces del estudiante, concedía el acceso a los estudios universitarios. Fue así que aparecieron las profesiones liberales y una burguesía cuyos recursos provenían del título que les otorgaba la universidad.
El siglo XX ve surgir entonces, en medio de su formidable desarrollo científico y tecnológico, varias paradojas por cuanto parecen olvidar y contradecir el origen y fines de la universidad: una culpable conciencia universitaria de su condición privilegiada que hace clamar a muchos de sus miembros por el acceso universal a un título, como si fuese incuestionablemente deseable y posible que todos en una sociedad fuesen profesionistas burgueses; una pauperización del nivel de perspectiva, reflexión y contemplación hasta entonces existentes entre universitarios, en buena medida asociado a la sustitución del hombre de cultura general por el especialista de miras miopes; la propagación en medios universitarios de la mentalidad becaria que ve en la docencia y la investigación no la forma de transmitir y crear conocimiento cuanto una reivindicación social que les dará acceso a las riquezas presuntamente en manos de las clases opresoras.
El equívoco universitario es más agudo, amplio y notable en los países subdesarrollados como México, toda vez que los países desarrollados han conseguido una clase media amplia bien educada (no necesariamente con títulos universitarios) que comprende que el camino de la realización económica o personal no pasa necesariamente por una profesión, sino por la posibilidad de hacer lo que se quiere sin cargar culpas, complejos ni frustraciones. Es así que el nivel de vida resulta muy superior al promedio del mundo subdesarrollado para una estilista, un agricultor o un obrero del así llamado primer mundo. Y en términos de tranquilidad psicológica ninguno de ellos pensaría que se ha perdido la oportunidad de su vida por no ser ingeniero, licenciado o contador.
Por otra parte, el mundo universitario en el subdesarrollo, particularmente en México, alcanza niveles de contradicción y tragedia escocedoramente viciosos: insertado en una cultura acostumbrada al agravio, la corrupción y la desigualdad más estridentes, hecho de una clase media delgada y en permanente zozobra económica real o psicológica, bajo los auspicios de un Estado débil y rapaz o de una iniciativa privada preocupada por intereses de empresa o confesionales, sus miembros no sólo transitan por las paradojas arriba citadas sino que las amplifican y perfeccionan. Es así que mientras la universidad pública escupe más y más profesionistas mediocres que creen que el título los hará ricos sólo porque certifica su capacidad para seguir instrucciones, las universidades privadas excretan profesionistas mediocres que por encima de técnicas y conocimientos se han perfeccionado en la creación de planes y la impartición de instrucciones; es decir, de un lado están los muchos brazos ejecutores que jamás percibirán su condición de subordinados, del otro las pocas cabezas que darán pautas y órdenes (casi nunca atinadas, tanto da); de un lado quienes armarán, repararán, programarán, limpiarán, pondrán las cosas en mediocre marcha, del otro los que tendrán tiempo de reflexionar y de vivir más allá de lo meramente técnico, planeando y dirigiendo; de un lado los que nunca tomarán un libro y se aburrirán con cualquier discusión que no trate de fútbol y sueldos, del otro los que podrán leer libros con desahogo y sin que obsten sus ocupaciones técnicas, quedando a salvo de complejos y zozobras porque sólo sobrevolarán el país procurando que siga rindiendo dividendos en su monolítica inamovilidad, aunque se anuncien cambios y soluciones todos los días. Una simbiosis perfecta, un círculo vicioso inatacable.
La investigación, por su parte, no podía estar en peores condiciones: si a la universidad privada le importa un bledo porque no es negocio en un país donde ya están repartidos los roles económicos y donde la clase dirigente es rancia y oligárquica, casi feudal, en la universidad pública ella queda muy por debajo del principal objetivo de los muertos de hambre que no terminaron sirviendo en empresas ni en centros de investigación extranjeros: asegurar su ascenso en la escala socioeconómica, reivindicar el "sacrificio" de haber estudiado por tantos años, formar un patrimonio aprovechando uno y cada uno de los resquicios burocráticos, convocatorias, premios, programas, incentivos, primas, apoyos, viáticos y demás instrumentos que tiene el Estado para mantener a estos merluzos permanentemente ocupados en llenar formularios y asistir a juntas, conducirse con servilismo ante los superiores y con prepotencia hacia los subordinados.
Y es así, me digo, como la creación y divulgación del saber son desplazados por asientos de piel, como al ejercicio de las virtudes cerebrales (ese viejo y retrógrado propósito medieval, ese impulso fascistoide) le sucede la más comprensible y revolucionaria ambición de posar más cómodamente el culo.

miércoles, marzo 10, 2010

Travestismo

No puedo menos que plantearme si yo fuera mujer. O ingeniera, tanto da, si de planteamientos imposibles se trata. "No me pregunten, sólo soy una chica", me respondo. "Pero certificada con diploma", agrego.

jueves, febrero 18, 2010

Serios y ridículos

La universidad se aprueba a sí misma la apertura de ciertas carreras en uno de sus obscuros centros. Congratulados, algunos miembros de la comunidad universitaria se atropellan para dar con la lisonja dieciochesca más barroca posible, la felicitación más encendida al superior, la felación mejor ejecutada. No pueden, sin embargo, evitar dar conmovedoras e involuntarias muestras del galimatías en que tienen convertido el, ejem, cerebro:
"...desde tu llegada al [centro]... fuiste siempre un colaborador fiel y eficiente..."
"me enorgullese (sic) que aún sigas liderando este gran proyecto cada vez más consolidado"
"...la acción para incrementar la oferta educativa es un compromiso al que nos comprometimos" (menos mal)
"Han sido evidentes los grandes logros... durante el poco tiempo que ha transcurrido de su gestión, logros que implican un mayor compromiso de esta comunidad universitaria"
Etcétera, etcétera.
Para consuelo de la universidad pública, las privadas no lo hacen mejor: la universidad ignaciana publica el día de ayer con indisimulado orgullo que un académico de ingeniería civil "realizó un viaje a Dubai" y que "durante una de las tardes... se dio a la tarea de contar todos los edificios que encontró a su paso y registró 136" Y cita al intelectual que, ya en plan profundo, afirma que "por supuesto que no conté todos, pero la cantidad que sumé da una idea muy clara sobre la apuesta al desarrollo inspirado en el furor de occidente, sin perder su identidad porque la arquitectura de este emirato ostenta el estilo árabe, que es de gran belleza, muy limpio".
Los Emiratos Árabes Unidos es un estado petrolero bajo las mismas leyes fundamentalistas islámicas que Arabia Saudita, con una deuda de 73.71 miles de millones de dólares e inflación por encima del 14%, un club de ricos decadentes en donde no falta la explotación laboral de somalíes ni las putas importadas de Rusia, que como cualquier país de cultura provinciana prefiere la arquitectura faraónica a la sustentable, lo que arrase con el entorno a aquello que lo haga habitable. Era imposible pues, que un "académico" habitante de los márgenes de la civilización occidental, acostumbrado a la endogamia cultural más perversa y acomodaticia, incapaz de apreciar una obra por algo más que sus cifras y tamaño, se abstuviera de expresar su candorosa admiración por los que construyen cada vez más alto. Enhorabuena. "Es increíble cómo han proyectado su ciudad", remata el jesuítico cenutrio.
De vuelta a Guadalajara, en medio de un atasco increíble, con calles llenas de perros muertos y basura, con cientos de nuevos fraccionamientos anunciados, no puedo menos que felicitarme por vivir en medio de tanta belleza.

lunes, febrero 08, 2010

Colegas

Leer libros proporciona el consuelo de escoger compañía, de abstraerse de ambientes deleznables o cainitas, de hacer mundo aparte cuando todo lo demás hace agua. De existir, los amigos de ficción con sus conversaciones densas e interesantes, su agudeza y originalidad, debieran estar ahí donde hay el tiempo y los recursos para tener una vida intelectual, una vida de conocimiento cargada de pasión crítica y libertad creadora: la universidad. Pero, en contraste, la realidad no puede ser más brutal: sujeta a modas y empresarios, presa de dogmas y mediocridad, la mayoría de las universidades ha devenido un terreno más para la democratización de la vulgaridad, para el envilecimiento colectivo, para el homo homini lupus...
Si un día me aparté de la fábrica y la empresa creyendo escapar al engranaje triturador de hombres, me equivoqué. Con cordial ingenuidad o mal disimulada mezquindad, mis colegas tienen a bien recordarme lo que soy: un empleado del que no se esperan grandes obras ni gestos heroicos, un digno peón que ha de seguir el juego a los invisibles dueños de la partida para comer caliente, un loro que repetirá las consignas que dicten los señores que deciden las tendencias durante un desayuno a cuenta del erario... Un don nadie, un número en las gráficas, un culiatornillado mono de ventrílocuo.
Muchos tienen el consuelo de su idiotez o abyección; otros, la capacidad mercenaria para vivir del presupuesto blandiendo formularios y nombramientos: a fuerza de repetir el ejercicio la fábrica de bufones termina aplaudiéndose el nudo del ombligo mientras, bajo su égida, generaciones de alienados se gradúan en cinismo y verborrea, en vacuidad y acidia, candidatos ideales para reemplazar sin cuestionamientos y aun con feliz optimismo a las generaciones desventradas por la urgencia moderna de productividad.
"Qué más da", parecen decir cuando les salta la vena crítica poniendo cara de compungidos, imposibilitados para hacer más ciencia que la que les permita solicitar más recursos para hacer más ciencia... Y yo vuelvo a mi mundo de libros, solitario. Y los dueños engordan felices de comprobar el celo de sus perros.

martes, enero 26, 2010

Repatriación

No es bueno llegar a un país en descomposición con la intención de instalarse alegremente sólo porque nos invitan algunos de sus dueños o adalides. No es bueno sólo porque sea el lugar en que nacimos ni porque sea ahí donde viven las personas que más queremos. No, desde luego, por razones patrióticas o abstractas, simbólicas o idealistas, que bien caro termina pagándose todo distanciamiento de la realidad aunque nuestras ilusiones nos parezcan a veces el mejor de los paliativos. No es bueno volver a las andadas como si no hubiésemos aprendido nada, repetir los diálogos ya sostenidos, apuntar los mismos problemas, dirigirse puntualmente hacia el desenlace conocido. Tampoco es bueno el suicidio, naturalmente. Ni repetirlo.
Envejecer en la mierda es lamentable y ello explica el empeño público por un infantilismo a toda prueba: porque sólo así puede seguirse tan campante sin percibir el hedor, sin encajar la barbarie, sin enfrentar las consecuencias. Poco importa que la puerilidad electiva sólo afiance el desastre: cerrar los ojos sigue siendo la respuesta natural al vértigo de la caída. Ha sido pues una lamentable coincidencia rebasar el mediodía de la vida mudándome a este parque de atracciones cuando ya no se tienen ni humor ni ganas para más adolescencia, menos aun cuando la vocación del parque parece estar cambiando a la de un vertedero.
Se me ofrecen dos opciones: fingir que existe un país aunque sólo lo viva virtualmente o asumir ese que ocupa su lugar reordenando mis criterios. La señorita del banco me persuade de no liquidar mi vieja cuenta y mejor abrir otra; el empleado del archivo para el registro de vehículos nos ofrece no pasar por la validación y obtener directamente placas y engomados con el licenciado en jefe de una recaudadora; la universidad contrata para dar clases de historia de la ciencia a una licenciada en turismo que, en conmovedor ejemplo de honestidad, confiesa haber elaborado el programa "con la única pista del nombre de la asignatura"; un doctor en ciencias le rompe la nariz a otro dentro de la universidad y ésta no hace nada, casi causando la renuncia del agredido con la consecuente cancelación de proyectos... A donde mire, a donde vaya, por menos que haga y más que me esconda, la ambigüedad, la contradicción, el peligro y la arbitrariedad me saludan ominosos.
Y crece en mis adentros la convicción de que estoy cayendo en desgracia y de que el suelo, desafortunadamente, no está próximo.