domingo, noviembre 20, 2022

Cantinflas homoerótico

Con frecuencia he pensado en la forma en que los homosexuales de otros tiempos se las apañaban para vivir sus vidas, al principio plegándome al común prejuicio que supone que todo pasado fue represión y disimulo, luego poniendo en duda esa conclusión arrogante que mira hacia atrás desde una atalaya de superioridad construida con el mito del progreso. La persuasión de que la humanidad entera se mueve siempre hacia adelante, hacia algo mejor (lo que sea que eso signifique), así en lo científico como en lo social, así en lo tecnológico como en las ideas, está demasiado arraigada entre nosotros luego de siglo y medio de capitalismo y revolución industrial. Y, sin embargo, ¿no nos sirven los tiempos que corren —así sea la ventana mínima de nuestras vidas conscientes, desde que supimos que el mundo es mundo hasta que dejamos de comprenderlo, seniles— para liquidar la creencia de que todo mejora? ¿No habíamos desterrado para siempre la época de los irresponsables demagogos criminales luego de tanto Hitler y Stalin, de tanto Perón y Chávez? ¿No estábamos ya de acuerdo en la democracia y los derechos de las minorías? No, no lo estábamos. Nunca lo estaremos. Cuando todo parece encajar y levantamos la cabeza, cuando cae el muro o liquidamos en nutrida elección al dinosaurio, en esos momentos alegres, extáticos, confundimos la victoria con la convicción. Pero el mal sólo se repliega a las sombras y aún se disfraza para seguir azuzando y torciendo, tergiversando y confundiendo, el plazo que haga falta, paciente, insidioso, sutil, hasta que los tiempos propicios regresan y, ya sin temor a represalias ni censuras, descubre su rostro siniestro. 'Todo mal vuelve', creo haber leído en alguna parte. ¿Y quién que no sea demasiado nuevo en el mundo —o desmemoriado o terco— puede ponerlo en duda?
El matrimonio entre parejas del mismo sexo y la adopción de niños por parte de las mismas conviven con la política de cancelación que no sólo cose la boca de aquellos cuyas opiniones nos repugnan, sino que los sustrae de cualquiera que sea la actividad profesional que desempeñen, sin importar que ésta no guarde relación con sus opiniones ni cuán talentosamente se ejerza; las ambiguas libertades para el uso de drogas con fines recreacionales no obstan para que la más obtusa gazmoñería se despliegue en redes sociales por esos mismos que se dicen liberados: contra el aborto, contra éste o aquel aspecto de la sexualidad de las personas, contra la eutanasia o el libre comercio. Qué importa que hace casi doscientos años ya se dijera que 'sobre sí mismo, sobre su cuerpo y espíritu, el individuo es soberano': esta época les enmienda la plana a todas las anteriores y, desde la cómoda ilusión de originalidad que garantiza su ignorancia, desde sus pantallas y apps como las nuevas herramientas de linchamiento y exaltación que antes fueran piedras y hogueras en plazas públicas, desde la inopia intelectual y moral que los incapacita para discutir racionalmente y los obliga a tragar mierda para mejor mostrar su tolerancia, se erige, segura de sí misma en su absoluta indefensión cultural, en la emisaria de regresiones inacabables.
Por fortuna, el pasado que no borra ni dios aunque bien pueda permanecer ignorado o torcido, asoma de vez en cuando en formas que escapan a la edición de nuestros contemporáneos, tal es el caso de la película Soy un prófugo, de mil novecientos cuarenta y seis, donde Cantinflas interpreta a un conserje de banco al que se le acusa injustamente, junto a su compañero de trabajo Carmelo, del robo del mismo. En época tan retrógrada, tan objetivamente inferior a nuestra legislación gay friendly, con esa Revolución machista que fue la mexicana terminada apenas veinte años atrás, Cantinflas y Carmelo viven y trabajan juntos, duermen en la misma cama —acaso porque, como puede deducirse de su condición, son muy pobres—, planean la construcción de una casa donde seguirán reunidos aunque también se incluya a Rosita (a quien pretende Cantinflas) y se permiten una escena en que, dejándose llevar por la emoción del idílico futuro, Cantinflas recarga la cabeza en el hombro de Carmelo y éste a su vez le acaricia la barba mientras dice 'el contacto de tu piel me hace temblar de emoción'. Obviamente, Cantinflas 'pone en su lugar' a Carmelo cuando, saliendo de su ensueño, se da cuenta del equívoco. Lo mismo hace más adelante, cuando un couturier francés se demora acariciándole las solapas de un smoking que le está diseñando. 'Tiene Usted un cuerpo que es un poema', le dice el sastre. 'No me toque tanto', acota Cantinflas, quien nuevamente, luego de inevitables permisiones, 'pone orden' diciendo 'yo no hago trutru'. Y aunque, en efecto, la película se guarde de insinuar que Cantinflas hace trutru y deje en la ambigüedad la relación que guarda con Carmelo (¿es su compadre, su amigo, sólo su compañero de trabajo?), acaso el guionista o el director sí lo hiciera y, como tantos otros a lo largo de la historia, llevara a cabo pequeñas reivindicaciones personales aquí y allá aprovechando los márgenes de libertad de épocas mucho menos pretensiosas que esta, épocas en que, por ejemplo, la gente encendía cigarrillos donde fuera sin que se le afeara la conducta... 
En Soy un prófugo los vemos reunidos tranquilamente en salones y oficinas, en transportes y fiestas, echando humo con despreocupación, ignorantes, los pobres, de que las libertades ganadas bien pueden perderse más adelante, de que todo mal vuelve, de que nada —ni siquiera lo más lógico, lo más evidente— se consigue para siempre.