sábado, marzo 28, 2020

Primera sesión

Uno de los méritos más importantes de no tener hijos será que no torturaré a ninguna persona que espere de mí amor incondicional. Nadie tendrá que acudir a ningún consultorio, como lo hago yo ahora, para explicar las injusticias de que fue objeto por parte de quienes más debieron protegerle y amarle, como si en la explicación racional que no es otra cosa que inventarse una cadena de causalidad paralela a la de los hechos pudiera hallarse la reparación debida o, cuando menos, la eliminación de las consecuencias. No consuela decirse, sin más pruebas que la argumentación más o menos arbitraria de un psicoanalista, que uno debe conducirse con más flexibilidad y tolerancia porque la rigidez de nuestro carácter tiene por causa la falta de amor de la madre y la castración virtual del padre; que la orientación sexual quedó determinada por el predominio de una madre marimacho que hubo de suplir al padre ausente; que sin duda el fetiche de los calcetines y las ataduras, pero también el de la saturación de orificios y aún el de la asfixia, se corresponden todos a una misma necesidad patológica, impuesta por la madre, de embridar los instintos por medio de una represión no sólo mental, sino física, obteniendo placer de la privación tensa, prolongada y dramática del premio. ¿Por qué querría pues que por mi culpa alguien tenga asuntos pendientes qué resolver en su vida; que sienta una insatisfacción esencial cuya causa ignore o tarde demasiados años en asociarla vagamente a mi veneno; que requiera la ayuda de los así llamados profesionales o dependa demasiado de una pareja comprensiva y amorosa para olvidar el daño; que descargue a su vez la frustración por mí causada en su propia prole? No. De ninguna manera.
A mi hijo ya no podré torturarle porque ha muerto prematuramente. No siempre fue así, pero nos hallábamos bien el uno con el otro cuando murió, una muerte repentina y violenta que no nos dio tiempo de conocernos más a fondo. No obstante, debajo del entendimiento mutuo que habíamos alcanzado yacía sin duda la memoria de incontables agravios. Porque yo no fui madre, sino padre; porque mi madre fue padre también; así mi amor por él no era no podía ser incondicional. Cuando fue evidente para mí que no era un chico demasiado despierto, tuve la esperanza de que se dedicara a algo tan alejado de mí que yo no tuviera oportunidad de juzgar su competencia. No fue así. Decidió hacerse ingeniero como yo, estudiar la misma especialidad, encima. Con el pretexto de ayudarle le sometí a todo género de presiones sólo para satisfacer mi propio ego. A mí no me importaba cómo se sintiera él tanto como el éxito que a través suyo pudiera yo experimentar, como si de una extensión de mí se tratara; no un hijo, sino una parcela más donde poner a prueba mi inteligencia; no un vástago, sino un aspecto más donde yo sería medido y juzgado. Ahora es fácil decir que yo buscaba la perfección por culpa de mi madre y que esa búsqueda acabó por envenenar la relación con mi hijo, pero por fortuna ese veneno no consiguió agriarle el carácter ni lo hizo desistir de sus decisiones, al contrario: conforme yo renunciaba a mis pretensiones de hacer de él un gran ingeniero y le prestaba mayor atención a los estudiantes más brillantes que trabajaban conmigo, él se hizo de buenos resultados con paciencia y constancia, pero sobre todo con amor. Si yo no lo tenía en la mayor consideración, si para amarlo exigía de él el talento más alto, él me amaría incondicionalmente, como a un hijo. Con su primer sueldo como ingeniero me invitó a comer, reservado y afable. No me guardaba rencor y así le tuve una creciente confianza para confesarle mis debilidades y escuchar sus opiniones. Me convenció finalmente de que alcanzaría una vida plena que yo pudiera respetar. Luego murió, devolviéndome de golpe a una soledad esa sí, para siempre perfecta.
Pero lo que había pasado con mi hijo le pasó sobre todo a él, más que a mí. Y desde luego más a mí que a mi madre, que no encontró en este hecho nada que la apartara de su conducta habitual, a saber, la feroz defensa de mi persona contra terceros a fin de mantener el derecho exclusivo de aniquilarme. ¿Qué fue la muerte de mi hijo para esta señora que fungió como mi padre y de la que tuve que alejarme nunca de manera suficiente, nunca de manera perfecta para no morir de asco? En el mejor de los casos fue una tarea más en la que yo le había fallado, no porque la privara de una descendencia hacia la que no tenía ningún interés, no porque ella creyera que yo había sido negligente con mi hijo ni porque conociera las duras exigencias profesionales a las que yo lo había sometido, sino porque perderlo me hacía una persona manchada por el fracaso y, por lo tanto, menos digno de ser hijo de ella. 'No existen los accidentes', dijo al poco tiempo de morir mi hijo con la falta de tacto típicamente católica que la caracterizaba, 'uno atrae el mal a sí mismo y así no es nunca casualidad que las personas con defectos de carácter tengan en su haber una larga lista de desgracias. Ellos se lo buscan'. Aunque tarde, la muerte de mi hijo me abrió los ojos en relación con la maldad natural de mi madre y, en consecuencia, nunca más me permití consideraciones de ningún tipo hacia su persona que no fueran de carácter económico. Durante años había padecido sus invectivas y mezquindades, su crueldad inexplicable y quirúrgica, pensando estúpidamente que ella sólo deseaba que yo fuera mejor. Una y otra vez, como ocurre con aquellas personas que asumimos como buenas porque casi no concebimos que pueda ser de otra manera, acudía a ella para pedirle consejo sobre diversos asuntos, hacerla partícipe de mis preocupaciones y dudas, también de mis alegrías, sólo para resultar sistemáticamente lastimado por su incomprensión o desinterés, por su habilidad para conducir cualquier conversación por donde hiciera falta para encontrarme culpable, por sus reproches soterrados y el continuo rebajamiento que hacía de mi persona para mantenerme, siempre disminuido, bajo su férula. Nunca más, me dije, así desde la muerte de mi hijo.
Ha pasado el tiempo. Su maldad goza ahora del pretexto de la senilidad. Pero ha sido justamente su edad lo que me ha permitido comprenderla mejor en vez de descartarla simplemente como otro caso de demencia: cada vez más veo surgir en sus palabras y actos, en la manifestación mal refrenada de su protervia, en la avaricia injustificada de objetos y alimentos, incluso en sus rasgos físicos y algún movimiento involuntario, a la persona de mi abuela, su madre, a quien ella tanto criticaba por estas mismas cosas con las que ahora hace padecer al personal de la residencia y a mí, ocasionalmente, cuando voy a visitarla. 'De modo que eso era', me digo sonriéndole mientras me echa en cara los gastos que no hizo en la educación de mi hijo, a quien cree vivo, 'la culpa no era tuya sino de tus padres, claro, particularmente de mi abuela; ¿cómo podía saberlo si aquella anciana era toda beatitud conmigo? ¿cómo no presté atención a la manera en que siempre te comparaba desfavorablemente con tus hermanos? ¿cómo no recordé en las tantas veces en que me hizo llorar tu crueldad el desprecio con que mi abuela te trataba cada vez que intentabas hacerte comprender, pero sobre todo querer, por ella?'. Vienen a darle la medicina de las siete, ella acepta tragar las pastillas con cierto enfado. 'Perdóname, madre', digo mentalmente mientras trato de pasarle una mano por el rostro y ella se aparta para preguntarme con gravedad '¿Por qué te gusta fracasar, hijo? Contéstame'. No me molesto en hacerlo. Sonrío y me pongo de pie. 'Hasta pronto, mamá. La quiero'.
No tengo hijos. Nadie espera de mí amor incondicional. 
Pero yo tampoco.

lunes, marzo 16, 2020

Segunda sesión

Por alguna disposición natural que por ahora no es importante analizar, la vida suele orillarnos a formular y resolver falsos dilemas. Entiendo por resolver la mera acción de escoger, cuando una verdadera solución sería descartar el dilema como lo que es: una disyuntiva inexistente, una trampa, la y griega de un sendero que podemos desandar. Sin embargo, cuando ya se ha ido demasiado lejos en un camino y nos hemos esmerado en prepararlo para recibir al final del mismo lo que suponemos es su consecuencia lógica y triunfal, sólo para encontrar una bifurcación entre dos rutas igualmente lamentables y contrarias a lo que habíamos calculado, se vuelve tan pesaroso como inevitable elegir. Cuando ese momento paradójico llega, sin importar las cualidades intelectuales de quien lo padece ni la profundidad de su inclinación hacia la objetividad, no se busca otro culpable que no sea uno mismo, una amarga tarea facilitada por el carácter intrincado y múltiple, entremezclado, de todas las realidades humanas. '¿En qué de lo que nos ha ocurrido no hemos tenido parte?', nos preguntamos, y a agua pasada es fácil juzgar como obvias las acciones que debimos emprender, como si el ajedrez pudiera jugarse deshaciendo movimientos y como si semejante oportunidad no contuviera en sí misma el germen de nuevas complicaciones y atascos.
Como era de esperarse, los falsos dilemas que nos procuramos están íntimamente asociados a nuestro carácter; éste, a su vez, como casi todo lo que somos, hunde sus raíces en nuestro árbol genealógico como en una sesgada representación en miniatura de los diversos tipos humanos. Desde niños buscamos espejos en quienes nos rodean, aunque a veces tengamos que ir más allá de nuestros padres para encontrarlos. El primero que tuve fue Melina, la mayor de las hermanas de mi madre, que a diferencia del resto de sus hermanos no estaba casada, ejercía la medicina en un consultorio propio, vestía con extraordinaria elegancia y tenía un montón de libros y discos en su habitación, un lugar en el que solía quedarme a leer mientras ella se arreglaba frente al espejo de su cómoda u ordenaba papeles cuidadosamente en archiveros y portafolios. La admiraba de manera natural por una afinidad que entonces no buscaba explicar, reforzada por los pequeños regalos y consejos que me daba, ya en la banca del parque donde comíamos helados, ya a bordo del coche impecable que conducía: 'debes valerte por ti mismo', explicaba, 'haciendo algo que de verdad te guste, que te apasione; si no lo sabes ahora, ya lo descubrirás después, pero tú sigue estudiando'. Con todo, una pregunta aparecía una y otra vez en mi pensamiento sin que la corta edad me impidiera considerarla imprudente: ¿por qué Melina era soltera? ¿por qué no tenía un marido, médico o quizá ingeniero, con quien pudiera tener hijos propios y vivir ya no en la casa que compró para sus padres y hermanos más pequeños, sino en una exclusivamente suya? Venciendo la timidez le pregunté a mi madre un día; ella, haciendo una mueca despectiva mientras movía desdeñosamente las manos, explicó: 'no sé por qué Melina sigue soltera, pero algo tendrán que ver su mal carácter, su intolerancia, su agresividad; ella siente que es perfecta, que sólo ella tiene razón, peca de soberbia y tú vas por el mismo camino'. Yo adoraba a mi tía Melina y no encontraba en ella trazas de la personalidad que le atribuía mi madre; tampoco sentía que yo me pareciera a ella, pero la comparación me halagó: yo quería ser como mi tía. Excepto en una cosa: el amor.
Pasó el tiempo, me hice adulto, la admiración que yo sentía por Melina menguó. El trato cordial pero circunspecto de nuestra relación no incluía la necesaria confianza para discutir su vida privada ni las decisiones y circunstancias que la condujeron a su soltería definitiva. Creí comprender las objeciones de mi madre para con su hermana cuando a los dieciocho años, con motivo de un trabajo informático por el que ésta me pagaba, yo mismo fui objeto de sus invectivas. '¡Estás sola porque eres una amargada y una histérica!', le grité en la cocina de su nueva casa (por fin vivía sola), '¡quédate con tu dinero! ¡renuncio!'. Pese a estas duras e injustas palabras, Melina no se quebró en ningún momento. No asomaron a sus ojos las lágrimas que uno supondría. No bajó el tono de su voz ni intentó disuadirme de renunciar. Me fui de ahí y me olvidé por mucho tiempo de mi tía recibiendo sólo noticias ocasionales de su vida. Una vida profesional. Una vida sola que yo no quería para mí.
Creí encontrar el amor pocos años después en un hombre tan leal como aburrido. Hice una carrera exitosa. Prosperé económicamente. Me inventé reglas para vivir mi sexualidad sin menoscabo de lo que creía el amor. La confusión me costó dieciocho años de creciente pasmo que terminaron en un doloroso divorcio. Otra pareja, tan deseable en la cama como contradictoria y dudosa fuera de ella, palió mi soledad por algún tiempo, pero ya se diluye en la distancia de una ciudad extranjera. Como si hubiera atravesado a nado un enorme lago mi vida o, cuando menos, su juventud más lata hoy levanto la vista cansado, todavía húmedo, en esta playa desconocida donde casi nada se parece a lo que buscaba: no hay hijos ni amantes, no hay una cintura donde descansar la vista. Por distintos rincones, en lo alto de la arena, arden fogatas que alimentan las muchas Melinas que conocí en mi vida, mujeres solteras y profesionales más o menos enamoradas de mí, que han persistido en su ruta solitaria: la maestra de los perros, la española, la checa, la francesa. Yo, según voy descubriendo, soy una de ellas. Soy como ellas. Soy ellas. Ya me veo como la propia Melina entregando toda mi fortuna a la secta en turno por falta de amor, como la maestra recogiendo perros y putas por falta de amor, como la española aferrado a mi madre en un piso solitario por falta de amor, como la checa declarándome abierto a todo y atrayendo sobre mí sólo el abuso por falta de amor, como la francesa, en suma, dándome ínfulas de revolucionario y amante de todas las causas por falta de amor
¿Cuál será mi destino una vez alcanzada esta orilla sin acompañante ni descendencia? ¿con qué he de sustituir el amor cuando se acabe la esperanza? Todas las Melinas han debido enfrentarse en algún momento a la perversa idea de que eran culpables de su soledad última, se habrán examinado perplejas luego de ser heridas o abandonadas, ignoradas o proscritas, reprochándose el haber cultivado una idea de perfección en su persona, en su hogar, en su filosofía a la que van degradando con todo género de ajustes cada vez más desesperados e imprecisos, sin que a semejante rebajamiento lo compense nunca una caricia genuina ni una lealtad mínima. Nada, nadie, ninguna permanencia. El dilema entre mostrarse aquiescentes o quedarse solas prueba así su falsedad última, pero la evidencia no es suficiente para deshacer lo andado ni volver sobre sus pasos para ser ellas mismas: rechazan serlo en soledad. Optan, pues, por un suicidio sin sogas ni navajas, los tristes sustitutos del amor...
Pero yo, doctor, mucho me temo, no tengo ganas de reemplazos.

domingo, marzo 08, 2020

Tercera sesión

Lamenté mucho saber que el hombre que había pagado diez sesiones conmigo se había suicidado luego de la tercera. Lo recuerdo delante de mí abjuraba yo del diván: prefería una silla frente a otra con un portafolio abierto sobre la alfombra, repleto de cartas. 'Es desesperante, doctor, que lleguen momentos en la vida en que la soledad lo obligue a uno a considerar el pasado y sólo encuentre en él una densa niebla de inconsistencias. Quiero que se haga la luz y no lo consigo. Quiero limpiar mi vida y no puedo dejar atrás sus historias ridículas cargadas de consecuencias. Casi no me queda nadie y lo que me queda está contaminado de tontería o necedad. No sirve. Esta situación debería facilitarme enterrar el pasado, mudarme, empezar una vida nueva en otro lugar. Pero no puedo. Quizá usted pueda ayudarme a ordenar las cosas, a atreverme'. 
No pude. Discutíamos la historia de su vida apoyados aquí y allá en esas cartas, lo dejaba emprender largas digresiones, le mostraba en la sesión siguiente los resúmenes que había hecho sobre su persona, sobre su vida, le anotaba posibles consejos y sugerencias. Una conducción un tanto heterodoxa, desde luego, pero más adecuada a su nivel intelectual y a su deseo de ver por escrito, sistematizada en resumido orden, la historia de su vida. El último informe no ha podido recogerlo. Lo he archivado con profundo pesar, juzgando ingenuas y un tanto estúpidas, desproporcionadas, las conclusiones que maneja: insisto en el papel fundamental de las circunstancias (que no le han sido favorables), en la necesidad de una obra (a falta de personas), en la procuración del placer por vías que no dependan más que de uno mismo. Una ingenuidad inexcusable de mi parte, quizá pereza. La mujer del aseo ha encontrado traspapelada una de las cartas que el hombre me había mostrado. En su entusiasmo, su generosidad, su peligrosa falta de reservas, comparto la vergüenza que él decía sentir por toda su correspondencia, por toda su vida:
"Querido E.,
Los viernes rompo rutinariamente la rutina, aun sin querer, pues el sólo conocimiento de que el sábado no hay trabajo me laxa lo suficiente como para escuchar música o ver películas hasta bien entrada la noche. No todo lo que escucho es de calidad objetiva, pero suele revestirse de un valor sentimental incalculable a la hora de fijar el pasado, recrearlo, retrotraerlo y aun vivirlo de nuevo con la intensidad que da mi vasta memoria no sólo narrativa, sino sensorial y aun ucrónica. Y como el presente es una irredenta madre que alimenta lo ya transcurrido con maníaca puntualidad, la música también me proporciona la atmósfera y a veces hasta el humor de los días que corren, siendo así que ya hay acordes y textos perfectamente adecuados no sólo para recordarme mi reencuentro contigo, sino para imaginar los que no tuvieron lugar y aun vivir los que vendrán en el futuro. Los cantautores indie han tenido el enorme acierto de recuperar mi vena sórdida y decadente hasta tender una alfombra sonora donde recostar el alucinante presente, tanto más incomprensible y sorprendente por cuanto no ha sido el contacto de nuestros ojos ni el abrazo tras largos años lo que nos ha acercado hasta echarnos paradójicamente de menos ahora que nos hemos reencontrado, sino la escritura, el verbo, la visita de la palabra de la que cada vez puedo prescindir menos hasta el punto de que aquí me tienes rindiéndote tributo cuando el viernes avanza hacia su fin y sólo podré enviarte estas líneas el día de mañana, cuando por fin lea tu respuesta al correo anterior o descubra que no me has escrito, anomalías todas disculpables aunque sólo sea por la libertad rayana en la locura que siempre incluso desde hace diez años nos hemos procurado.
Tampoco mis películas son todas de buena calidad, sobre todo si tomamos en cuenta que la gran mayoría del material que guardo en el disco duro externo me fue proporcionado generosamente por amigos diversos o conocidos, más o menos irrelevantes, o personas cuya importancia ha quedado suspendida hasta nuevo aviso (y ese aviso bien podría llegar hasta el momento de mi muerte, cuando toda opinión o juicio cesen definitivamente y quede todo preterido para la eternidad), de modo que mis verdaderas películas están en México, lo que no obsta para que igual que la música disfrute con no poca basura y aun encuentre una que otra obra maestra entre el material que descuidada y mecánicamente me procuraron aquellos que bendita época informática sólo acumulan materiales que no desean para mirarlos cuando no puedan prestarles atención… 
Yo, en cambio, gracias a este exilio, segundo de ellos desde que a principios de siglo consiguiera irme del país con objetivos vagamente académicos y profundamente filosóficos, dispongo de todo el tiempo del mundo para vagar solitario y extranjero por las obras y aun las excrecencias que los hombres han creado para transmitir conocimiento, para alimentar su vanidad, para mejor pasar del vientre materno al vientre de la tierra, pruebas todas de que con la vida lo mejor que puede hacerse es crear, hacer, edificar, afilar la espada del intelecto y pulir la copa del corazón, vivir adentrándose en la espesura como aconsejara San Juan de la Cruz en el Monte Carmelo…
Pero no seamos injustos: no sólo después de iniciado mi exilio he tenido la oportunidad de asomarme al mundo, también antes lo hice y, aun más, lo he hecho desde que abrí los ojos a la luz e hice de mi paso por la tierra una vida de amor y conocimiento. Comprendí pronto mi naturaleza teórica y la exploté hasta sus límites en esa vía contemporánea por la que se incorpora a los hombres a la sociedad, llamada escuela; comprendí pronto que tenía que hacerme primero con las ciencias y luego con las opiniones, al final con las meras ideas y más allá con las creaciones; comprendí que una parte del conocimiento sería carne, alguna otra sentidos, alguna más razón y otra éxtasis; recorrí las matemáticas y la historia, la ingeniería y la vaga región que va de la teoría social a la teoría psicológica, sin olvidarnos de la tenebra religiosa y, por supuesto, la literatura; pinté y toqué Las mañanitas; escribí desde la adolescencia “sorprendido de ser”, como dijo Octavio Paz, mi modesta vida y mi vía poética; he publicado textos plagados de ecuaciones y alguno más sobre inteligencia artificial, una critica a los diarios de Salvador Elizondo en Letras Libres e innumerables artículos políticos y sociales, además de multitud de cuentos breves; he hecho caricatura política y he sido formalmente reprendido, he sido espiado y delatado, traicionado y punido; he sido maestro y alumno, alma de fiestas y líder espiritual, programador y divulgador científico, investigador y practicante de karate, jujitsu y spinning; he sido amigo y amante, diablo y salvador, marido y mujer…
Y ahora estás de vuelta, querido, pidiéndome mi currículo. Vaya pues, aunque sólo sea para que rías de mí un poco como buen conocedor que eres de mis oquedades y vergüenzas (y si no las conoces las inventas, querido, que sólo queriéndome tanto puedes ser tan duro conmigo). Pero ahora que el viernes ha cedido suavemente su lugar al sábado quizá sea conveniente hacer una pausa para oír una melodía y volver sobre la escritura porque quiero hablar más de ti, ¿me esperas?
[...]
He vuelto luego de escuchar Seronda. Cuando vuelva a Ciudad Natal quiero poner las canciones inexplicables a buen volumen en el auto y pasear por el centro de la ciudad contigo a altas horas de la noche; de día quiero recorrerlo a pie desde el lugar donde nos conocimos, al lado de la estación Belisario Domínguez, hasta el Parque Revolución. Y quiero que me abraces sin objeciones cuando lo necesite (y lo necesitaré). Entonces te explicaré algunas cosas que seguramente ya intuyes, como la complejísima relación que guardo con la parte más profunda e inimitable de esos barrios donde pasé mi infancia y que me hicieron el engreído homosexual que soy, relación de la que tú oh, azar misterioso has sido siempre el embajador más versado y oscuro, también el más entrañable… la homosexualidad explicada exactamente como tu teoría del suicido, nene: la sociedad trafica las armas y nuestra psicología aprieta el gatilllo, ¡qué excelente analogía!
También quiero que vayamos a una cantina: no, no a un bar de putos como pudiera pensarlo cualquier observador profano de nuestros intercambios epistolares que en cada movimiento sólo vería una invitación a intercambiar fluidos, sino a una cantina ordinaria y sórdida donde sólo podamos oír alguna música siempre adecuada, reír a carcajadas con el humor que suele faltarnos y beber un trago como si la fiesta hubiera terminado hace muchos años, víctima de la decadencia universal…
Quiero tantas cosas que será mejor que espere a mañana para burlarme de mí; tú estás invitado a hacerlo desde hoy, naturalmente, pero también debes acompañarme en los delirios arriba citados cuando llegue el momento (¿no eras tú el que pedía que pasáramos más tiempo juntos hace sólo un par de semanas? ¿o eras más bien el que amenazó ayer con privarme de sus cartas con motivo del escaso tiempo que tus estudios sociológicos y más bien burocráticos te dejaban?). Tienes la palabra, nene, y una dulce sonrisa dibujada. Besos enormes."
'No hicimos nada, doctor. Nada. Con él como con la mayor parte de la gente de mi vida sólo hubo prédicas en el desierto. ¿Cree que sea el momento de partir?'. Entonces le contesté que cambiar de residencia era sin duda una buena idea. Fui, desde luego, uno más quizá el último de los que no lo entendieron.