lunes, marzo 16, 2020

Segunda sesión

Por alguna disposición natural que por ahora no es importante analizar, la vida suele orillarnos a formular y resolver falsos dilemas. Entiendo por resolver la mera acción de escoger, cuando una verdadera solución sería descartar el dilema como lo que es: una disyuntiva inexistente, una trampa, la y griega de un sendero que podemos desandar. Sin embargo, cuando ya se ha ido demasiado lejos en un camino y nos hemos esmerado en prepararlo para recibir al final del mismo lo que suponemos es su consecuencia lógica y triunfal, sólo para encontrar una bifurcación entre dos rutas igualmente lamentables y contrarias a lo que habíamos calculado, se vuelve tan pesaroso como inevitable elegir. Cuando ese momento paradójico llega, sin importar las cualidades intelectuales de quien lo padece ni la profundidad de su inclinación hacia la objetividad, no se busca otro culpable que no sea uno mismo, una amarga tarea facilitada por el carácter intrincado y múltiple, entremezclado, de todas las realidades humanas. '¿En qué de lo que nos ha ocurrido no hemos tenido parte?', nos preguntamos, y a agua pasada es fácil juzgar como obvias las acciones que debimos emprender, como si el ajedrez pudiera jugarse deshaciendo movimientos y como si semejante oportunidad no contuviera en sí misma el germen de nuevas complicaciones y atascos.
Como era de esperarse, los falsos dilemas que nos procuramos están íntimamente asociados a nuestro carácter; éste, a su vez, como casi todo lo que somos, hunde sus raíces en nuestro árbol genealógico como en una sesgada representación en miniatura de los diversos tipos humanos. Desde niños buscamos espejos en quienes nos rodean, aunque a veces tengamos que ir más allá de nuestros padres para encontrarlos. El primero que tuve fue Melina, la mayor de las hermanas de mi madre, que a diferencia del resto de sus hermanos no estaba casada, ejercía la medicina en un consultorio propio, vestía con extraordinaria elegancia y tenía un montón de libros y discos en su habitación, un lugar en el que solía quedarme a leer mientras ella se arreglaba frente al espejo de su cómoda u ordenaba papeles cuidadosamente en archiveros y portafolios. La admiraba de manera natural por una afinidad que entonces no buscaba explicar, reforzada por los pequeños regalos y consejos que me daba, ya en la banca del parque donde comíamos helados, ya a bordo del coche impecable que conducía: 'debes valerte por ti mismo', explicaba, 'haciendo algo que de verdad te guste, que te apasione; si no lo sabes ahora, ya lo descubrirás después, pero tú sigue estudiando'. Con todo, una pregunta aparecía una y otra vez en mi pensamiento sin que la corta edad me impidiera considerarla imprudente: ¿por qué Melina era soltera? ¿por qué no tenía un marido, médico o quizá ingeniero, con quien pudiera tener hijos propios y vivir ya no en la casa que compró para sus padres y hermanos más pequeños, sino en una exclusivamente suya? Venciendo la timidez le pregunté a mi madre un día; ella, haciendo una mueca despectiva mientras movía desdeñosamente las manos, explicó: 'no sé por qué Melina sigue soltera, pero algo tendrán que ver su mal carácter, su intolerancia, su agresividad; ella siente que es perfecta, que sólo ella tiene razón, peca de soberbia y tú vas por el mismo camino'. Yo adoraba a mi tía Melina y no encontraba en ella trazas de la personalidad que le atribuía mi madre; tampoco sentía que yo me pareciera a ella, pero la comparación me halagó: yo quería ser como mi tía. Excepto en una cosa: el amor.
Pasó el tiempo, me hice adulto, la admiración que yo sentía por Melina menguó. El trato cordial pero circunspecto de nuestra relación no incluía la necesaria confianza para discutir su vida privada ni las decisiones y circunstancias que la condujeron a su soltería definitiva. Creí comprender las objeciones de mi madre para con su hermana cuando a los dieciocho años, con motivo de un trabajo informático por el que ésta me pagaba, yo mismo fui objeto de sus invectivas. '¡Estás sola porque eres una amargada y una histérica!', le grité en la cocina de su nueva casa (por fin vivía sola), '¡quédate con tu dinero! ¡renuncio!'. Pese a estas duras e injustas palabras, Melina no se quebró en ningún momento. No asomaron a sus ojos las lágrimas que uno supondría. No bajó el tono de su voz ni intentó disuadirme de renunciar. Me fui de ahí y me olvidé por mucho tiempo de mi tía recibiendo sólo noticias ocasionales de su vida. Una vida profesional. Una vida sola que yo no quería para mí.
Creí encontrar el amor pocos años después en un hombre tan leal como aburrido. Hice una carrera exitosa. Prosperé económicamente. Me inventé reglas para vivir mi sexualidad sin menoscabo de lo que creía el amor. La confusión me costó dieciocho años de creciente pasmo que terminaron en un doloroso divorcio. Otra pareja, tan deseable en la cama como contradictoria y dudosa fuera de ella, palió mi soledad por algún tiempo, pero ya se diluye en la distancia de una ciudad extranjera. Como si hubiera atravesado a nado un enorme lago mi vida o, cuando menos, su juventud más lata hoy levanto la vista cansado, todavía húmedo, en esta playa desconocida donde casi nada se parece a lo que buscaba: no hay hijos ni amantes, no hay una cintura donde descansar la vista. Por distintos rincones, en lo alto de la arena, arden fogatas que alimentan las muchas Melinas que conocí en mi vida, mujeres solteras y profesionales más o menos enamoradas de mí, que han persistido en su ruta solitaria: la maestra de los perros, la española, la checa, la francesa. Yo, según voy descubriendo, soy una de ellas. Soy como ellas. Soy ellas. Ya me veo como la propia Melina entregando toda mi fortuna a la secta en turno por falta de amor, como la maestra recogiendo perros y putas por falta de amor, como la española aferrado a mi madre en un piso solitario por falta de amor, como la checa declarándome abierto a todo y atrayendo sobre mí sólo el abuso por falta de amor, como la francesa, en suma, dándome ínfulas de revolucionario y amante de todas las causas por falta de amor
¿Cuál será mi destino una vez alcanzada esta orilla sin acompañante ni descendencia? ¿con qué he de sustituir el amor cuando se acabe la esperanza? Todas las Melinas han debido enfrentarse en algún momento a la perversa idea de que eran culpables de su soledad última, se habrán examinado perplejas luego de ser heridas o abandonadas, ignoradas o proscritas, reprochándose el haber cultivado una idea de perfección en su persona, en su hogar, en su filosofía a la que van degradando con todo género de ajustes cada vez más desesperados e imprecisos, sin que a semejante rebajamiento lo compense nunca una caricia genuina ni una lealtad mínima. Nada, nadie, ninguna permanencia. El dilema entre mostrarse aquiescentes o quedarse solas prueba así su falsedad última, pero la evidencia no es suficiente para deshacer lo andado ni volver sobre sus pasos para ser ellas mismas: rechazan serlo en soledad. Optan, pues, por un suicidio sin sogas ni navajas, los tristes sustitutos del amor...
Pero yo, doctor, mucho me temo, no tengo ganas de reemplazos.

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