sábado, febrero 29, 2020

Simpatía por el pederasta

No había cumplido aún los cuarenta cuando pude renunciar al hospital y dedicarme de lleno al consultorio privado. Las mejores familias de Santa Teresa no son personas cultas, pero como buenos americanos de imitación toman muy en serio el psicoanálisis como distintivo de clase. Pagaban bien, aburrían, de vez en cuando nos invitaban a mi esposa y a mí a incongruentes cenas por el sólo placer de tener a un doctor a su mesa. Al comparar analistas, los pudientes subrayaban el hecho de que yo era psiquiatra y no un mero psicólogo, es decir, una persona facultada para sostener legalmente sus adicciones dándoles apariencia de normalidad, un barniz al que ellos añadían el prestigio del elevado costo que pagaban por los medicamentos y el hecho de que yo había estudiado la especialidad en Boston. También había completado una especialización en trastornos de la sexualidad, aunque esto a veces lo mencionaba y otras veces lo omitía, pero mi matrimonio y la facilidad con que me fue concedida la plaza en el hospital me hicieron regresar a Santa Teresa y posponer indefinidamente la idea de residir en el extranjero. Económicamente fue un gran acierto, sólo mejorado por el momento en que, dueño de una cartera de pacientes importante, me deshice del hospital y me dediqué al consultorio. Teníamos un rancho con caballos y árboles frutales al que íbamos los fines de semana con las niñas, una casa en la ciudad con piscina y jardín extenso, biblioteca, teníamos vacaciones en exclusivos resorts de playa o capitales europeas, mis favoritas. Pero una parte de mí padecía: me hallaba harto de atender a mujeres histéricas que consideraban necesario exagerar para que les recetara antidepresivos, a adolescentes que habían sido forzados por sus padres empresarios o banqueros a discutir su homosexualidad, a niños con déficit de atención o un claro retraso mental que sus progenitores se negaban a aceptar (y hay que ver la cantidad de degenerados mentales que paren los adinerados), en fin, un día tras otro sin más estímulo que el de escuchar historias idénticas en las que se escamoteaban los mismos datos, una vida burguesa de provincias cada vez más asentada en la que mi mujer y yo nos sentíamos como náufragos en una isla. Hasta que llegó Fez.
Fez era un hombre de mi edad, bien vestido, correcto en el lenguaje, una vez que nos presentamos y relajamos un poco hablando de la coincidencia de que él también hubiera vivido en Boston durante casi diez años, me explicó por qué había venido: 'Nunca he tenido relaciones sexuales, doctor. Yo supongo que en un mundo donde el celibato es requisito para el sacerdocio mi situación no parece una anomalía demasiado grave, ¿verdad? Pero yo no hice votos de castidad ni me ha faltado la libido a lo largo de mi vida. Lo más cerca que he estado de una relación sexual fue de niño, con mi primo, cuando nos ordenaron meternos a bañar y jugamos en la tina por una larga media hora. Mientras el agua se enfriaba lentamente y los juguetes flotaban alrededor nuestro, yo sentí una turbación extraña que ahora reconozco como la primera manifestación del deseo. Quería ponerme rígido como un tronco y apretarme contra mi primo, así que luego de callarme un momento mientras él hacía que un tiburón y un dinosaurio pelearan, le dije "¿jugamos a que somos muertos y flotamos pegados sin hundirnos?". Así lo hicimos durante un minuto hasta que mi tía interrumpió gritando detrás de la puerta. Un episodio insignificante, ¿verdad? De esos que la mayoría recoge durante la infancia tardía y que sólo anuncian la proximidad de la adolescencia. No en mi caso, doctor. Verá usted, durante las etapas que siguieron continué mirando a los niños de la edad en que mi primo y yo jugamos en la bañera. Teníamos diez años. Mientras mis compañeros se hacían de novias y los homosexuales escondían sus preferencias, mientras unos se iniciaban luego de una borrachera y otros algún fin de semana en que los padres habían salido de fiesta, yo me retiraba a mi habitación a leer y estudiar procurando no masturbarme por la cada vez más clara conciencia de que sólo lo hacía pensando en esos críos de los que desviaba la mirada al cruzarme con ellos durante mis largos paseos matutinos, niños en el parque o en el centro comercial, contra las alambradas de la escuela primaria, en los hijos pequeños de mis tíos más jóvenes con los que procuraba no coincidir y mucho menos quedarme a cargo. Soy pederasta, doctor, aunque no haya pasado nunca a la acción. ¿Acaso un homosexual lo es porque se acueste con otro de su mismo sexo? ¿no basta el deseo para ello? Ya lo creo, sí, pues eso soy: pederasta. Mi vida, como puede imaginar, no ha sido fácil. ¿Se acuerda de los viejos argumentos que la iglesia más progresista recetaba a los homosexuales? Decían que el reino de los cielos no les estaba vedado siempre que no ejercieran la homosexualidad. "No se condena a los homosexuales", aclaraban, "sino el actuar homosexual". Recomendaban oración para resistir. Algunos no muy al tanto de la realidad sugerían curarse. Todos han hecho progresos en estos tiempos, doctor, ya es muy difícil hallar gente que niegue el derecho de cada uno a vivir como mejor le plazca, especialmente en materia sexual. Hay, desde luego, la muy comprensible salvedad de que las personas involucradas estén en igualdad de condiciones, que sepan lo que hacen; luego no pueden mezclarse menores y mayores, retrasados y sanos, locos y cuerdos, usted me entiende. Así que por defecto estoy condenado: no puedo legalmente ejercer mi sexualidad. Por mucho que consiga que los demás entiendan que no he elegido sentir así, que no estoy enfermo, que soy una buena persona en lo general, no muy diferente del resto, jamás se me va a permitir vivir al completo. Estoy condenado, pues, a la castración en la práctica. Ni siquiera es algo que yo pueda comentar con nadie y hay que ver lo que me ha costado venir a su consultorio a hablarlo, un regalo envenenado, dirá, pero ¿qué otra opción me queda? ¿no se supone que es usted especialista en trastornos sexuales? Fíjese qué curioso: hace no mucho tiempo un homosexual habría venido a su consulta creyendo que tiene un problema. No han sido los psiquiatras los que han dejado de verlo como tal, sino la sociedad. No puedo ni imaginar las atrocidades que les habrán recetado a aquellos que tuvieron la idea de atenderse. Y ahora dígame doctor, para mi problema, ¿no son atrocidades las únicas opciones que puede ofrecerme su ciencia? Yo me pregunto a veces si existen los errores de la naturaleza, si existe la monstruosidad, el adefesio, la bestia. Me pregunto si estas categorías pueden establecerse sin recurrir a una función respecto a la cual son incompatibles, es decir, si un paralítico es un error de la naturaleza sólo contrastado con andar y no por sí mismo. Como puede imaginar he tenido que luchar contra la idea de que soy un monstruo y aún he debido sacudirme la tentación de suicidarme, quizá por rebeldía, quizá porque soy lo suficientemente culto como para no darme por vencido tan fácilmente con argumentos pueriles. Note usted el parecido de todos mis dilemas y cuestionamientos con aquellos que debieron plantearse los que ahora gozan de todas las libertades. Y bueno, ya sabemos que la historia es cíclica. ¿No hubiera sido comprendido indulgentemente de haber sido un ciudadano romano o griego de la Antigüedad? Conforme fui dejando de ser joven me acostumbré a no hacer nada con mis deseos y a permitirme fantasías sólo por mi cuenta. Pero no sé si sea la proximidad del climaterio o ese segundo aire del que hablan a los cuarenta y tantos, si el hartazgo de mi cuerpo yermo o la reciente muerte de mi primo en un accidente de trabajo, lo que ha reavivado mis deseos de una manera demasiado perturbadora y preocupante. Sé que debo tomar cartas en el asunto para evitar una tragedia, pero no sabía a quién acudir y he pensado que quizá usted lo sepa. ¿Doctor?'
El código penal contempla el delito de complicidad secundaria o accesoria si un profesional de la salud no denuncia a un pederasta. Fez había hablado con educación y claridad, no había cometido ningún acto del que pudiera arrepentirse ni que interesara a la policía. Decidí que debía corresponderle con la misma confianza haciendo caso omiso de la ley y prescribiendo inhibidores de serotonina, ansiolíticos y algún anti-psicótico. Un cuadro farmacológico agresivo a fin de no correr riesgos. Recomendaciones generales de conducta aunque él las conociera tan bien como yo: nada de ponerse en situaciones peligrosas, nada de exponerse a tentaciones, concentrarse en sus actividades como traductor que le permiten trabajar desde casa. Pero, aunque estimulado profesionalmente por su caso, por un momento sacado de la rutina ociosa de atender a la burguesía ranchera y desocupada de Santa Teresa, una inquietud espantosa se instaló en mi cabeza y no conseguí eliminarla a pesar de que las reuniones de seguimiento eran semanales. No podía decir nada a nadie, desde luego, ni siquiera a mi esposa que resintió una mayor abstracción de mi parte. Estaba seguro de que en caso de hablarle de Fez me exhortaría un tanto desproporcionadamente a denunciarle. Diría cosas que me irritarían profundamente como 'hazlo por las niñas' o 'no protejas degenerados'. Semejante incomprensión y primitivisimo me habrían enfadado con ella de una manera quizá irreversible (era una mujer buena, pero no de muchas luces; y no deseaba recordar eso). Conforme se acercaba la fecha de entrevistarme con él aumentaba mi ansiedad, temeroso de saber que algo había ido mal o que había pasado a la acción, como él llamaba a eso que nunca tendría manera de vivir. En alguna ocasión creí verlo a lo lejos en un supermercado con un niño de la mano. Traté de alcanzarlo pero como yo llevaba una crema de rasurar en las manos se activaron las alarmas de la puerta y los guardias me impidieron la salida. No llevaba mis anteojos, así que me tranquilicé pensando que lo más seguro era que no se tratara de él. Total: al día siguiente tendríamos nuestra séptima sesión. Ya vería que no había ningún misterio.
Fez no llegó a la hora de su cita. Inquieto, llamé a su celular: estaba apagado. Pregunté a mi secretaria si no había cancelado de último minuto, pero ella era tan eficiente que haberse olvidado de decirme acerca de cualquier cambio en mi agenda era impensable. Nadie había llamado cancelando nada. Por alguna extraña razón tenía ganas de echarme a la calle, quizá encender un televisor para ver si podía agarrar alguna noticia sobre mi paciente. Pero no lo hice. Me metí a mi consultorio y me dediqué a repasar el cóctel de medicamentos que le había prescrito a Fez durante las últimas semanas. Media hora después sonó el intercomunicador. Era la secretaria: 'Doctor, están aquí unos señores que dicen ser de la policía... ¿los hago pasar?'. Sentí un dolor de estómago instantáneo y una vergüenza extraña por el solo hecho de que mi eficaz secretaria no se decidiera a dejar pasar a la policía y aún pidiera mi permiso como si yo pudiera posponer ese encuentro. 'Hágalos pasar inmediatamente', conseguí decir sin que me cortara las palabras la garganta súbitamente seca con que hablaba.
Doctor, buenas tardes, ¿es usted el encargado de atender al señor Fez... ¿cómo era? preguntó el agente mirando a su compañero para que le dieran el apellido. Pero yo me adelanté:
Sí señor, soy su psiquiatra. ¿Pasa algo? No se presentó a su cita hoy, justamente...
Sabemos que no se presentó. Está detenido desde esta mañana acusado de haberse llevado a un niño de la escuela vespertina y llevarlo a su casa con el pretexto de que se había perdido.
¿Un niño? pregunté con una palidez que debió levantar sospechas de cualquier aficionado a historias policíacas. Sentí deseos de sentarme pero continué de pie.
Sí, un niño. De la escuela. La psicóloga escolar y la de la comandancia han conducido una investigación previa para determinar si este... Fez, ha hecho algo indebido más allá de llevarse al niño, en fin, usted entiende, doctor...
¿Y yo en qué puedo ayudarles? pregunté con la voz y el color recobrados. 
Necesitamos saber si existen elementos para sospechar de pederastia. Usted es su psiquiatra y el propio Fez nos ha dado su nombre.
Ya veo dije extrañamente aliviado sin reparar en que era la segunda vez en que me disponía a ocultar lo que sabía sobre Fez No existen elementos, si eso quiere saber. El señor está en terapia conmigo por asuntos de salud sexual que por supuesto no estoy en condiciones de revelar...
Doctor, confiamos en su palabra, pero es mi deber advertirle que mentir a la policía es...
No hay ninguna mentira lo interrumpí. Y apenas dije esto sentí que me estaba comprometiendo demasiado. Pero echarse atrás habría sido contraproducente. 
Si es así, nos retiramos, doctor. Si el niño supera las pruebas psicológicas, lo de este señor, Fez, quedará en una mera amonestación.
Dos días después con sus respectivas noches de insomnio, Fez me llamó. Estaba libre. 'Ha sido todo un malentendido, doctor, pero el niño ha explicado que efectivamente se había perdido'. Quería soltar un torrente de palabras, pero me limité a decirle que debía verlo con urgencia. 'La policía ha estado aquí, Fez, ¿me entiende?'. 'Le entiendo', replicó con frialdad. Tuve tiempo de prepararme para nuestro siguiente encuentro, particularmente para conservar la ecuanimidad y no perder los papeles, pues en el fondo deseaba sacudirlo a cachetadas. No porque hubiera cometido un crimen, lo que por fortuna parecía no haber sido así (pero no lo sabía, ni siquiera cuando mentí a la policía), sino por haberse puesto en una situación tan peligrosa dada su condición. Era una insensatez inexcusable para alguien de su estatura intelectual, pues no era un ignorante ni un inconsciente, mucho menos un desaprensivo. Lo encontré calmado, pero no me tranquilizaron sus palabras: 'Lo siento, doctor, no pude evitarlo. El niño se me atravesó en la calle cuando me dirigía al supermercado y casi lo derribo con mi propia marcha, miré a todos lados buscando a sus padres y al no ver a ningún adulto lo cogí de la mano, era un niño pequeño, unos siete años, bien podía haberle ocurrido un accidente. Lo llevé a comprar golosinas en la esperanza de hallarme a sus padres o su niñera, pero no encontré a nadie. Cuando salí de ahí decidí caminar por las cuadras de alrededor donde supuse alguien lo estaría buscando, pero de nuevo nada. Entonces lo llevé a mi casa. ¿Estuvo mal? ¿De verdad cree que una persona que no ha hecho nada para satisfacer sus deseos durante más de cuatro décadas va repentinamente a perder la cabeza por lo que de verdad le apetece? Doctor, soy un hombre disciplinado, claramente no soy de instintos. Con ayuda del Internet le mostré al niño las casas de alrededor y por fin pudo identificar la manzana donde estaba su casa y ahí terminó la historia: lo llevé. Doctor, usted no es una persona que haya crecido en estos tiempos histéricos. Tiene cultura. Sabe que la pederastia es un delito aquí y ahora, pero que no fue siempre así. Sabe además que nuestra generación solía perder la virginidad cuando aún éramos menores. No en mi caso, claro. Pero bueno, ¿con quién perdía la virginidad nuestra generación? Con adultos. Con mayores. Para eso han estado ahí siempre, ¿no es verdad? Para enseñar a los más jóvenes. ¿Recuerda usted la palabra griega päedofilia? ¿No era toda una institución donde los hombres maduros enseñaban a los adolescentes el arte de amar y vivir, el amor entre hombres? Antes de casarse con mujeres, antes de formar una familia, los griegos vivían sus años inciertos, esos que ahora se reconocen como críticos, con un hombre maduro que los follaba. ¿No se supone que esta civilización desciende de aquella? Usted debe saberlo, doctor, usted no es un ignorante'. Le aclaré que la historia no tenía nada que ver con las consecuencias de nuestros actos, sospeché por su vehemencia que no se estaba tomando la medicina con la frecuencia correcta y traté de hacerle ver la importancia de hacerlo. Le expliqué también lo que le había ocultado en la primera sesión sobre la obligación que teníamos los facultativos de reportar confesiones de pederastia como la que me había hecho él desde el primer día. Fez se puso de pie para despedirse: 'Entonces somos cómplices, doctor', dijo sonriendo.
Durante algunos días en que el whisky no conseguía adormecerme ni tranquilizarme, ponderé denunciarlo. Sus palabras no me habían hecho ningún bien. Me sentía contaminado y toda la simpatía que había sentido por él se estaba desvaneciendo en un mar de dudas. Él podría alegar que me hizo la confesión desde el primer día y que mentí a la policía durante su arresto, pero ¿a quién iban a creer sino al psiquiatra más famoso de Santa Teresa? Y además ¿por qué creía que Fez deseaba hundirme? Era absurdo. Quizá bastaba seguirlo tratando y deshacerse discretamente de él. Pero a las sesiones no daba muestras de desear faltar. Era puntual y exquisito, como siempre, haciendo muy difícil la animadversión que por mis nervios rotos me producía. Cuando empezaba a tranquilizarme de nuevo otras siete semanas apareció la policía una noche cuando la secretaria ya se había marchado y yo acomodaba algunos expedientes.
Doctor, buenas noches, ya ve que nos volvemos a ver. Ahora la cosa es distinta y más grave. Fez ha vuelto a ser arrestado como parte de una operación de la Interpol para desmantelar redes de pornografía infantil. Su computadora y dispositivos electrónicos están ya en nuestras manos y no cabe duda de su culpabilidad porque posee dibujos demasiado realistas de este tipo y eso es un delito, como bien sabe...
—¿Dibujos? ¿quiere decir que no son fotografías? ¿por eso lo han detenido? ¿por unos dibujos? —empezaba a molestarme, me calmé. Oficial, lamento mucho lo que me cuenta, pero Fez está aquí por otras razones como ya le he explicado.
Entiendo doctor. En ese caso no le importará que requisemos el expediente.
¿El expediente? otra vez se me puso la cara pálida y la boca seca Esos archivos son confidenciales completé haciendo más sospechosa mi actitud.
Ya no, doctor. La orden del juez nos permite requisar ese expediente y, de acarrear responsabilidades para usted, el mismo juez nos autorizará a disponer de todos sus equipos. 
Pero esto es una arbitrariedad, yo sólo he cumplido con mi trabajo, las cosas han llegado a...
Doctor, yo también cumplo con mi trabajo dijo el comandante ordenando a sus subalternos que se cumplieran las órdenes.
En la comisaría, sin importarle la presencia de policías ni las preguntas que debe contestar para que el secretario las consigne en el acta, Fez explica llorando lo siguiente:
'Yo nunca he tocado a ningún niño. Nunca he tocado a ninguna persona. No he tenido sexo. Llevo más de cuarenta años deseando una relación imposible por sus consecuencias y por eso no lo he hecho. Los heterosexuales tienen pornografía. Los homosexuales tienen pornografía. Las lesbianas, los travestidos, los sadomasoquistas, ¡todos disponen de toneladas de material para masturbarse un millón de veces! ¡¿y yo qué?! ¡¿yo qué?! ¡no puedo vivir una vida plena ni siquiera en la soledad de mi casa! ¡no se me concede ni siquiera tener un dibujo producto de mi imaginación! Y si a ella pudieran asomarse, si tan sólo pudieran entrar en mi cabeza, también ahí me perseguirían hasta liquidarme. ¡Mejor mátenme, mátenme ya!'.
Enfadado, el comisario prefiere dirigirse a mí:
¿Es usted su amigo?
Lo miro con lágrimas en los ojos, destrozado. Respiro profundo, como liberado. Contesto:
Me temo que sí. Sí. Es mi amigo.

lunes, febrero 24, 2020

El domingo del niño marica

Con tan pocas cosas en la habitación y el cuerpo delgado, las periferias de la ciudad a medio poblar, el aire al amanecer era más fresco a finales de los años ochenta. Apenas se insinuaba la luz del día se ponía de pie y calzándose los tenis más desgastados salía a caminar hasta la barranca cuando apenas se estaban instalando los primeros puestos: yogurt, jugos y aguas frescas, tabletas de amaranto y miel, leche bronca. Los baldíos más cercanos a la orilla eran cultivos de jícama y maíz, a veces pastizales donde las vacas mugían durante la ordeña, los caballos eran montados y las cargas puestas en los lomos acolchados de resignados burros. Los olores de naranja y betabel se entremezclaban con el hedor de las boñigas que poblaban el camino empedrado por donde descendían corredores y paseantes, trabajadores de la planta de luz y campesinos ya muy ancianos armados de palos de junco a manera de bastón. Él bajaba a grandes saltos, contento de evitar obstáculos sin disminuir la velocidad, y en poco tiempo, a pesar del frío, se hallaba empapado en sudor cruzando el mirador de medio camino. Pensaba: en la escuela, en los compañeros, en cómo hacer amigos o jugar futbol, en la poesía que llevaba a medio escribir, en los amores secretos, en las telenovelas, en las calificaciones que orgulloso mostraba a mamá, en los premios, en sus abuelos o sus tías, en lavar a hurtadillas sus calzoncillos llenos de secreciones, en cómo negociar con dios todos sus pecados. Con la cabeza hirviendo de diálogos imaginarios recorría el trecho recto que, salpicado de flores amarillas a los lados y poblado de pájaros arriba, anunciaba la proximidad del río. Un par de vueltas más y el fragor de las aguas se hacía ya ensordecedor, otro par de ellas y aparecía ahí delante la espuma y el bramido, los borbotones que hacían saltar las piedras, la punta en que terminaba la montaña que separaba el río Verde del Santiago. Se detenía. 
Arriba el sol ya iluminaba parte del descenso, abajo hacía otro tiempo, como el de un amanecer demorado. Tarareaba una canción imaginando que la cantaba a dúo con el chico del tercero ce que el viernes pasado olvidó su suéter en una de las jardineras del patio. 'Qué suerte', pensaba, 'haber podido llevármelo y que se quedara conmigo todo el fin de semana. Mañana tendré un pretexto para hablar con él. Cuando se lo devuelva estará en deuda conmigo, me encontrará agradable y empezará a verme con afecto, nos haremos amigos. ¡Qué bien huele su ropa! Una mezcla de madera y detergente donde sin duda se hallará impregnado el olor de su piel. Qué bien debe oler ahora mismo dondequiera que se esté levantando allá arriba. O quizá esté durmiendo en calzoncillos en medio de un sueño erótico, cobijado...' Mueve la cabeza. Mira a su alrededor, avergonzado, como si en vez de estar pensando hubiera estado hablando en voz alta. 'Qué contento se va a poner cuando le devuelva su suéter', concluye su ensoñación. Se pone en marcha. Sorteando los charcos y lodazales del camino donde las gallinas buscan lombrices y guijarros, llega hasta el puente de Arcediano donde siempre vacila antes de cruzar. Las maderas son viejas, los restos de piedra del antiguo puente que derribara una inundación de la que sólo los ancianos tienen memoria, están ahí como gigantescos muebles volcados contra los que se estrellan las aguas de los ríos ahora reunidos. Cruza sintiendo una punzada de emoción en la boca del estómago. Del otro lado respira el aroma de la huerta de mangos cuyo suelo está siempre húmedo bajo la sombra de los enormes árboles. Hay muchos frutos caídos que no se molesta en recoger, pero coge uno y lo lleva de vuelta al otro lado del río para lavarlo en una de las pilas del caserío. La pulpa amarilla y dulce se hace agua en su boca, se le escurre el jugo por las comisuras de los labios. Con la boca llena, atragantado, da los buenos días a cuanta gente va pasando por ahí como si todos fueran sus amigos. Se pone de pie alarmado al comprobar que el sol ya puede verse por encima de la escarpada pared de enfrente, detrás de la huerta de mangos, de modo que emprende el regreso mientras la humedad fría del camino es lentamente reemplazada por el vapor que despiden las plantas. El ascenso es duro y él, perezoso, se detiene aquí y allá a beber agua de los manantiales que resucitó la tormenta de anoche, a imaginar que vive en una choza a la vuelta del camino. 'Viviría escribiendo poesía', se dice sonriendo con menos inocencia que la que tenía cuando de niño se refugiaba bajo el techo de ramas que llamaba su casa del baldío. El cielo es azul y cree que lo llama a seguir subiendo; así, con los ojos cerrados, levanta los dos brazos como si quisiera alcanzarlo. Siente que una corriente lo atraviesa. Abre los ojos y continúa el ascenso. Al término del recorrido, en la capilla, se hinca en un rincón mientras se oficia misa ante una concurrida audiencia. Habla con dios un tanto libremente y le pide perdón por hacer enojar a mamá, por no ser tan buen hermano, por sentir deseos obscuros hacia el chico del tercero ce. Lucha por concentrarse a pesar de los desentonados cantos de un coro de viejas que parecen estar a punto de echarse a llorar. Se pone de pie. Se aleja.
Ya del todo arriba se ve obligado a pasar de largo por los puestos de yogurt, jugos y frutas, tabletas de amaranto y miel, porque nunca lleva dinero. En casa le esperan su madre y su hermana con un desayuno de huevos con chorizo, chilaquiles y frijoles, un enorme vaso de licuado de plátano, galletas de postre. A él lo mandarán a la tienda a comprar birote salado y dos litros de leche, el periódico del que sacará las tiras cómicas que colecciona. Su madre se negará a servirle el desayuno si no se baña primero y su hermana la secundará haciendo cara de asco. '¡Quítate cerdo!', le dirá cuando él amague con darle un beso en la mejilla. Ya en el baño examinará los calzoncillos y querrá quitarles la mancha blancuzca del frente con un poco de jabón, pero el área quedará un tanto decolorada al final, empeorándolo todo. Mientras pasa los dedos por la tela elástica, suave, de un muy estimulante color magenta que le recuerda los calzoncillos morados del protagonista de una popular película, le vendrá de nuevo a la mente el recuerdo del chico del tercero ce y, ya bajo el chorro de agua caliente, casi hirviendo, volverá a eyacular sin fijarse muy bien en que desaparezcan los residuos de la coladera y encontrando al secarse algunos grumos viscosos entre los dedos de los pies. 'Perdóname dios mío', dice, 'empezaré mañana que es lunes, te lo prometo'. 
Luego de desayunar se encierra en su habitación y considera llegado el momento de sacar la máquina de escribir y sentarse en el mesabanco que su madre comprara hace dos años y en el que apenas cabe ya. Cinta bicolor en el carrete. El título en rojo: '¿Eres mi amigo?', luego la fecha. El texto en negro. Mucho cuidado porque no le gusta tachar ni hacer correcciones. '¡Ay! Siento hacer una pregunta tan difícil, pero es que ya estoy muy cansado de equivocarme al colocar el título de amigo a algún compañero, y me duele mucho la decepción de saber que aquel no fue mi amigo como yo lo consideré y que me equivoqué. Mas ya se me ha dicho, por parte de mentes de experiencia y confianza, que un amigo es muy difícil de encontrar, y que, muy a menudo, sobre todo cuando la mente es inexperta y joven, ya que cuando los sentimientos son transitorios, los mal clasificados amigos también son transitorios y no duraderos; pero no es necesariamente obligatoria esta regla. ¡Claro que se pueden tener amigos duraderos aún desde muy joven!, claro está que es muy difícil. En mis andares no he hallado todavía un amigo, sólo han sido compañeros, quizá he tenido muy buenísimos compañeros, mas no amigos. Me he equivocado, aproximadamente, trece veces (o al menos es la cantidad que ahora llega a mi mente) desde la primaria, ¡imagínate, estimado lector, si no es para doler o sentirlo! Sobre las características de los amigos es una de las cosas que aún mi frágil mente no ha sido muy exacta en determinar. Actualmente mis “amigos”, o para no equivocarme, mis mejores compañeros, son:' Se lleva un dedo a la boca. Se pone de pie. Enciende la radio donde una locutora invita al auditorio a llamar si conocen el título de la canción que ahora empieza. Él lo sabe y se emociona al tiempo en que lamenta que no dispongan de teléfono. Cuando deben hacer llamadas van al teléfono público de la esquina. Mientras la locutora anuncia que ya tienen un ganador él se lleva al rostro el suéter del chico del tercero ce y ya le gustaría encabezar la lista de sus amigos con el nombre de él, pero ni siquiera han cruzado palabra. Es casi seguro que a oídos del chico han llegado los rumores de que es maricón, incluso habrá tenido ocasión de ver desde el salón de enfrente cómo sus compañeros abusaban de él en medio de gritos salvajes y risotadas. Pero quizá no le importe. Quizá el chico del tercero ce sí quiera ser su amigo y pueda verlo a él, el marica, como a un hermano, 'el hermano que nunca tuve', piensa. Ya es bastante pedir perdón por masturbarse, pero no se le ocurre que sea joto de verdad, a pesar de las evidencias, así que no tiene que pedir perdón por ser homosexual, una palabra que sólo le ha oído decir una vez a mamá, hace ya varios años, en medio de una agria discusión con su marido. Él es un soñador, un poeta, un chico refinado e inteligente al que por ese motivo toman por afeminado. 'Pero no es así', se dice respirando con intensidad el aroma que despide el suéter del chico del tercero ce, 'qué va', él tendrá novias como todos ellos, incluso es posible que un día vayan él y su mejor amigo a buscar chicas y vivir aventuras como en las películas. Ellos serán inseparables. Ellas, en cambio, sustituibles, incontables.
Lee un libro sobre misterios sin resolver. Ovnis, combustión espontánea, el monstruo del lago Ness. Se queda dormido. La boca rosa del chico del tercero ce aparece iluminada por una luz desde arriba que, sin embargo, no le permite ver sus ojos porque lleva un sombrero pachuco que los deja en penumbra. Todo alrededor está obscuro, tibio. Estira un brazo para alcanzarle la boca con los dedos y siente la pelusa del fino vello que es todo lo que lleva el chico por bigote. Se acerca a besarlo muy lentamente mientras él levanta la cara para que no le estorbe el sombrero y sus ojos se encuentran con los suyos, hacen una última pausa para tomar aire y el chico del tercero ce aprovecha para susurrar 'todo está bien'. Pero antes de que sus labios se toquen mamá lo llama a comer abriendo la puerta y dando de voces. Luego de pasarse por el baño y descubrir que ha vuelto a ensuciarse, va al comedor donde han servido mortadela con cebolla y espagueti a la mantequilla con queso. Una salsa picante con ajo se rocía generosamente sobre la comida de la que dan cuenta sin cubiertos, armados únicamente de tortillas. Le ha tocado lavar los trastes y, recargado contra el fregadero, siente un bulto en su pantalón al que no le importa la incomodidad de los eructos ni el ligero olor a gas de la estufa para ir creciendo despreocupadamente. Debe esperar unos minutos antes de cruzar la sala en dirección a su cuarto donde planea continuar con sus escritos, preparar su ropa y bolear sus zapatos para mañana. Su madre y su hermana, por fortuna, están demasiado embebidas en una película que pasan por televisión como para voltear a mirarlo.
Luego de hacer su lista de amigos escribe: 'Dándose pues mis amistades el lujo de no visitarme, me he sentido, tan sólo en determinadas ocasiones, triste, decepcionado, o solo y abandonado. Muchos de los conceptos y escalas que ahora he escrito pronto ya no tendrán forma. Ya llegará el día en que sepa en qué consiste la amistad y si es necesaria la visita continua de los amigos para el fortalecimiento de ésta. Por lo pronto el área espiritual llena mi alma, muchas veces me da lecciones y enseñanzas, y para mi edad comprendo más que la mayoría de los de mi edad a esta área. Estoy seguro que Dios todo lo hace por nuestro bien. Y sus actos tienen una razón y su efecto, muy incomprensibles para la logia humana'. Repasa matemáticas, historia, español. Escoge cuidadosamente la ropa que va a ponerse mañana y lustra los zapatos hasta dejarlos brillantes, mientras en la radio ponen la canción que más le recuerda al muchacho del tercero ce. 'Voy a causarle una gran impresión cuando le devuelva su suéter con esta ropa y estos zapatos que casi parecen de charol, voy a hacerme ese peinado con fleco que me recomendó la tipa de la peluquería y que no he querido hacerme por vergüenza, qué poco atrevido soy, de verdad, debo vencer mis miedos e invitarlo a comer a mi casa o que él me invite a la suya a jugar, a platicar o a escuchar música, ¿cómo voy a hacer amigos si no me atrevo a intentarlo?'. Ya coge el suéter con las dos manos y se lo lleva a la nariz, lo abre y lo vuelve a inspeccionar, los codos y el pecho, las axilas y el cuello, se lo pasa suavemente por una mejilla antes de ponerlo de nuevo en la mochila. Quisiera no devolverlo, pero no será posible: mamá ya se dio cuenta de que lo tiene y ha debido explicarle que lo devolverá mañana. Sin poder terminar el poema que estaba escribiendo desde ayer, llega la hora de la cena y luego el momento de dar las buenas noches. Un beso a mamá. Una bendición. En su cuarto, con la puerta cerrada y la luz apagada, un poco de música a bajo volumen.
'Mañana empiezo', se repite mentalmente. Y, por debajo de las cobijas, se quita el pantalón del pijama para descargar.

domingo, febrero 16, 2020

Plus de liaisons

¿Y si todo fue mentira, todo fue mentira, todo lo que yo creí real?
¿Y si todo fue mentira qué hago ahora con mi vida?"
La última atrocidad, Nacho Vegas

Un día, a la vuelta del trabajo, sin ánimo de bajar al parque a correr como hacía todas las noches desde nuestro rompimiento, me senté en el sillón y lo recordé, primero de manera imprecisa como solía venirme su recuerdo, un rostro o una voz, una punzada, luego específicamente en medio de la conversación, más serena que agria, con que se resolvió a irse aquella noche sin que nada hiciera suponer que el día iba a terminar de esa forma. No me invadió, sin embargo, la pesadumbre habitual, menos aún el llanto de los primeros días que siguieron a su partida, jornadas y noches enteras de inventarse explicaciones con las que apaciguar el dolor. Lo que sentí en medio de esa inmovilidad pasmada que uno experimenta en los primeros minutos en casa luego de un día de trabajo, ese mínimo suspenso contemplativo, fue una consideración casi notarial ante lo rememorado. 'Esto es lo que ha ocurrido', parecía pensar con sorpresa creciente, no ante los hechos, sino ante mi fría objetividad que no se conmovía ya con nostalgias. No me explicaba la falta de emociones y aún intenté provocarlas recordando los aullidos de pena con que me doblaba en la cama acariciando su camisa y repitiendo su nombre, pero no pude lograrlo: el hombre lleno de lágrimas parecía otro y, por detallada que fuera la ficción de imaginarlo, no conseguía convencerme de su existencia. No había sido necesario, pues, que alguien llegara a mi vida para sustituirlo a fin de que yo pudiera observarlo con extrañeza, había bastado nada más con distanciarme, pero no de él sino de mí mismo, al menos lo suficiente para juzgar inexplicables, si no ridículas, las escenas más conspicuas de mi desesperación. Uno cree que puede sentir para siempre o al menos guardar memoria de lo que siente, pero se equivoca: a diferencia de un rostro que uno puede recuperar con precisión en una fotografía o de una voz que podemos reproducir fielmente una vez grabada, uno no puede guardar registro de los sentimientos vividos ni experimentarlos a voluntad, así sea de forma vicaria o a modo de ilustración, pues no basta para ello describirlos con palabras siempre insuficientes ni cerrar los ojos para evocarlos, una vez perdidos son irrecuperables y así no es de extrañar que una noche, al volver del trabajo, hundido en el sillón de la sala donde hace sólo unos meses uno lloraba o se desvivía, ahí donde hasta hace poco uno se sentía invulnerable al eyacular dentro de él o al pasar una mano por su rostro en el que despuntaba ya la barba obscura, uno se halle de pronto en posesión de una serie de fragmentos sin cuya reunión es imposible que nuestra mirada vuelva a encontrarse con la suya y convencerse de que el amor la anima, piezas de un aparato que no encajan y que casi no entendemos que alguna vez embonaran porque sin él es imposible lo mismo la convicción de la reciprocidad del amor que el desgarramiento por su pérdida, el aturdimiento y la perplejidad sustituyen entonces lo que alguna vez fue la más firme creencia en la completitud posible y nos condenan aún si ya no pensamos activamente en ello y sólo lo hacemos en una ocasión suelta a la vuelta del trabajo mientras nos decidimos a salir del marasmo y continuar nuestra rutina a la incertidumbre de no saber no sólo si lo que él sintió fue verdadero o impostado, inventado o asumido, sino si lo que uno sintió fue todo lo cierto que uno supone: a la intensidad del enamoramiento oponemos su fragilidad, al compromiso de la relación su rutina, al dolor del rompimiento su finitud. Comprobaba entonces, en la obscuridad del salón y sin animarme a ponerme de pie para buscar la chaqueta que había dejado en la entrada (hacía frío), que uno puede terminar con lo que siente con sólo dejarlo todo en manos del tiempo, con no insistir ni plantear ni rebuscar, con aplazar indefinidamente lo que escuece, con matar de inanición la esperanza negándole el alimento, estrangulando el lenguaje para que no exprese más nuestros deseos ni refuerce los lazos que deseamos cortar. Es imposible defenderse de él, el tiempo, no sólo porque termina por matarnos, sino porque muchas veces antes de ese punto final definitivo, reiterada y tercamente, nos demuestra la imbecilidad de suponer que podemos esconderle cualquier cosa, un amigo, un amante, un hijo, la tontería de creer que dos son capaces de encontrar siempre nuevas formas de amarse si hay la inteligencia y el corazón suficientes, cuando el suelo está poblado de millones de seres inmundos que reptan unos encima de otros indistintamente, reunidos ya sólo por la hipocresía y la costumbre, por la falta de luces y la ordinariez. 'Yo no he querido', me dije de pronto apoyando una mano contra la frente, 'no he querido matar lo que siento, lo siento, lo siento. Lo siento.'
Entonces me puse de pie y bajé al parque a correr.

domingo, febrero 09, 2020

Huir de Dionisio

Cuando hubo concluido sus poco más de diez años de alcoholismo, le pareció una buena idea contactar a Luis Gala para que concursara por la vacante de literatura. 'Ahora sí', decía, 'es hora de que los profesores del departamento hagamos algo más que sólo emborracharnos los fines de semana: la universidad no lo tolera más, son otros tiempos'. Ya le había escrito meses antes cuando aquel estaba por volver al país luego de diez años en el extranjero y el tono de sus respuestas rezumaba la cándida convicción de quienes por hallarse perdidos creen estar de vuelta de todo:
"Entiendo lo que me dices, Práctico, no creas que no te agradezco que me lances este salvavidas que podría, quizá definitivamente, sellar mi destino. Estoy cansado de mal vivir en esta maqueta. Todo es orden y trabajo, sexo o aventura sólo por agenda. Previa cita. La amistad una pantalla, mensajes en el celular. No es el París de Rayuela, tampoco el Londres de Juventud. No quiero ofenderte, pero comprenderás que yo no puedo ir a Santa Teresa para casarme y tener hijitos, ¿verdad? ¿no sería cambiar una caja por otra hasta que llegue la caja definitiva? ¿no es el ataúd una mera continuación de los contenedores previos? Primero la casa de mi madre, luego los domicilios de los que intentaba escapar un día sí y otro también del amor de mi vida, los años de la chambre o el pokoj cuyo fin se aproxima... ¿y entonces qué? ¿Santa Teresa? Sólo hay una cuerda en este agujero y es la que has lanzado tú: voy a tomarla. ¿Pero puede un simple cambio de etiquetas cambiar la realidad de fondo, Práctico? Dejé de escribir poesía a los veintisiete años. No tengo ninguna novela. Quizá sólo por eso enseño literatura: porque no puedo crearla. Aquí aprovechan también algunos despistados para tomar clases de español, pero la mayor parte de mi clientela son ejecutivos a los que las empresas pagan clases privadas. He reflexionado mucho sobre la gente como tú. La que, a diferencia de mí, se ha quedado ahí donde nacieron. La que se apropió de su ciudad naturalmente como de una herencia. ¿Y sabes qué he descubierto? Que ustedes son siempre los jefes. Que ustedes administran la ciudadanía. Que el arraigo no es conocimiento teórico (tú no puedes saber más que yo), sino una experiencia diaria, irreflexiva, bruta (yo no puedo vivir tanto lo mismo, como tú). Es igual en cada país, ¿sabes? Incluso entre estos que se suponen vanguardistas y desprejuiciados: gana el que se queda, no el que se va. Ciudad natal se me ha vuelto extraña hasta el punto de que ellos no me reconocen ya como uno de los suyos. Así las cosas ¿crees que me convenga aceptar el nuevo destierro que me propones? ¿enseñar literatura a robavacas y narcos? Perdona, no te quiero abrumar con cosas que quizá ni entiendas. ¡Soy tan egoísta! Tú estás bien, ¿no? Tu familia, tus hijos, un trabajo con antigüedad del que eventualmente podrás jubilarte. Espero que no tengas una deriva al estilo de un personaje de novela francesa del diecinueve, un personaje de Eco, dios santo, ¿qué más da si ya no puedes tomar tanto como antes, cabrón? ¿creías que la juventud era eterna? ¿y qué es eso de la cerveza light? Ya me dirás."
[...]
No ocupó la vacante enseguida de volver al país. Todavía transcurrió un largo año en ciudad natal intentando hacerse perdonar por los suyos. Quiso reanudar la intimidad con el amor de su vida. Buscó a sus amigos y conocidos. Creyó que podría volver a leer y escribir. No pudo. El vacío de que fue objeto por parte de quienes sólo deseaban seguir a lo suyo lo llenaron cada vez más toxicómanos y ambivalentes, sórdidos y eyaculantes, individuos cada vez más opuestos al carácter diurno del trabajo y la pareja. El sótano de su conciencia se poblaba cada vez más de una fauna salvaje cuyos rugidos y excursiones no tenían más remedio que invadir la superficie. Vivía en un creciente estado de agitación e inquietud por asomarse al abismo, ya de pensamiento en mitad de su trabajo cada vez más deficiente, ya de obra al anochecer cuando subía temblando al coche para buscar nuevos orgasmos. Un hombre desorientado en busca de la revelación, un sibarita que reza por caer del caballo, derribado por un rayo de luz, llamado por la voz del cielo. 
Estás bien madreado, cabrón le dijo Práctico al bajar del automóvil luego de recibirlo en el aeropuerto. Miraba su reloj cada pocos minutos para que no se le pasara la hora de ir a su reunión diaria en la doble a.
Ya me recuperaré dijo Luis Gala empujando el equipaje de rueditas hasta su habitación en la posada. Se quitó los lentes obscuros para no tropezar dentro.
Las sesiones del examen de oposición tendrán lugar en el aula Belano, ¿la ubicas? ¡cabrón, ve nada más esas ojeras! ¿has vuelto a las andadas?
Ubico el aula, no te preocupes. ¿Cuándo he dejado de estar en las andadas? Y ahora vete por favor, que necesito descansar.
Concursaría por la plaza. No sólo por el fracaso profesional seguro que supondría quedarse en ciudad natal. No sólo por el miedo a sus fantasmas cada vez más encarnados. Luis Gala se quedaría en Santa Teresa para darse una nueva oportunidad de fracasar. 'Fracasar mejor', decía Steiner. Práctico lo miró con curiosidad, lo dejó en su habitación:
Está bueno, cabrón, trata de descansar que el puesto es casi tuyo, pero no puedes bajar la guardia: hay un gringo por ahí que tiene muy buenas credenciales, la verdad no sé por qué ha querido venir aquí, pero no vaya a ser que te gane.
No sabes por qué ha querido venir el gringo pero sí sabes por qué vengo yo... Hombre, no sé si sentirme halagado u ofendido.
Descansa.
Pero no descansó. Aquella noche de diciembre Luis Gala intentó conocer los alrededores y llegó hasta una pequeña plaza arbolada con kiosco al centro y bancas en sus cuatro lados. Hacía frío. Las casas estaban adornadas con motivos navideños. Dio algunas vueltas, se sentó, prendió un cigarrillo. 'Si gano la oposición no habrá más cursos con lecturas ligeras, sólo grandes obras, volúmenes gordos de reputación bien establecida. El Quijote desde luego, pero también el Goytisolo más desatado. Un Marías en tres partes, los rusos histéricos. Incluso el chileno mexicano que murió en Barcelona, aunque no quiero hacer demasiadas concesiones a la literatura hispanoamericana. Tendré una oficina para mí solo. Podré escribir. ¿Para qué me quedo en ciudad natal? El amor de mi vida no sabe cómo coger los rábanos por las hojas. No tengo los huevos de decírselo. Los amigos ya levantaron sus muros perimetrales y me encuentro demasiado incómodo dentro de ellos cuando por accidente me reciben. La familia no cuenta.' La plaza se fue despoblando rápidamente y alrededor sólo quedaron algunos chicos cuyas actitudes él bien conocía. Pero no los vio cuando decidió levantarse y volver a paso lento hasta la posada.
[...]
Cuando hubo concluido diez años sin probar alcohol, Práctico lo visitó en su oficina. Lo hacía cada vez menos, pues sabía que Luis Gala estaba siempre ocupado y que guardaba la mayor reserva con respecto a su vida privada. Sólo rumores ocasionales, densos. Sólo conversaciones esporádicas más o menos reticentes. Un misterio incómodo y posiblemente espeluznante. Lo encontró solo, de pie, mirando por la ventana del cubículo. Le dijo:
Estaba ya harto de hacer cuentas en la torre de rectoría y quise salir a que me diera el aire, ¿cómo va todo, cabrón? ¿bien?
Bien dijo volviéndose hacia él y apoyando una mano en el respaldo de la silla ya sabrás que la tesis de Victoria sobre la literatura autobiográfica fue premiada, ¿no? La tercera al hilo de mis estudiantes. Con los gringos ya hay proyecto para tres años, así que todo va bien, ¿no?
Entonces Práctico reparó en sus ojeras. El temblor de una mano. Los labios partidos y la mirada nerviosa, desenfocada, color mate. Intuyó que Luis Gala estaba siendo otra vez expulsado del mundo. Que no pasaría mucho tiempo antes de que se fuera de ahí. ¿A dónde?
Pues supongo que sí, cabrón, ¿has vuelto a las andadas o por qué traes esa cara?
Uno sólo puede recorrer las andadas, Práctico. Es posible que a veces demos la impresión de que nos hemos curado de nuestros vicios, pero es justamente en mitad de nuestra concentración y virtud, ahí donde todo es más sólido y no tenemos tiempo para distraernos, que se gestan soterradas las nuevas perversiones que habrán de arrastrarnos, ¿ves? El fondo sumergido del iceberg que también somos nosotros. Inevitablemente.
No sé de qué hablas, cabrón, pero cuídate. No te vayas a enfermar de tanto leer, que ya le ha pasado a más de uno. O de enseñar a leer, que no es raro entre maestros volverse loco ¿eh? dejó escapar una risa ahogada, más por tranquilizarse a sí mismo que porque algo le hiciera gracia.
Nadie ha aprendido nada. De modo que pueden estar tranquilos. Tú, el departamento, Santa Teresa toda.
—Lo que tú digas, cabrón. Pero cuídate. Te dejo trabajar.
"Gracias, Práctico, por tu ayuda de hace diez años. Por tu morbosa y constante vigilancia. Por tu ejemplo de que ser cartesiano es lo único seguro para obtener resultados. Lo correcto, lo lógico. Lo que debe ser. Tenías razón: he vuelto a las andadas. Y ahora ha llegado la hora de enfrentar mi destino. ¿Escuchas a Baco en tus noches agitadas? ¿En alguno de tus muchos momentos de aburrimiento o cansancio? A mí me persigue Dionisio. Y por eso me voy: para huir de él. Quizá a ti no te haga falta echarte a correr".
Práctico dobla la nota. La guarda en un cajón del que toma una pequeñísima llave. Con ella, sintiendo un ligero vértigo, abre la licorera.

lunes, febrero 03, 2020

La señora Wilbur

En la casa de enfrente vive la señora Wilbur. Ella se sienta a su ventana todas las tardes poco antes del ocaso. Es primero una sombra con fondo blanco, luego una sombra con fondo negro, luego sólo un cuadro obscuro. Espera. Espera día tras día, invariablemente, pero no está loca. Limpia los pisos de su casa con detergente olor lavanda y los baños con lejía. Sacude los libreros levantando cada una de las figurillas de porcelana que habitan peligrosamente el borde de las repisas. Hace pausas. Cuando las hace se sienta en la silla roja del rincón, debajo del retrato de su hijo. Espera a que su respiración se normalice. No es obesa, pero tampoco demasiado delgada. Come con alguna atención al balance y ocasionales concesiones a lo que le prohíben los médicos. A veces tiene el carácter grave y lee, concentrada; a veces lo tiene ligero y ve una serie y luego una película hasta que le quedan los ojos como platos y hay un cenicero repleto de cáscaras de pistache o cacahuetes. Otras veces le duele la cabeza y se recuesta en su cama frente a la cómoda sobrecargada de adornos. Cierra los ojos. Ve luces de colores verde y morado. Escucha una conversación real en la calle y otra imaginaria dándole el biberón a su hermano. El gato va y se sienta al pie de la cama en esas ocasiones, mirando sus pies que salen.
Un día, el timbre. Ella de pie, descalza, buscando sus pantuflas por no recordar dónde dejó sus zapatos. Sus pasos en la escalera, la puerta que se abre. Una niña. Qué ojos más grandes y qué ropa tan raída. Que la manda su madre desde el barrio al otro lado del río. Que tienen hambre y no hay comida ni para el más pequeño. La señora Wilbur pone una lata de leche en polvo en los brazos de la niña que apenas puede cargarla. La ve alejarse acariciando la lata para que no resbale. El pelo hecho una maraña, lleno de piojos que brillan. El gato se ha quedado detrás de ella y, cuando cierra la puerta, le dirige una mirada de incomprensión. Se lava las manos y luego los brazos. Inconforme, se lava el cabello con agua caliente y jabón de sávila, pero no está loca. Se examina los brazos deseando no encontrar ningún sarpullido y, un tanto enfadada, se sienta a leer en la silla roja del rincón. Está furiosa, lo que le permite impostar una concentración decidida con la que adelantar muchas páginas de la novela de un escritor recientemente fallecido. Una historia protagonizada por una niña que vive al otro lado del río en compañía de su madre y su hermano pequeño. De noche, su madre deja al bebé a su cargo y sale perfumada a dos manzanas de aquí. 'No me busques', le dice, 'pero si debes hacerlo por una verdadera emergencia y no estoy en la esquina con mis amigas díselo a Don Macario, el recepcionista del hotel'. Y añade: 'Por ningún motivo subas a buscarme. Que él me llame, ¿entendiste?'. Ella levanta la vista del libro de vez en cuando y, por encima de sus gafas, mira al gato pelear con las borlas de los cojines. Está indecisa entre llamarle la atención o asistir a sus evoluciones, ya de espaldas empujando el cojín con las patas, ya de frente erizándose de pronto como quien ha visto a un enemigo mortal. Vuelve a la novela censurando su distracción con un ligero movimiento de cabeza.
Cuando empieza a escasear la luz apoya el libro contra la mesita al lado del sillón rojo, con las páginas abiertas de par en par ahí donde se quedó. Se pone de pie y, dándose la media vuelta, mira en la penumbra el retrato de su hijo en traje de gala. Quiere coger el rosario, pero abomina de las supersticiones y entonces considera llegado el momento de sentarse junto a su ventana como todas las tardes. ¿Qué hace la señora Wilbur mirando a la calle por donde apenas pasa nadie durante más de una hora? No se mueve casi, pero tampoco duerme. Al principio es posible distinguir sus ojos abiertos, a veces muy abiertos, como quien quiere apartar de sí una visión horrible. A veces cambia la posición de las manos, recogidas ambas sobre su regazo, una sobre otra. Puede entreverse, con el último rayo de luz, cómo se ajusta el manto por encima de los hombros como si se abrazara a sí misma. No puede saberse el momento en que se levanta porque ya la obscuridad no permite distinguir nada. El aire que sopla poco antes del anochecer sacude los árboles de su jardín frontal, hace chirriar la baranda de su entrada. La hierba que cada vez le cuesta más arrancar es acariciada por el viento como el sonido de un escalofrío susurrante. Sombras. Luego el timbre de nuevo.
La señora Wilbur duda, pero el ding dong se repite perentorio y se decide a bajar las escaleras. Recorre un poco la cortina, pero no distingue nada. Con la mano en el interruptor, se reprocha no haber hecho cambiar la bombilla de la entrada, fundida desde hace días. 'Hay que poner atención a las cosas pequeñas', recuerda haber leído esa misma tarde en boca de Don Macario. Se acerca a la puerta. '¿Quién vive?' pregunta con una voz incapaz de ocultar su nerviosismo. El viento arrecia y no sabe ya si escuchó el chirrido de la baranda o el ulular del aire a través de las hojas, quizá una voz o un quejido. '¿Quién vive?', repite luego de carraspear para limpiarse la garganta. No vuelven a timbrar pero ahora tocan detrás de la puerta. Toc, toc, toc, tres golpes pausados y claros que la obligan a apartar el oído de la madera y mirar de frente a aquel límite detrás del cual está alguien. '¿Quién vive?' dice por última vez y nadie le responde. La baranda vuelve a chirriar. Luego un golpe metálico. ¿Se ha encendido la bombilla de la entrada? Habrá sido un falso contacto. Descorriendo la cortina ligeramente no ve que haya nadie a la puerta y sólo entonces percibe los pequeños golpes de sangre en sus sienes. Vuelve a su habitación donde encuentra al gato mirando a la calle con fijeza. Le apetece dormir pero no logra conciliar el sueño y entonces baja las escaleras a por su libro, que se ha quedado en la mesita al lado de la silla roja del rincón. Comprueba que las sombras son familiares. De este lado el reloj de péndulo. De aquel la antigua jaula del perico, el perfil de la lámpara de pie. Resiste la tentación de asomarse a la ventana y vuelve a su habitación.
'El niño está más inquieto que de costumbre y no deja de llorar. Ya no hay leche. Mamá le ha pedido no ir a buscarla, pero es que la situación es ya desesperada. Quizá Don Macario pueda darle algo para calmarlo, quizá él pueda buscar a mamá o ni siquiera haga falta que la busque por hallarse ella en compañía de sus amigas en la esquina. "No llores chiquito, no llores, voy a regresar de inmediato, ¿eh? no llores", le dice la niña al bebé mientras lo deja en su cuna y sale a la calle con una cobija encima porque no hay abrigos para ella. Hace más frío de lo que pensaba. En vez de ir hacia la esquina consabida piensa en cruzar el puente que está a sólo dos manzanas en la dirección contraria. Ir al otro lado del río a buscar ayuda. Mamá puede enfadarse, piensa, pero quizá se ponga contenta viendo que puede resolver ella sola los problemas. Camina hacia allá y en mitad del puente la detiene el ruido de las aguas allá abajo. Un rugido como amenaza, un griterío del infierno. Se apresura arrepentida de haberse detenido y dobla en la primera esquina por donde la calle sube hacia una pequeña colina. No hay nadie afuera y el viento ha empezado a soplar con más fuerza como si se aproximara una tormenta. No es usual en esta época del año. Repara en que tiene hambre y pasa las manos por las distintas rejas y barandas hasta pincharse con una de ellas, oxidada y baja, que chirría con el aire. Ve una luz allá arriba y se decide a tocar a pesar de la obscuridad de la entrada. Apenas alcanza el timbre. Toca.'
La señora Wilbur deja caer el libro, dormida. La despierta sobresaltada el timbre. ¿Quién puede ser tan tarde? Baja con dificultad y cree escuchar voces en la sala como cuando vinieron los soldados a avisarle del fallecimiento de su hijo. Cuatro cadetes apuestos, uno de ellos manco, que se reunieron con ella en la sala para darle la noticia. Serios, no sentimentales, la obligaron con su sola actitud a comportarse con circunspección y entereza. Apenas le salieron dos lágrimas involuntarias cuando se abrazó a uno de ellos al despedirse. Ningún gemido. Nada delante de ellos aquella tarde en que se sentó por primera vez frente a la ventana para ver anochecer. El timbre de nuevo. 'Ya voy', intenta gritar, pero apenas le ha salido la voz y es imposible que la oigan afuera. Enciende la luz de la entrada y se asoma por la ventana. Ahí está la niña de esta tarde con las mismas ropas raídas y una cobija encima. No alcanza a terminar la pregunta ¿qué quieres? cuando se apaga la bombilla de la entrada. Abre la puerta sin encender más luces y escucha cómo entra rápidamente la mocosa junto con el viento como si conociera todos los rincones de la casa. Sus rápidas pisadas se oyen en las escaleras, en la cocina, en el cuarto de estar. '¿Pero qué haces? ¿qué quieres?' dice desesperada a la obscuridad y prende la luz de la sala para volver enseguida junto a la entrada para cerrar la puerta. Luego prende otra luz. Y otra. Y otra más. La niña de ojos grandes no aparece. Sólo pisadas furtivas aquí y allá. '¿Quieres de comer? ¿pero tú estás loca? Sal inmediatamente y habla conmigo'. El gato baja las escaleras tranquilamente y la mira como si se preguntara la razón de tanto alboroto. Sube a su habitación y ve las sábanas y el cobertor abultados, en movimiento. Se acerca decidida a echarla, pero cuando descubre la cama sólo encuentra el colchón humeante, quemado por la mitad. Despierta.
La luz de la mesita de noche se ha quedado encendida, el libro en el suelo. 'Qué pesadilla', se dice. La señora Wilbur baja a tomar agua ante la mirada indiferente del gato. Se asoma por la ventana corriendo ligeramente la cortina y ve pasar a los bomberos con rumbo al otro lado del río. Un zumbido extraño. Luces verdes y moradas. Un dolor en la sien. 'Con el bote de leche entre los brazos vuelve a casa y encuentra todo en llamas. Suelta el bote y el polvo se derrama en la banqueta mientras corre hacia la esquina del hotel. Su madre está ocupada, le informa Don Macario, no puede interrumpirla ahora. Ella grita desesperada que la casa se está incendiando, que el niño está ahí dentro, que venga por favor. Y sin esperar a que ceda la incredulidad de Don Macario ella entra al hotel gritando por los pasillos hasta despertar a todos. Su madre sale envuelta en una sábana manchada y la reprende. "¿Pero tú te has vuelto loca? ¡vete de aquí! ¡este no es lugar para una niña!". Luego comprende. Corren una detrás de otra, aullando. Pero ya es inútil.' La señora Wilbur llamará al electricista mañana. Arreglarán la bombilla de la entrada. O el falso contacto. Esperará a que caiga la tarde sentada frente a la ventana. Pero no vendrá nadie.