sábado, febrero 29, 2020

Simpatía por el pederasta

No había cumplido aún los cuarenta cuando pude renunciar al hospital y dedicarme de lleno al consultorio privado. Las mejores familias de Santa Teresa no son personas cultas, pero como buenos americanos de imitación toman muy en serio el psicoanálisis como distintivo de clase. Pagaban bien, aburrían, de vez en cuando nos invitaban a mi esposa y a mí a incongruentes cenas por el sólo placer de tener a un doctor a su mesa. Al comparar analistas, los pudientes subrayaban el hecho de que yo era psiquiatra y no un mero psicólogo, es decir, una persona facultada para sostener legalmente sus adicciones dándoles apariencia de normalidad, un barniz al que ellos añadían el prestigio del elevado costo que pagaban por los medicamentos y el hecho de que yo había estudiado la especialidad en Boston. También había completado una especialización en trastornos de la sexualidad, aunque esto a veces lo mencionaba y otras veces lo omitía, pero mi matrimonio y la facilidad con que me fue concedida la plaza en el hospital me hicieron regresar a Santa Teresa y posponer indefinidamente la idea de residir en el extranjero. Económicamente fue un gran acierto, sólo mejorado por el momento en que, dueño de una cartera de pacientes importante, me deshice del hospital y me dediqué al consultorio. Teníamos un rancho con caballos y árboles frutales al que íbamos los fines de semana con las niñas, una casa en la ciudad con piscina y jardín extenso, biblioteca, teníamos vacaciones en exclusivos resorts de playa o capitales europeas, mis favoritas. Pero una parte de mí padecía: me hallaba harto de atender a mujeres histéricas que consideraban necesario exagerar para que les recetara antidepresivos, a adolescentes que habían sido forzados por sus padres empresarios o banqueros a discutir su homosexualidad, a niños con déficit de atención o un claro retraso mental que sus progenitores se negaban a aceptar (y hay que ver la cantidad de degenerados mentales que paren los adinerados), en fin, un día tras otro sin más estímulo que el de escuchar historias idénticas en las que se escamoteaban los mismos datos, una vida burguesa de provincias cada vez más asentada en la que mi mujer y yo nos sentíamos como náufragos en una isla. Hasta que llegó Fez.
Fez era un hombre de mi edad, bien vestido, correcto en el lenguaje, una vez que nos presentamos y relajamos un poco hablando de la coincidencia de que él también hubiera vivido en Boston durante casi diez años, me explicó por qué había venido: 'Nunca he tenido relaciones sexuales, doctor. Yo supongo que en un mundo donde el celibato es requisito para el sacerdocio mi situación no parece una anomalía demasiado grave, ¿verdad? Pero yo no hice votos de castidad ni me ha faltado la libido a lo largo de mi vida. Lo más cerca que he estado de una relación sexual fue de niño, con mi primo, cuando nos ordenaron meternos a bañar y jugamos en la tina por una larga media hora. Mientras el agua se enfriaba lentamente y los juguetes flotaban alrededor nuestro, yo sentí una turbación extraña que ahora reconozco como la primera manifestación del deseo. Quería ponerme rígido como un tronco y apretarme contra mi primo, así que luego de callarme un momento mientras él hacía que un tiburón y un dinosaurio pelearan, le dije "¿jugamos a que somos muertos y flotamos pegados sin hundirnos?". Así lo hicimos durante un minuto hasta que mi tía interrumpió gritando detrás de la puerta. Un episodio insignificante, ¿verdad? De esos que la mayoría recoge durante la infancia tardía y que sólo anuncian la proximidad de la adolescencia. No en mi caso, doctor. Verá usted, durante las etapas que siguieron continué mirando a los niños de la edad en que mi primo y yo jugamos en la bañera. Teníamos diez años. Mientras mis compañeros se hacían de novias y los homosexuales escondían sus preferencias, mientras unos se iniciaban luego de una borrachera y otros algún fin de semana en que los padres habían salido de fiesta, yo me retiraba a mi habitación a leer y estudiar procurando no masturbarme por la cada vez más clara conciencia de que sólo lo hacía pensando en esos críos de los que desviaba la mirada al cruzarme con ellos durante mis largos paseos matutinos, niños en el parque o en el centro comercial, contra las alambradas de la escuela primaria, en los hijos pequeños de mis tíos más jóvenes con los que procuraba no coincidir y mucho menos quedarme a cargo. Soy pederasta, doctor, aunque no haya pasado nunca a la acción. ¿Acaso un homosexual lo es porque se acueste con otro de su mismo sexo? ¿no basta el deseo para ello? Ya lo creo, sí, pues eso soy: pederasta. Mi vida, como puede imaginar, no ha sido fácil. ¿Se acuerda de los viejos argumentos que la iglesia más progresista recetaba a los homosexuales? Decían que el reino de los cielos no les estaba vedado siempre que no ejercieran la homosexualidad. "No se condena a los homosexuales", aclaraban, "sino el actuar homosexual". Recomendaban oración para resistir. Algunos no muy al tanto de la realidad sugerían curarse. Todos han hecho progresos en estos tiempos, doctor, ya es muy difícil hallar gente que niegue el derecho de cada uno a vivir como mejor le plazca, especialmente en materia sexual. Hay, desde luego, la muy comprensible salvedad de que las personas involucradas estén en igualdad de condiciones, que sepan lo que hacen; luego no pueden mezclarse menores y mayores, retrasados y sanos, locos y cuerdos, usted me entiende. Así que por defecto estoy condenado: no puedo legalmente ejercer mi sexualidad. Por mucho que consiga que los demás entiendan que no he elegido sentir así, que no estoy enfermo, que soy una buena persona en lo general, no muy diferente del resto, jamás se me va a permitir vivir al completo. Estoy condenado, pues, a la castración en la práctica. Ni siquiera es algo que yo pueda comentar con nadie y hay que ver lo que me ha costado venir a su consultorio a hablarlo, un regalo envenenado, dirá, pero ¿qué otra opción me queda? ¿no se supone que es usted especialista en trastornos sexuales? Fíjese qué curioso: hace no mucho tiempo un homosexual habría venido a su consulta creyendo que tiene un problema. No han sido los psiquiatras los que han dejado de verlo como tal, sino la sociedad. No puedo ni imaginar las atrocidades que les habrán recetado a aquellos que tuvieron la idea de atenderse. Y ahora dígame doctor, para mi problema, ¿no son atrocidades las únicas opciones que puede ofrecerme su ciencia? Yo me pregunto a veces si existen los errores de la naturaleza, si existe la monstruosidad, el adefesio, la bestia. Me pregunto si estas categorías pueden establecerse sin recurrir a una función respecto a la cual son incompatibles, es decir, si un paralítico es un error de la naturaleza sólo contrastado con andar y no por sí mismo. Como puede imaginar he tenido que luchar contra la idea de que soy un monstruo y aún he debido sacudirme la tentación de suicidarme, quizá por rebeldía, quizá porque soy lo suficientemente culto como para no darme por vencido tan fácilmente con argumentos pueriles. Note usted el parecido de todos mis dilemas y cuestionamientos con aquellos que debieron plantearse los que ahora gozan de todas las libertades. Y bueno, ya sabemos que la historia es cíclica. ¿No hubiera sido comprendido indulgentemente de haber sido un ciudadano romano o griego de la Antigüedad? Conforme fui dejando de ser joven me acostumbré a no hacer nada con mis deseos y a permitirme fantasías sólo por mi cuenta. Pero no sé si sea la proximidad del climaterio o ese segundo aire del que hablan a los cuarenta y tantos, si el hartazgo de mi cuerpo yermo o la reciente muerte de mi primo en un accidente de trabajo, lo que ha reavivado mis deseos de una manera demasiado perturbadora y preocupante. Sé que debo tomar cartas en el asunto para evitar una tragedia, pero no sabía a quién acudir y he pensado que quizá usted lo sepa. ¿Doctor?'
El código penal contempla el delito de complicidad secundaria o accesoria si un profesional de la salud no denuncia a un pederasta. Fez había hablado con educación y claridad, no había cometido ningún acto del que pudiera arrepentirse ni que interesara a la policía. Decidí que debía corresponderle con la misma confianza haciendo caso omiso de la ley y prescribiendo inhibidores de serotonina, ansiolíticos y algún anti-psicótico. Un cuadro farmacológico agresivo a fin de no correr riesgos. Recomendaciones generales de conducta aunque él las conociera tan bien como yo: nada de ponerse en situaciones peligrosas, nada de exponerse a tentaciones, concentrarse en sus actividades como traductor que le permiten trabajar desde casa. Pero, aunque estimulado profesionalmente por su caso, por un momento sacado de la rutina ociosa de atender a la burguesía ranchera y desocupada de Santa Teresa, una inquietud espantosa se instaló en mi cabeza y no conseguí eliminarla a pesar de que las reuniones de seguimiento eran semanales. No podía decir nada a nadie, desde luego, ni siquiera a mi esposa que resintió una mayor abstracción de mi parte. Estaba seguro de que en caso de hablarle de Fez me exhortaría un tanto desproporcionadamente a denunciarle. Diría cosas que me irritarían profundamente como 'hazlo por las niñas' o 'no protejas degenerados'. Semejante incomprensión y primitivisimo me habrían enfadado con ella de una manera quizá irreversible (era una mujer buena, pero no de muchas luces; y no deseaba recordar eso). Conforme se acercaba la fecha de entrevistarme con él aumentaba mi ansiedad, temeroso de saber que algo había ido mal o que había pasado a la acción, como él llamaba a eso que nunca tendría manera de vivir. En alguna ocasión creí verlo a lo lejos en un supermercado con un niño de la mano. Traté de alcanzarlo pero como yo llevaba una crema de rasurar en las manos se activaron las alarmas de la puerta y los guardias me impidieron la salida. No llevaba mis anteojos, así que me tranquilicé pensando que lo más seguro era que no se tratara de él. Total: al día siguiente tendríamos nuestra séptima sesión. Ya vería que no había ningún misterio.
Fez no llegó a la hora de su cita. Inquieto, llamé a su celular: estaba apagado. Pregunté a mi secretaria si no había cancelado de último minuto, pero ella era tan eficiente que haberse olvidado de decirme acerca de cualquier cambio en mi agenda era impensable. Nadie había llamado cancelando nada. Por alguna extraña razón tenía ganas de echarme a la calle, quizá encender un televisor para ver si podía agarrar alguna noticia sobre mi paciente. Pero no lo hice. Me metí a mi consultorio y me dediqué a repasar el cóctel de medicamentos que le había prescrito a Fez durante las últimas semanas. Media hora después sonó el intercomunicador. Era la secretaria: 'Doctor, están aquí unos señores que dicen ser de la policía... ¿los hago pasar?'. Sentí un dolor de estómago instantáneo y una vergüenza extraña por el solo hecho de que mi eficaz secretaria no se decidiera a dejar pasar a la policía y aún pidiera mi permiso como si yo pudiera posponer ese encuentro. 'Hágalos pasar inmediatamente', conseguí decir sin que me cortara las palabras la garganta súbitamente seca con que hablaba.
Doctor, buenas tardes, ¿es usted el encargado de atender al señor Fez... ¿cómo era? preguntó el agente mirando a su compañero para que le dieran el apellido. Pero yo me adelanté:
Sí señor, soy su psiquiatra. ¿Pasa algo? No se presentó a su cita hoy, justamente...
Sabemos que no se presentó. Está detenido desde esta mañana acusado de haberse llevado a un niño de la escuela vespertina y llevarlo a su casa con el pretexto de que se había perdido.
¿Un niño? pregunté con una palidez que debió levantar sospechas de cualquier aficionado a historias policíacas. Sentí deseos de sentarme pero continué de pie.
Sí, un niño. De la escuela. La psicóloga escolar y la de la comandancia han conducido una investigación previa para determinar si este... Fez, ha hecho algo indebido más allá de llevarse al niño, en fin, usted entiende, doctor...
¿Y yo en qué puedo ayudarles? pregunté con la voz y el color recobrados. 
Necesitamos saber si existen elementos para sospechar de pederastia. Usted es su psiquiatra y el propio Fez nos ha dado su nombre.
Ya veo dije extrañamente aliviado sin reparar en que era la segunda vez en que me disponía a ocultar lo que sabía sobre Fez No existen elementos, si eso quiere saber. El señor está en terapia conmigo por asuntos de salud sexual que por supuesto no estoy en condiciones de revelar...
Doctor, confiamos en su palabra, pero es mi deber advertirle que mentir a la policía es...
No hay ninguna mentira lo interrumpí. Y apenas dije esto sentí que me estaba comprometiendo demasiado. Pero echarse atrás habría sido contraproducente. 
Si es así, nos retiramos, doctor. Si el niño supera las pruebas psicológicas, lo de este señor, Fez, quedará en una mera amonestación.
Dos días después con sus respectivas noches de insomnio, Fez me llamó. Estaba libre. 'Ha sido todo un malentendido, doctor, pero el niño ha explicado que efectivamente se había perdido'. Quería soltar un torrente de palabras, pero me limité a decirle que debía verlo con urgencia. 'La policía ha estado aquí, Fez, ¿me entiende?'. 'Le entiendo', replicó con frialdad. Tuve tiempo de prepararme para nuestro siguiente encuentro, particularmente para conservar la ecuanimidad y no perder los papeles, pues en el fondo deseaba sacudirlo a cachetadas. No porque hubiera cometido un crimen, lo que por fortuna parecía no haber sido así (pero no lo sabía, ni siquiera cuando mentí a la policía), sino por haberse puesto en una situación tan peligrosa dada su condición. Era una insensatez inexcusable para alguien de su estatura intelectual, pues no era un ignorante ni un inconsciente, mucho menos un desaprensivo. Lo encontré calmado, pero no me tranquilizaron sus palabras: 'Lo siento, doctor, no pude evitarlo. El niño se me atravesó en la calle cuando me dirigía al supermercado y casi lo derribo con mi propia marcha, miré a todos lados buscando a sus padres y al no ver a ningún adulto lo cogí de la mano, era un niño pequeño, unos siete años, bien podía haberle ocurrido un accidente. Lo llevé a comprar golosinas en la esperanza de hallarme a sus padres o su niñera, pero no encontré a nadie. Cuando salí de ahí decidí caminar por las cuadras de alrededor donde supuse alguien lo estaría buscando, pero de nuevo nada. Entonces lo llevé a mi casa. ¿Estuvo mal? ¿De verdad cree que una persona que no ha hecho nada para satisfacer sus deseos durante más de cuatro décadas va repentinamente a perder la cabeza por lo que de verdad le apetece? Doctor, soy un hombre disciplinado, claramente no soy de instintos. Con ayuda del Internet le mostré al niño las casas de alrededor y por fin pudo identificar la manzana donde estaba su casa y ahí terminó la historia: lo llevé. Doctor, usted no es una persona que haya crecido en estos tiempos histéricos. Tiene cultura. Sabe que la pederastia es un delito aquí y ahora, pero que no fue siempre así. Sabe además que nuestra generación solía perder la virginidad cuando aún éramos menores. No en mi caso, claro. Pero bueno, ¿con quién perdía la virginidad nuestra generación? Con adultos. Con mayores. Para eso han estado ahí siempre, ¿no es verdad? Para enseñar a los más jóvenes. ¿Recuerda usted la palabra griega päedofilia? ¿No era toda una institución donde los hombres maduros enseñaban a los adolescentes el arte de amar y vivir, el amor entre hombres? Antes de casarse con mujeres, antes de formar una familia, los griegos vivían sus años inciertos, esos que ahora se reconocen como críticos, con un hombre maduro que los follaba. ¿No se supone que esta civilización desciende de aquella? Usted debe saberlo, doctor, usted no es un ignorante'. Le aclaré que la historia no tenía nada que ver con las consecuencias de nuestros actos, sospeché por su vehemencia que no se estaba tomando la medicina con la frecuencia correcta y traté de hacerle ver la importancia de hacerlo. Le expliqué también lo que le había ocultado en la primera sesión sobre la obligación que teníamos los facultativos de reportar confesiones de pederastia como la que me había hecho él desde el primer día. Fez se puso de pie para despedirse: 'Entonces somos cómplices, doctor', dijo sonriendo.
Durante algunos días en que el whisky no conseguía adormecerme ni tranquilizarme, ponderé denunciarlo. Sus palabras no me habían hecho ningún bien. Me sentía contaminado y toda la simpatía que había sentido por él se estaba desvaneciendo en un mar de dudas. Él podría alegar que me hizo la confesión desde el primer día y que mentí a la policía durante su arresto, pero ¿a quién iban a creer sino al psiquiatra más famoso de Santa Teresa? Y además ¿por qué creía que Fez deseaba hundirme? Era absurdo. Quizá bastaba seguirlo tratando y deshacerse discretamente de él. Pero a las sesiones no daba muestras de desear faltar. Era puntual y exquisito, como siempre, haciendo muy difícil la animadversión que por mis nervios rotos me producía. Cuando empezaba a tranquilizarme de nuevo otras siete semanas apareció la policía una noche cuando la secretaria ya se había marchado y yo acomodaba algunos expedientes.
Doctor, buenas noches, ya ve que nos volvemos a ver. Ahora la cosa es distinta y más grave. Fez ha vuelto a ser arrestado como parte de una operación de la Interpol para desmantelar redes de pornografía infantil. Su computadora y dispositivos electrónicos están ya en nuestras manos y no cabe duda de su culpabilidad porque posee dibujos demasiado realistas de este tipo y eso es un delito, como bien sabe...
—¿Dibujos? ¿quiere decir que no son fotografías? ¿por eso lo han detenido? ¿por unos dibujos? —empezaba a molestarme, me calmé. Oficial, lamento mucho lo que me cuenta, pero Fez está aquí por otras razones como ya le he explicado.
Entiendo doctor. En ese caso no le importará que requisemos el expediente.
¿El expediente? otra vez se me puso la cara pálida y la boca seca Esos archivos son confidenciales completé haciendo más sospechosa mi actitud.
Ya no, doctor. La orden del juez nos permite requisar ese expediente y, de acarrear responsabilidades para usted, el mismo juez nos autorizará a disponer de todos sus equipos. 
Pero esto es una arbitrariedad, yo sólo he cumplido con mi trabajo, las cosas han llegado a...
Doctor, yo también cumplo con mi trabajo dijo el comandante ordenando a sus subalternos que se cumplieran las órdenes.
En la comisaría, sin importarle la presencia de policías ni las preguntas que debe contestar para que el secretario las consigne en el acta, Fez explica llorando lo siguiente:
'Yo nunca he tocado a ningún niño. Nunca he tocado a ninguna persona. No he tenido sexo. Llevo más de cuarenta años deseando una relación imposible por sus consecuencias y por eso no lo he hecho. Los heterosexuales tienen pornografía. Los homosexuales tienen pornografía. Las lesbianas, los travestidos, los sadomasoquistas, ¡todos disponen de toneladas de material para masturbarse un millón de veces! ¡¿y yo qué?! ¡¿yo qué?! ¡no puedo vivir una vida plena ni siquiera en la soledad de mi casa! ¡no se me concede ni siquiera tener un dibujo producto de mi imaginación! Y si a ella pudieran asomarse, si tan sólo pudieran entrar en mi cabeza, también ahí me perseguirían hasta liquidarme. ¡Mejor mátenme, mátenme ya!'.
Enfadado, el comisario prefiere dirigirse a mí:
¿Es usted su amigo?
Lo miro con lágrimas en los ojos, destrozado. Respiro profundo, como liberado. Contesto:
Me temo que sí. Sí. Es mi amigo.

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