domingo, febrero 16, 2020

Plus de liaisons

¿Y si todo fue mentira, todo fue mentira, todo lo que yo creí real?
¿Y si todo fue mentira qué hago ahora con mi vida?"
La última atrocidad, Nacho Vegas

Un día, a la vuelta del trabajo, sin ánimo de bajar al parque a correr como hacía todas las noches desde nuestro rompimiento, me senté en el sillón y lo recordé, primero de manera imprecisa como solía venirme su recuerdo, un rostro o una voz, una punzada, luego específicamente en medio de la conversación, más serena que agria, con que se resolvió a irse aquella noche sin que nada hiciera suponer que el día iba a terminar de esa forma. No me invadió, sin embargo, la pesadumbre habitual, menos aún el llanto de los primeros días que siguieron a su partida, jornadas y noches enteras de inventarse explicaciones con las que apaciguar el dolor. Lo que sentí en medio de esa inmovilidad pasmada que uno experimenta en los primeros minutos en casa luego de un día de trabajo, ese mínimo suspenso contemplativo, fue una consideración casi notarial ante lo rememorado. 'Esto es lo que ha ocurrido', parecía pensar con sorpresa creciente, no ante los hechos, sino ante mi fría objetividad que no se conmovía ya con nostalgias. No me explicaba la falta de emociones y aún intenté provocarlas recordando los aullidos de pena con que me doblaba en la cama acariciando su camisa y repitiendo su nombre, pero no pude lograrlo: el hombre lleno de lágrimas parecía otro y, por detallada que fuera la ficción de imaginarlo, no conseguía convencerme de su existencia. No había sido necesario, pues, que alguien llegara a mi vida para sustituirlo a fin de que yo pudiera observarlo con extrañeza, había bastado nada más con distanciarme, pero no de él sino de mí mismo, al menos lo suficiente para juzgar inexplicables, si no ridículas, las escenas más conspicuas de mi desesperación. Uno cree que puede sentir para siempre o al menos guardar memoria de lo que siente, pero se equivoca: a diferencia de un rostro que uno puede recuperar con precisión en una fotografía o de una voz que podemos reproducir fielmente una vez grabada, uno no puede guardar registro de los sentimientos vividos ni experimentarlos a voluntad, así sea de forma vicaria o a modo de ilustración, pues no basta para ello describirlos con palabras siempre insuficientes ni cerrar los ojos para evocarlos, una vez perdidos son irrecuperables y así no es de extrañar que una noche, al volver del trabajo, hundido en el sillón de la sala donde hace sólo unos meses uno lloraba o se desvivía, ahí donde hasta hace poco uno se sentía invulnerable al eyacular dentro de él o al pasar una mano por su rostro en el que despuntaba ya la barba obscura, uno se halle de pronto en posesión de una serie de fragmentos sin cuya reunión es imposible que nuestra mirada vuelva a encontrarse con la suya y convencerse de que el amor la anima, piezas de un aparato que no encajan y que casi no entendemos que alguna vez embonaran porque sin él es imposible lo mismo la convicción de la reciprocidad del amor que el desgarramiento por su pérdida, el aturdimiento y la perplejidad sustituyen entonces lo que alguna vez fue la más firme creencia en la completitud posible y nos condenan aún si ya no pensamos activamente en ello y sólo lo hacemos en una ocasión suelta a la vuelta del trabajo mientras nos decidimos a salir del marasmo y continuar nuestra rutina a la incertidumbre de no saber no sólo si lo que él sintió fue verdadero o impostado, inventado o asumido, sino si lo que uno sintió fue todo lo cierto que uno supone: a la intensidad del enamoramiento oponemos su fragilidad, al compromiso de la relación su rutina, al dolor del rompimiento su finitud. Comprobaba entonces, en la obscuridad del salón y sin animarme a ponerme de pie para buscar la chaqueta que había dejado en la entrada (hacía frío), que uno puede terminar con lo que siente con sólo dejarlo todo en manos del tiempo, con no insistir ni plantear ni rebuscar, con aplazar indefinidamente lo que escuece, con matar de inanición la esperanza negándole el alimento, estrangulando el lenguaje para que no exprese más nuestros deseos ni refuerce los lazos que deseamos cortar. Es imposible defenderse de él, el tiempo, no sólo porque termina por matarnos, sino porque muchas veces antes de ese punto final definitivo, reiterada y tercamente, nos demuestra la imbecilidad de suponer que podemos esconderle cualquier cosa, un amigo, un amante, un hijo, la tontería de creer que dos son capaces de encontrar siempre nuevas formas de amarse si hay la inteligencia y el corazón suficientes, cuando el suelo está poblado de millones de seres inmundos que reptan unos encima de otros indistintamente, reunidos ya sólo por la hipocresía y la costumbre, por la falta de luces y la ordinariez. 'Yo no he querido', me dije de pronto apoyando una mano contra la frente, 'no he querido matar lo que siento, lo siento, lo siento. Lo siento.'
Entonces me puse de pie y bajé al parque a correr.

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