viernes, febrero 29, 2008

Roberto, Joaquín y el Niño Caníbal (o Verde)

A Elvira

–¿Qué es una puta? ¿No tiene uno derecho a acostarse con cuanta gente se le dé a uno la gana? ¿No es sólo el dinero lo que hace la profesión? ¿Por qué?- me preguntó con una molestia cansada, no sé si porque aquélla era la séptima vuelta en el escarpado ascenso a Toledo o porque genuinamente estaba agotada de formular esas preguntas. O de contestarlas.
No estaba para aquella plática. La noche anterior yo había vuelto a soñar con el momento en que mis hermanos me vieron darle una bofetada a mi padre sin ningún motivo, justo cuando estaba sentada en sus piernas y él me preguntaba cosas de la escuela celebrando cada una de mis ocurrencias, sin imaginar siquiera que aprovecharía una brevísima pausa en sus risas, un súbito silencio en el salón, para propinarle una cachetada tan fuerte que me ardió la mano por varios minutos, como si en aquel acto hubiera tomado venganza de la obvia inconformidad que mis padres mostraban para con Simón, un hermoso niño rubio de seis años que no era la niña que ellos deseaban. O sí.
–Quiero decir, que al Niño Caníbal debería darle lo mismo con quién me meta siempre que le pague el dinero con que contrata guaruras y nos facilita el tripi. Es increíble, entre más viejo está, menos tolerante se vuelve hacia nuestra vida privada, como si no cobrarle a alguien fuese una barbaridad. Me ha hecho gracia que me llamara puta al teléfono, luego de que Joaquín se lo dijera.
–Joaquín es su amigo, bonita, ¿cómo se te ocurrió meterte con él…? Dios, cómo me duele la cabeza- le contesté bajándome un poco más la falda verde de plástico barato con que había salido desde ayer por la noche. El sol me hacía un daño terrible a pesar de las enormes gafas obscuras también de color verde. Yo era la Simonetta, con doble t por el tacón izquierdo y el derecho (verdes, faltaba más) y no estaba acostumbrada a beber.
–Joaquín no sería tan amigo suyo como amante mío. Ni siquiera se le ocurrió comprarme, no me consideraba una puta, quiero decir, no una a la que se le paga. Nos presentó el propio Niño Caníbal en su piso de La Montera, tú todavía andabas con Roberto, ¿te acuerdas?
Y cómo no me iba a acordar. Roberto había sido un amor verdadero construido sobre mentiras, empezando por mi nombre. Cuando lo conocí él estaba borracho y sólo hablaba de olvidar a una tal Zsofia, rumana me parece, de quien habló hasta el cansancio aquella noche sólo para no volver a mencionarla jamás. Subió a mi piso cuando lo encontré en la misma calle llorando lastimosamente. Y me di perfecta cuenta de que no se percataba de las hormonas que tomaba para mantenerme sin vello, de las cinco cirugías que me habían permitido tener cierta figura, del sospechoso tamaño de mis pies o el ancho de mis hombros (“¿Haces natación?”, me preguntó antes de quedarse dormido) y empezamos un romance de varios meses que acabó el día en que me mostró aquel anónimo gritando una y otra vez “¿Es verdad que no eres mujer? ¿Es verdad?”. También aquella noche de la despedida soñé con mi padre, pero esa vez la bofetada me la daba él como de hecho nunca ocurrió. O sí.
–Me acuerdo perfectamente- respondí. –Me asombra que el Niño Caníbal no se diera cuenta desde el primer momento, si a Joaquín se le iban los ojos nada más verte. Y te equivocas en que no eran tan amigos, claro que lo eran, desde niños. El Niño Caníbal lo conoció en Marruecos, durante su infancia, que aunque parezca mentira la tuvo- y reímos las dos en un gesto cómplice, quién sabe si de la misma cosa. Estábamos llegando al alcázar y saqué mis cigarrillos del bolso (verde, por supuesto).
–Algo había oído yo de Marruecos, pero creí que se habían conocido en el negocio del hachís, antes de que Joaquín tuviera la ciudadanía española. El Niño Caníbal sí era español, a pesar de tener esa pinta de magrebí ¡y esas nalgas de moro! ¡Madre mía!- y volvimos a reír con estrépito espantando las palomas que ya estaban ahí aunque apenas fueran las siete y media de la mañana. La luz oblicua del sol nos hacía sombras muy largas a nuestras espaldas. No había nadie en la plaza.
–No sé, yo al Niño Caníbal nunca lo probé, ya sabes que yo soy independiente, nada de chulos ni administradores ni ná de ná. Con ellos pura amistad aunque me propusieran varias veces incorporar locas y operadas en su negocio. Nunca acepté. Y conmigo sucedió al revés que contigo: fue Joaquín quien me presentó al Niño Caníbal, ¿lo sabías?- Ella movía la cabeza en sentido afirmativo mientras daba una larga chupada al cigarro mentolado long recién encendido luego de que yo hiciera lo propio. Cajetilla búlgara, nada menos. Nuestros contactos, bueno, los del Niño Caníbal, eran increíbles.
–Pues claro que sí. Joaquín me habló de Roberto y por cierto que yo tampoco sabía que no eras mujer, quiero decir, antes…- se interrumpió como lamentando esas palabras. Llegamos al mirador que da al Tajo y se apoyó sobre la baranda fumando lentamente. La cabeza me dolía terriblemente y no estaba dispuesta a que una sombra de mal humor se cruzara en nuestras risas. La tranquilicé:
–Bueno, no soy mujer tampoco ahora. Soy mucho mejor, más que un hombre, más que una mujer. Soy una diosa- y otra vez nos miramos sonriendo antes de reventar en risas y toser por la combinación del humo con el aire violento de la carcajada. Ambas nos referíamos a esa poetisa mexicana, Pita Amor, cuyos versos sabíamos de memoria. Una ridiculez. –¿Pero quién te habló de mí? ¿Por qué?- agregué pensativa, sinceramente intrigada.
–Fue Roberto… quiero decir, Joaquín, no recuerdo bien, no me preguntes, de eso hace tanto tiempo.
–Joaquín no sabía que yo era diosa, querida, sólo que era mujer. Y el Niño Caníbal no hace esas aclaraciones. Él y una puta que nunca conocí eran los únicos que lo sabían. Y fue esa puta quien le envió el anónimo a Roberto, aunque el Niño Caníbal nunca quiso decirme quién era ni por qué le confió aquello. Por toda explicación me dijo “También los lobos equivocamos las confianzas”. Y yo le creí porque es mi amigo. Quiero decir, le creo.
–¿Estás segura de que no fue él?- dijo sacando otro cigarrillo sin terminar todavía el que tenía en la mano. Ahora era su cajetilla: rumanos, como los que debió usar Zsofia, ¿los chulos y sus putas nunca compran cigarros en España?
–Sí, ¿pero entonces cómo supiste de mí? ¿por Roberto?
–Sí, sí, fue Roberto, ya lo recuerdo, llegó furioso a reclamarle al Niño Caníbal y a gritos le dijo lo que entonces no tuve más remedio que saber. El Niño Caníbal me estaba regañando por no cobrar a todos los clientes. ¡Ya desde entonces, joder!
–Pero yo ya te conocía cuando aun estaba con Roberto. ¿No lo sabías?
–No, no… Bueno, sospechaba, no sé… pero ya te digo que fui la última en enterarme, justo aquel día en que Roberto entró al piso de La Montera. Daba voces como un loco, no puedo creer que haya gente tan imbécil como para dejar un amor por tan poca cosa…
Otra vez pareció lamentar sus palabras. El Niño Caníbal la había desheredado justo anoche, cuando Joaquín le contó sus proezas indignado a su vez porque la había encontrado chupándosela a Pino en los baños. Era su venganza, la de Joaquín, denunciarla con quien sabía que le haría más daño: su dueño. ¿Era eso ser puta? ¿Tener dueño? ¿Cuántas mujeres casadas lo son, entonces?
–No fue lo único que decidió a Roberto a dejarme. Creo que la puta que envió el anónimo ya estaba liada con él. Él mismo me lo dijo en medio de sus gritos…
–Estaba ardido, seguro lo decía para hacerte daño- me dijo desviando la mirada hacia el Tajo y escupiendo por el balcón. Vi el escupitajo caer largamente hasta perderse de vista. Moví la cabeza pensando en lo desagradable que aquello era. Recuperé la conversación y fruncí el ceño.
–No. Roberto no estaba mintiendo. Me dijo que no le dolía dejarme porque ya tenía una mujer verdadera para olvidarme. Mentía en lo primero, decía la verdad en lo segundo. Y no me costó trabajo imaginar que era ella quien le había enviado el anónimo, ¿quién si no?
–Y el Niño Caníbal no te dijo nada, ¿verdad?- me preguntó mientras se sentaba en el barandal. No tenía vértigo a pesar de que había bebido tanto como yo. Mentira: mucho más.
–Nada. Me dijo que no podía decírmelo porque entonces me metería en problemas, no por haberme quitado al hombre de mi vida sino porque ese hombre murió a manos de ella una semana después. Sí, ya sé que vas a decirme que estoy loca, que la policía determinó que se suicidó con ese cóctel, pero yo estoy segura de que estaba con alguien. Estaba con ella.
Mi teléfono empezó a vibrar dentro del bolso. El aire se había enfriado y sin advertirlo ya varias nubes se habían reunido por el oriente, tapando el sol. Las palomas que hasta hace unos minutos poblaban la plaza parecían haberse esfumado. Encontré el teléfono entre mis chicles y un librito de rezos que era de mi madre. Era un mensaje. Del Niño Caníbal.
“Es ella”
Fue la segunda cachetada que di en mi vida. Como su propia saliva, ella se perdió entre las rocas. Y yo me perdí en el norte de Francia donde nunca pasa nada. Excepto el sueño.

lunes, febrero 04, 2008

El enfermo


Prefería no preguntarle cómo le iba, pero a veces lo olvidaba y hacía la pregunta apenas dar los buenos días. Venía entonces una larga letanía que comenzaba con un mal, un no muy bien con los ojos alzados al cielo y un suspiro; luego lamentaba la falta dinero, la presión de su familia en Túnez que pedía más y más para salvar un vago negocio familiar; y remataba obligadamente dándome pormenores de la salud que siempre le faltaba: a veces las piernas, a veces la espalda, el pecho, el corazón, la respiración, la cabeza, todo amenazaba con terminar esa vida a la que, mahometanamente, decía que no debíamos aferrarnos.
Al principio creí sinceramente que las calamidades le perseguían. Estuve a punto de prestarle una buena suma de dinero cuando me dijo que tenía una grave urgencia y se paseaba de un lado a otro de mi oficina con grandes pasos, llevándose las manos a las mejillas y a los ojos, como si quisiera detener un llanto que por suerte se limitó a lo verbal. Pero un periodo vacacional largo y el recuerdo de la exorbitante cantidad de cigarros que consumía me disuadieron de mis propósitos altruístas: los cigarrillos siempre han sido caros.
Nunca volvió a mencionar el préstamo, pero me hizo objeto de un extraño recelo que no impidió, desde luego, que apelara a mi buena voluntad para pagarle algunas comidas cuando salíamos todos al restaurante de la esquina.
–¿Por qué le prestas?- me preguntó el argelino con el que compartía cubículo.
–Porque puedo perder cinco o diez euros una vez al mes, no me importa. Y ello evita males mayores- le contesté no sin cierto aire de suficiencia.
Pero los males llegaron, ahora no sé bien si para él o para mí.
Fui yo quien esa mañana de enero descubrió que no podía caminar. Anduve con las piernas rígidas como Frankenstein tratando de ganar el ascensor. Caí varias veces. Descubrí que no había electricidad y bajé por las escaleras. Volví a caer y fueron el portero y una vecina quienes llamaron a una ambulancia y a mi oficina para pedir la presencia de alguien. Venía mi compañero, el argelino, pero también venía él, todavía con un cigarrillo al que le di una calada. Se subió a la ambulancia nervioso, casi crispado. Pensé que estaba preocupado.
–Esto no tiene importancia, seguro que salgo hoy mismo- le dije para tranquilizarlo.
–Sí, no puedes enfermarte. Eso a mí también me ha pasado, lo de las piernas, varias veces- contestó atropelladamente haciendo un ademán para restar importancia a lo que ocurría.
Pero ya desde entonces advertí en sus ojos un recelo aumentado que parecía envidiar directamente lo que me acababa de ocurrir, como si lamentara no ser él la víctima de la extraña falta de potasio que me tuvo dos días en el hospital. Salí, por fortuna de pie, y al ser recibido en la oficina por mis compañeros, recuerdo su extraña insistencia en que él ya había pasado por mi experiencia y que temía que volviera a ocurrirle. Volví a tranquilizarle un poco en son de broma:
–Esto no es contagioso, mi estimado, ni que fuera mariconez- Y pareció sonreír en la sombra.
Pero una semana después fue el argelino quien resultó hospitalizado por una infección gastrointestinal (decía que guardar la carne en su guardarropa era bueno para secarla) y quince días después el jefe se rodeó de médicos por una apendicitis aguda (hubo que sacarle de la oficina a la fuerza, decía que no tenía tiempo para ir al hospital a pesar de trabajar doblado de dolor sobre sí mismo). Y el tunecino crecía en ansiedad y fumaba todavía más al ver que todos conseguían ser víctimas, menos él, como si aquéllos lo hubieran buscado y fuera bueno. Ya no esperaba a que le preguntara cómo se sentía por las mañanas, pues sin importar la hora nos decía que no veía bien, que tenía palpitaciones, que en las noches no podía dormir sintiendo que se ahogaba. Pero ya no se le hacía caso, o bien, se le empezaba a hacer objeto de veladas bromas que no pareció haber comprendido.
Pero un día tocó su turno en la ruleta de la mala suerte. Yo estaba en la Biblioteca, sentado frente a una ventana desde donde se veía pasar el tranvía. Lo vi cruzar las vías y detenerse de pronto como si se acordara de algo. Dio la media vuelta y observó el suelo. Siguió fumando. Cuando el tranvía del centro se acercaba me puse de pie para comprobar lo que no creí haber visto: estaba poniendo la punta de su zapato izquierdo sobre la vía, sacó unas monedas y se puso a contarlas para fingirse distraído. Pensé que el tranvía se dentendría, pero no fue así. Pasó, le prendió el pie, pero también lo hizo caer de una manera extraña hasta convertirlo en un despojo sin vida.
Es una pena que no haya vivido para disfrutar de su calamidad suprema. Seguro estaría orgulloso de decir Me morí.