domingo, octubre 23, 2011

Naturaleza muerta

La película fue atroz: una serie de efectos especiales conectados por monosílabos, a veces gruñidos o muecas. Tres veces cabecee mientras explotaban edificios con la puntual asistencia del equipo de sonido. Iluminado súbitamente por la pantalla, lo vi devorar nachos, palomitas, beber un litro de coca cola. Era estúpido empezar así la noche del domingo, pero mis criterios se relajaban conforme pasaban los días de trabajo y hogar en Santa Teresa. Días inclementes e iguales entre sí, intercambiables. Días productivos y sobrios, ordenados, rutinarios en su presunta diversión, inflexibles. Días con espacio para la insatisfacción y minutos reservados para la añoranza del caos, de la pasión. Ansiaba compañía, sexo, variedad, pero también mis opciones parecían generadas por la misma maquinaria de los días. Círculo, desierto, luna. Y cine, claro. Mal cine.
Había sido advertido, si no por amigos, sí por personas que nada ganaban con mentir: era un error abandonar la gran ciudad para irse a meter en este agujero. Yo alegué el sueldo, balbucí algo relacionado con aspiraciones profesionales, defendí la talla demográfica de Santa Teresa. Pato me llamó pendejo y se embarcó en una discusión sobre la imposibilidad de curar ese mal. Devian elogió la cerveza del norte, pero aclaró incontestablemente que esa no era una ventaja cultural, sino un medio de alienación colectiva (siempre ha sido afecto a las teorías conspiratorias, entre más delirantes mejor). Chiquita se rascó la entrepierna y me dio a oler sus dedos: "Tu futuro", dijo. Y yo creo que se equivocó porque esta noche de domingo ignominiosa no me hacía acompañar de una mujer, sino de un chico de universidad al que me afanaba en follar sin mucha convicción, sorprendido, por lo pronto, del ritmo y voluntad con que daba cuenta de cuanta comida había en el cine y de las ocasionales risas locas que le producían las imágenes -llamar película a esa excrecencia hubiese sido un exceso.
Como si hubiese salido de mi cuerpo y asistiera a una representación de mí mismo en ánimo de filmar escenas bobas con un desconocido, me vi aceptando la descabellada proposición suya de ir a cenar apenas subimos al carro luego de terminada la película. Debo decir en su descargo que hablaba poco y a mi favor que no hice ningún esfuerzo por caerle bien o hacer la noche más llevadera. Un ejemplo de madurez, mi circunspección, que Pato se empeñaba en rechazar como signo de sabiduría por ser incompatible con su incontinencia verbal. Pero Pato no entendía de hombres. Tampoco de mujeres. "Es fácil ser bisexual si no te acuestas con nadie", le decía en tono burlón para arrepentirme en seguida por su torrente de argumentos y exégesis. A veces, durante la cena, volvía a mi cuerpo -o al menos a mi cabeza- y en verdad oía lo que mi invitado de esa noche me contaba. Cosas de una juventud transcurrida en territorios culturalmente vírgenes y ayunos de cinismo. Cosas directas, sencillas, desamparadas. El futuro y la libertad, por ejemplo. Las presuntas virtudes de la disciplina y el esfuerzo. El castigo que espera a los malos. Superación personal, religión, el deporte. Filosofías que gente muy importante concibió en lugares que algún día visitaremos como Europa o China. La importancia del inglés.
Fumé varias veces bajo su mirada ausente, concentrándome en su boca. Se parecía a la de Chiquita, con labios delgados y propios de un rostro cuadrado, casi marcial. Mientras hablaba de ayudar económicamente a sus padres me regodee pensando en si si sería capaz de mamar tan bien como lo hacía Chiquita y por un instante me reuní conmigo mismo para recordar que estaba ahí en busca de sexo, no de una terapia psicoanalítica. Debíamos irnos, tendría que probar mis viejas técnicas de sometimiento (todo acto sexual es así, una guerra), tendría que poner manos a la obra aunque la noche fuera densa y apeteciera más bien quedarse inmóvil, aunque los trayectos en la madrugada de Santa Teresa no excedieran los siete minutos de un extremo a otro y no fuese posible escuchar más de un par de canciones en cada viaje. "Vámonos", le dije de repente. Y él se puso de pie con agilidad pasando una mano por el vientre plano para mejor acomodarse la camisa. "Maldita juventud", pensé. Maldita.
Se hizo el silencio en la casa mientras bebíamos café. "¿Qué me pasa?", me dije, ¿tendría este congelamiento algo qué ver con lo que Devian definía como el crunch maturitas, a saber, el momento a partir del cual un hombre encuentra imposible conquistar a otra persona más joven? Devian afirmaba que las grandes compañías contaminaban los alimentos para inducir conductas más morales y dóciles en la población. Y me advirtió contra Santa Teresa: "Es obvio que no pueden empezar estos tratamientos masivamente en grandes centros urbanos. Es costoso. Empiezan por los pequeños y alejados. Ahí toda la gente está loca y aséptica y lobotomizada en la práctica", decía con los ojos muy abiertos. Me sacudí los malos pensamientos, me acerqué a él y le toqué el rostro con cualquier pretexto. Una espinilla, una mancha, una basurita. Un mostrarle el frío de mis manos. O su calor. Una telaraña que debió arrastrar mientras entraba por la puerta del patio, una marca dejada por la viruela, lo de costumbre. "Mi novia dice que tengo las mejillas muy rojas, ¿cierto?", me preguntó sonriendo...
Chiquita decía que las ciudades pequeñas -no los pueblitos, aclaraba- eran para los matrimonios y la gente decente. "Tu modo de vida, digamos, no puede descansar en los medios, sino en los extremos. Pero estás en crisis y cualquier cosa que haga para disuadirte es inútil. Idiota". Pato estaba de acuerdo con ella y aseguraba que me convertiría en uno de ellos: "No vas a cambiar, imbécil, no es eso lo que trato de decir, sólo vas a rendirte, terminarás creyendo que ese modo de vida ñoño a medio camino entre el alcoholismo y la depresión es el único, el auténtico". Lo dejé frente a la puerta de su casa, me apretó suavemente un hombro. "Gracias, fue una noche excelente", me dijo. Devian me habría recordado que el placer no puede rematar en agradecimientos. Pero no lo había.