martes, agosto 21, 2018

Mujeres solas

Cuando leí su carta y comprendí que era inútil ir a buscarla, primero porque no sabía dónde estaban ella y las niñas, pero también porque entendía que estaban bien y que aquella partida, si bien brutal e inmisericorde, no era ninguna sorpresa, me senté en el sofá de la sala con la luz de la lámpara de mesa que ella comprara en una tienda de diseño, no recuerdo ya si en ciudad natal o allende la frontera, pero seguramente un verano porque entrecierro los ojos y la veo con su blusa café claro sin mangas deteniéndola con dificultad por el peso del metal en que los fabricantes no habían escatimado, y así sentado apoyé los codos en mis piernas y la cabeza en mis manos abiertas, la mitad de mi rostro iluminado y la otra mitad en penumbra, y me sorprendí pensando en mi madre como en una presencia cercana y reparando con sorpresa en el hecho de que era una mujer sola desde hace muchos años, primero yendo y viniendo de su miserable empleo en el hospital donde pronto se acomodaron a la disposición por ella mostrada para hacerse responsable de la mayor cantidad de actividades con la menor remuneración posible, luego como pensionada en Santa Teresa hasta donde aceptó venir ya no porque pudieran entretenerla y hacerle compañía mi mujer o las niñas cuanto porque habiéndome criado y a pesar de los años transcurridos desde que nos separamos, intuía el derrotero que habría de seguir y que no era otro que el trazado por ella misma en su solitaria acumulación de días y noches, primero por largos años en aquella casa de ciudad natal de la que salió mi padre para no volver mientras yo escuchaba unos tacones alejarse en la alcoholizada duermevela de mis dieciocho años, luego en el modesto piso de Santa Teresa que mi hijo y yo habitáramos hace tiempo para luego separarnos también, él de vuelta a ciudad natal donde habría de perderse, yo hacia la enorme casa que mi mujer encontró más acorde a sus ambiciones y cuyas habitaciones decoró, según solía presumir inopinadamente a quien quisiera escucharla, al gusto de las niñas, así mi madre, según pensaba libremente en el aturdimiento de mi abandono, acumulaba media vida administrando el cansancio que la invadía en los años en que volvía a casa luego de atravesar ciudad natal desde el hospital, acuciada por las urgencias y alimentada frugalmente con lo que encontraba más a mano, encendiendo el televisor hasta quedarse dormida en el sofá con tapiz de flores mientras se recogía con sus muñecas debajo del árbol del patio de su casa de infancia y su madre la llamaba a voces para que se sentara a comer y el ruido de la lluvia sobre las baldosas rosas y amarillas la arrullaba lo mismo que el trueno la despertaba con un sobresalto obligándola a desplazarse dolorosamente hasta la cama donde ajustaba el despertador de la mesita de noche para ponerse de pie al día siguiente y maquillarse con calma antes de salir a trabajar de nuevo, así por muchos años a los que un día hubo de llegar el involuntario fin por agotamiento de su cuerpo, apenas un contratiempo en los procesos del hospital que rápidamente la sustituyó y relegó al olvido con la indiferencia característica de un universo acomodaticio, ahora apilaba veranos interminables en el modesto apartamento de Santa Teresa donde nunca estaban suficientemente limpios pisos y ventanas ni se agotaba jamás su capacidad para elaborar explicaciones sobre la vida cuya coherencia, dadas las escasas ocasiones en que podía contrastarlas con alguien más, se le aparecía impecable, temí pues, sentado en el sofá de la sala e iluminado sólo por la mitad gracias a la lámpara de mesa que comprara mi ahora inencontrable mujer algún verano allende la frontera o en ciudad natal, que los años que tenía por delante fuese yo asemejándome cada vez más a mi madre y encontrara como ahora, no sólo lógico, sino inevitable, el devenir de mi vida, incluidas las acciones más arbitrarias de los otros que, como mi mujer, se me apartaran de repente por medio de una carta de escasas líneas cuya redacción y términos ya conocería yo de antemano y, magnánimo, perdonaría también sin mediar palabra con la comprensión sibilina de quien cree poseer la verdad, aunque sólo sea la propia, no era otro el síndrome de aquellas mujeres solas a las que había tenido ocasión de tratar a lo largo de la vida y cuya resignación impostada se constituía casi exclusivamente de desprecio hacia lo que ya se comprende, sea con la participación de la realidad o sin su concurso, así viví los primeros minutos de mi nueva situación civil, poseído de pensamientos que encontraba tan inadecuados como inevitables, haciendo esfuerzos por apartarlos y sustituirlos con la interrogante del paradero de mi mujer y las niñas, algo mucho más lógico y que no resistía el desfile de aquellas mujeres que, como mi madre, llevaban sobre sí años y años de amaneceres solitarios, unas veces deseando con desesperación poner fin a su soledad y silencio, otras maldiciendo los brazos que las rodearon y el sexo que las penetró, desquiciadas a fuerza de monólogos que se prolongan cuando ya tienen a alguien delante, dueñas de una mirada que pasa de detenerse en los demás a atravesarlos como quien mira este sofá del que por fin me levanto luego de apagar la lámpara de mesa camino de una cama inmensa como un océano.

sábado, agosto 18, 2018

El sesgo

Que contra las bases teóricas de nuestro comportamiento siempre ha de vencer la realidad de nuestra naturaleza hube de verificarlo en los años siguientes a mi firme rechazo a todos los consejos que daba mi madre, una impugnación insuficiente que no consiguió deshacerse del veneno inoculado cuanto pervertir el pensamiento al separarlo de la acción, así mis motivos podrían parecer opuestos a los de mi madre y mis actos encaminarse a conseguir lo que ella recomendaba, una escisión intelectual que gracias a Dulcino y Bomar acabó con mi solitaria consistencia, el único estado posible en que se podía contradecir a mi madre y ser yo mismo sin más conversación que los libros ni mayor desarrollo sexual que el proporcionado por mi enfermedad, la masturbación ahora estimulada por mi sesgo en la consideración de los demás, pero no afectada por su trato porque este sencillamente no existía, mundo ideal apenas interrumpido por las discretas llamadas a la puerta de mi habitación por parte de mi hermana para que me sentara a la mesa o para que ella dejara una bandeja con comida y se retirara enseguida, todo ello fue liquidado con la irrupción primero de Dulcino y luego de Bomar para quienes reanudé veladamente y sin reconocérmelo el programa de vida que mi madre había instilado en mi persona y que comprendía el sostenimiento de amistades y la superación de la soledad, ahora era buscado y no repudiado como hacían mis compañeros de escuela y mis vecinos cuando era niño, ahora que yo no deseaba agradar a nadie y mis juguetes habían sido todos reemplazados por una máquina de escribir, la sociedad, por intercesión de Dulcino y Bomar, me llamaba a sus filas y no consentía el privilegio de que pudiera rechazarla permaneciendo a salvo en mi habitación, dulcemente cuidado por mi hermana y hostilizado cada vez menos por mi madre a la que la inmisericorde explotación del trabajo dejaba cada vez menos tiempo y energías, hube así de vencer mis resistencias para admitir un gran número de desviaciones a la disciplina intelectual en que me hallaba instalado y que sólo ahora comprendo constituía un programa coherente de vida, un programa cuyo cumplimiento ya no sería posible alcanzar por haber cedido en esta como en otras ocasiones al reemplazo insensato de libros y silencios por la búsqueda de afectos y el consentimiento de vulgaridades, es decir, por haber dado al espíritu de mi madre, al que yo rechazaba en lo formal y seguía en la práctica, la oportunidad de eliminar el aislamiento egoísta en que me hallaba entregado únicamente a mis proyectos y obligarme a considerar a los demás hasta hacer surgir en mí la necesidad de sus compañías imperfectas e interesadas, cuando ello ocurría iniciaba, poseído de una urgencia intensa e inexplicable, el descenso hacia la más completa abyección mientras que ellos, en contraparte, aumentaban sus exigencias para poder seguir llamándose mis amigos, un abuso tanto o más pernicioso que el infligido por vecinos y compañeros durante la infancia y del que sólo muchos años después, repetido el proceso en un sinfín de relaciones, fui capaz de advertir mi propio sesgo como su causa, esa mirada oblicua y contaminada de deseo que separara a Bomar de Dulcino y lo atrajera hacia mí para luego asfixiarnos mutuamente en medio de la más cuidadosa administración de culpas y perdones no dejaba lugar a dudas y, sin embargo, ninguno de ellos se apercibió jamás como yo lo hice después de que este era el motor de las corrientes subterráneas que nos condenaban a ser tan insufribles como indispensables, una lógica neurosis se instalaba debido a la imposibilidad de dar satisfacción a mi sesgo, ya no sólo porque ni Dulcino ni Bomar mostraran las mismas inclinaciones que yo sino porque a mí mismo me eran desconocidas de tan sublimadas, mera fantasía sin objeto en mis años de soledad y consistencia, sombra que crecía sobre mí en estos nuevos años en que, abandonando mi habitación, me dejaba persuadir de la necesidad de hacer amigos sin comprender que no podía tenerlos, ellos buscaban a las chicas que deseaban y fracasaban una y otra vez en conseguirlas mientras que yo, que me había decidido a imitarles sin más propósito que el de agradarles a ellos, las conseguía sin problemas ni consecuencias, sumando a la pérdida de tiempo que significaba salir a la calle primero más con Dulcino y luego más con Bomar, el también ingente desperdicio de atender a criaturas que deseaban fervientemente perder la virginidad sin comprender en qué fallaban para que yo no las ayudara a cumplir semejante propósito, así perdía mi propio proyecto y al hacerlo me perdía a mí mismo por medio de un éxito tramposo que ni Dulcino ni Bomar se explicaban y que yo, llegado a cierto nivel de saturación de origen sanguíneo o meteorológico, daba repentinamente por terminado un día cualquiera para la desesperación de esas buenas chicas a las que esperaban largas vidas de procreación y estupidez, no menos estúpida era mi entrega a aquella representación ñoña de la que primero se despidiera Dulcino, no sin un dramatismo ridículo que incluyó quemar algunos de los obsequios que yo le hiciera, pero también, luego de largo tiempo, Bomar, pues mi ingreso a la universidad privada y la posterior aparición de Gustavo lo volvieron anticuado y prescindible, no desde luego porque terminara la impostura ni porque el sesgo desapareciera o encontrara por fin su realización natural, para ello faltaban años todavía, sino porque el programa de mi madre, rechazado en teoría y ejecutado por primera vez en la práctica, exigiría ahora nuevos revestimientos y enfoques, mentiras más sofisticadas para poder continuar, ya comprobaría a su debido tiempo que el sesgo responsable de buena parte del fracaso de mi amistad con Dulcino y Bomar seguiría causando estragos aún después de aparecidos los personajes con los que podía realizarse, en suma, que la amistad me estaba vedada por causas naturales a las que, de haber predominado el buen juicio en mi educación o haber sido yo un individuo de mayores luces, se habría respetado.