sábado, agosto 18, 2018

El sesgo

Que contra las bases teóricas de nuestro comportamiento siempre ha de vencer la realidad de nuestra naturaleza hube de verificarlo en los años siguientes a mi firme rechazo a todos los consejos que daba mi madre, una impugnación insuficiente que no consiguió deshacerse del veneno inoculado cuanto pervertir el pensamiento al separarlo de la acción, así mis motivos podrían parecer opuestos a los de mi madre y mis actos encaminarse a conseguir lo que ella recomendaba, una escisión intelectual que gracias a Dulcino y Bomar acabó con mi solitaria consistencia, el único estado posible en que se podía contradecir a mi madre y ser yo mismo sin más conversación que los libros ni mayor desarrollo sexual que el proporcionado por mi enfermedad, la masturbación ahora estimulada por mi sesgo en la consideración de los demás, pero no afectada por su trato porque este sencillamente no existía, mundo ideal apenas interrumpido por las discretas llamadas a la puerta de mi habitación por parte de mi hermana para que me sentara a la mesa o para que ella dejara una bandeja con comida y se retirara enseguida, todo ello fue liquidado con la irrupción primero de Dulcino y luego de Bomar para quienes reanudé veladamente y sin reconocérmelo el programa de vida que mi madre había instilado en mi persona y que comprendía el sostenimiento de amistades y la superación de la soledad, ahora era buscado y no repudiado como hacían mis compañeros de escuela y mis vecinos cuando era niño, ahora que yo no deseaba agradar a nadie y mis juguetes habían sido todos reemplazados por una máquina de escribir, la sociedad, por intercesión de Dulcino y Bomar, me llamaba a sus filas y no consentía el privilegio de que pudiera rechazarla permaneciendo a salvo en mi habitación, dulcemente cuidado por mi hermana y hostilizado cada vez menos por mi madre a la que la inmisericorde explotación del trabajo dejaba cada vez menos tiempo y energías, hube así de vencer mis resistencias para admitir un gran número de desviaciones a la disciplina intelectual en que me hallaba instalado y que sólo ahora comprendo constituía un programa coherente de vida, un programa cuyo cumplimiento ya no sería posible alcanzar por haber cedido en esta como en otras ocasiones al reemplazo insensato de libros y silencios por la búsqueda de afectos y el consentimiento de vulgaridades, es decir, por haber dado al espíritu de mi madre, al que yo rechazaba en lo formal y seguía en la práctica, la oportunidad de eliminar el aislamiento egoísta en que me hallaba entregado únicamente a mis proyectos y obligarme a considerar a los demás hasta hacer surgir en mí la necesidad de sus compañías imperfectas e interesadas, cuando ello ocurría iniciaba, poseído de una urgencia intensa e inexplicable, el descenso hacia la más completa abyección mientras que ellos, en contraparte, aumentaban sus exigencias para poder seguir llamándose mis amigos, un abuso tanto o más pernicioso que el infligido por vecinos y compañeros durante la infancia y del que sólo muchos años después, repetido el proceso en un sinfín de relaciones, fui capaz de advertir mi propio sesgo como su causa, esa mirada oblicua y contaminada de deseo que separara a Bomar de Dulcino y lo atrajera hacia mí para luego asfixiarnos mutuamente en medio de la más cuidadosa administración de culpas y perdones no dejaba lugar a dudas y, sin embargo, ninguno de ellos se apercibió jamás como yo lo hice después de que este era el motor de las corrientes subterráneas que nos condenaban a ser tan insufribles como indispensables, una lógica neurosis se instalaba debido a la imposibilidad de dar satisfacción a mi sesgo, ya no sólo porque ni Dulcino ni Bomar mostraran las mismas inclinaciones que yo sino porque a mí mismo me eran desconocidas de tan sublimadas, mera fantasía sin objeto en mis años de soledad y consistencia, sombra que crecía sobre mí en estos nuevos años en que, abandonando mi habitación, me dejaba persuadir de la necesidad de hacer amigos sin comprender que no podía tenerlos, ellos buscaban a las chicas que deseaban y fracasaban una y otra vez en conseguirlas mientras que yo, que me había decidido a imitarles sin más propósito que el de agradarles a ellos, las conseguía sin problemas ni consecuencias, sumando a la pérdida de tiempo que significaba salir a la calle primero más con Dulcino y luego más con Bomar, el también ingente desperdicio de atender a criaturas que deseaban fervientemente perder la virginidad sin comprender en qué fallaban para que yo no las ayudara a cumplir semejante propósito, así perdía mi propio proyecto y al hacerlo me perdía a mí mismo por medio de un éxito tramposo que ni Dulcino ni Bomar se explicaban y que yo, llegado a cierto nivel de saturación de origen sanguíneo o meteorológico, daba repentinamente por terminado un día cualquiera para la desesperación de esas buenas chicas a las que esperaban largas vidas de procreación y estupidez, no menos estúpida era mi entrega a aquella representación ñoña de la que primero se despidiera Dulcino, no sin un dramatismo ridículo que incluyó quemar algunos de los obsequios que yo le hiciera, pero también, luego de largo tiempo, Bomar, pues mi ingreso a la universidad privada y la posterior aparición de Gustavo lo volvieron anticuado y prescindible, no desde luego porque terminara la impostura ni porque el sesgo desapareciera o encontrara por fin su realización natural, para ello faltaban años todavía, sino porque el programa de mi madre, rechazado en teoría y ejecutado por primera vez en la práctica, exigiría ahora nuevos revestimientos y enfoques, mentiras más sofisticadas para poder continuar, ya comprobaría a su debido tiempo que el sesgo responsable de buena parte del fracaso de mi amistad con Dulcino y Bomar seguiría causando estragos aún después de aparecidos los personajes con los que podía realizarse, en suma, que la amistad me estaba vedada por causas naturales a las que, de haber predominado el buen juicio en mi educación o haber sido yo un individuo de mayores luces, se habría respetado.

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